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El día se iba apagando. Diego llegaba de una de las haciendas tras una intensa jornada. Hacía frío y el cielo oscuro, atrapado en negro, dejaba relucir una estrella grande y clara. Hacía años que no observaba el cielo con su instrumental de astronomía, como anduvo haciendo durante tanto tiempo en tierras americanas. Hacía mucho también que no se acordaba de aquellas tierras, seguramente porque ya entonces había decidido aparcar los recuerdos en un diván de su memoria debido a que —ya lo había comprobado dolorosamente— los felices se entremezclan con los trágicos y estos últimos tendían a borrar todo lo demás.

Esa noche, sin embargo, un lucero se le coló en la conciencia atrayendo hacia ella fragmentos de las noches guaraníes que quedaron suspendidos en un espacio de su biografía, de su historia personal plagada de vivencias extraordinarias, y trayéndole, igualmente, el olor a pólvora y océano de aquella infausta mañana del 5 de octubre, a punto de arribar a las costas donde el hogar y sus orígenes los esperaban, a él y a toda su familia. Pero llegó un hombre solo, derrotado por el destino y con la única compañía de uno de sus entonces ocho hijos.

Pasó de largo del comedor, donde la cena caliente estaba dispuesta, y subió al desván. Removió entre trastos viejos hasta encontrar un pequeño baúl donde guardaba sus instrumentos de medición; más que tocarlos, los acariciaba mientras los extraía. Tomó con delicadeza un astrolabio parecido al que le regaló al joven oficial muerto en Yapeyú.

Yapeyú… el río Uruguay… Buenos Aires… Montevideo… Londres…

Montilla.

Volvió a salir a la calle y miró las estrellas, más de veinte años después de abandonar el Virreinato del Río de la Plata, y reconoció en ellas todo lo vivido.

Y en lo vivido, Diego tuvo que escribir otra página negra a esas alturas de su existencia. Apenas diez días antes de cumplir los setenta y ocho años, le llegó una de las noticias más ingratas que un militar y hombre de honor pudiera recibir: caía sobre él, con implacable rigor, el abominable decreto de las Purificaciones, que hacía depender la reputación, la suerte, la vida acaso, de tres informes reservados que se basaban impunemente en las opiniones políticas. No importaba que se tratara de personas inocentes y de antiguos y dignos servidores del Estado. Sin juicio alguno, anulado su derecho a defenderse, Alvear fue declarado «impurificado» en primera instancia por la Junta Suprema de Purificaciones Militares de Madrid, a la que le correspondía clasificarle por ser alta su graduación. No se le manifestó la causa que para ello hubo, ni los medios a los que podía apelar para deshacer el agravio. El peor de los criminales no sufre semejante trato.

Diego no creía que en su limpia hoja de servicios pudiera encontrarse mancha alguna de desafección hacia la Corona, ni de culpabilidad de ningún tipo, que le hiciera merecedor de ese severo juicio. Entró en cólera. Rebecca temió que enloqueciera de pura impotencia.

—Tiene que haber un error… —Diego intentaba justificar el hecho incomprensible que tanto daño le estaba causando.

—No califiques de error la locura de este rey —replicó su esposa—. Una locura que no parece tener fin. —Pocas veces Rebecca se había mostrado tan indignada.

—¡Santo Dios!, esto tiene que acabar como sea, ¡como sea! —exclamó Diego; a pesar de todas las penalidades sufridas a lo largo de su vida, ninguna había conseguido que perdiera los nervios de esa manera.

—Diego, cálmate. No eres hombre que se rinda. Seguirás luchando, y ahora la lucha será otra.

—¿Luchar contra un rey déspota y majadero?

El semblante de Alvear se había transfigurado con aires de inusitada derrota. Rebecca, dolida por el dolor de su marido, le acarició el rostro.

—Amor, no te hundas… ¿Cuántas veces has caído y te has vuelto a levantar con fuerza, con toda esa fuerza que hay en ti y que jamás vas a perder porque nació contigo?

Diego se tambaleó y tuvo que sentarse. Siguió hablando pero ahora con una cadencia lenta que parecía arrastrar años y tragedias.

—Estoy cansado… tremendamente cansado. Agotado de tanta lucha. Vencido por la injusticia.

—¡Eso nunca! Jamás te has dado por vencido y no creo que vayas a hacerlo tampoco ahora. Mírame, Diego, ¿dirías que el amor puede acabarse en nosotros? ¿Crees que podría?

En la corta distancia a la que Diego contemplaba a su esposa se instaló un océano de buenos recuerdos de la Inglesa llegando a su vida; olas y tempestades en los que la pasión y el amor borraron el doloroso rastro de la tragedia igual que el agua acaba con las huellas en la playa, poco a poco, desdibujándolas primero para después hacer que se desvanezcan por completo. Y su corazón se fue templando.

—Claro que no… No creo que el amor pueda acabarse.

—Pues de la misma manera, tú jamás te rendirás ante nada ni nadie.

En ese momento llamaron a la puerta. Rebecca se apresuró a salir de la habitación y se encontró a la pequeña Sabina aguantándose las lágrimas.

—Mamá… —El nudo en la garganta le obligaba a hablar con dificultad—. ¿Qué le pasa a papá?

Rebecca se emocionó y la rodeó con sus brazos para calmarla.

—Oh, vamos, Sabina, no tienes por qué preocuparte.

—Es que le he oído gritar y me he asustado.

—No hay motivos, a papá no le pasa nada.

—Sí le pasa, mamá, y quiero que me lo digas.

—A veces, los mayores nos entristecemos, eso es todo.

Sabina se deshizo de los brazos de su madre para mirarla de frente antes de decir tragándose las lágrimas que afloraban:

—A los niños también nos pasa.

Rebecca pensó que era digna hija de su padre. Le dio un beso en la frente y la acompañó a su habitación mientras organizaba planes de salir al campo para aprovechar el buen día que hacía. Sabina se agarró a su mano con tanta fuerza que hubiera podido hacerle daño de haber sido más mayor.

Acostumbrado a no rendirse, Diego de Alvear elevó al rey una solicitud para que revocara la orden; en ella le recordaba sus largos servicios y su lealtad, pero sobre todo le aclaraba los verdaderos motivos, considerados por él justos, que le llevaron a tomar el mando en defensa de la ciudad de Montilla durante los duros ataques que quisieron acabar con el régimen constitucional. Su inequívoca voluntad fue salvarla del saqueo y evitar un mayor derramamiento de sangre del que ya hubo.

Aunque se negaba a perder la fe en un cambio de esa radical postura, sabía que las posibilidades de que ocurriera eran escasas. Desde principios de año se había recrudecido el sistema del terror bajo la influencia del ministro de la Guerra, el general José Aymerich, y el ministro de Gracia y Justicia, Tadeo Calomarde; represión y persecución eran los principales mandatos. Las listas de sospechosos estaban a la orden del día, e incluían por igual hombres y mujeres. Se persiguió también por subversivos a quienes tuvieran en su poder libros, folletos y demás papeles prohibidos, abarcando todos lo que se hubieran escrito o impreso en España o introducido del extranjero.

Una de las peores medidas era la que asoló a Diego de Alvear, el infame decreto de Purificación, al que no escapaba nadie. Estudiantes de universidad, ¡y hasta de colegios!, y gentes de todas las clases de la sociedad militar y civil, fueron impurificados mientras por el país proliferaban reglamentos, órdenes, instrucciones, comisiones, todo lo que hacía falta para aplicar las exageradas medidas.

Pero Diego no se rendía. Siguió confiando en que se restableciera la cordura, nada más que eso, ni siquiera esperaba nobleza. ¿Podía llegarse tan lejos en la ignominia como para tachar de «impurificado» a un hombre como él? ¿Había algo peor que eso?

Lamentablemente no tardó mucho en comprobar que sí. Tratándose de un rey como Fernando VII cabía esperar algo todavía peor…

Es posible que la fecha del 25 de enero de 1827 no pudiera olvidarla en lo que le quedara de vida. En esa invernal mañana le llegó una comunicación sobre la Real Orden de Su Majestad el Rey para que, habiendo sido «impurificado» en segunda instancia, le fueran recogidos todos sus reales despachos, cédulas o diplomas que hubiera obtenido, y quedó dado de baja en la Real Armada.

Dado de baja en la Real Armada…

Expulsado del ejército.

Leyó el papel varias veces.

Expulsado del ejército.

Dado de baja en la Real Armada…

Semejante atropello arrancó de cuajo toda la entrega de Alvear durante una vida entera de servicio al Reino de España. ¿Y cómo Fernando VII se atrevía a despreciar la desgracia sufrida por este hombre y por los más de doscientos seres humanos que murieron en el ataque injustificado de los ingleses ocurrido la mañana del 5 de octubre de 1804? No pudieron con Alvear los franceses. Tampoco los ingleses. Pero esa drástica Real Orden puso demasiado a prueba su capacidad de resistencia.

Pasado el tiempo empezaron a conocerse las razones de su «impurificación». Fueron determinantes los falsos informes de algunos montillanos, autoridades y también líderes del partido realista, que calificaron de exageradas las opiniones liberales de Alvear y tacharon de poco religiosa su conducta, llegando a asegurar que nunca se le veía en la iglesia y que su influencia era perniciosa en el pueblo. Las calumnias fueron de tal calibre, que, entre otros muchos, salió en su defensa el capitán general de la Armada, don Juan María Villavicencio, alegando que todo era mentira, y que incluso ya de guardia marina le llamaban «el beato». Aunque de nada sirvió.

Sesenta años de servicio. Seis décadas de grandes y de dolorosos sacrificios, de peligros, de útiles trabajos, de tragedias sufridas, de entrega a la patria que ahora lo abandonaba… para nada.

Obedeció la orden de devolver diplomas, nombramientos, cédulas, despachos de sus grados, cruces y, en definitiva, todos los honores militares. En casa, se encerró con Rebecca en el dormitorio para realizar el lacerante ritual de guardar su uniforme, de una vez para siempre. Lo doblaron con delicadeza y dolor. Diego lo observó en silencio durante minutos, hasta que agachó la cabeza despidiéndose de él.

Rebecca le ofreció el pequeño botón de ancla que solía llevar, creyendo que querría conservarlo, pero él lo rechazó. A sus setenta y ocho años volvían a arrebatarle la vida, pero no por el ataque de ninguna flota enemiga sino por el delirio de un gobernante borracho de injusticia y de poder.