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A principios de 1824 se instalaron en la ciudad natal de Diego. Rebecca confiaba en que su esposo, a sus setenta y cinco años, se dedicara a seguir más de cerca el negocio bodeguero de la familia y que ello lo alejara de las disputas políticas que tantos sinsabores le habían reportado en los últimos años.

Pero una vez más las circunstancias se impusieron a los deseos, haciéndoles ver que la pretendida vida tranquila en el pueblo era una ilusión. En ningún lugar se estaba a salvo del amenazante fantasma del absolutismo, cuyo objetivo último era someter al pueblo.

Como era de esperar, al llegar a Montilla se encontraron con un cambio radical de autoridades derivado del nuevo régimen. El partido realista, en completo auge, dominaba la situación con mano dura, entendiendo que para gobernar bien era preciso ultrajar, perseguir, maltratar y hasta aniquilar, si era posible, al partido caído. La falta de escrúpulos hizo que entre los proscritos figuraran algunos eclesiásticos de gran respetabilidad, dos especialmente dolorosos para Diego: los de sus hermanos José y Manuel de Alvear. Ambos recibieron la orden de ser encarcelados en Córdoba, adonde fueron trasladados en un contingente con otros detenidos. A Manuel le tocó ir. Pero José, delicado de salud y anciano, rehusó salir de su casa como no lo llevaran a la fuerza. Diego acudió a hablar con él, pero salió convencido de su negativa; encontró injusto y desproporcionado el castigo de prisión para un hombre que no había hecho nada más que ganarse el respeto de todo un pueblo promoviendo el bien. Finalmente se le concedió el arresto domiciliario.

Un tercer hermano, el coronel Miguel de Alvear, llevaba preso casi un año en el castillo de Santa Catalina, en Cádiz.

Diego, impotente, asistió a la locura imparable del entonces gobierno municipal. Los miembros del ayuntamiento anterior en masa, y mucha más gente importante de las antiguas autoridades, fueron igualmente apresados y encausados sin ninguna garantía legal, y llevados de manera humillante de cárcel en cárcel, y de pueblo en pueblo. El intento de impedir esta ignominia casi le cuesta al propio Diego quedar también detenido, ante la desesperación de Rebecca.

Otro de los encarcelados era su amigo don Miguel de Trillo, hombre bueno e inofensivo, ilustrado y aficionado a la lectura. Su delito: habérsele encontrado un libro de Benjamin Constant de Rebecque al registrar su casa. El filósofo, escritor y político francés de origen suizo, destacado liberal, estaba propugnando en Francia un proyecto político basado en la libertad de los ciudadanos a la hora de elegir a sus representantes para que defendieran sus derechos en el Parlamento. El pobre don Miguel fue conducido a un miserable calabozo de Granada. Así se las gastaban los absolutistas.

Aquella noche, ya en la cama, Rebecca no consiguió conciliar el sueño. Visitó cada una de las habitaciones de sus hijos mientras dormían dejándose llevar por la necesidad de constatar su presencia. A la pequeña Cándida, a la que encontró destapada, le dio un beso en la frente y la arropó. Terminada la ronda, regresó al lecho entre lágrimas pensando que Diego podría ser detenido en cualquier momento.

—¿Estás despierto? —le preguntó.

—Sí —respondió lacónico su esposo.

—¿Y por qué estás tan callado?

Hablaban entre susurros por si alguno de los niños, con la alteración de los acontecimientos de la última jornada, tuviera el sueño ligero y pudiera despertarse.

—No le veo salida a esta situación.

—La habrá. —Para Rebecca siempre había una salida, aunque no hubiera esperanza que lo avalara.

—Hoy vino la mujer de Antonio, el panadero.

—¿Manuela? ¿Y qué quería de nosotros?

—Me ha pedido que interceda por su marido. También se lo llevaron preso.

—¡Antonio!

—Chis, vas a despertar a los niños.

—Pero ¿qué de malo ha podido hacer ese hombre? Siempre he bromeado con que se ha metido a panadero porque es un trozo de pan.

Diego sonrió con tristeza.

—¿Y qué de malo han hecho todos los demás? —reflexionó con amargura—. Nada, mi amor, nada. Tengo tres hermanos en la cárcel sin razón alguna. ¿Te das cuenta de lo que están haciendo con España estos bárbaros? ¿En qué la están convirtiendo? En un país donde no existen las ideas, donde el pensar no se castiga siquiera con prisión, sino con la muerte.

—Algo podremos hacer por tus hermanos.

—Asaltar la cárcel a cañonazos —ironizó él—. No podemos hacer nada. Eso es lo peor.

De repente les sorprendieron unos golpecitos en la puerta del dormitorio.

—¿Sí…? —Diego se incorporó en la cama.

La puerta se abrió lentamente y emergió una figura menuda.

—¿Mamá…? —preguntó la pequeña Sabina con voz llorosa sin atreverse a entrar.

Rebecca dio un salto y fue a buscarla.

—Mi niña, ¿qué te pasa?

—Vámonos a Londres.

Los padres se quedaron perplejos con la petición.

—¿Por qué dices eso?

—Tengo miedo.

Rebecca la abrazó, luego la condujo a la cama y la sentó en el borde. Sendas lágrimas afloraron en la inocente cara de Sabina, que hacía pucheros involuntarios para contenerlas.

—No has de pasar miedo, pequeña. Tienes que ser tan valiente como tus hermanos. Además, no hay nada que temer.

—No me mientas. Sé que no volveremos a ver a mis tíos.

—¿Quién te ha dicho eso? —le preguntó el padre.

—Me lo ha dicho una amiga. También se llevaron a un tío suyo y ahora está muerto.

Se hizo un silencio. Tenía nueve años. Había ciertas cosas que no se le podían contar, pero tampoco cabía mentir.

—Eso no les va a pasar a tus tíos.

—Por favor, vámonos a Londres. Mis hermanos dicen que allí se divierten más y que no están en guerra.

—Bueno… —Rebecca decidió mostrarse condescendiente para detener la inquietud de la niña—, papá y yo vamos a pensarlo, ¿de acuerdo?

—Gracias. Mamá… ¿puedo quedarme a dormir con vosotros? Solo esta noche…

Rebecca le dio un fuerte abrazo y sin soltarla la metió en la cama con ellos.

A la mañana siguiente, asegurándose de que Diego estaba revisando las vides en el campo, Rebecca fue a ver al nuevo corregidor. Sorprendido por la visita, este escuchó atentamente lo que quería pedirle.

—Los hermanos Alvear son inocentes. Imagino que habrá oído decir esto mismo muchas veces. Pero le aseguro que en este caso es la pura verdad. Todos los miembros de la familia Alvear son personas de bien y de orden. Ninguna hay que se salga del camino.

El corregidor la escudriñó con la mirada. Le hablaba en un tono prepotente y pausado.

—¿Y no se le ha ocurrido pensar que, siendo estricto, también podría detener a su esposo?

Rebecca temblaba por dentro, pero por fuera se mostraba firme y segura.

—Podría hacerlo… si tuviera razones para ello. Pero no existen. Tampoco para haberlo hecho con sus hermanos.

La esposa de Diego permaneció media hora en las dependencias consistoriales. En el momento de marcharse realizó el siguiente ruego:

—Por favor, mi marido no debe enterarse de que he venido a verle.

—No se preocupe por eso. No tengo tratos con su marido, y, créame, eso es lo mejor que le puede pasar a él.

Rebecca salió del ayuntamiento espantada de la soberbia de la autoridad mayor, pero a la vez agradecida porque hubiera atendido sus súplicas.

Las audiencias se repitieron, a pesar de que nada inducía a creer que pudieran dar resultados positivos. Ella estaba dispuesta a acudir cuantas veces hiciera falta. No pensaba claudicar hasta no tener claro que el esfuerzo no servía de nada.

Pero sí sirvió.

—¡Cariño, ve a abrir tú! —voceó Rebecca a su marido cuando llamaron a la puerta.

—Pero ¿es que no hay nadie en esta casa que pueda hacerlo? ¿Dónde están todos? —se quejó Diego mientras se aprestaba a abrir.

Cuando Manuel de Alvear franqueó la puerta de la casa de Rebecca y Diego, este se frotó los ojos, no podía creer lo que estaba viendo, carecía de noticia alguna que le hubiera anticipado la posible puesta en libertad de su hermano. Ambos se abrazaron y Manuel le pidió que buscara cerca al «culpable» de su liberación, mirando sonriente a Rebecca.

—No tendré vida suficiente —le dijo a su esposa— para agradecerle al destino que cruzara nuestras vidas.

Y los tres lamentaron que, sin embargo, Miguel, otro inocente, continuara encarcelado.

Contra todo pronóstico, la suerte les siguió acompañando. Al cabo de pocas semanas volvieron a llamar a la puerta. Entonces ni la propia Rebecca intuyó qué buenas nuevas estaban a punto de asaltarles. Era Miguel, el tercer hermano de Diego que permanecía encarcelado. Lo habían liberado. Su presencia traía consigo nuevos aires de esperanza.