Corría el año de 1817 y era como volver a empezar, solo que habían pasado una guerra, perdido familiares y amigos, enfrentado a un rey absolutista, y la familia no paraba de crecer: a mediados de noviembre nació el sexto hijo, Francisco.
El país que se encontraron distaba mucho de la prosperidad. Despacio, con esfuerzo y paciencia, se iban reparando los inmensos daños causados por la guerra. Pueblos en ruinas, puentes destrozados, fábricas e industrias destruidas, ganaderías mermadas, cultivos aniquilados, eran el drástico balance. Hasta el Cuerpo de Marina se resintió enormemente anotando numerosas bajas. Los mandos quedaron, en su gran mayoría, sin puesto ni servicio activo. Un desastre mayúsculo.
En los años siguientes, Diego, acompañado de su esposa y de sus hijos, alternaba temporadas en Montilla para ocuparse de sus haciendas, con su disposición a cumplir órdenes del gobierno según las necesidades, lo que le obligaba a residir también en Cádiz.
En esa ciudad estaban cuando se desarrolló una devastadora epidemia de fiebre amarilla que tantas veces había asolado la ciudad en los pocos años que llevaba de siglo. Alvear se encargó de dictar las extraordinarias medidas sanitarias para controlar la terrible plaga. Lo mismo que en su día hizo el marqués del Socorro, don Francisco Solano, nada más llegar a Cádiz antes de la guerra. Diego lo recordaba muchas veces. Al principio no había rincón en Cádiz donde dejara de escuchar los gritos de la turba sanguinaria a la caza de su amigo. Creía ver el rostro afable del general por las esquinas. Con el tiempo se le fue pasando, dando lugar a un poso amargo que se reavivaba cada vez que pisaba Capitanía o pasaba por la plaza del Pozo de las Nieves.
Cádiz seguía siendo un escenario poco recomendable para ponerse de parto, pero la naturaleza empujaba. Un nuevo embarazo de Rebecca dio su fruto.
Días después de haber nacido el séptimo hijo del matrimonio, sin ninguna complicación aparente, la madre sufrió un aparatoso desmayo. Al médico, al que reclamaron de urgencia, le llevó su tiempo realizar el reconocimiento de la enferma. No es que los síntomas no fueran claros. Por desgracia se trataba de lo contrario: eran tan evidentes que intensificó la exploración para estar seguro antes de comunicarlo, dada la gravedad.
—No hay duda —concluyó al fin—. Es un cuadro de fiebre amarilla.
Eso era precisamente lo que esperaba, lo que deseaba, Diego no tener que escuchar. No bien el médico acababa de emitir el diagnóstico, irrumpió en la habitación un criado en evidente estado de agitación.
—Señor, su hijo Tomás… Está muy mal.
Diego y el doctor se miraron incrédulos. No. No era posible.
No tenía por qué serlo, pensó Alvear.
Pero lo era. La epidemia se extendía por los miembros de la familia. El tercero de sus hijos también estaba contagiado, y grave. Diego echó de menos a Carlos, del que apenas tenía novedades desde América. En cuestión de días, todos sus hijos, así como muchos de los criados, fueron atacados por la fiebre. Todos al mismo tiempo. Alvear se desesperó e intentó combatir sus fundados temores. Pero resultaba difícil no pensar en la posibilidad de que la muerte quisiera rondarle siempre, sin tregua, y acabara arrebatándole a su nueva familia y, con ella, su segunda vida. A la memoria le venía su primogénito habido de su unión con Josefa, Benito, fallecido precisamente ahí, en Cádiz, lejos de sus padres y víctima de esa misma enfermedad.
La terrible fiebre le devolvió el temor de que, de nuevo, corriera el riesgo de verse solo en la vida, a sus años. Desde el hundimiento de la Mercedes no había vuelto a sentir el zarpazo de la soledad y los demonios del miedo.
El pequeño Tomas, que tenía ya once años, empeoró colocándose a las puertas de la muerte mientras su madre no acababa de recuperarse, todavía convaleciente del parto.
Diego se vio desbordado, atrapado por el oleaje que antecede a la tragedia. Las noches eran terribles, lo colocaron en el mismo punto en el que estuvo después de la catástrofe del Cabo de Santa María. Veía su vida sin futuro, sin la perspectiva que todo ser humano necesita para no dejarse morir.
La fiebre amarilla era tan letal casi como los franceses. Diego estaba presente en el reconocimiento que el médico volvió a hacer al recién nacido, que se desarrolló de manera similar al primero que hizo a Rebecca, largo y laborioso.
—¿Qué pasa, doctor? —preguntó Diego, inquieto.
El galeno no respondió. Siguió palpando a la criatura desnuda. Hasta que se vio en la obligación de decir lo que en verdad era.
—Su situación es… extremadamente delicada. —Tras una breve pausa añadió—: En realidad su estado es crítico. Esta fiebre en un niño de tan corta edad actúa como un veneno en sus órganos. Raros son los casos en los que lo superan.
¿Cabía la posibilidad de que Diego se encontrara viviendo una pesadilla y nada de eso estuviera ocurriendo? No podía soportarlo, creía volverse loco.
—¡Dígame qué puede hacer por él! Debe de existir algo, acaba de llegar al mundo, no puede irse tan pronto.
—Ese es el problema: es demasiado pequeño.
El médico miró al recién nacido y luego al padre. Le hubiera gustado poder anunciarle otro diagnóstico. Pero él ya nada podía hacer. No estaba en sus manos y lo sabía.
—¡Algo se podrá hacer! —insistió Diego sin querer rendirse.
—Rezar.
El verbo cabalgó por el aire a lomos del silencio.
—Doctor… —temblaba al hablar—. ¿Sabe lo que es caer hundido, creyéndote muerto, y volver a levantarte?
—Cálmese, don Diego. Lo entiendo.
—¡Respóndame! ¿Sabe lo que significa volver a alzarse tras la peor de las caídas? Yo no me rindo, doctor, ¡yo jamás me rindo!
—Usted no, estoy convencido de ello. —El médico miró al niño y añadió—: Pero él, sí. Carece de fuerzas para luchar.
—Un Alvear nunca se queda sin fuerzas para luchar. —Hablaba entre sollozos que ya no conseguía contener.
—Su hijo no puede quedarse sin fuerzas porque ni siquiera le ha dado tiempo de cogerlas. Es imposible. —El médico se mostraba compasivo—. Lo lamento muchísimo, don Diego. De veras que lo lamento.
Alvear se tambaleaba. Empezó a dudar de que fuera cierto que nunca podía quedarse sin fuerzas. Temiendo la respuesta, preguntó:
—¿Y mi esposa…?
—El parto es demasiado reciente. Se encuentra muy débil.
—¿Qué quiere decir, doctor?
—No puedo decirle más. Es difícil prever cuál será su evolución. Es comprometido ser optimista teniendo en cuenta su débil estado.
El mundo se desplomó.
—Mi amor no… —musitó.
El médico abandonó la casa impresionado al haber sido testigo del sufrimiento de un hombre fuerte y valiente como había demostrado ser Alvear en tantas batallas, defendiendo a su pueblo. La impotencia de un hombre en cuya mano no estaba salvar a quienes más amaba.
Diego se postró ante el cuerpo menudo y se adormeció un rato arrullado por el murmullo de las olas que escuchaba entre sueños. Pero volvieron a asaltarle los gritos de socorro y los cañones, y la explosión de la Mercedes, y el olor a sangre y a pólvora…
Al caer la noche, acudió junto a su esposa, que se revolvía febril en la cama, delirando. Permaneció junto a ella un par de horas, la dejó bajo la vigilancia de dos sirvientas y acudió de nuevo a velar el sueño imposible de su pequeño y frágil hijo.
El fatal desenlace se presagiaba. De madrugada, Rebecca, con la respiración agitada hasta límites insostenibles, lanzó un terrible grito que se extendió por toda la casa como un alarido desgarrador; como si una daga incandescente le rasgara las entrañas.
En ese mismo instante, Diego era incapaz de reaccionar al grito de su esposa, cuyo eco retumbaba en la habitación en la que asistía, con los minúsculos dedos de su niño agarrados a uno suyo, a la dolorosa extinción de esa corta vida que él había contribuido a dar y que tan pronto se apagaba entre sus manos.
Su esperanza, la misma que perdió en las gélidas aguas del Atlántico, volvía a hundirse, esa vez a los pies de una cuna, cuando los pequeños dedos se aflojaron y se soltaron del padre dejándose abrazar por la muerte.