CAPÍTULO UNO

ESTA NOCHE ES SEIS QUIEN PROTAGONIZA MI FUGA IMAginaria. Hay una horda de mogadorianos plantada entre ella y mi celda, lo cual no es muy realista, porque hasta ahora los mogos no han destinado ni a uno de sus hombres a vigilarme. Pero, bueno, esto es un sueño, así que no importa. Los guerreros mogadorianos desenfundan sus dagas y las hunden en el aire tratando de alcanzarla, aullando. Seis responde echándose la melena hacia atrás y volviéndose invisible. Desde detrás de los barrotes de mi celda, la veo deslizarse entre los mogadorianos, apareciendo y desapareciendo de manera intermitente y arrebatándoles sus propias armas para atacarlos. Serpentea a toda velocidad a través de una nube creciente de cenizas, hasta que acaba con todos los mogos.

—Esto ha estado muy bien —le digo cuando se acerca a la puerta de mi celda.

Ella me sonríe, despreocupada, y me pregunta:

—¿Estás listo para marcharte?

Y entonces me despierto. O salgo de mi estado de ensoñación. A veces me resulta difícil saber si estoy despierto o dormido; cuando llevas semanas aislado, vives en un continuo estado de aletargamiento. Bueno, diría que han sido semanas. La verdad es que me cuesta determinar cuánto tiempo ha transcurrido desde que me encerraron: la celda no tiene ni una triste ventana. De lo único de lo que estoy seguro es de que todas esas imágenes sobre fugas que me vienen a la cabeza no son reales. A veces ocurre como esta noche, y Seis acude a rescatarme; otras es John; y, en ocasiones, sueño que he desarrollado mis propios legados y que, una vez consigo salir de la celda, me cargo a todos los mogadorianos que se interponen en mi camino.

Pero todo es fruto de la imaginación. Debe de ser uno de los modos que mi mente ansiosa tiene de pasar el tiempo.

Y ¿qué hay del colchón empapado en sudor y de los muelles rotos que se me clavan en la espalda? Eso es real. ¿Y los calambres que me recorren las piernas y el dolor de espalda que me martiriza? Esos también son reales.

Alargo el brazo para coger el cubo de agua que hay en el suelo, al lado de la cama. Un vigilante me lo trae una vez al día, junto con un bocadillo de queso. No es precisamente como el servicio de habitaciones de un hotel, a pesar de que, por lo que yo sé, soy el único prisionero encerrado en este edificio: no estamos más que yo y un sinfín de celdas vacías dispuestas una tras otra y conectadas por una pasarela de hierro.

El vigilante siempre deja el cubo en el suelo, justo al lado del inodoro de acero inoxidable, y yo lo arrastro hasta tenerlo cerca de la cama: este es todo el ejercicio que hago. Y el bocadillo me lo zampo enseguida. Ya no recuerdo lo que se siente cuando no se pasa hambre.

Queso manufacturado con pan duro, un inodoro sin asiento y un estado de aislamiento absoluto. Esa es mi vida desde hace un tiempo.

Cuando llegué aquí, traté de controlar las visitas del vigilante para poder llevar la cuenta de los días que transcurrían, pero me temo que a veces se olvidaban de mí. O me ignoraban a propósito. El peor de mis miedos es que me abandonen en esta celda para que me consuma en ella, para que acabe perdiendo el conocimiento, víctima de la deshidratación, sin siquiera darme cuenta de que estoy viviendo mis últimos momentos. La verdad es que preferiría morir en libertad, luchando contra los mogadorianos.

Y aún me gustaría más no morir.

Tomo un trago de agua, este líquido tibio con sabor a óxido. Es asqueroso, pero al menos me permite volver a sentir algo de humedad en la boca. Estiro los brazos por encima de la cabeza y mis articulaciones crujen en señal de protesta. Siento además una punzada de dolor en las muñecas: al hacer este gesto, el tejido de mi tierna cicatriz se resiente. Y entonces mi mente se pone en marcha de nuevo; esta vez, sin embargo, no se aventura en el terreno de la fantasía, sino en el de los recuerdos.

Pienso en Virginia Occidental a diario. Lo revivo todo.

Me recuerdo recorriendo esos túneles sin aliento, agarrando con fuerza la piedra roja que Nueve me había prestado e iluminando con su luz alienígena una celda tras otra. Cada vez que me acercaba a unos nuevos barrotes, albergaba la esperanza de encontrar allí a mi padre, pero me llevé una decepción en todos.

Entonces llegaron los mogadorianos y me impidieron reunirme con John y Nueve. Recuerdo que me atenazó el miedo cuando me vi separado de los demás: tal vez sus legados les habían permitido deshacerse de esa horda de mogadorianos y piken. Por desgracia, yo solo contaba con un cañón mogo.

Hice todo lo que pude y traté de encontrar el camino que me condujera junto a John y Nueve mientras disparaba a todos los mogos que se me acercaban demasiado.

A pesar del estruendo de la pelea, oí a John gritando mi nombre. Estaba cerca; el problema era que nos separaba una horda de bestias alienígenas.

La cola de un monstruo restalló entre mis piernas y mis pies saltaron hasta casi la altura de mis orejas. La piedra de Nueve se me escapó entre los dedos y rodó por el suelo. Caí de bruces y me hice un corte encima de la ceja. La sangre enseguida me empapó los ojos. Medio ciego, me arrastré en busca de un lugar donde cobijarme.

Teniendo en cuenta la suerte que había tenido desde mi llegada a Virginia Occidental, no es de extrañar que acabara a los pies de un guerrero mogadoriano. Me apuntó con el arma. Pudo haberme matado allí mismo, pero se lo pensó mejor y, en lugar de apretar el gatillo, me asestó un culatazo en la sien.

Todo se volvió negro.

Me desperté colgado del techo, sujeto por gruesas cadenas. Aún estaba en la cueva, pero tenía la sensación de que me habían trasladado a un lugar más profundo, a una zona más protegida. Se me encogió el corazón cuando me di cuenta de que la cueva aún estaba en pie y que me habían hecho prisionero: ¿qué implicaciones tenía eso para John y Nueve? ¿Habían escapado?

Casi no tenía fuerza en los miembros, pero, aun así, traté de librarme de las cadenas. No hubo modo. Estaba desesperado y una sensación de claustrofobia me atenazaba. Justo cuando iba a echarme a gritar, un mogadoriano entró en la sala. Era el más imponente que había visto hasta entonces: tenía una horrible cicatriz morada en el cuello y sus manos descomunales agarraban un extraño bastón dorado. Era un ser realmente espeluznante, como sacado de una pesadilla, pero me resultaba imposible apartar la mirada de él. De algún modo, sus ojos negros y vacíos me tenían atrapado.

—Hola, Samuel —me dijo mientras se me acercaba, acechante—. ¿Sabes quién soy?

Negué con la cabeza. De pronto, tenía la boca totalmente seca.

—Soy Setrákus Ra, comandante supremo del Imperio Mogadoriano, ingeniero de la Gran Expansión, líder querido y respetado. —Me enseñó los dientes, y entonces me di cuenta de que estaba tratando de esbozar una sonrisa—. Etcétera.

El artífice de un genocidio planetario y la mente que estaba detrás de la inminente invasión de la Tierra acababa de dirigirse a mí y me había llamado por mi nombre. ¿Qué haría John en una situación como esa? Él nunca se habría amedrentado ante su mayor enemigo. Yo, en cambio, había empezado a temblar, y las cadenas que me sujetaban las muñecas repiqueteaban con un sonido metálico.

Creo que Setrákus percibió mi miedo.

—Esto no tendría por qué ser doloroso, Samuel. Has elegido el bando equivocado, pero, tranquilo, yo sé ser indulgente. Dime lo que quiero saber y te dejaré libre.

—¡Jamás! —tartamudeé, y me puse a temblar aún más, consciente de lo que me esperaba.

Oí un sonido siseante procedente de más arriba y levanté la cabeza: una sustancia negra y viscosa se deslizaba por las cadenas. Tenía un olor punzante y químico, como de plástico caliente. Seguro que ese pringue iba dejando marcas de óxido a su paso; pronto me alcanzó las muñecas y entonces me eché a gritar. El dolor era insoportable, y esa cosa era tan pegajosa que no hacía más que empeorarlo; era como si tuviera las muñecas cubiertas de savia hirviente.

Justo cuando estaba a punto de desmayarme de dolor, Setrákus me acercó su báculo al cuello y me levantó la barbilla con él. Un frío helado se apoderó de mi cuerpo y lo dejó totalmente adormecido; de pronto, me di cuenta de que el dolor que me abrasaba las muñecas se había aplacado. Ese alivio, sin embargo, tenía algo de perverso; el báculo de Setrákus producía un entumecimiento mortífero, como si me hubieran extraído la sangre del cuerpo.

—Tú limítate a responderme —gruñó Setrákus— y todo esto acabará.

Sus primeras preguntas fueron acerca de John y Nueve: adónde podían haber ido, qué harían a continuación. Me sentí aliviado al enterarme de que habían escapado, y aún más al recordar que no sabía dónde podían haberse ocultado. Yo era el que llevaba encima las instrucciones de Seis, lo que significaba que John y Nueve habrían tenido que idear un nuevo plan, uno del que yo no pudiera decir una palabra si me torturaban. Ya no tenía el papel encima, así que parecía razonable pensar que los mogos me habían registrado mientras estaba inconsciente y habían confiscado la dirección. Esperaba que Seis actuara con cautela.

—Estén donde estén, no tardarán en volver para patearte el culo —le dije a Setrákus.

Y ese fue mi gran momento heroico, porque el líder mogadoriano soltó un ronquido e inmediatamente apartó de mí su vara dorada. El dolor volvió a mis muñecas; era como si ese pringue mogadoriano me estuviera devorando la carne hasta los huesos.

Jadeaba y gritaba cuando Setrákus volvió a tocarme con su báculo y me concedió una prórroga. La lucha, por muy leve que hubiese sido hasta entonces, ya no estaba en mis manos.

—Y ¿qué me dices de España? —me preguntó—. ¿Qué puedes decirme de eso?

—Seis… —musité, y enseguida me arrepentí de haber dicho nada. Tenía que mantener la boca cerrada.

Siguió con las preguntas. Después de España, fue la India, y luego me interrogó acerca de la localización de las piedras de loralita, algo de lo que ni siquiera había oído hablar. Al final me preguntó por «el décimo», un tema en el que Setrákus parecía especialmente interesado. Recordé que, en la carta que le había escrito a John, Henri decía algo acerca de la existencia de un décimo guardián y explicaba que ese último miembro de la Guardia no había conseguido escapar de Lorien. Cuando le conté eso a Setrákus (una información que esperaba que no fuera a perjudicar a ese décimo), se puso como una furia.

—Me estás mintiendo, Samuel. Sé que está aquí. Dime dónde.

—No lo sé —seguí repitiendo.

La voz me temblaba cada vez más. Con cada respuesta, o falta de ella, Setrákus retiraba su báculo y dejaba que ese dolor abrasador me atenazara de nuevo.

Al final, se dio por vencido y se limitó a mirarme a los ojos, visiblemente disgustado. Yo deliraba. Como si tuviera mente propia, la masa pringosa fue remontando por la cadena hasta desaparecer en el agujero oscuro del que había salido.

—No sirves para nada, Samuel —me dijo con desprecio—. Está claro que los lóricos solo te valoran como chivo expiatorio; para ellos no eres más que una maniobra de distracción a la que recurrir en situaciones de fuga.

Una vez dicho esto, Setrákus salió de la sala como una exhalación. Más tarde, después de llevar ahí colgado un buen rato, durante el que perdí y recuperé la conciencia varias veces, uno de sus soldados vino a rescatarme y me arrojó a una celda oscura. Estaba seguro de que iban a abandonarme allí hasta que muriera.

Al cabo de unos días, los mogadorianos me sacaron de la celda y me entregaron a un par de tipos vestidos con un traje oscuro; llevaban el pelo cortado casi al ras y armas escondidas bajo el abrigo. Vaya, que tenían la misma pinta que los hombres del FBI, la CIA o algo así. No se me ocurre por qué razón un humano querría trabajar para los mogos. Me hierve la sangre con solo pensarlo: esos agentes traicionando la confianza de la humanidad… A pesar de ello, fueron más amables que los mogadorianos, e incluso hubo uno que musitó una disculpa al ponerme unas esposas sobre la piel quemada de las muñecas. Luego me cubrieron la cabeza con una capucha y ya no volví a verlos más.

Durante dos días permanecí encadenado a la parte trasera de una camioneta que no se detuvo ni un momento. Después, me arrojaron dentro de otra celda (mi nuevo hogar), alojada en un edificio carcelario de alguna base gigantesca cuyo único prisionero era yo.

Me echo a temblar cuando pienso en Setrákus Ra; es algo que, cada vez que veo las cicatrices y las ampollas que tengo en las muñecas, no puedo evitar, por mucho que me empeñe. He tratado de borrar de mi mente ese encuentro escalofriante, y me he repetido una y otra vez que lo que Setrákus dijo no era cierto. Sé muy bien que John no me utilizó como maniobra de distracción para poder escapar, y también sé que no soy un inútil que no sirve para nada. Puedo ayudar a John y a los demás guardianes, tal como lo estuvo haciendo mi padre antes de desaparecer. Tengo un papel que desempeñar en todo esto, aunque no esté del todo claro cuál va a ser.

Cuando salga de aquí —si es que salgo algún día—, mi objetivo en la vida será demostrarle a Setrákus Ra que estaba equivocado.

Me siento tan frustrado que descargo toda mi rabia contra el colchón en el que estoy echado. Al hacerlo, una nube de polvo se desprende del techo y un débil estruendo recorre el suelo. Es casi como si mi puñetazo hubiera sacudido la celda, como en un terremoto.

Bajo la mirada y me contemplo la mano, maravillado. Después de todo, puede que esos sueños en los que desarrollaba mi propio legado no fueran tan descabellados. Trato de recuperar el recuerdo del patio trasero de John, en Paradise, cuando Henri le enseñaba cómo concentrar su poder. Entorno los ojos y levanto el puño, apretándolo con fuerza.

A pesar de que me parece una locura y de que además me siento algo ridículo, golpeo el colchón de nuevo, solo para ver qué pasa.

Nada. Simplemente me duelen los brazos: hace demasiado tiempo que no uso estos músculos. No estoy desarrollando ningún legado. Eso es algo imposible cuando se es humano: lo sé perfectamente. Lo que ocurre es que empiezo a estar desesperado. Y también un poco loco.

—Muy bien, Sam —me digo a mí mismo con voz ronca—. No te desmorones.

En cuanto me acuesto, resignado a pasar otra siesta interminable solo con mis pensamientos, un segundo impacto sacude el suelo. Y este es mucho más violento que el anterior; lo siento en mis propios huesos. Más pedazos de yeso se desprenden del techo. Me cubren el rostro y alguno incluso se me mete en la boca: tiene un sabor amargo, como calcáreo. Al cabo de un instante, oigo el redoble amortiguado de un tiroteo.

No estoy soñando. En absoluto. Llegan a mis oídos los sonidos lejanos de una lucha que debe de estar librándose en algún lugar de la base, bajo tierra. El suelo sufre otra sacudida: otra explosión. Desde que estoy aquí, los mogos no han hecho ningún tipo de entrenamiento. Pero ¡si lo único que he oído ha sido el eco de los pasos del vigilante que me traía la comida! ¿Y ahora este alboroto repentino? ¿Qué estará pasando?

Por primera vez (¿en días?, ¿en semanas?), me permito sentir un atisbo de esperanza. Son los miembros de la Guardia. Tienen que ser ellos. Han venido a rescatarme.

—Eso es, Sam —me digo a mí mismo, disponiéndome a moverme.

Me levanto y me dirijo con el cuerpo tembloroso hacia la puerta de la celda. Las piernas apenas me sostienen. No he tenido motivos para usarlas desde que me trajeron aquí. Con solo cruzar la corta distancia que me separa de la reja, ya empieza a rodarme la cabeza. Presiono la frente contra el metal frío de los barrotes con la esperanza de que se me pase el mareo. Siento las reverberaciones de los disparos a través del metal; son cada vez más fuertes y más intensas.

—¡John! —grito con voz ronca—. ¡Seis! ¿Hay alguien? ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!

Una parte de mí piensa que es una tontería gritar: ¿cómo van a oír los miembros de la Guardia mis gritos en medio de la lucha encarnizada que están librando? Es la misma parte que me empujaba a tirar la toalla, a quedarme en esa celda hecho un ovillo y esperar a que llegara el destino final. Es esa parte que piensa que los guardianes serían estúpidos si trataran de venir a rescatarme.

Es la parte de mí que creyó a Setrákus Ra. No puedo rendirme a ese sentimiento de desesperación. Debo demostrar que ese desgraciado estaba equivocado.

Tengo que hacer algo de ruido.

—¡John! —grito de nuevo—. ¡Estoy aquí, John!

A pesar de lo débil que me siento, descargo los puños sobre los barrotes de hierro tan fuerte como puedo. El sonido resuena por todo el edificio, pero seguro que los disparos que retumban en las paredes impedirán que los miembros de la Guardia lo oigan. Es difícil saberlo con certeza, con el estruendo creciente de la lucha, pero me parece que oigo pasos avanzando sobre la pasarela de metal que comunica una celda con otra. Es una lástima que solo pueda ver lo que ocurre delante de los barrotes. Si hay alguien, tendré que captar su atención: solo espero que no sea un guardia mogadoriano.

Cojo el cubo de agua y vacío lo que me quedaba para el resto del día. Mi plan (el mejor que tengo) consiste en golpear con él los barrotes de mi celda.

Pero, cuando me vuelvo, veo a un tipo de pie delante de mi reja.