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La ausencia de paz alteraba hábitos y costumbres en una época en la que reinaban las incertidumbres y en la que era fácil dejar atrás lo que habían sido antes. A la larga, llegaron a acostumbrarse a la alteración continua, aunque albergando la esperanza de poder recuperarse a sí mismos algún día, cuando la guerra terminara.

Una mañana, en mitad de aquella monótona anomalía, Rebecca recibió en su casa una misiva en la que el teniente coronel José de San Martín solicitaba ser recibido. Sorprendente, sí. Pero en determinadas situaciones la capacidad de sorpresa disminuye en la misma proporción en la que aumentan las extrañezas. Y no existe mayor anomalía que una guerra, que cambia el semblante de la normalidad.

Accedió a su petición al no encontrar razones para oponerse.

—Si me he atrevido a venir a verla es porque advierto en usted cierto recelo hacia mi persona.

De carácter reservado, San Martín era franco y directo. Había llegado puntual, impecablemente uniformado. Centró sin rodeos la entrevista.

—Tal vez sea demasiado rápido enjuiciando. No imagino a qué se atiene para semejante acusación.

—No me malinterprete. Sería un atrevimiento presentarme en su casa para acusarla de nada. Eso está bien lejos de mi intención.

—¿Y cuál es su intención, teniente?

—Los franceses se acercan. Todos, sin excepción, corremos peligro. Los días que se avecinan van a ser difíciles. Quería aclarar las cosas con usted. En caso de que algo ocurriera a alguno de nosotros, no me perdonaría no haberlo hecho.

—No creo que haya mucho que aclarar.

San Martín sonreía incrédulo.

—Intuyo que no es del todo sincera conmigo, pero no quiero importunarla. Habré de conformarme con lo que me dice.

—Usted, sin embargo, todavía no me ha explicado cómo es que estaba tan cerca de mí el día en que me salvó de la turba.

—Todavía no me lo ha preguntado.

Rebecca se estaba impacientando.

—Está bien, se lo pregunto ahora.

—Permítame que le diga que me resulta demasiado suspicaz. En aquellas trágicas horas, la multitud andaba queriendo linchar al desdichado general Solano, mi superior. Yo acababa de abandonar su casa y me eché a la calle con la esperanza de poder serle de ayuda allá adonde se dirigiera, que ni él mismo lo sabía. No es nada extraño, pues, que me topara con usted en mitad de la insurrección. Lo que no entiendo es cómo se le ocurrió salir a la calle.

—No aguantaba más encerrada en casa sin saber qué estaba ocurriendo. —Rebecca hablaba intentando recordar con vaguedad, como si hubiera sucedido hacía tanto tiempo, que en realidad le costara distinguir el relato de los hechos—. Había oído que Solano estaba refugiado en casa de la viuda de Strange, gran amiga mía. Me desesperaba mantenerme al margen y no hacer nada.

—No sé si creer que estoy ante una mujer de considerable valor o, por el contrario, ante una temeraria inconsciente.

—Fueron unas horas tan terribles… —La joven hablaba sin dirigirse a su interlocutor, como si estuviera reflexionando sobre lo que decía—. Tal vez fue algo irracional lo que me empujó a salir. No sabía qué hacer aquí encerrada.

—¿Tuvo miedo?

—Cuando me vi acorralada por aquellos hombres convertidos en bestias, sí.

San Martín se adelantó un paso aproximándose sutilmente.

—¿Contribuí a mitigarlo?

—Mal asunto es la vanidad, teniente.

—Se equivoca de nuevo, no es habitual en mí ser vanidoso. Consideré mi deber ayudar a la esposa del capitán Alvear. Aunque lo habría hecho con cualquier dama que se hubiera encontrado en su lugar.

—Lamento dudarlo. Usted sabía quién era yo y andaba cerca, lo cual es mucha casualidad teniendo en cuenta la confusión y el barullo callejero.

—Puede creer lo que desee. No me incumbe.

—Me resulta impertinente su comentario.

—Discúlpeme, no pretendo incomodarla. Pero sí quiero que sepa que no me gustaría que su desconfianza enturbiara mi relación con Carlos o con don Diego.

—Es curioso que me acuse de turbiedad alguien cuya vida es poco clara.

—¿En serio le preocupa mi vida? —preguntó San Martín virando su tono hacia una osadía que estaba fuera de lugar.

—Solo en la medida en que afecte a la mía. Por curiosidad, ¿conocía a mi marido antes de que llegáramos a Cádiz?

Lo pensó unos segundos.

—No exactamente.

—¿Qué significa «exactamente»?

—La verdad es que no. No lo conocía de antes.

—¿Duda? ¿Jamás se habían visto? —insistió Rebecca.

—Señora de Alvear, ¿adónde pretende llegar?

—Ha sido usted quien ha solicitado verme, ¿ahora va a negarse a hablar a tumba abierta? Es un hombre que sabe afrontar el riesgo, no creo que no lo pensara antes de venir. He oído a mi marido y a Carlos hablar de usted con una familiaridad y una admiración que me han llamado la atención. No es más que eso.

—¿Seguro que no es más que eso? Carlos y yo hemos trabado una sincera amistad. No veo por qué le sorprende que hable bien de mí.

—Sí, es amigo de Carlos pero no de su padre. ¿Ha llegado a sus oídos lo que va diciendo la gente?

—No parece mujer que se preocupe por los chismes de corrala.

—Me preocupo si pueden afectarme.

—No sé a qué se refiere.

—Claro que lo sabe, teniente. ¿Por qué no me cuenta qué relación existe entre usted y mi marido?

—Ambos somos militares destacados en Cádiz. Todo el mundo sabe que estamos combatiendo juntos contra los franceses.

Se tomaron un respiro, roto al poco por San Martín:

—¿No se fía de mí, verdad?

—¿Qué motivos se le ocurren para que confíe?

—Rebecca, me está juzgando mal porque…

—¡No me llame Rebecca! Manténgase en su sitio. Ya es la segunda vez que se lo advierto. No daré lugar a una tercera.

—Discúlpeme, señora de Alvear. Ha sido una torpeza por mi parte. Le ruego que no me la tenga en cuenta, le aseguro que no ha sido deliberado.

Pero Rebecca, manteniéndose firme, se plantó en la puerta del salón invitándole a marcharse. Sin dudarlo, él hizo caso. No hubo despedida. Ella colocó ostentosamente las manos sobre la falda, cruzadas, como evidencia de que no pensaba ofrecerlas para que las besara.

San Martín, antes de abandonar la casa, le dijo con la gravedad de su voz:

—A pesar de todo, me alegro de haberla visto.

La amenaza francesa estaba en ciernes. El pueblo se preparaba para hacer frente a las huestes napoleónicas, cada vez más cerca. Los habitantes en masa tomaron las armas, organizándose en batallones de milicianos y de voluntarios, que alternaban con las tropas veteranas del ejército. Relevante papel adoptaron los salineros, llamados a hacer servicios de vigilancia y protección de las salinas dado que estas contribuían a garantizar la seguridad de la ciudad.

No importaban edad ni condición, los vecinos se prestaban a colaborar en las baterías y en cualquier obra necesaria para hacer frente al enemigo. Llegó mucha gente a Isla de León con el ánimo de contribuir a su defensa y quienes se prestaron voluntariamente los acogieron en sus hogares. Muchos eran compatriotas de Rebecca. Inglaterra estaba fervientemente interesada en ayudar a España a combatir a Napoleón y anunció el envío de cinco mil hombres bajo el mando del general sir Thomas Graham. De hecho, la Junta de Cádiz les solicitó auxilio de dinero y de tropa; una ayuda que el pueblo había rehusado tantas veces antaño desconfiando de la presencia inglesa en sus aguas después del desastre de Trafalgar. Al propio Diego de Alvear podría haberle supuesto un esfuerzo aceptarlo, ya que fueron los ingleses los que le quitaron familia y fortuna. Aunque tan cierto era eso como el hecho de que entre ellos había encontrado una segunda oportunidad en la vida de la mano de su amada Rebecca.

En mitad del desconcierto y del ambiente sombrío en el que vivían, se produjo una anécdota que hizo reír a Rebecca; la protagonizaba un ilustre compatriota suyo: el almirante Purvis, que comandaba una escuadra inglesa. Anclando en la bahía, las autoridades y la población entera recibieron en el puerto con alborozo al almirante, que desembarcó entre vivas y vítores de alegría en la misma ciudad que durante tantos años había tenido a los ingleses entre sus mayores enemigos. Realizados los primeros saludos, emprendió camino con algunos de sus oficiales hacia las Casas Consistoriales, cuando, para sorpresa general, le oyeron indagar por la señora de Alvear, aduciendo que su primer deber en esa plaza era el de visitarla en su casa. Sin explicación, cambió el rumbo y se encaminó hacia el mencionado domicilio acompañado de su Estado Mayor, generales y demás autoridades españolas, más todas las personas del séquito. El barullo que armaban provocó que Rebecca, al igual que muchos otros vecinos, se asomara al balcón, desde el que observó con extrañeza cómo la insólita y numerosa comitiva iba dispuesta a entrar en su casa, y se echó a temblar. Se apresuró a recibirlos, pero el almirante se adelantó anunciándole que iban a presentarle sus respetos y, «como compatriota, también mi protección, por si hubiera sufrido algún incidente durante la guerra a causa de su nacionalidad inglesa». Era la primera vez que una muchedumbre apostada ante su puerta no auguraba infortunio ni alboroto.

Aguantándose la risa, Rebecca le aseguró que no había tenido, desde su llegada a España, sino muchos motivos de agradecimiento por las continuas atenciones, el respeto y la afectuosa amistad con que la distinguían en todo momento los españoles. Quedó con ello satisfecho Purvis y, exageradamente ceremonioso, se despidió y reanudó el paso, seguido de la numerosa comitiva. Rebecca y su ama de llaves, el mayordomo y los sirvientes, estallaron en risas al cerrar la puerta.

Sin embargo, la poca alegría que podían permitirse fue arrancada de cuajo por las tropas napoleónicas. El 5 de febrero de ese dramático año de 1810 comenzó uno de los más nefastos episodios de sus vidas y de la historia de España: el sitio de Cádiz. Nunca antes Diego y Rebecca habían tenido una noción tan clara, tan diáfana y precisa, del transcurrir del tiempo como el que se preveía que podría durar el sitio, durante el que Rebecca se quedó embarazada por tercera vez. Si era niño, lo llamarían Tomás José de Alvear y Ward.