El coraje del pueblo gaditano no bastaba para pararle los pies a Napoleón. Apenas había suficiente contingente para poder combatir contra los sesenta mil hombres del mariscal Victor. La guarnición con la que se contaba, compuesta por milicias urbanas y batallones de voluntarios, no cubriría ni tan siquiera la defensa del puente de Zuazo. Por eso la llegada de casi diez mil soldados de las tropas de infantería y de caballería del duque de Alburquerque elevó los ánimos. No en vano preocupaban poderosamente a José Bonaparte, del que se decía que andaba por Chiclana y los Puertos porque quería ver de cerca lo que estaba ocurriendo.
Tan solo otros seis días tardaron en llegar los aliados ingleses y portugueses comandados por el teniente general sir Thomas Graham. Coincidiendo con el refuerzo, Diego de Alvear tuvo ocasión de demostrar el poderío de su artillería al abrir fuego contra el enemigo con tal potencia que lo obligó a replegarse hacia Chiclana. Un rugido que presagiaba el despertar del brío español.
Los primeros días del sitio fueron brutales y sangrientos. A todas horas resonaban los cañones, no había tregua. El fuego de cañoneras y castillos se perpetuó en las calles, se apoderó de la vida de la gente incluso en lo más íntimo, entrando en las casas, los salones, las alcobas…
Rebecca, en los ratos en los que la contienda se recrudecía, tapaba los oídos de sus pequeños con almohadones. Incluso se inventó un juego para ellos: a ver quién resistía más con los oídos tapados. Pero a solas, cuando no la veían y Diego estaba en combate, se desahogaba con el llanto. Tenía que acabarse algún día, pensaba, no se podía vivir así. No tenía idea de hasta dónde estaba dispuesto a resistir Cádiz, bastión erigido por mérito propio en la plaza más difícil para los franceses. Todo un símbolo del que España, esa España derrotada, estaba pendiente.
El gobierno efectivo de la nación, tomada en su totalidad por los franceses, se asentaba en ese único reducto libre, aunque sitiado. La Junta Suprema se trasladó a Isla de León y nombró una primera regencia integrada, entre otros, por personalidades de la talla del general Francisco Castaños, gran vencedor de la Batalla de Bailén; Pedro Quevedo, obispo de Orense; el consejero de Estado Francisco Saavedra y el general de Marina Antonio Escaño.
Cumplido el mes de iniciarse el sitio, en marzo, Diego fue nombrado gobernador político-militar de Isla de León, otorgándosele la responsabilidad de buscar el lugar donde ubicar las Cortes Generales y Extraordinarias en la Isla a fin de asentar el Consejo de Regencia. Quedó asignado como emplazamiento del primer hemiciclo el edificio del Teatro Cómico, que acondicionaron para que pudiera acoger a los redactores de una futura Constitución de leyes para el pueblo. La primera sesión de las Cortes Extraordinarias tuvo lugar en la Real Isla de León el 24 de septiembre de 1810, en una ciudad asfixiada por el cerco al que la estaba sometiendo Napoleón. Una ciudad que no estaba dispuesta a rendirse.
Si España moría, moriría con ella América. La agitada situación política, el caos extendido a lo largo y ancho del territorio español, en manos del ambicioso Napoleón Bonaparte, y un rey, Fernando VII, que no sabía hacerle frente y al que le tocaba mantenerse en liza con José I, hermano del emperador… Todo tenía sus efectos en las posesiones americanas. El conocimiento de la caída de la Junta Suprema de Sevilla actuaba de detonante para que el gobierno de los virreinatos fuera cuestionado por los nativos. El enfrentamiento entre los nacidos en las colonias y los procedentes de España provocó la división en dos bandos: el de los partidarios de mantener el gobierno de la Corona, los llamados «realistas», y el de aquellos que consideraban llegado el momento de independizarse y, de ese modo, evitar que les alcanzaran las funestas consecuencias que podían derivarse del inestable régimen. El Reino de España era una incógnita de la que el Virreinato del Río de la Plata no quería ser partícipe. Por nada del mundo aceptarían ser una extensión de Francia. España estaba a punto de serlo. El riesgo, por tanto, era elevado.
Esos aires de revolución procedentes de tierras tan lejanas encontraron en España un lugar en el que dejarse sentir como un eco; como un corazón que latía al otro extremo del mundo fulminando la distancia en el mismo sentir insurrecto. La mano se tendía entre los dos continentes, introduciéndose en los recodos aparentemente más inverosímiles de la sociedad.
A América le dolía una posible España afrancesada, y se rebelaba contra ello.
Durante el año que transcurrió hasta el verano siguiente, la resistencia en Cádiz fue un quejido sordo. La vida se estancó y poco, o nada, había más allá de los cañones y la lucha. Cuando Carlos convocó a su padre y a Rebecca para contarles «un asunto muy importante que afectará a mi futuro», imaginaban cualquier cosa menos lo que resultó ser. Por un momento creyeron que les iba a anunciar el embarazo de Carmen.
Nada más lejos, sin embargo. Carlos se presentó solo y excusó a su mujer por no acompañarlo.
—¿Tal vez ya algún mareo? —preguntó su padre dando por hecho que la ausencia se debía a los primeros síntomas del embarazo.
—¿Mareo? No, no, Carmen se encuentra perfectamente de salud.
—Bueno, nadie dice que se trate de una enfermedad, ¿verdad, Rebecca? —comentó Diego animoso tomando la mano de su esposa con complicidad—. Tú lo sabes mejor que nosotros.
Creyendo que recibirían al matrimonio, en lugar de solo a Carlos, Rebecca había dispuesto una agradable merienda, ingeniándoselas con la escasez de harinas y de todo, y unos vinos dulces de Jerez.
—Es una lástima que con el sitio no puedan entrar nuestros amontillados —comentó Diego escanciando en pequeñas copas de cristal fino.
—Padre, ante todo quiero dejar claro que lo he pensado mucho antes de tomar la decisión que voy a darle a conocer.
Pese a la seriedad de Carlos, Diego no se quitaba de la cabeza la idea preconcebida.
—Los hijos son deseo de los padres pero voluntad de Dios.
—No seré yo quien contradiga la voluntad de Dios, pero lo cierto es que la decisión la he tomado sin ayuda de nadie. Eso sí, mi esposa consiente. Le parece una aventura interesante.
—Más que una aventura es una gran responsabilidad. ¡Salud!
Los tres alzaron sus copas y bebieron.
—Padre… —Carlos carraspeó un poco—, marchamos a América.
Los dedos de Diego se aflojaron dejando caer involuntariamente la copa, que se hizo añicos al estrellarse contra el suelo. Una criada acudió a recogerlo dándose prisa para volver a dejar sola a la familia. Silencio. La alegría que presagiaba el matrimonio Alvear con la visita de Carlos quedó suspendida, como el tiempo en una ciudad sitiada.
—Estoy esperando una explicación. —Diego habló dotando a sus palabras de una severidad que provocaba la mayor tensión habida entre padre e hijo.
—Contaba con que no le gustara la decisión.
—¿Quieres explicármela de una vez? —Era un mandato.
—Aquí me ahogo, padre. Mi carrera está paralizada, o avanza demasiado lentamente. Todavía estoy a tiempo de recuperar lo que creo que me falta.
—¿Te vas cuando España está más necesitada que nunca de hombres como tú?
—España saldrá adelante sin mí.
—¿Y qué pasa con tu esposa?
—Nos vamos juntos. En realidad, nos vamos los tres.
—¿Los tres? —Diego recuperó por un instante la esperanza de lo que presentía—. Entonces ¿Carmen está embarazada?
—Eso sería maravilloso —dijo Rebecca ofreciéndole un dulce, que Carlos rechazó con amabilidad.
—¿Embarazada? —El joven se sorprendió de que su padre diera por hecho algo que ni había llegado a mencionar—. No sé qué le hace pensar eso. A lo que yo me refiero es a que viajaremos con el teniente San Martín. Él tiene claro que las posibilidades que existen ahora en Améri…
—¡Debí suponerlo! Así que es cosa de San Martín… —Diego, que había traspasado la frontera del enfado para ir más allá incluso, se puso en pie furioso—. ¿Desde cuándo ese hombre traza el curso de nuestras vidas?
—No es eso, padre. Me ha hablado de lo que está bullendo en el virreinato y quiero probar fortuna.
Diego realizaba un esfuerzo de titanes para evitar derrumbarse. Se quedó pensativo antes de decirle a su hijo:
—Así que… él también se va… —Su voz se apagó de repente.
—Volvemos a nuestra tierra.
—¿Qué dices, insensato? ¡Esta es vuestra tierra! ¿Es que no te importa que tu madre, tus hermanos, tu primo, perdieran la vida queriendo alcanzarla, deseando llegar a esta patria a la que tú te permites ahora desdeñar?
—Es injusto que diga eso, padre.
—¿Injusto? Ellos querían a esta tierra, la amaban sin haber nacido en ella. ¡Solo por su memoria tú deberías hacer lo mismo! No tengo más que añadir.
Carlos se marchó sin despedirse, sintiendo la ofensa de la verdad hirviéndole en las venas.
Rebecca y Diego no se atrevían a hablar. Volvieron a sentarse. Esperaban. No se sabía qué. Él notaba helado el pensamiento, de nuevo los gritos de socorro entre las gélidas aguas atlánticas, el olor a pólvora y a sangre…, la explosión… Creía haberlo superado desde que se casó con Rebecca, pero había vuelto. Y ahora su hijo Carlos, al único que pudo rescatar de la barbarie, renunciaba a seguir a su lado. Era cierto que últimamente no le había hecho demasiado caso y que entre ellos algo, difuso, comenzaba a despedazarse. Era esa maldita guerra la que había cambiado las prioridades de los habitantes de Cádiz; la que estaba a punto de fulminarles.
Rebecca se decidió a hablar:
—¿No imaginabas algo así en ese San Martín?
—No sé qué pensar…
—Está claro: San Martín ha sido el verdadero instigador de la decisión.
—¿Crees que el problema solo está en San Martín? Yo, sin embargo, creo que en los últimos tiempos tal vez no haya sido el padre que Carlos necesitaba. Ha sufrido tanto a raíz de la tragedia de… —Le dolía lo que estaba pasando, como también lo que habían sufrido hasta que pudieron llegar a Montilla.
—Las circunstancias imponen que solo sepamos estar a la altura de la guerra. La guerra rige nuestras vidas. No somos ni los padres, las madres, los esposos, los hijos que los demás querrían de nosotros.
—No. —Diego respiró hondo—. En este caso la guerra no es el problema. ¿Has oído lo que ha dicho de América? En mayo hubo una revolución, duró una semana. Aunque a mí me parece que no ha terminado. El virreinato quiere ser independiente de una España invadida por Napoleón. No puedo imaginar a un hijo mío luchando contra la patria de su padre.
En realidad, la invasión que más daño le hacía era la de la amargura que en esos momentos se había apoderado de él.
Rebecca, en el salón de la casa, con el ruido de los bombardeos de fondo, se preguntó qué podía hacer para ayudarle.
Esa misma noche, se sentó a su buró a escribir una carta. Cerró bien el sobre y por la mañana ordenó a un criado que fuera a entregarla.
La obligada clandestinidad de la cita asustaba a la propia convocante. Rebecca no temía a San Martín, pero había algo en él que no le gustaba. Quizá fuera porque ese algo escapaba a su control, pero su familia estaba por encima de todo, y se atrevió a emplazarlo a escondidas para averiguar qué había detrás de la determinación de Carlos a marcharse.
El sitio escogido para el encuentro era la fortaleza del castillo de San Sebastián, en un extremo de la playa de La Caleta, a la caída de la tarde.
Cuando el teniente llegó, la encontró inquieta. A ella le preocupaba que pudieran ser vistos. No quería ser motivo de murmuraciones maliciosas.
El teniente San Martín se mostró correcto aunque parco.
—Muy grave tiene que ser el motivo para haberme citado. Me gusta este lugar. ¿También a usted?
Rebecca no tenía tiempo que perder. Fue directa a lo que le interesaba.
—¿Ha sido suya la idea de abandonar España junto a Carlos?
—Vaya…, así que era eso. Qué decepción, señora de Alvear, pensé que la razón para vernos respondía a asuntos de interés superior.
—Sería una lástima que me hiciera pensar que es usted un ser desaprensivo, de veras que no querría hacerlo, pero me lo está poniendo demasiado fácil. ¿Le parece una tontería separar a una familia que ya ha sufrido otra separación irreparable como es la muerte?
—¿Me cree con el poder suficiente para imponer nada en una familia que no es la mía?
—¿Por qué lo hace, teniente?
—Yo no he hecho nada, señora. Carlos puede tomar sus propias decisiones, y además tiene derecho a hacerlo.
—Pero ha sido usted quien le ha convencido para irse. Y sé que él está en su derecho, pero sus condiciones familiares no son las de cualquiera, y ni mucho menos las suyas.
—¡Qué sabrá usted de cuáles son mis condiciones familiares!
La mujer lo miraba seria y, como si quisiera retarlo, le preguntó con tono de sentencia:
—¿Quién es usted en realidad, San Martín? ¿Qué quiere de nosotros?
—A veces yo mismo me lo pregunto.
—Pues respóndamelo ahora.
—¿Acaso sabemos quiénes somos? ¿Tenemos clara nuestra identidad? —Entre cada pregunta, José se detenía a pensar—. Solemos ser quienes nos dicen que somos.
—El ser humano lo es por sí mismo y por la gracia de Dios, que es quien nos concede la vida.
—No me hable de Dios.
—Entonces le hablaré de lealtades. ¿Cuántos años lleva sirviendo en el ejército español?
—Veintidós.
—Son muchos años, teniente. Su actitud es ingrata. Regresó de América con sus padres, ha tenido una excelente formación que ha propiciado su carrera militar y ha servido a esta patria. Algo ha tenido que pasar para que abandone el ejército al que sirve.
—A mis treinta y tres años, no me siento de ninguna patria —replicó San Martín.
—Quizá sea ese el problema.
—El suyo…, porque para mí no lo es, señora de Alvear. Prefiero sentirme del lugar en el que se me necesita. Aquí ya he cumplido. Al menos así lo creo. ¿Está al tanto de la revolución que se desencadenó en el Virreinato de la Plata en mayo del pasado año?
—Sí, algo sé, lo que mi esposo me ha explicado. —La respuesta de Rebecca fue cortante.
—No sé cuál es la mejor manera de seguir contándole sin que me malinterprete o crea que soy un desagradecido.
—Mala cosa es que se anticipe a lo que yo pudiera pensar, porque entiendo que en eso consiste el sentimiento de culpa. ¿Lo tiene usted, teniente San Martín?
—No. No lo tengo, se lo aseguro. —Ahora era él quien utilizaba un tono de acero—. ¿Nunca ha sentido la llamada de un lugar, la necesidad de estar en otro sitio donde posiblemente sea más feliz?
Claro que la había sentido. Rebecca sabía lo que sucedía cuando deseas estar en otro sitio porque es allí donde te aguarda una vida mejor. En el fondo, entendía a ese hombre llamado San Martín al que tantas sombras envolvían.
Pero se resistía a que así fuera.
Él continuó:
—Estoy convencido de que estar junto a quienes ansían la libertad en América es una buena causa.
—¡Haga usted solo su revolución, teniente, y deje en paz a Carlos!
—Insisto en que Carlos es mayor para tomar sus propias decisiones.
—¡Es usted quien le ha metido esas ideas absurdas en la cabeza! Jamás, siendo hijo de quien es, se le habría ocurrido luchar en contra de la Corona. Porque… ¿es eso lo que van a hacer, verdad? ¡Es eso! ¿Es que carece de sentimientos? ¿Tan poco le importan los lazos familiares? ¿La fuerza de la sangre no supone nada para usted?
Rebecca, enfadada, puso fin a aquel encuentro.
—No hace falta que diga nada. Imagino las respuestas.
La visión de la figura femenina alejándose bajo la luz de la dolorosa luna llena anidó en San Martín con intención de no abandonarlo nunca.
En el domicilio de los Alvear, Diego, extrañado ante la ausencia de Rebecca, contemplaba desde el jardín la misma luna. Había llegado antes de lo previsto. La intensidad de los cañonazos se había rebajado esa tarde y no veía razón para permanecer en su puesto de mando. Le intranquilizaba que su esposa no estuviera en casa.
Había tantas razones para preocuparse en esa ciudad… Aunque a él lo que le rondaba era el deseo de alejarse que se había apoderado de su hijo.
—¿Para qué me ha mandado llamar?
Carlos acudió a la invitación de su padre con recelo. Permaneció de pie. No iba en son de paz después de la última visita. Lo que no sabía era que Diego sentía el ánimo quebrado al tener que separarse de él. Quién sabía si volvería a verlo algún día. Alvear pensaba en los nietos que posiblemente no conociera nunca y en la condena que su hijo le imponía sin aparentes razones.
—Mi única intención, hijo, es explicarte por qué no me parece bien lo que vas a hacer. Aunque ya te anticipo que, considerando que vas a hacerlo con o sin mi consentimiento, prefiero que partas contando con mi bendición. —Tras unos segundos de respiro, continuó—: Durante un tiempo, oscuro, sombrío, terrible —dijo, y un gesto de amargura se le marcó en el rostro—, fuiste lo único que me quedó en la vida. Y en ese tiempo te convertiste en mi única razón para vivir, o, lo que es lo mismo, para no morir. ¿Recuerdas cómo me empujabas en Londres a asistir a cenas y a reuniones sociales? ¿Y recuerdas también mi impenitente negativa?
Consiguió que Carlos sonriera muy a su pesar.
—Fue muy dura nuestra estancia en Inglaterra. Llegué a pensar que el Cabo de Santa María era también nuestra tumba, la tuya y la mía. Jamás superaremos del todo las consecuencias de aquel ataque infame. Es imposible. Pero podemos hacer que no nos duela tanto y vivir una nueva vida, como ya estamos haciendo. Y… cuando me anunciaste tu partida… —añadió, y los ojos se le empezaron a inundar de lágrimas— sentí que también iba a perderte, como perdí a tus hermanos, y no entendía que fueras tú mismo quien quisiera provocarlo.
Se fundieron en un abrazo y ambos lloraron.
—¿Qué ha pasado, hijo, para que quieras irte?
—He de hacerlo. Tengo que salir adelante por mí mismo. Mirar hacia delante. Y siento que aquí no puedo. Tengo demasiado lastre.
Carlos no podía darle más explicaciones, se despidió y se marchó. Hacía tiempo que se encontraban en mundos diferentes. Diego tenía claro cuál era el suyo. Carlos estaba decidido a encontrarlo.
En mitad de la noche, José de San Martín y Pepa paseaban cerca del mar amparados por la oscuridad y el silencio. José se despedía de la mujer más importante de su vida. Había habido otras, aunque tampoco demasiadas. Decían de una tal Lola, la de Badajoz, de cuando estuvo en Extremadura sirviendo en el ejército. Pero ni Lola ni ninguna otra dejaron en él la huella ni la amistad sincera de Pepa; tal vez porque fue la primera…
San Martín conoció a Pepa, la Gaditana, en un prostíbulo de Cádiz. Acababa de cumplir dieciséis años y sintió el impulso de sentir, y de hacerlo como sienten los hombres. Le habían hablado de la casa donde trabajaba la joven. Sin pensarlo dos veces, reclamó un servicio y acabó en el catre encamado con Pepa. Fue lo más parecido a un noviazgo que había vivido nunca. Así, despojada al principio de cualquier sentimentalismo, comenzó una relación que acabó convirtiéndose en una historia de amor. A su manera. Diferente. Pero amor al fin y al cabo.
Una relación en la que ambos se regalaban sexo y compañía. Y con una cosa y con otra paliaban sus respectivas soledades. Desde entonces, con inevitables intermitencias y sin exigirse nada el uno al otro, San Martín no había abandonado a Pepa. Jamás se había separado de ella tan definitivamente como lo iba a hacer esa noche.
Se levantó oleaje. Las olas se llevaban los últimos besos y en sus bocas quedaba el sabor de lo concluyente; de lo absoluto.
De lo que no tiene remedio.
El matrimonio Alvear despidió a Carlos, a su esposa, Carmen, y a José de San Martín en el puerto de Cádiz. Embarcaron en la fragata George Canning con destino a Londres, donde tenían previsto permanecer una temporada antes de emprender rumbo a Buenos Aires.
Rumbo a lo que consideraban la libertad.