Nunca se sabe cuándo una decisión es la acertada. Llegaron al pueblo en busca de la paz que Cádiz ya no podía garantizarles, pero descubrieron con gran pesar que tal vez no hubiera un solo rincón en calma en toda España. La segunda época constitucional fue contestada por los partidarios de Fernando como soberano absoluto en consonancia con lo propugnado por la Santa Alianza. La masacre de Cádiz, detonante del traslado familiar a Montilla, había sido la cruel y sangrienta demostración de que el país estaba dividido, y una parte de él no pensaba quedarse de brazos cruzados viendo cómo los derechos de los ciudadanos se ampliaban no con órdenes reales sino a través de leyes. Para ellos, únicamente en el rey debía recaer la autoridad de la nación.
—Este es un país de locos —afirmó Alvear—. Es la segunda vez que intentamos acatar la Constitución y eso nos lleva a matarnos entre nosotros.
Diego y Rebecca compartían un rato de conversación a solas en una sala de estar mientras los niños jugaban en el campo.
—Tienes razón —secundó su esposa—. Creíamos que el verdadero enemigo era Napoleón y, ya ves, el enemigo está en nosotros mismos.
—¿Cómo se entiende que, después de haber estado a punto de caer en manos de los franceses y perder nuestra independencia, todavía haya quien no esté de acuerdo en apoyar la libertad?
—Querido, guárdate de hacer esos comentarios fuera de casa. Tus ideas liberales podrían costarnos un disgusto, y ya bastantes hemos tenido.
—¿Liberales? No exactamente.
A Rebecca le hizo reír el comentario de su marido.
—Las ideas no se miden por su exactitud. Son o no son. Y, exactas o no, las tuyas están más del lado de los constitucionalistas que de los fernandinos.
—Vaya, de haber nacido hombre te estaría proponiendo entre los ilustres que van a dirimir leyes en las cámaras de representación —ironizó Diego alabando el razonamiento de su esposa—. Ah, y no te preocupes: no solo de hablar me guardaré, sino también de tomar partido públicamente o de actuar. Ha llegado la hora de dejar que sean otros los que luchen.
Era una declaración de intenciones que le iba a costar cumplir. Las bodegas y el campo lo mantenían ocupado. Pero ¿era suficiente?
La idea de las dos cámaras de representantes le atraía, le parecía un verdadero avance que hombres distinguidos y bien formados discutieran las leyes utilizando razones y argumentos con el fin de servir al bien común que debía acatarlo.
Había reprobado las ideas reaccionarias y absolutistas, y la violencia utilizada para defenderlas, como los conatos de rebelión contra el gobierno constitucional restablecido. Sin embargo, tampoco le gustaba el hecho de que algunos constitucionalistas, quizá por excederse en su rebelión contra los primeros, empezaran a dar muestras de una agitación que crecía peligrosamente. Ya le cansaba tanta lucha permanente.
Los Alvear se adaptaron bien a su nueva vida. Mientras Diego se entregaba a sus negocios, Rebecca reorganizaba la casa. Trabajo tenía. Las dimensiones eran amplísimas, las propias de una mansión. Constaba de varios y suntuosos salones, y de muchas habitaciones principales que se comunicaban en los tres pisos que tenía la vivienda a través de claustros o corredores sostenidos sobre columnas, que rodeaban un hermoso y extenso patio cuadrado. Con tanta grandiosidad se explicaba que poseyera dos azoteas, una coronando el inmenso frontis de la fachada, y la otra sirviendo de agradable desahogo, llena de plantas y flores, como imaginó Rebecca el día en que vio las obras, en el piso primero, junto a la capilla.
A la casa principal se unía, a través nada menos que de otros cinco patios, una especie de casa de labor, con varias bodegas, graneros, almacenes para guardar los útiles de trabajo, y despensas.
Rebecca era feliz aquí. Le gustaba el aire andaluz que se respiraba en la casa, y no solo en la construcción.
—Este lugar produce sosiego. Los habitantes de Montilla son tan tranquilos que hace años que no se juzga una sola causa criminal, ¡eso es impensable en Londres! —comentó un día a una prima de su marido.
Le divertía volver a ser la Inglesa, como la llamaban los vecinos. Y no recordaba haber gozado nunca de una paz como la que sentía teniendo a su marido al lado, alejado de la guerra.
Sin embargo, la intención de Diego de mantenerse pasivo no duró más allá de un año. La situación social se tensó y se vio en la obligación, como brigadier y jefe de mayor graduación en Montilla, de actuar cuando la ciudad fue atacada por el Cuerpo de los Carabineros Reales y el Regimiento Provincial de Córdoba con la innoble pretensión de que se unieran a ellos en su intento de derrocar al gobierno para restablecer el absolutismo.
Alvear tomó el mando de la milicia, con pocos medios y mucha fuerza recobrada. Entendió que a Rebecca le doliera verlo a su edad dirigiendo más batallas, pero era su deber. Tampoco era que él lo deseara. Las circunstancias se habían impuesto requiriendo una respuesta de su parte. De ninguna manera hubiera dejado de darla. «Un Alvear nunca se queda sin fuerzas para luchar». Se encomendó a la memoria de su último niño muerto.
No pudo evitarse que hubiera derramamiento de sangre durante los días que duró el enfrentamiento. Al final, bajo las órdenes de Diego de Alvear, ganó el pueblo, cuya resistencia se acabó imponiendo, para mayor júbilo de la ciudadanía.
La tarde en que llegó a casa maltrecho aunque victorioso, convencido de lo afectada y posiblemente enfadada que iba a encontrar a su esposa, ella, nada más verlo, se echó a sus brazos para besarlo dejándose llevar por una efusiva alegría. Diego no entendía su reacción.
—Jamás pensé que te alegrarías tanto de una victoria. Compruebo con satisfacción que se te ha pasado el enfado por haber ido a combatir.
—La satisfacción la vas a tener ahora. —A Rebecca le brillaban los ojos en sintonía con su preciosa sonrisa recuperada—. ¡Estoy embarazada!
Una sensación conocida y placentera renació en ellos. Volvieron a abrazarse. El júbilo por los hijos anteriores nada tenía que ver con el de este. Hacía cuatro años que el último en nacer murió, a consecuencia de la fiebre amarilla, a los pocos días de vida. Lejos de superarlo, Rebecca llegó a creer que su cuerpo, tan dado a engendrar, se había negado, a su manera, a concebir una nueva vida después de que otra se extinguiera tan precozmente. Lo tomó como una recompensa que se había hecho esperar.
A los pocos días tuvo lugar en el ayuntamiento un acto oficial para concederle a Diego, en una sesión pública, el título de comandante de la Milicia Nacional de Montilla. Rebecca se colocó en primera fila, pletórica, llena de vida. La nueva que albergaba en sus entrañas.
Cada vez le gustaba más Montilla. La consideraba una ciudad limpia y clara, bañada por unos extensos campos bellos y fértiles que daban prósperas cosechas. Pronto, en el otoño, sus frondosos viñedos dejaron ya ver los racimos de exquisitas uvas. La divertida faena de la vendimia atrajo a casi todas las familias del pueblo hacia las blancas casas de lagares de la sierra.
Cuando llegaba la fiesta de la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre, se recogía la aceituna, dorada o negra, antes de que cayera de las cargadas ramas de los árboles, para llevarla a los molinos aceiteros, que trabajaban hasta que el retorno de la primavera llevaba a renovar esperanzas. Ese año, antes de que eso ocurriera, nació Cándida Escolástica. Pero para entonces el truncamiento de las esperanzas había obligado a los Alvear a volver a Cádiz.
Se avecinaban nuevas sombras en el cielo de la libertad.
El 7 de abril de 1823, Francia intervino militarmente España en virtud de los acuerdos de la Santa Alianza, formada por Rusia, Prusia y Austria, que se concedía a sí misma el derecho a la intervención contra todo tipo de aspiraciones liberales en el país que fuera. Los Cien Mil Hijos de San Luis, las tropas de Luis Antonio de Borbón, duque de Angulema, acudieron en auxilio del rey Fernando invadiendo el país con la intención de restablecer el absolutismo. España no podía ser menos que el resto de las monarquías europeas que lo eran por la Gracia de Dios.
El oscurantismo y la falta de libertades volvían a implantarse. Se hizo complicado soportar la acumulación de desastres que suponía el restablecimiento del poder absoluto. El primero y fundamental, declarar nulo el Trienio Liberal y suspender las Cortes, como si jamás hubiera existido ni lo uno ni lo otro, lo cual suponía la eliminación de cuantos ascensos, contratos oficiales, nombramientos y demás se hubieran realizado en los últimos tres años. Lo siguiente era igual de lamentable: se aplicó el llamado decreto de Purificación de todas las clases de empleados civiles y militares. Se ordenó nombrar Juntas que actuaran como tribunales en la capital del reino para juzgar a los de superior graduación, y en las de las provincias, para los de menos.
Y en mitad del caos social, Diego se vio abocado al abismo de la ruina económica, por segunda vez, después de la que le supuso la tragedia de la Mercedes. Fue un hecho inesperado. ¿Cómo había podido llegar a esa situación? Y, lo más importante, ¿cómo iba a salir de ella en una época tan mala?
Lo insólito fue que la ruina le sobrevino por un arranque de excesivo patriotismo que le llevó a considerar que no era justo tener invertidos sus capitales en fondos extranjeros cuando la nación los necesitaba. Así que vendió la mayor parte de los que poseía en los fondos franceses en casa de acaudalados banqueros de París, los Delessert y el célebre Laffite, e invirtió en la compra de bonos españoles de los llamados «de las Cortes».
Quién iba a pensar que estos serían anulados por sorpresa e indefinidamente sin que se revocara la atroz medida ni se indemnizara en lo más mínimo a los incautos que, actuando de demasiada buena fe, habían arrimado el hombro al margen de ideologías ni intereses.
Perdió ese dinero en su totalidad, capital e intereses, que no era poco, por cierto: casi quince mil pesos fuertes de renta anual, de los que había venido disponiendo desde hacía años. La falta de ese dinero obligaría a la familia a modificar su modo de vivir.
No sabía cómo contárselo a Rebecca.
—Es evidente que se trata de una broma. —Fue la primera reacción de su esposa al conocer el desastre.
—Por desgracia es algo muy serio.
—¡No puede ser! Dime que no, Diego, por Dios. —Cabía esperar que Rebecca se enojase, como así ocurrió.
—Fue un acto patriótico —intentó justificarse Diego.
—¿Un acto patriótico? —Su esposa seguía sin poder creérselo—. Eso es una tontería. ¿Qué ha hecho la patria por ti?
—No digas eso, Rebecca, no sería justo. —Aunque el tono de Alvear era conciliador, sabía que difícilmente podría contar con el apoyo de su mujer.
—No se trata de justicia. ¿Se te ha olvidado el trato que te dispensó el rey después de que salvaras Isla de León de caer en manos de los franceses? ¿Tuvo en cuenta, acaso, tu papel en la celebración de las Cortes Extraordinarias? Tuvimos que irnos, Diego, esa es la realidad. Mi madre falleció, sí, pero esa no fue la única razón de que permaneciéramos en Londres tres años. ¿Has pensado qué habría pasado en caso de habernos quedado?
Diego no podía responder porque carecía de respuestas que no conociera ya su esposa sobre lo que le estaba preguntando.
—¿Qué haremos ahora? —se lamentaba, muy afectada—. Tienes una familia que depende de ti, de nosotros, pero sobre todo de ti. ¿Es que no has pensado en tus hijos?
—Lo siento, querida, sé que es difícil entenderlo.
—Es más que difícil.
Rebecca se dejó caer en un sillón, abatida.
—¿Qué haremos ahora? —repitió—. Si me hubieras comentado tus intenciones, yo te habría convencido de la locura que suponía lo que pensabas hacer.
—Nadie podía imaginar que el gobierno adoptase una medida tan extraordinaria, que causara semejante desbarajuste y que encima después se negara a indemnizarnos.
—Tienes razón, nadie. Pero tú, igual que yo, sabes que España todavía no es un país financieramente fiable. ¿Cómo se te ocurrió? —Rebecca no conseguía entenderlo.
—Te ruego que no sigas —le pidió Diego—. Soy consciente de la barbaridad que he cometido, pero te aseguro que lo hice con la mejor intención. Creí que serían rentables. Saldremos de esta, ya verás.
Salir era mucho esperar. Hubo un pequeño alivio gracias al carácter previsor de su esposa que, confiada en la estabilidad del gobierno de su país, en su día insistió en conservar los bonos de su dote, depositados en Londres. No era mucho. Pero menos aún era nada. Y, sobre todo, lo que fue es una gran lección acerca de la ingratitud de los gobernantes.
Diego se sentía responsable de haber llevado a su familia a la ruina y además de esa forma absurda. Salió de casa y se acercó a la playa de La Caleta para dar un paseo. Disfrutó del olor del mar y escuchó el ruido que nacía en sus tripas, las que tan bien conocía. De noche, en medio de la oscura soledad, sonaba a un rugido sordo que se imponía sobre la vida de los náufragos. Al puerto de esa ciudad tenían que haber arribado la fragata Mercedes… y la Fama, y la Clara, y la Medea… Pero ninguna de ellas lo hizo. La Mercedes, ni a este puerto ni a ningún otro.
Y ahora había llegado la hora definitiva. El momento de abandonar ese Cádiz inalcanzable entonces. El Cádiz de sangre que usurpó la vida de su amigo el general Solano. El mismo Cádiz que había visto nacer a cuatro de sus hijos y morir a dos.
Ni luna ni estrellas le alumbraban en esa noche que guiaba su último paseo por aquella playa. Se desprendió de los zapatos para pisar la arena húmeda. Y descalzo caminó hacia su casa gaditana por última vez.
Fue así como levantaron su hogar de Cádiz —esta vez lo de definitivamente iba en serio— y se retiraron al de Montilla para encontrar tranquilidad y sosiego.
O al menos eso creían…