Lo más intenso de la vida se concentra a veces en pequeños universos. Una habitación, un camarote, quizá un jardín, o un embarcadero. O tal vez una joya, un juguete, un vestido… O un pequeño baúl donde guardamos verdaderos tesoros que nadie, salvo nosotros, sabe valorar.

O una sencilla imagen de lo que un día fuimos.

La vida posee la facultad de hacerse grande en lo supuestamente insignificante. Despunta un día cualquiera, en apariencia otro más, y, sin embargo, ocurre algo con lo que nos vemos inmersos en el comienzo de una nueva era, un tiempo inédito que enarbola la bandera de lo excepcional.

En cuestión de segundos, la vida puede perder su grandiosidad y empequeñecernos.

Lo cierto es que el destino no avisa de sus intenciones, porque si lo hiciera perdería su verdadera naturaleza. Si el azar diera una señal de lo que está dispuesto a hacer, hombres como Diego de Alvear y Ponce de León y mujeres como Josefa Balbastro o Louise Rebecca Ward habrían rubricado páginas distintas de una biografía en la que, como escribió José de Espronceda en el poema dedicado a Diego de Alvear:

… tu saña y cólera cebaste

a un tiempo en la inocencia y la hermosura.

[…]

y alta y triunfante la alcanzada gloria

guarda en eternos mármoles la historia.