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Montilla, 1827

En el ambiente flotaba el olor a campo y a aceituna. Olivos, viñedos, bodegas, la campiña plagada de cosechas que estaban a punto de reventar con la misma fuerza con la que estallan las olas contra las rocas… Ese desbordamiento derivó para Diego de Alvear en un horizonte al que entregarse y se reavivó en él la pasión que siempre había sentido por aquellas tierras y por su hacienda.

En esos días de bonanza sentimental y anímica, en los que Diego se reencontraba con las esencias de su infancia como si nada de lo vivido después de abandonar su pueblo hubiera dejado huella, como si siempre hubiera estado allí, recibió una carta fechada en París. Una carta que lo devolvía a los años de América. A las selvas. A los recuerdos fundidos con el deseo de la juventud que entonces era capaz de estallar las costuras del decoro al tentar al amor prohibido.

A aquella América que le dolió en el alma durante mucho tiempo.

El correo era de José de San Martín. Sus palabras estampadas en un papel le hicieron presente la vívida evocación de su hijo Carlos, al que no veía desde que marchó a Argentina. Al joven no le había ido mal a su vuelta a las tierras americanas que le vieron nacer. Con solo veinticinco años, Carlos fue nombrado director supremo de las provincias unidas del Río de la Plata, cargo que le enfrentó a San Martín, por aquel entonces gobernador de Cuyo, que le acusó de ejercer el poder dictatorialmente. Diego comprobó con gran dolor que la gran amistad fraguada en España entre Carlos y José se acabó truncando en aquellas lejanas latitudes.

Le quedaba el orgullo de que ambos hubieran destacado en su carrera militar. Pero los pasos que cada uno dio para desarrollarla los fue alejando hasta hacer de ellos dos enemigos políticos. San Martín, después de haber servido durante tantos años a la Corona española, se había rebelado contra la colonización convirtiéndose en el libertador de Argentina, Perú y Chile; en este último país, por cierto, acababa de abolirse la esclavitud, según le decía en la carta. Cuánto habían cambiado los tiempos, pensó Alvear, rememorando la impresión que le causó presenciar por primera vez una venta de esclavos nada más desembarcar en Montevideo siendo joven.

El general se había casado con una joven de buena familia, Remedios de Escalada, que al principio no vio con buenos ojos el matrimonio de su hija con un plebeyo del que, para mayor deshonra, se rumoreaba que podría ser mestizo. Y aunque él no lo decía en su carta, Diego sabía de sus hazañas guerreras en busca de la independencia de los que consideraba verdaderamente como los suyos.

Le habían llegado los ecos de su grandiosa entrada en Lima, donde fue recibido como el hijo del Sol del que hablaban las antiguas profecías, para ser coronado como un nuevo dios; como el Inca esperado. Pero la corona acabó en la cabeza de Simón Bolívar.

Jamás imaginó que algún día José pudiera llegar a escribirle en semejantes términos. Releyó la carta deteniéndose en los párrafos en los que adivinaba, entreverada con frases que escondían reproches, la identidad de un hijo que no se reconoce a sí mismo:

Las incertidumbres no duelen tanto como mutilan. Solo un necio es capaz de vivir en paz mientras sobrevuelan, a cada paso que da, sombras que empañan su origen. Nunca le he juzgado, don Diego, y no será ahora cuando vaya a hacerlo. Sé agradecer la buena formación que se me ha facilitado y que me ha brindado la posibilidad de luchar, como tantos otros compatriotas, por lo que consideraba justo. En definitiva, por un mundo mejor.

Pero ¿quiénes son mis compatriotas? Me doy cuenta de que nunca me he sentido de aquí ni de allá. Y a nadie puedo culpar de una circunstancia con la que he cargado mientras libraba batallas y lidiaba con la vida así con Europa como en América.

Se ha pretendido hacer de mí un héroe, pero nada más lejos de la realidad. Un héroe, como en verdad lo es usted, le gana la partida a la vida. Y yo siento que la estoy perdiendo.

He querido regresar a Europa, a un lugar que no fuera España.

Sin sueños. Sin batallas. Solo vivir.

Dobló el papel con cuidado, cerró los ojos e inspiró hondamente para sentir el olor a campo y a aceituna. El olor de siempre.

Los sonidos de su niñez fueron atrapándole el pensamiento mientras repasaba una a una las caras de todos los hijos que había tenido, primero con Josefa y después con Rebecca. Hasta que pensó en José. El libertador San Martín.

Su rostro se difuminó a través del tiempo en los campos de Montilla.

La llegada del día cogió a Diego desvelado desde la madrugada. Esa mañana amaneció con un ambiente denso y extraño. Rendido a la evidencia de que no podría recuperar el sueño, decidió levantarse temprano, desayunar algo ligero y marchar al campo. Anduvo visitando las casas solariegas y el molino de aceite, donde se paró a acariciar una de las dos piedras de prensar, recordando que lo hacía de niño y dejándose envolver por el cálido abrazo de la nostalgia.

Hacia el mediodía salió a contemplar la línea del horizonte bajo un cielo claro y soleado mientras seguía pensando en su hijo Carlos y en el general San Martín. A pesar de la claridad y la limpieza del aire, sentía la atmósfera extrañamente irrespirable. Pero entendió que era cosa suya. Una sugestión, o quizá nada más que una simple sensación.

Tras la comida volvió al campo, a las viñas, a trabajar pero sobre todo a respirar la brisa que se mezclaba con la tierra. Sus pulmones se llenaron de aire puro y de satisfacción. El día se le pasó volando.

Era prácticamente de noche cuando Rebecca decidió darse un baño asumiendo que la cena, y todo lo demás, iba con retraso. No importaba. Los pequeños habían estado jugando por la tarde entre las viñas más tiempo del habitual, acompañados de su padre, y eso les encantaba. Todavía no habían regresado, aunque ya no tardarían en hacerlo. El desorden, al menos por esta vez, se podía aceptar con buen talante.

A la espera de que toda la familia consiguiera al fin reunirse para cenar, Sabina decidió sentarse a leer en la sala de estar saboreando un tiempo de quietud y silencio inusual en la casa, siempre tan viva y tan sonora.

Pero el sosiego se quebró abruptamente cuando una de las criadas llamó a la puerta del baño de Rebecca con golpes enérgicos y apresurados.

—¡Señora, señora! Tiene que salir cuanto antes —gritaba nerviosa—. ¡Ha ocurrido una desgracia!

Rebecca, que estaba acabando de arreglarse, abrió asustada.

—¡Fuego! ¡Hay fuego, señora, dese prisa!

—¿Fuego? ¿Dónde?

Antes de que a la muchacha le diera tiempo a responder, se percataron de la confusión de voces en el exterior.

—El molino está ardiendo…

El molino de aceite… Al saber que el molino era pasto de las llamas, Rebecca sintió un puñetazo en el estómago, tan intenso que le causó verdadero dolor porque sabía que nada afligiría más a su marido que perder esa parte de la hacienda familiar, donde por cierto él había pasado toda la mañana. A mediodía había disfrutado contándoselo, como si fuera un hecho extraordinario lo que hacía a diario. Además, sabía que la bodega se hallaba repleta de aceite. Un desastre irreparable.

Se vistió apresuradamente con el deseo de que no se tratara de nada grave, aunque no era eso lo que parecía a juzgar por el nerviosismo de la criada. Al bajar corriendo las escaleras fue llamando a voz en grito a su hija Sabina para que se uniera a ella camino del molino. La niña ya la esperaba en la puerta. Todo sucedió con rapidez y desconcierto.

El fuego era tan grande, que nada más salir a la calle, madre e hija divisaron el cielo iluminado por el resplandor de las llamas, y a ambas se les encogió el corazón. Al llegar al lugar se mezclaron con el alboroto de personas que corrían de un lado a otro colaborando en la dificultosa extinción. Peones de la finca, albañiles, carpinteros y muchos vecinos del pueblo se movilizaron para intentar evitar que el desastre avanzara. Pero de poco estaba sirviendo. Las descomunales llamas trepaban hacia el cielo oscuro en un alarde de furia demoledora. Rebecca y Diego se abrazaron, y al hacerlo, ella presintió un cambio en la vida. Fue un instante en el que le pareció que el cuerpo de su marido escapaba a la tensión que cabía esperar ante un desastre como el que tenían ante sus ojos.

No tardaron en personarse autoridades que, aun con su buena voluntad, no hacían sino entorpecer. Rebecca ordenó que se llevaran de allí a los niños, atemorizados ya ante las dimensiones del fuego.

Sabina se resistió.

—Me quedo con usted, padre. ¡Le ayudaré! —gritó frente al ruido de las llamas.

Su arrojo conmovió a Diego y le convenció de que, a sus doce años, la única inglesa de sus hijos era una criatura dotada de algo especial que la hacía distinta a las niñas de su edad. Como pensó al nacer, su hija llevaba camino de convertirse en una mujer capaz de plantarle cara a la vida: su espíritu de lucha recordaba al de sus progenitores.

Esa noche, mirándole mientras se ofrecía a ayudarle y demostrando su valentía, Diego la encontró a un paso más de ser adulta. Un paso alejada de la niñez. Y le apenaba tener que aceptarlo.

Después de un par de horas de denodado esfuerzo por controlar las llamas sin éxito, de repente Diego cogió a su hija y tiró de ella hacia la entrada de la casa principal.

—¡Vamos!

Sabina, sorprendida, le siguió con preocupación y sin que le diera tiempo siquiera a preguntar qué ocurría. Se abrieron paso entre la multitud de personas que se habían concentrado para ayudar, algunos, y para curiosear, la mayoría.

En la puerta de la casa, antes de entrar, el padre se detuvo y le dijo:

—Subamos a la azotea para ver el fuego. Seguro que es un espectáculo grandioso.

Ella pensó que su padre se había vuelto loco, pero no le quedó más remedio que ir tras él. La azotea se hallaba, por supuesto, solitaria y también caldeada por la cercanía del incendio. Diego volvió a cogerla de la mano, ahora con más suavidad que antes, y la llevó a sentarse junto a él en una zona donde una pronunciada pendiente hecha de obra les permitía observar cómo ardía el molino y se deshacía comido por el fuego todo lo que había en su interior.

—¿No te parece bello lo que ves?

La niña no entendía lo que le estaba ocurriendo a su progenitor.

—Padre… —dijo con un nudo que apenas le cabía en la garganta—, su molino se está quemando. ¿Qué pasará con el aceite?

—No te preocupes ahora por eso y fíjate en la belleza de las llamas. ¿Habías visto algo semejante? No, ¿verdad? ¿Y crees que podrás volver a verlo alguna vez mientras vivas, Dios quiera que por mucho tiempo? Posiblemente la respuesta también sea no. Entonces estás ante un espectáculo único, un suceso irrepetible. Ha querido la vida que esto sucediera y ya ves que nada, por más que lo hemos intentado, se puede hacer para detenerlo. Es una señal, ¿no te das cuenta? No puedes permitirte no disfrutar de ello. —Hizo una pausa—. Ni yo tampoco.

Varias lenguas de fuego se elevaron hacia las estrellas alcanzando mayor altura. Resultaba extraño el que de pronto parecía que las llamas se sofocaban, debido a que algunas columnas de pasta de orujo se desplomaban al quedar destruidas sus bases, y de inmediato se avivaban y volvían a subir más brillantes y esplendorosas, iluminando a su alrededor todo el espacio. Verdaderamente constituía una escena digna de maravillar al ser humano si este era capaz de abstraerse de la desgracia que significaba que el fuego estuviera devorando uno de los pilares del negocio familiar.

—Hay que aprender a mirar detrás de lo que se muestra ante nuestros ojos.

Abajo, algunos amigos se quedaron atónitos al verlos contemplar la escena tranquilamente sentados en lo alto de la vivienda.

Sabina empezaba a estar asustada, y más aún cuando su padre le preguntó:

—Hija, ¿qué esperas de la vida?

No fue por la edad. A cualquiera le hubiera sorprendido tal pregunta en la circunstancia en la que se encontraban.

—Padre…, ¿no le importa que todo se queme? —acertó a decir la niña con voz trémula.

En ese momento, una bola incandescente estalló en el aire y subió como una burbuja. El fuego había alcanzado las tinajas que, cual gigantescas lámparas, contenían el aceite ardiendo. Pero el fuego engullía mucho más que los enseres del molino.

—¿No vas a responderme? ¿Qué esperas de la vida?

—¡No lo sé! —La niña estaba al borde del llanto viendo las proporciones del fuego—. Es que todo se quema.

—Tienes que saberlo. Mi querida Sabina, tranquilízate. Claro que me importa que se esté quemando todo. Pero el mundo no se acaba en esta hacienda. Y te confieso que ahora ya no sé si ni tan siquiera comienza. Perdí a mi primera esposa y a siete hijos, niños más pequeños que tú algunos de ellos, cuando saltó por los aires, cañoneada, la fragata en la que viajaban. Perdí entonces mi verdadero tesoro. Y he asistido a la muerte de tres hijos más. ¿Crees que me hundiré ahora por perder una casa de campo? La vida es lo que importa. No imaginas cuánto he luchado siempre, creo que no ha habido ni un solo día en el que no lo haya hecho. Y he conseguido, a veces, cumplir mis sueños. Pero ya soy anciano. Y la mayor certeza del presente es que la vida es lo que importa. Aquí estamos, tú y yo, hija, vivos.

«Sin sueños. Sin batallas. Solo vivir».

Sabina agarraba con todas sus fuerzas la mano del padre mientras se iba tranquilizando. Giró la cabeza hacia él, lo miró con dulzura y le dijo:

—Ya sé lo que espero de la vida: vivirla.

«Sin sueños».

Sobrevolaban entre las llamas los años, sus ancestros, el abuelo fundando las bodegas, su padre tomándole el testigo, la marcha a América, Yapeyú, la ribera del Uruguay… el refugio y la calma en el corazón de Josefa…

El deseo de regresar a Montilla con ella y sus hijos, y ese deseo roto por la pólvora y la sangre esparcida en el océano.

«Sin batallas».

La injusta expulsión de la Marina se le antojó lejana, desdibujada por el zarpazo de las llamas. Primero, los ingleses le arrebataron su vida. Después, su propio gobierno, al que tanto y tan bien había servido, se la expropiaba una vez reconstruida.

«Solo vivir».

Rebecca alzó la mirada hacia la azotea y, con los ojos inundados de emoción, pensó una vez más en cuántas veces puede un hombre levantarse después de haber caído. Y halló la respuesta en la imagen de Diego sentado junto a su hija Sabina contemplando cómo ardía hasta la última viga del molino y, con él, todo lo malo a lo que la vida obliga.