Estrenando primavera, la alegría asomaba con la concesión del siguiente ascenso a Diego de Alvear, flamante nuevo brigadier de la Real Armada española. Una gran novedad que la familia celebraba como se merecía. Tantos desvelos, tantos sacrificios, tantas decepciones, tanta entrega, tanto sufrimiento, y tanto… y tanto…
Todo se veía recompensado con el ascenso. Ese reconocimiento le alentaba a seguir luchando por los suyos, familiares y también compatriotas junto a los que había querido regresar a España costándole la pérdida de esposa, hijos y sobrino. Costándole casi la propia vida.
Buscando más recursos y comodidades, así como una mejor consideración y un mayor prestigio de la institución, el brigadier Diego de Alvear dictaminó el traslado de las Cortes al Oratorio de San Felipe Neri, en la populosa Cádiz. Trece días después de decretarse su promoción en la Armada se promulgó la Constitución. Los ciudadanos jamás olvidarían haber vivido ese 19 de marzo del año de 1812. La libertad no había muerto sometida al yugo francés. Esa era la grandeza del pueblo gaditano.
El día 24 de agosto amaneció raro. Extraño. El oleaje del océano, leve de movimiento, sonaba sin embargo a cueva y a misterio. Las calles, convertidas en desiertos, imploraban un grito ahogado. A los nueve meses de vida del pequeño Tomás de Alvear, los franceses levantaron el sitio. Y al día siguiente desaparecieron después de haber destruido toda su artillería, compuesta por más de seiscientas piezas, con la que cubrían sus líneas y fuertes hasta Rota y Chiclana. En su mayoría estaban inservibles al haber reventado debido a la excesiva carga que soportaron.
Lo mismo fueron haciendo en toda Andalucía. En menos de una semana no quedaba rastro francés.
La familia Alvear estaba muy cansada. La población acusaba el agotamiento de haber hecho frente al cerco que había durado treinta meses y veintitrés días, ocasionando graves problemas sanitarios y de abastecimiento, entre muchos otros. Había sido tan largo, que acabó instalándose una monotonía entre los habitantes de Cádiz, que se movían entre las incomodidades y las bombas con la naturalidad de lo habitual y cotidiano.
El único al que parecía que no le flaqueaban las fuerzas era Diego. Su espíritu gozaba de tal fortaleza que, por lo menos en apariencia, era quien mejor había resistido en esas adversas y crueles circunstancias. La tragedia había curtido a ese montillano convirtiéndolo en un luchador imbatible. Luchaba hasta contra el paso de los años, pues no aparentaba los sesenta y tres que tenía.
Con Rebecca era distinto. Al ser levantado el sitio y poder disfrutar de la olvidada libertad fue cuando se dio cuenta de la asfixia que le producía la ciudad.
Para su desgracia, el suceso que podría haber supuesto la posibilidad de salir de esas tinieblas, no le trajo más que tristeza y dolor; la misma tristeza y dolor que acompañan siempre a la muerte. Su madre, doña Catalina Hopwood, había fallecido en Londres. Un duro golpe asestado de lleno a su fragilidad derivada del puro agotamiento.
Su padre se quedaba solo, al desamparo de la viudez. Diego no lo dudó, solicitó de inmediato licencia real para que la familia al completo se trasladara a Londres.
Motivos políticos y personales nublaron el presente. Su pretensión de que le aplicaran retroactividad en su remuneración y ascenso, en consecuencia con su clase, se le declaró infundada. Pero eso no fue todo. El rey pidió que se le reprendiera por el modo poco respetuoso e impropio de su petición. Como si no hubiera luchado ni sufrido lo suficiente. Como si no hubiera entregado su vida, desde los veinte años, a servir al Reino de España. Lo consideró una humillación. La Isla de León fue el único reducto en el que los franceses no habían conseguido entrar. El pueblo, codo con codo con sus militares, protagonizó la gran gesta de, no solo hacer frente a Napoleón, sino lograr que sus tropas se replegaran. Diego fue uno de los principales artífices de semejante hazaña. Había cumplido con valentía y honor con todos los cargos que había desempeñado en esa plaza: comisario provincial de Artillería y comandante del Cuerpo de Brigadas del Departamento de Cádiz, vocal de la Junta de Defensa de la Isla de León, gobernador político y militar, y corregidor de esta.
Y mientras él se sentía humillado, la sociedad estaba perdida, sin rumbo. El verdadero rey que era Fernando VII dio la cara. La peor, desde luego. Mediante un decreto de 4 de mayo de 1814, el soberano declaró nula la Constitución y todas las decisiones de las Cortes.
El país volvió a ser una catástrofe. A Alvear le preocupaba el dejar atrás una caótica situación política ante la que había mucho trabajo por hacer. Hasta entonces no se había sentido defraudado por su gobierno. La decepción era un sentimiento nuevo para él.
—No te engañes —le hizo ver su esposa—. Dado el empeoramiento de tus relaciones con el rey y el desarrollo de los últimos acontecimientos, lo mejor que puedes hacer es poner tierra de por medio. Sé que no es fácil. Yo te ayudaré. La grandeza de don Fernando como rey es una gran incógnita, y, por lo que parece, no va a ser mucha. Aceptar que nos traslademos a Londres es un gran gesto por tu parte que aliviará a mi padre de la pérdida de mi madre.
Diego era comprensivo con la pérdida. Pocos hechos le conmovían tanto. Perder a un ser querido es irreversible y doloroso. Era hora de centrarse de lleno en su familia. Posiblemente abandonar España en aquel momento fuera lo más aconsejable. La situación se le había vuelto insufrible. Con la perspectiva del viaje atisbaba, después de muchísimo tiempo, la libertad.
De nuevo la libertad.
Recompuestos del desastre de la guerra, a finales de julio de 1814 embarcaron en Cádiz rumbo a Londres. Para entonces eran seis de familia. El cuarto hijo en nacer, bautizado con el nombre de Enrique José Gregorio, apenas alcanzaba el medio año, mientras que el mayor, Diego, ya contaba cinco y medio.
Fijaron su residencia en el domicilio de los Ward, en Saint James’s Park, vecinos del Palacio Real. Al entrar en la casa, las emociones se agolparon en la pareja. Rebecca tenía muchos y emotivos recuerdos de su infancia en ese hogar, pero también de las visitas de un entonces desconocido oficial español llamado Diego de Alvear, que alcanzó fama muy a su pesar por haber vivido la tragedia del Cabo de Santa María.
Precisamente a Diego se le hizo presente, como un fogonazo, la visión del momento en que decidió que aquella bella joven iba a ser su futuro. Pero ese pensamiento lo condujo a otro ocurrido justo poco antes; lo condujo a un tiempo sombrío tras la batalla naval, y a sus pequeños ahogándose en el mar junto a la madre. Demasiado dolor para un hombre solo. Por eso se alegraba de haber tenido la oportunidad de compartirlo, gracias al amor surgido entre ambos, con Louise Rebecca Ward.
Aunque lo más importante era poder compartir el presente y lo bueno que estaba por llegar. Juntos. Inseparables. Por lo pronto, lejos de España y de sus revueltas políticas.
Con la novedad del lugar, los niños trasteaban tocándolo todo mientras sus padres iban de un lado a otro organizando qué espacio se le asignaba a cada uno. Catalina se colgó de las faldas de su madre sin intención de soltarla, decidida a observar lo desconocido desde la seguridad que ella le proporcionaba.
Hacía tiempo que Rebecca no disfrutaba tanto. Tardó poco en correrse la voz de su presencia y pronto empezaron a ser invitados a fastuosas fiestas en las que tenían ocasión de alternar con personalidades del rango del gran zar de Rusia, Alejandro I, el emperador de Austria, el rey de Prusia o los príncipes de Gales. Por un tiempo, la Inglesa, como la llamaban en Montilla, fue capaz de olvidar su padecimiento en tierras españolas. Un tiempo que volaba.
Hasta que un día…
Le había costado dar el paso, pero en esa jornada amaneció decidida a hablar con su marido. Era una de las pocas mañanas soleadas en Londres casi rozando el invierno. Rebecca envió a los niños a jugar al parque para que nadie los molestara.
—¿Estás resuelto a que pongamos fin a nuestra estancia en Londres?
—Nadie nos obliga. Pero llevamos meses aquí y simplemente considero que ha llegado el momento de regresar.
—Diego, quiero volver a agradecerte que accedieras a que nos trasladáramos aquí. No creas que no valoro tu generosidad. Al contrario, ha sido tan importante para mí… He podido estar otra vez con mi padre, ya que no pude asistir a mi madre en el momento de su muerte. Sin embargo, al llegar me di cuenta de lo mucho que echaba de menos todo esto: Londres, mi casa, mi familia inglesa, ¡hasta la niebla! —bromeó sonriente.
—Mi querida Rebecca, es comprensible lo que cuentas.
—Y no creas que no estoy bien en España. La guerra interfirió en nuestras vidas sin que estuviéramos preparados, pero ya ha pasado. Volveremos a ser felices en Andalucía, en Cádiz, en tu Montilla, donde sea. Pero quiero pedirte que nos quedemos un tiempo más en Londres.
Diego no lo esperaba.
—¿Estás segura?
—Lo necesito. Aunque entenderé que no pueda ser.
Posiblemente, su marido también lo necesitaba. A pesar de que nunca lo reconociera abiertamente, el viaje a Inglaterra había supuesto la honrosa salida a un inequívoco destierro. Pensaba en lo que le esperaba en España y no veía allí el cielo más abierto que en Inglaterra, al menos por el momento.
—¿Quién ha dicho que no pueda ser?
Una de las mayores alegrías con que la vida les obsequió durante su permanencia en Inglaterra fue su hija Sabina.
—Ya tenemos dos inglesas en la familia. —Fue lo primero que dijo Diego al verla nada más nacer.
—No imaginas lo feliz que me hace haber tenido a esta criatura en mi Londres querido. Ni se me pasó por la cabeza que algo así sucedería.
—Tampoco yo lo imaginé. Pero te aseguro que siento la misma felicidad que tú. Además, ¿te has fijado bien en ella? —Diego contemplaba embelesado a su nueva hija—. Esta niña será inteligente y lista como su madre. Dará batalla en la vida, ya verás.
Después de tres años en Londres, y por más que Rebecca viviera los últimos meses deseando que su esposo no dijera nada de emprender el regreso, ese día tenía que llegar. España era para ella una tierra acogedora y cálida, pero le había tocado vivir unos tiempos tan agitados que temía abandonar la tranquilidad y la felicidad que les estaban acompañando en Inglaterra, por la incertidumbre que suponía volver. Era imposible saber qué les esperaba.
—Ya te lo dije en una ocasión, pero quiero volver a repetírtelo. Tengo un deber con mi patria, que es España, aunque mi verdadera patria, la que siento en lo más hondo del corazón, comience y acabe en ti, Rebecca —le recordó Diego al percibir la contención de las lágrimas de su esposa, a la que jamás se le habría ocurrido quitarle de la cabeza la idea del regreso.
Poco antes de llegada la hora de la partida, Rebecca se enteró de que estaba de nuevo embarazada. Tal vez llevado por la alegría de la noticia, Alvear cambió la ruta que tenía prevista y dispuso que pasarían por París.
—¡París! —A Rebecca se le iluminó la mirada—. Me encanta la idea. Es el mejor regalo.
No era, desde luego, un mundo fácil para alumbrar en él nuevas vidas, pero Rebecca y Diego habían demostrado saber cómo sacar hijos adelante en circunstancias hostiles y desfavorables. Mayores gestas había realizado el brigadier Alvear.
Encontraron París majestuosa. Las visitas a museos y a monumentos, los paseos por interminables avenidas, la efímera vida, en definitiva, en la capital del Sena, les llevó a concebir una felicidad a la que se aferraban temiendo perderla en cuanto pisaran suelo español.
Abandonaron París con pena, pero el viaje por el centro de Francia les resultó agradable. ¡Qué distinto del que hizo Rebecca con su madre atravesando Extremadura y Andalucía! La familia Alvear y Ward viajaba en coches con caballos propios, dieciocho adquirieron, de las mejores razas, con el fin de reponer las bajas causadas por la guerra en la ganadería. La caballar era la que más había sufrido, y para las haciendas de Diego en Montilla resultaban indispensables.
Pero no fueron los únicos destrozos ocurridos en tiempos de la invasión napoleónica. Alvear, hombre inquieto y adelantado a su tiempo, había aprovechado su estancia en Londres para comprar máquinas trilladoras y aventadoras del grano, que aún se desconocían en España, y las ordenó enviar a Montilla. «Hay que abrirse a la modernidad», comentó satisfecho al vendedor. Tenía razón, sobre todo cuando esa modernidad iba a ser más que productiva para sus negocios.
Continuaron viaje a través de Toulouse, Montpellier y Perpiñán para entrar en España por Barcelona, donde, además de atender asuntos de negocios, les complació el reencuentro con su buen amigo don Francisco Javier Castaños, destinado como capitán general de Cataluña. El general les convenció para que se quedaran algunos días más de los previstos. Nada lo impedía. Habían tomado ese viaje como un periplo placentero.
Después continuaron por la costa de Valencia, para más tarde desviarse hacia Granada antes de enfilar, por fin, camino de Montilla.
Al entrar en la casa, Rebecca tuvo una impresión similar a la primera vez que pisó el pueblo, cuna de su marido. Ahora tenían que enfrentarse de nuevo al escenario político que habían mantenido en la lejanía.
Ese primer día de su segunda vida en España —¡así que ella también tenía dos!— se preguntaba cuántas veces puede el ser humano volver a levantarse después de haber caído.