Un viaje hacia el olvido

(A modo de epílogo)

Martes, 10 de enero de 2006,

aguas internacionales del Estrecho,

océano Atlántico

Dicen que el mar es traicionero. También el hombre cuando lo usurpa.

Aquella gélida noche en la que todo parecía en calma a lo largo de la costa gaditana, la Guardia Civil del Mar interceptó un barco extranjero, el Odyssey Explorer, que arrastraba un cable submarino con un detector de densidad de metales y una potente sonda de barrido utilizada para localizar con precisión cualquier objeto enterrado bajo el lecho marino. Pertenecía a la empresa estadounidense Odyssey Marine Exploration, dedicada desde los años ochenta a la búsqueda de pecios en cualquier parte del mundo. Ningún Estado podría asumir el coste económico de la alta tecnología y los avanzados equipos que utilizaba.

Hacía ya años que la compañía privada rastreaba a conciencia el fondo submarino español, uno de los más ricos del planeta. Valiosísimos tesoros atestiguan naufragios legendarios bajo nuestras aguas.

El capitán del Odyssey Explorer, que recibió varias órdenes de las autoridades españolas, se negó reiteradamente a detener el buque y a sacar del agua sus aparatos, lo que propició una denuncia en el juzgado de guardia de la localidad gaditana de La Línea de la Concepción bajo la acusación de desacato y resistencia a la autoridad, y también por haber violado las aguas territoriales españolas contraviniendo su legislación.

Con total impunidad, durante días mantuvo un ir y venir sin impedimento alguno entre Gibraltar y la zona del Estrecho, contraviniendo la prohibición de la Junta de Andalucía, competente en excavaciones arqueológicas en aguas de su territorio.

No habían transcurrido diez días cuando el Ministerio de Exteriores tuvo claro que el barco cazatesoros realizaba «actividades ilícitas» en aguas jurisdiccionales españolas en la bahía de Algeciras. Estaba a punto de estallar un conflicto diplomático, ya que horas antes la embajada de Estados Unidos en Madrid había declarado oficialmente que la empresa Odyssey estaba facultada, mediante un contrato con el Ministerio de Defensa del Reino Unido, para recuperar los restos del galeón HMS Sussex, un navío británico que naufragó debido a una fuerte tempestad en febrero de 1694. El problema era que el pecio del supuesto galeón dormitaba bajo aguas que eran españolas, como tantos otros barcos hundidos a lo largo del tiempo.

Pero ¿era realmente el HMS Sussex lo que buscaban?

Finales de enero de 2006

La empresa estadounidense confirmaba la extracción de muestras arqueológicas con el fin de identificar la localización de los restos del galeón, a pesar de no contar con el permiso de las autoridades andaluzas.

Viernes, 3 de febrero de 2006

El juzgado de La Línea en el que la Guardia Civil denunció al Odyssey Explorer dictó una orden de busca y captura contra el barco cazatesoros y su tripulación por los delitos de desacato, resistencia a la autoridad y violación del espacio territorial marítimo español. Ese mismo día, el buque zarpó desde su lugar habitual de atraque de la base naval militar de Gibraltar con rumbo desconocido hacia el Mediterráneo.

Dos semanas más tarde, un satélite lo localizó atracado en el puerto de La Valeta, en la isla de Malta. Durante meses, mientras permanecía perdido en algún punto del Mediterráneo —se sospechaba que lejos de España—, los abogados de la compañía negociaban en Londres y Madrid para conseguir permisos y autorizaciones.

A finales de julio fue avistado frente a las costas de Tarifa.

Abril de 2007,

aguas internacionales del Estrecho,

océano Atlántico

La noche en el océano resultaba inabarcable y fría. El poderoso ruido de las aguas sonaba a huecas bofetadas. Daba miedo adentrarse en las gélidas profundidades próximas al Algarve portugués. Pero la búsqueda de un tesoro vence todos los miedos.

Poco a poco, irrumpiendo en el silencio, fueron emergiendo a la superficie monedas de plata y oro, hasta quinientas mil; lingotes de cobre y estaño; cajas de oro macizo, y fragmentos de cañones, balas y cerámicas… Fragmentos de una vida pasada cuyo rastro se había desvanecido; la vida de hombres, mujeres y niños, de familias enteras, que viajaban para cumplir el sueño de regresar a sus raíces, sin poder imaginar que estaban haciendo un viaje hacia el olvido.

Dos siglos después, lo que quedaba del barco que los trasladaba al sueño incumplido estaba siendo extraído por el Zeus, un robot de última generación, manipulado por control remoto, que enviaba fotos de alta resolución y cuyo peso era de casi seis toneladas y media. Los brazos mecánicos del Zeus no parecen los de un robot cuando recogen monedas o toman una copa de cristal fino sin quebrarla, tal es su delicadeza.

Con nocturnidad y alevosía, saltándose los acuerdos internacionales y burlando la vigilancia de la Guardia Civil del Mar, Odyssey había expoliado las tripas de la Mercedes, varadas en el océano.

Jueves, 17 de mayo de 2007

Amparada en el hermetismo de las autoridades del Peñón, Odyssey fletó de madrugada un Boeing 757 de North American Airlines, cargó los tesoros encontrados y puso rumbo al aeropuerto JFK de Nueva York.

Seguía intentando hacer creer que el pecio correspondía a la nave inglesa HMS Sussex. De ahí que la operación se llamara, en un primer momento, «Black Swan», Cisne Negro.

Tarde del viernes, 18 de mayo de 2007

Odyssey Marine Exploration sorprendía al mundo anunciando el hallazgo del hasta ahora mayor tesoro rescatado del fondo marino en toda la historia de la humanidad: su valor ascendía a 373 millones de euros.

Miércoles, 23 de mayo de 2007

La embajada británica confirmaba que el hallazgo de Odyssey bajo el nombre de Operación Cisne Negro no guardaba relación con el galeón HMS Sussex. Para el gobierno español, el descubrimiento había sido sospechoso desde los inicios.

Junio de 2007

La ministra de Cultura, Carmen Calvo, alertó sobre la firme posibilidad de que el pecio sustraído pudiera corresponder a un barco de bandera española, y hablaba ya abiertamente de «actividades ilícitas de Odyssey por presunto expolio».

Mediados de agosto de 2007

Odyssey envió a un tribunal de apelaciones de Estados Unidos un documento de cuarenta páginas en el que argumentaba que la respuesta del Estado español, «aunque está bien escrita, es solo ficción», e insistían en que la empresa actuó legalmente y que el pecio recuperado correspondía al HMS Sussex, a pesar de que Gran Bretaña lo negara.

Fue algo más que ficción lo que llevó a España a denunciar ante los tribunales a quienes consideraba unos verdaderos piratas del siglo XXI.

Miércoles, 9 de enero de 2008

Tampa (Florida, EE. UU.)

El juez instructor del caso, Mark A. Pizzo, dio a Odyssey un plazo de catorce días para que facilitara al gobierno español información detallada sobre el tesoro y las coordenadas de dónde fue localizado y extraído.

Pero llegó el mes de marzo sin que se hubiera cumplido la orden. Los abogados de ambas partes se vieron las caras en una vista en los tribunales de Tampa. Allen Von Spiegelfeld defendía a Odyssey. James Goold, al Estado español.

Entretanto, el tesoro continuaba custodiado por un tribunal federal estadounidense y, a este lado del Atlántico, los rumores sobre la verdadera identidad del navío expoliado surcaban el proceso judicial como las velas de un barco: podría ser una fragata española y no un velero inglés. Esta teoría cobraba fuerza.

La situación empezaba a torcerse para los americanos, que pedían ahora pactar con el gobierno español, a pesar de que se mantenían en una posición inflexible en sus planteamientos iniciales: el barco hundido era inglés y las aguas donde localizaron el pecio no se hallaban bajo jurisdicción de España.

Pero no hay peor empeño que el de la mentira encubierta, porque es fácil que acabe siendo vencida.

Madrid, sede del Ministerio de Cultura,

8 de mayo de 2008

El temido fantasma que llevaba por nombre Nuestra Señora de las Mercedes golpeó la soberbia de los americanos, quienes, en su afán de protagonismo y de demostrar al mundo el alcance de la gesta realizada, cometieron un error con el que cavaron su tumba judicial: publicar fotos en las que aparecía en primer plano una moneda en la que podía verse con nitidez la fecha de acuñación, 1802, y la efigie del rey Carlos IV. Ambos datos concordaban a la perfección con dos hechos constatables: era verosímil que el hundimiento se hubiera producido en 1804, como le ocurrió a la fragata española Mercedes, y, por otro lado, en los archivos del Museo Naval de Madrid fue hallada una Real Orden de Carlos IV en la que el monarca ordenaba que «se formara una escuadra de guerra para que la carga que se iba a transportar no lo hiciese en buques particulares», sino en fragatas de guerra como las que componían la escuadra comandada por José de Bustamante y Guerra. La hundida Mercedes, a cuyo mando estaba José Manuel de Goicoa y Labart al haber tenido Diego de Alvear que transbordar a la Medea en el último momento debido a un imprevisto, había sido construida en La Habana en 1789, cuando Cuba era todavía colonia española; pertenecía a la jurisdicción militar de El Ferrol, estaba dotada de treinta y cuatro cañones y el último registro anotado de viajes correspondía a 1804.

Así pues, se procedió a confirmar públicamente la sospecha que España tuvo desde el primer momento en que el buque Odyssey Explorer comenzó a rastrear el fondo de las aguas del Estrecho. En una rueda de prensa en la que comparecieron responsables de Cultura, Bellas Artes y Patrimonio, el abogado James Goold, con visible satisfacción, habló ya abiertamente de expolio al anunciar la verdadera identidad del pecio sustraído por la empresa Odyssey.

Tras una ardua y exhaustiva investigación, gracias a documentos hallados en el Archivo de Indias y en los fondos históricos de la Armada española, no hubo ninguna duda de que se trataba de la fragata Mercedes, que formaba parte de la expedición en la que también viajaban otras tres, Clara, Medea y Fama, y que había sido hundida en la mañana del 5 de octubre de 1804 en la zona donde había sido hallado el tesoro. La carga que constaba en los documentos históricos coincidía con las monedas halladas y pertenecía a la Armada.

El subdirector general de Patrimonio dio la clave del caso: «Es un tesoro, pero no comercial sino un tesoro de conocimiento. Estos restos encierran la memoria de nuestra historia». La memoria de más de doscientas sesenta personas muertas en el océano Atlántico. La memoria de vidas y esperanzas engullidas por el mar.

La memoria usurpada por modernos piratas sin escrúpulos.

3 de junio de 2009

Juzgado de Tampa (Florida, EE. UU.)

La satisfacción surcó el Atlántico a gran velocidad en un gran día para el Estado español: el juez Mark A. Pizzo sentenció a su favor. El tesoro debía ser devuelto a España ya que no cabían dudas de que correspondía a la Mercedes y, por tanto, la carga de la fragata española estaba protegida por la ley de inmunidad soberana.

Pero la empresa Odyssey, no dispuesta a rendirse a la evidencia, se negó a entregarlo. Ni siquiera cuando el mismísimo presidente de Estados Unidos, Barack Obama, lo pidió, llegando a presentar incluso un informe favorable a los intereses de España.

A finales de ese mismo año, otro juez del distrito federal de Tampa instó a Odyssey a la devolución del tesoro sustraído. Pero seguía resistiéndose y recurrió la decisión judicial, esta vez en una instancia superior, el Tribunal de Apelaciones, con sede en Atlanta. Pero en noviembre fue desestimado su recurso y quiso, contra viento y marea, quemar su último cartucho recurriendo al Tribunal Supremo.

Odyssey le echó un pulso a la historia. Y perdió, seguramente porque desconocía que no se puede luchar contra la fuerza natural de la historia.

Febrero de 2012

Tribunal Supremo de EE. UU.

El juez Clarence Thomas fue breve y contundente: denegó el recurso de urgencia solicitado por Odyssey para que se paralizara la ejecución de la sentencia que le obligaba a devolver el tesoro a España.

El círculo se cerraba, atrapando en su interior el descanso de las almas olvidadas en la profundidad oceánica durante dos siglos.

25 de febrero de 2012, 12.05 y 12.20

Base aérea MacDill, Tampa (Florida, EE. UU.)

Después de cinco años de lucha en los tribunales, por fin la carga del pecio de la Mercedes regresaba a España. A pie de escalerilla de los dos aviones Hércules del ejército español que estaban a punto de despegar con el tesoro de diecisiete toneladas de peso repartido en seiscientas cajas, el almirante Gonzalo Rodríguez González-Aller, entonces director del Museo Naval, declaró haber acudido a Tampa para «cumplir de manera simbólica una labor que el Rey ordenó a la Armada hace doscientos ocho años». A su lado, el embajador de España en Estados Unidos, Jorge Dezcallar, apelaba a la evocación: «Hoy estamos contemplando el final de ese viaje que terminó en tragedia. Es nuestro deber recordar las vidas de aquellos marinos que perecieron y completar esta operación satisfactoriamente por su memoria».

Esta es una historia de cuyo final hemos tenido el privilegio de ser testigos en pleno siglo XXI. En este caso, el final, como ocurre en las grandes historias, es solo el principio; el preámbulo de la odisea de un héroe, Diego de Alvear, de los que ya no quedan, y de dos mujeres, Josefa Balbastro, que demostró su valentía al acompañar a Diego en las peligrosas tierras salvajes de América, primero, y siguiendo el sueño de regresar a España, más tarde, y Louise Rebecca Ward, quien supo sobreponerse a un tiempo convulso en una tierra extranjera.

Resurgiendo de unas tristes cenizas ahogadas en el húmedo llanto del océano que se tragó la vida de Josefa y sus sueños, Diego y Rebecca quisieron crear juntos su propio paraíso.

Y el paraíso, como ocurre con el infierno, no conoce patria ni fronteras.