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Antes de la llegada del invierno se hizo oficial el compromiso de Carlos de Alvear Balbastro y Carmen Sáenz de la Quintanilla Camacho. Fue acompañado de otro anuncio, para felicidad de la familia: Rebecca estaba embarazada de su segundo hijo.

La fiesta en la que se celebraban ambos acontecimientos reunió a lo más granado de la maltrecha sociedad gaditana. Costaba gozar haciendo ver que no pasaba nada; como si afuera, en las calles, la gente caminara tranquila en lugar de vociferar contra los franceses, o el alma de la ciudad no estuviera hecha añicos.

Era la ocasión para que las familias de los novios se conocieran. Asistían amigos, pocos porque, a pesar de la alegría que supone una boda, no tenían cuerpo para mucho festejo. El ya muy popular teniente coronel San Martín no asistió por encontrarse fuera de la ciudad.

—Es una lástima que no haya venido tu buen amigo —se lamentaba Rebecca al prometido—. He oído hablar tanto y tan bien de él, que siento curiosidad por conocerlo.

—La popularidad se la ha ganado. Habrá más oportunidades. Yo también tengo ganas de que lo conozca, le gustará.

Esa noche, Carlos fue feliz. Por primera vez desde que perdió a su familia trágicamente, creyó que, a pesar de la guerra, la vida le sonreía. Y echaba de menos a su amigo San Martín.

Los meses volaban empujando las estaciones. En pleno verano, con otra hermana en el mundo, Catalina, de solo tres meses de edad, Carlos se casó con Carmen. Poco antes de celebrarse el enlace había sido llamado a incorporarse con su escuadrón al ejército del general Castaños, que se había hecho fuerte en Andalucía y era el mismo en el que servía José de San Martín.

Acostumbrados ya a la cotidianeidad de convivir con la guerra, el hervidero en que se había convertido Cádiz dejaba sitio para rumores de índole personal. San Martín era todo un personaje, razón más que suficiente para que a su alrededor comenzaran a circular historias nacidas de las habladurías populares. Nunca se sabía de dónde salían, pero se aseveraban como certezas, «verdades como puños», afirmaban convencidas algunas mujeres de dudosa catadura. Había quien decía que la ideología del flamante teniente coronel estaba empezando a ser más revolucionaria que otra cosa. Diego no hacía caso, ni siquiera cuando incluían a su persona en las maledicencias. Ahora que era un héroe, la gente se preguntaba por el origen de su excelente y privilegiada formación militar, en la misma academia por cierto que Carlos de Alvear, si sus padres jamás tuvieron una economía próspera desde que regresaron de América. Sin más, quién le había costeado la carrera se convirtió contra cualquier pronóstico en un asunto de gran calado. La respuesta apuntaba con el dedo acusador hacia Diego. Pero él seguía haciendo oídos sordos.

Tampoco a Carlos le afectaba. La complicidad entre ambos jóvenes estaba a prueba de chismes y chascarrillos. Era una amistad firme, sólida, de las que parece que jamás puedan romperse, aliada del tiempo, que era el que tenía que demostrar su perpetuidad.

Para la celebración de la boda, San Martín se encontraba restablecido. Durante la mañana, las idas y venidas en el hogar de los Alvear no daban lugar al descanso. El trajín incesante aturdía un poco al padre del novio.

—Mira que casarse cuando estamos a punto de entrar en guerra…

—Vamos, querido, deja de refunfuñar —le reconvino Rebecca amorosamente mientras le colocaba bien los puños del uniforme de gala.

—Quién me iba a decir que el uso que le iba a dar a este uniforme sería el de la boda de mi hijo y casi entre cañonazos.

Ella, a punto de besarle, le recomendó:

—Déjalo tranquilo, no se te ocurra amargarle su boda o te las verás conmigo. Tiene veinte años. Sabe bien lo que se hace.

—Lo perderé, Rebecca, lo perderé —se lamentaba Diego con amargura.

—Es la ley de la vida. No tenemos derecho a contradecirla.

Acabaron de arreglarse y salieron todos hacia la iglesia a esperar, como mandaba la costumbre, a que llegara la novia.

El banquete se celebró sin excesivos lujos, no eran tiempos para el derroche. La casa de los Alvear tenía un jardín que, sin ser muy grande, resplandecía arreglado con esmero. En él se sirvió un vino de Jerez antes de sentarse a la mesa, momento que Carlos aprovechó para buscar a Rebecca acompañado de su amigo San Martín, mientras su ya esposa conversaba con sus cuñadas y primas.

—Es un honor presentarte a la esposa de mi padre, Rebecca Ward. Rebecca… él es el teniente coronel José de San Martín.

Antes de que acabara de pronunciar el nombre, a su madrastra se le atragantó el vino que estaba degustando. Pensó que tenía que haber un error. Reconoció en él al apuesto joven que la había salvado de ser arrollada por la multitud. Su buena presencia, su pronunciada altura, los ojos negros ligeramente rasgados y su penetrante mirada. Era él, no cabía duda. Identificó sus rasgos. El cabello oscuro y lacio, y la tez de un moreno subido que le había llamado la atención, al igual que su arrogante nariz, larga y ligeramente ensanchada. Le pareció entonces, y al verlo de cerca se reafirmó, una fisonomía más propia de otros lugares alejados de Europa.

Lo encontraba serio, ese día como aquel otro. Quizá en exceso. Poseía la apariencia, por su mirada y por sus maneras, de un hombre atormentado y ligeramente arrogante.

Él le besó la mano, reteniéndola sutilmente unos segundos.

—Es un placer conocerla, señora de Alvear.

Rebecca intentaba controlar la turbación que le causaba conocer a quien la salvó en la calle y que ese hombre fuera San Martín. Sintió una ambigua extrañeza al recordar en ese beso el que le dio su marido la primera vez que se vieron, en una iglesia londinense. Lo que le estaba pasando carecía de sentido. Pero estaba ocurriendo.

—Bien, creo que los dos se hallan en buena compañía —comentó Carlos—, así que me disculparán si les dejo para ir en busca de mi esposa, ya llevo mucho rato alejado de ella. ¡Y seguro que ella también está echándome de menos! —bromeó feliz el joven Alvear.

—Es usted verdaderamente bella —le dijo San Martín nada más quedarse a solas con Rebecca—. Es un placer poder volver a verla… y sin empujones.

—Cuídese, teniente, de dar un paso más al frente. Este campo de batalla se le va a resistir. No queme naves innecesariamente porque podría zozobrar antes incluso de zarpar. —Rebecca cortó de un cuajo la galantería de San Martín.

—Quede tranquila. No vea en mí peligro alguno.

—Eso es mucho decir. —Rebecca decidió llevar la conversación hacia otro derrotero—. Todo el mundo habla de usted en Cádiz después de sus sonados triunfos. ¿Qué se siente al ser considerado un héroe?

—No sé lo que es eso. Son consideraciones de los demás. Uno mismo no puede sentirse como tal. Tan solo me limito a desempeñar mi trabajo lo mejor que puedo y me han enseñado.

—Pues, por lo que parece, le han enseñado bien. ¿Dónde estudió, teniente?

—¿De veras le interesan mi hoja de servicios y mi formación?

—Oh, por supuesto que no…, qué tontería —respondió ella sintiéndose pillada en falta.

San Martín la miraba como si quisiera escudriñar hasta su último pensamiento.

—Estoy convencido de que el cuarteto que está sonando ha sido elegido por usted —comentó intentando aproximarse a algún terreno más íntimo.

—¿Qué le hace pensar que me gusta la música?

—Es una mujer sensible y culta. No resulta difícil adivinarlo.

—Pues sí, ha acertado. Y a usted, teniente, ¿qué cosas le gustan?

—También la música, y mucho, en especial la ópera. Y la pintura. Me calma las ansiedades.

—No irá a decirme que es un pintor encubierto.

—Pintar es una de mis pasiones. Pero he tenido que abandonarla por la guerra. Antes de que nos invadieran los franceses ocupaba mis ratos libres en esa tarea, y, créame, es muy recomendable.

—Es usted americano, ¿no es cierto? —Rebecca sentía curiosidad por la biografía de un héroe, sobre todo de ese.

—Así es, nací en Yapeyú.

—¿Y no siente nostalgia de su tierra?

La esposa de Alvear desconocía que a San Martín le torturaban algunos recuerdos que no tenía.

—La tierra de uno es la que pisa.

—Esa es una consideración muy realista. Sin embargo, las personas tendemos a ser sentimentales por naturaleza.

—Hablar de naturaleza y de sentimientos en esta España herida sí que es una heroicidad.

—Tal vez, teniente, en situaciones como las que nos han tocado vivir se necesiten más que nunca.

—¿Qué más podría necesitarse en esta época…? —le respondió San Martín aproximándose en exceso a Rebecca.

Diego de Alvear interrumpió la conversación y, al tiempo, la turbación que su esposa intentaba por todos los medios disimular.

—Veo que ya se han conocido.

—Oh, vaya, creo que me necesitan para saber cuándo tienen que empezar a servir el almuerzo —improvisó Rebecca para deshacerse de una situación que le resultaba incómoda.

San Martín saludó brevemente a Diego y se evadió con similar soltura de su presencia, de la misma manera que Rebecca había evitado la suya.

Cuando el sábado 20 de enero de 1810 sesenta mil soldados franceses atravesaron el paso de Despeñaperros, en Sierra Morena, sin encontrar demasiados obstáculos, la segunda de los hermanos Alvear y Ward, Catalina, cumplió nueve meses. Las tropas de Napoleón avanzaban rápido. La Carolina, Bailén y Andújar, y más tarde Córdoba. A los pocos días continuaron hasta Carmona con la esperanza de que Sevilla se entregara sin resistencia, como así ocurrió, firmándose la capitulación el 31 de enero. Dolorosamente para los españoles, el mariscal Victor entró en la ciudad con su división del primer Cuerpo Imperial en la mañana del 1 de febrero. Toda Andalucía se vio completamente invadida, a excepción de Cádiz y de la Isla de León. En esta última radicaba la verdadera defensa de Cádiz. Diego se convirtió en el encargado de mantener a flote el único bastión libre del yugo francés.

Cuando llegó a España, Rebecca no pensaba que el hombre al que unía su vida pudiera detentar una responsabilidad tan decisiva para el país. Eso era motivo de satisfacción, pero de igual modo a la joven inglesa le generaba un pánico infinito a lo que pudiera ser de ellos si su empresa fracasaba. Los valientes no contemplan el fracaso en sus planes, y Diego de Alvear era un valiente.

Aunque disimulara sus miedos interiores que tanto humanizan, Rebecca estaba dentro de ellos.