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El funeral del pequeño fue desolador. Se resolvió con la brevedad que había determinado su vida. Ningún miembro de la familia asistió, más que el padre, todos afectados por la fiebre en desigual medida.

El siguiente en gravedad, Tomás, experimentó una ligera mejoría, lo cual ya era mucho. A la madre, en cambio, le estaba costando superar la enfermedad. Aún desconocía la muerte de su hijo. Diego rezaba a su lado, incansable. Y, después de mucho tiempo de tenerlas en el olvido, buscó respuesta en las estrellas. Habían pasado cincuenta años desde que, antes de emprender una expedición para delimitar los territorios, se asomaba a los cielos de Montevideo y de Buenos Aires buscando unos luceros que no volvió a ver en ningún otro lugar. Ese día, tampoco. La práctica de hablar con las estrellas nunca se pierde. Diego encontró abrigo al calor de la bóveda celeste, que mitigaba la soledad impuesta por la enfermedad en su casa.

Una semana más tarde, su hijo comenzó a recuperarse y Rebecca, con la carga de la pena tras conocer la muerte de su recién nacido, estaba fuera de peligro. El hogar había quedado devastado. Varios sirvientes también habían muerto. Quienes estaban sanos tenían tan pocas fuerzas para afrontar la realidad como los que aún seguían enfermos. Todos se hallaban desorientados, como si hubieran perdido el rumbo del quehacer diario. En pocos días habían pasado de la alegría de un nacimiento, a la preocupación ante una terrible enfermedad como antesala de la muerte.

Rebecca salvó su vida, pero la vida que encontró al sanar era bien distinta de la que tenía antes. Era otra vida, con un bocado dado a sus entrañas. Ese pedazo de vida arrebatada le faltaría hasta que muriera.

En esos días, Diego salía a caminar mucho por las calles de Cádiz. Se sentía bien a solas con sus pensamientos. Ya notaba a sus espaldas los años que pesaban, pero no por la edad, que también, sino por las duras pruebas a las que reiteradamente le había sometido la vida. Tampoco es que se quejara, no debía, teniendo a su lado a una mujer como Rebecca que le hacía feliz y con la que había formado una nueva familia. Pero sí acusaba los golpes. Tenía setenta años y el último había sido brutal.

Una noche, caminando en dirección a su casa por una calle estrecha y a esas horas solitaria, oyó unos pasos que cruzaron para colocarse en su misma acera, a corta distancia. Se trataba de dos hombres. Uno de ellos se adelantó mientras el otro lo siguió por detrás; un comportamiento que levantó sus sospechas, aunque pensaba que dos jóvenes no se atreverían a meterse con un hombre mayor. Además, si de algo podía presumir era no solo de no tener enemigos en Cádiz, sino de gozar del respeto popular. Pero enseguida comprobó que eran capaces de hacerlo. Agarró bien el bastón con el que caminaba, preparado para cualquier posible ataque. En efecto, Alvear, sujetando fuertemente con las dos manos el bastón, se giró preparado para defenderse, y en esas el que venía por detrás se abalanzó sobre él puñal en mano. Diego le dio un bastonazo tan fuerte y atinado, que el agresor cayó abatido sin conocimiento. Entonces el compinche corrió hacia él con igual intención, pero al ir a tomar impulso con el bastón para repetir la misma defensa, Diego tuvo la mala pata de tropezar con un montón de escombros que no había visto y de caer de espaldas, circunstancia que su agresor aprovechó para lanzarse sobre él y asestarle dos terribles puñaladas. En ese momento, el otro se levantó del suelo, aturdido, y ambos emprendieron la huida dejando a su víctima tirada y desangrándose. No parecía que las intenciones fueran otras que las de robarle.

A Diego se le nubló la visión. Sintió la sangre correr por la cara. Era tanto el daño, que no distinguía dónde había entrado el puñal y cuántas veces. Inexplicablemente le quedaban fuerzas —ya se lo dijo al médico, un Alvear nunca se queda sin fuerzas— para ponerse en pie apoyándose en lo que tenía a mano sin que distinguiera lo que era. Tambaleándose, pudo mantenerse erguido. No dio una voz, no pidió auxilio. No acababa de creerse lo que había ocurrido. Extrajo un delicado pañuelo de seda para empapar la sangre y, con gran dificultad, recogió el bastón dañado y el sombrero antes de reemprender la marcha serenamente hacia su casa.

Hasta ella llegó sin ayuda y, al abrirle el criado la puerta, pareció, más que un hombre de carne y hueso, un espectro. Verdaderamente la naturaleza de este hombre era prodigiosa. En mitad del revuelo que se produjo al verle llegar en aquel estado lamentable, todavía se permitió tranquilizar a su esposa y a sus hijos, y ordenó llamar al médico sin darle más importancia. Rebecca advirtió la gravedad de las heridas, que más tarde confirmó el doctor. Una, en la cabeza, la consideró grave, pero no tanto como la de la garganta. Cualquiera de las dos podía haberle costado la vida, y no estaba claro que no ocurriera en las horas inmediatas. En el caso de la segunda puñalada, el cuchillo le entró tan hondo que le había alcanzado la tráquea.

El médico le practicó una aparatosa cura, tardó horas, y le administró medicamentos para que descansara y calmaran los fuertes dolores que causaban ese tipo de heridas.

Diego quedó por fin adormilado y la habitación, vacía. Tan solo Rebecca permaneció a su lado. Acusaba todavía el impacto que le había causado el suceso. Se acercó a su marido y le dio un beso en la frente, de donde partía uno de los vendajes. Después se asomó a un estrecho balcón y contempló la noche. Hacía frío, pero menos del que sentía ella. Una brisa gélida con sabor a sal se coló en su cuerpo mientras buscaba estrellas en el universo, como había oído relatar tantas veces a su marido de su vida en las Américas. Pidió ayuda en silencio para salvarle la vida. «No puede morir», se repetía sin cesar.

No podía morir.

Rebecca se dispuso a pasar la noche en un sillón a un lado de la cama. Se arrulló con una gruesa manta sosteniendo en las manos la corbata que llevaba puesta su marido en el momento de la agresión. La prenda, de un tejido excepcionalmente grueso y almohadillado, le había salvado de la muerte al evitar que el cuchillo penetrara en la garganta hasta el fondo. Se quedó a un hilo de seccionarle la tráquea. Cayó en la cuenta de que hacía años que no usaba esa corbata que compraron durante su prolongada estancia en Londres para protegerse del frío. Fue una afortunada casualidad que ese día se la hubiera puesto. Tenía restos de sangre y un agujero que mostraba el tamaño del arma. Hecha un ovillo, la estrechó contra su pecho, permaneciendo así largo rato.

Antes de quedarse dormida, contempló a su marido admirándose de su fortaleza y del milagro de la vida.

Superada la primera jornada, el médico afirmó que se salvaría aunque le iba a llevar su tiempo recuperarse. Y no se equivocó. Con mucha paciencia y esmerada atención a sus heridas, Diego lo consiguió.

—¡De eso nada! No eres un muchacho —le reprendió su esposa cuando al primer día de levantarse de su convalecencia quiso salir a la calle.

Y es que no había quien pudiera con él. Un hombre que había protagonizado victorias en abundancia y superado derrotas, era un hombre que no caía fácilmente. Rebecca sentía el orgullo y la satisfacción de ser testigo de sus ganas de vivir, y a ellas se unía más que nunca.

El desasosiego que circulaba en los ambientes sociales y políticos se hizo más patente en esos días. El pueblo estaba asfixiado con tanto impuesto que impedía la recuperación tras los casi siete años de guerra a los que había hecho frente. El rey parecía ignorar lo que pasaba. El corazón del pueblo volvía a latir furioso, con el peligro que ello entrañaba. Pero, lejos de cambiar su política en beneficio de los ciudadanos, el monarca los siguió acribillando a impuestos para llenar las arcas de la Hacienda pública al tiempo que los sometía, esquilmando aquello por lo que más habían luchado hasta dejarse la vida: sus derechos y la libertad. Se escuchaba por las esquinas la protesta de qué pasaba con las leyes constitucionales redactadas a tal fin. La situación era intolerable.

La gente ya no podía más. En la última noche del año 1819, muchos hogares se preparaban para una nueva revolución. El día 1, en la localidad sevillana de Las Cabezas de San Juan, tuvo lugar un pronunciamiento militar encabezado por el joven teniente coronel Rafael del Riego. En un acto solemne y brillante, Del Riego emitió un bando en el que se promulgaba la Constitución española de 1812, hasta entonces derogada en la práctica. El coronel Antonio Quiroga se alzó en Alcalá de los Gazules. Los militares estaban con el pueblo y con la libertad.

El 9 de marzo, el rey se vio obligado a jurar la Constitución. Cádiz se volcó en las celebraciones. Al día siguiente la gente salió en masa ocupando calles y plazas, secundando el levantamiento de Quiroga y Del Riego, festejando el aire de libertad que anunciaba la abolición de los privilegios de clase y de la Inquisición, un futuro Código Penal que se atendría a las nuevas leyes o el retorno de exiliados políticos, entre otras muchas medidas.

Alvear animó a todos los miembros de su familia a mezclarse con el fervor callejero. El clima convertía el festejo popular en una agradable jornada que olía a playa y a primavera. Los Alvear se dividieron. Rebecca decidió unirse a un grupo de amigas, esposas de militares compañeros de su marido, llevándose consigo a varios de los hijos. Diego cogió otro camino con los niños mayores.

La realidad, de repente, sin aviso, decidió virar alejándose del ambiente pacífico que imperaba en la calle. El día se nubló, pero no en el cielo, donde aún brillaba el sol. Sin que ningún hecho lo motivara, en apariencia, dos regimientos se echaron sobre el pueblo atacando a diestro y siniestro con balas y puñales. Nadie lo esperaba. En cuestión de minutos, reinó la muerte llegada a traición. Aquel giro de lo predestinado cogió a la gente desprevenida.

Diego buscó a los suyos con desesperación. Por suerte no había dado tiempo a que se distanciaran demasiado y se encontraron sin dificultad a pesar de la confusión sembrada. Lo que ya era más difícil y, sobre todo, peligroso, era llegar a casa, así que buscaron refugio en la de unos amigos. Allí se quedaron hasta bien entrada la noche. Colocaron a sus hijos en fila, los abrigaron bien y les hablaron muy seriamente antes de salir.

—Cogeos todos de la mano. Vamos a marcharnos a casa. Tenemos que salir en orden, no corráis pero tampoco caminéis despacio. Y no habléis, podrían oírnos.

Tomás preguntó asustado:

—Si salimos, ¿nos van a matar?

—¿Crees que tus padres os llevarían a la muerte? —respondió Diego conmovido por el miedo infantil—. No va a pasarnos nada.

—Vuestro padre sabe bien lo que se hace —terció Rebecca para contribuir a calmarlos—. Si hacemos lo que él dice, no nos pasará nada. Pero tenemos que obedecerle. Cuanto antes salgamos, antes llegaremos a casa, donde nos espera una rica sopa caliente. ¿Os lo imagináis, con lo que os gusta? —Rebecca lo contaba como si fuera un cuento—. Chis…, pero tenemos que estar callados, no habléis entre vosotros hasta que lleguemos a casa. ¿Seréis capaces?

Todos asintieron. A Diego, el mayor, se le hizo un nudo en la garganta y se cogió a Tomás. Así fueron haciendo una cadena hasta unirse los ocho, padres e hijos. Diego tomó en brazos al más pequeño, Francisco, que no llegaba ni a los dos años y medio, abrió la puerta y respiró hondo antes de empezar a andar. Fingiendo un absurdo interés en el reclamo de la sopa salieron conformes a la aventura.

Terminaba así una jornada sangrienta en la que se quiso acabar con un nuevo país que empezaba a desprenderse de la piel de la infamia absolutista.

—Vámonos a Montilla. No aguanto más aquí —imploró Rebecca a su marido cuando estaban a punto de acostarse después de un día en el que el miedo y la muerte les había podido—. Esto es muy serio. Tenemos que pensar en nuestros hijos y en el peligro que corren.

—¿Crees que no lo sé?

Diego estaba muy afectado por lo ocurrido. Compartía la preocupación de su esposa, a la que se unía su desencanto con la actual monarquía, que lo estaba maltratando injustificadamente, y la inseguridad en la que parecía perpetuarse ese Cádiz por el que se habían desvivido.

Llevaban años viviendo a caballo entre la capital y su ciudad natal, manteniendo las dos casas.

—Por favor, Diego, no lo pienses mucho. A mí se me agotan las fuerzas.

También a él, aunque su orgullo le impedía reconocerlo.

Pero no importaba. Lo esencial era el resultado. Diego estaba decidido a dar la orden de desmontar por completo la casa de Cádiz para trasladarse a Montilla.

Por la mañana, sin embargo, se rectificó a sí mismo, pidiendo al servicio que organizara los equipajes, sin mencionar en ningún momento que abandonaran Cádiz para siempre.