El cuerpo de Pepa se arqueaba al sentir la flecha que José traía en su boca. La robusta lengua lamía sus pechos y descendía por el vientre, recorriendo la piel encendida de la muchacha, hasta colarse en el rincón más íntimo de su ansia.
Como le dijo a su amigo, el amor no tiene explicación. Ni el sexo límites para San Martín y esa mujer que lo enloquecía. La guerra hacía que se aferraran al territorio de sus cuerpos desnudos, en el que campaba una pasión desaforada que los trasladaba hasta unos confines a salvo de gritos y cañonazos.
La leal, la entregada Pepa, pasión y refugio de los temores y las soledades de San Martín.
La alegría que circulaba entre la población de Cádiz era momentánea, enturbiada por el clima bélico. Triunfos como el obtenido sobre la escuadra francesa no le servían de consuelo a Rebecca. Con victorias y con derrotas, estaban, y lo seguirían estando no se sabe por cuánto tiempo, inmersos en una contienda.
—Sí, padre, ya sé que está a punto de estallar una guerra.
Carlos intentaba que su padre y Rebecca bendijeran sus relaciones con la joven jerezana Carmen Sáenz de la Quintanilla.
—¿A punto? ¿No te das cuenta de que ya ha estallado? El levantamiento del 2 de mayo en Madrid y el ataque contra la flota francesa no han sido un juego de niños. Estamos en guerra, hijo.
—De acuerdo, estamos en guerra. Pero eso no es impedimento para que dos personas se enamoren.
—¡Pero si sois niños!
—¡No vuelva a decir eso, padre! Puede que no le guste, pero ya no soy un niño.
A Diego lo invadió el súbito recuerdo de Carlos jugando en el muelle de Montevideo momentos antes de cambiar su equipaje de la fragata Mercedes a la Medea para no molestar más a su madre y viajar bajo la estricta vigilancia de su padre. Las palabras de San Martín tras la derrota de Rosily empujaban también con fuerza, «Su hijo es ya un hombre». Más aún lo era San Martín. «Escúchele como me escucharía a mí. Como a un joven que le necesita…».
«Un joven que le necesita…». ¿Tal vez, de nuevo, como San Martín…?
—Voy a prometerme, y quiero hacerlo con su consentimiento —concluyó Carlos.
Su madrastra permanecía callada por respeto a ambos. Prefería no entrometerse entre padre e hijo. A Diego no le gustaba la idea de un compromiso tan pronto. La carrera militar de Carlos no iba todo lo rápido que querían a consecuencia del estancamiento producido por el ataque naval inglés, la pérdida de su familia, su posterior encarcelamiento y el tiempo que se vio obligado a vivir en Londres.
Sin embargo, sorprendió accediendo después de la discusión mantenida. Carlos no podía creerlo. Le dio un sonoro beso que causó asombro en el matrimonio; hacía tanto que padre e hijo no se besaban… Y salió corriendo en busca de Carmen.
—Has hecho lo que debías —dijo Rebecca, siempre condescendiente y de su lado—. En tu lugar, yo habría hecho lo mismo. Déjales que sean felices. Es difícil encajar el amor en una guerra, y ellos lo han hecho. ¿No es eso tan heroico como vuestra reciente victoria?
Diego pensó que posiblemente tuviera razón. Había vivido en propia carne lo que el amor era capaz de hacer. El amor, que convierte a todo aquel que lo siente en un héroe de las más dulces batallas.
De inmediato, San Martín vivió un nuevo cambio de destino que lo llevó a incorporarse al Batallón de Tiradores de Cádiz, a cuyo mando estaba el coronel don Juan de la Cruz Mourgeon, en la provincia de Jaén.
En la despedida, que tuvo lugar en la sede de Capitanía, Alvear le confesó el orgullo que sentía por haber combatido juntos.
—Gracias, don Diego —respondió José—. No imaginaba que fuera a tratarme con esta generosidad.
—¿Qué más no imaginaba de mí?
Alvear puso al joven en un aprieto, a pesar de que era difícil acorralarlo. Y aunque parecía que seguía intentándolo, su única y verdadera intención era poder hablar con él un poco más a fondo.
—¿Necesita más muestras de generosidad que las que ya conoce?
Ninguno de los dos se atrevía a ir más allá de lo que veladamente se decían. Caminaban sobre tierras movedizas.
—Estudiar en las mejores academias ha sido importante para mi carrera. —San Martín sabía a lo que se refería Alvear—. Su hijo, Carlos, por cierto, también le está sacando provecho. Es un buen chico.
Le arrancó una sonrisa a Diego, que respondió:
—Aptitudes no le faltan.
—Y ha tenido un buen maestro —lo halagó José.
—Espero que le vaya bien en su nuevo destino.
—Nunca se sabe qué puede pasar en el frente. Capitán Alvear… —pronunció el nombre con rotundidad.
Le tendió la mano, pero Diego respondió dándole un abrazo que fue correspondido por San Martín. Ambos se sorprendieron fundiendo las mismas ansias del cariño ausente.
Esa conversación, la primera que mantenían a solas, puso en evidencia lo mucho que ambos se admiraban. Pero también lo mucho que temían al pasado.
Es lo que suele suceder cuando el pasado no se ha reconocido.
Era el tiempo de las despedidas. Carlos de Alvear lo hacía de sus padres porque también en esos días de junio abandonaba Cádiz para combatir como alférez de caballería. Su Cuerpo de los Carabineros Reales acudía a cuantos frentes se le presentaban para frenar el avance de las tropas napoleónicas. Ocaña era su primer destino.
A sus diecinueve años se había convertido en un joven maduro, armado de un gran atractivo físico y de un carácter abierto que contrastaba con el de San Martín. La contraposición entre la noche y el día los definía. Así, mientras Carlos era un seductor nato, orador brillante, buen conversador, ambicioso, impetuoso y temperamental, José era hombre de pocas palabras, un solitario de mente más fría y menor ambición. Sus modales, por el contrario, mostraban mayor refinamiento y exquisitez que los de su amigo.
Para Diego de Alvear, la primera misión de su hijo Carlos era un acontecimiento importante. Se había hecho hombre, pese a que le costaba admitirlo, y le apenaba porque, creciendo la edad, mayores son los peligros a los que exponerse.
Lo despidió emocionado, sin reconocer ante nadie el miedo que le causaba ver al único hijo que sobrevivió a la tragedia naval marchar a la guerra.
En cuestión de días, a Alvear le llegaron los ecos de un grandísimo triunfo de San Martín, en la localidad de Arjonilla, el 23 de junio de 1808.
Y como los acontecimientos en aquella maldita guerra se desencadenaban con tremenda rapidez, pronto se sumó una gesta de enormes dimensiones: la Batalla de Bailén, que suponía otra estrepitosa derrota de las tropas napoleónicas. Las bajas en las filas de Dupont alcanzaron los dos mil doscientos muertos y cuatrocientos heridos, mientras que las del ejército del general español Francisco Javier Castaños sobrepasaban en poco el número de novecientos en total.
San Martín, que había batallado como ayudante de campo del marqués de Coupigny, fue aclamado por su intervención heroica en Bailén que culminó el 19 de julio.
A su regreso a Cádiz obtuvo dos insignes reconocimientos que harían feliz a cualquier hombre con su carrera: una condecoración, la codiciada Medalla de Oro de los Héroes, y el ascenso a teniente coronel.
Diego de Alvear vivió el triunfo de José de San Martín como si fuera el suyo propio.