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Qué difícil resultaba volver a la normalidad, recobrar la templanza para seguir viviendo y para continuar con el cumplimiento de las obligaciones. Diego, como comisario provincial de artillería y comandante del Cuerpo de Brigadas del Departamento de Cádiz, podría ser, una vez muerto el general Solano y visto de qué manera, el siguiente objetivo del populacho.

El matrimonio era consciente del riesgo que corría, pero no había nada que se pudiera hacer para combatir un peligro incierto, desconocido. ¿Quién podía haber imaginado lo que le iba a ocurrir a Solano? No existían razones por las que, desde luego no justificar, pero ni tan siquiera explicar qué había llevado a la población a enfurecerse contra un hombre que había tomado decisiones para protegerla. La irracionalidad demostrada contradecía la bonhomía que Diego recordaba de los andaluces, que dejó atrás al marchar a América. Revivió las sensaciones que le asaltaron en la cubierta de la fragata Medea cuando la flota del comodoro Graham Moore se aproximó a ellos en el marco de una época de paz entre España e Inglaterra. Tampoco aquel ataque podía entenderse por más años que pasaran.

Las cosas ocurren al margen de la sensatez, y esperar a que se haga justicia no devuelve a la vida a quienes mueren a consecuencia de un tremendo disparate. Había sido una gentuza fanática la que perpetró la canallada contra el gobernador. En el Cabo de Santa María, sin embargo, fue la acción fría y calculada de un Estado. ¿Qué diferencia había si el resultado era similar?

Las sospechas tomaban cuerpo. En esas convulsas jornadas, todavía no repuestos del linchamiento de Solano, se presentó otra complicada situación que atañó, como cabía esperar, a Diego de Alvear. El movimiento popular tomó proporciones alarmantes que volvían a suponer una amenaza. Un día más, el pueblo de Cádiz andaba sublevado, tocándole esta vez a la Isla de León, sobre la que se arrojaba una gran muchedumbre con un objetivo claro: entrar en el lugar de almacenamiento que para el populacho resultaba un santuario. Se trataba del Arsenal, donde se guardaba la artillería, cuyo responsable máximo no era otro que Alvear. Bajo el grito unánime de «¡Mueran los traidores, nos quieren vender!», intentaron desaforados echar abajo la protección del Arsenal. Al no lograrlo, se revolvieron furiosos y fueron en busca del capitán. Uno de los asaltantes, encaramado a un muro lateral del Arsenal, había visto algo que no le gustó y que, al comunicarlo a sus compañeros, los encorajinó todavía más. Iban dispuestos a pedir explicaciones de la peor forma: con violencia.

Rebecca y las demás mujeres de la casa se asustaron al escuchar a la turbamulta acercarse. El pertinente olor de la sangre inocente de Solano flotaba todavía en el ambiente. Segura de que venían a por su marido, le suplicó que huyera antes de que llegaran, o al menos que se escondiera. Estaba desesperada y nerviosa. Él la intentó tranquilizar. Desde que conoció a Diego, no dejaba de sorprenderle la serenidad con la que solía manejar situaciones complicadas. Y siempre conseguía templar sus ánimos.

En actitud contenida, sin premura, Diego se vistió el uniforme en su dormitorio, bajó la escalera, abrió la puerta de par en par y, tras presentarse educadamente a los hombres que se agolpaban frente a su casa, con ademán tranquilo les preguntó:

—¿A qué se debe este jaleo, señores? ¿Qué sucede?

A sus correctas maneras respondieron todos a una, a voz en grito y con ademanes insolentes y amenazadores:

—¡La artillería está cargada con arena! No nos quieren defender, nos van a entregar, son unos traidores, ¡mueran todos!

Mientras eso ocurría, Rebecca se encerraba a rezar en la habitación del pequeño Diego, apretándolo con fuerza contra su pecho. Rezó por su marido. Aunque entre sus firmes temores se abrió paso la incógnita del desconocido que la salvó de ser arrastrada por la turba la noche en que asesinaron a Solano. No sabía cómo averiguar su identidad, tarea dificultada por el desorden imperante. Muchas veces había vuelto a ver en sueños las facciones de aquel hombre alto y valiente. Era joven y había algo en él misterioso. Su seriedad, su porte gallardo y, sobre todo, el desaparecer sin dar más explicación.

En la calle seguía transcurriendo el incidente que tenía peligrosamente a su marido como protagonista. El capitán Alvear, haciendo gala de su innata sagacidad, distinguió a los cabecillas del motín. Se abrió paso dirigiéndose a ellos para rogarles que mandaran callar a los demás, dado que si continuaban con el griterío sería imposible entenderse. Y obedecieron.

En voz alta, para que todos le oyeran, explicó:

—Si la artillería no está bien cargada, yo soy el responsable. Soy el jefe, y los culpables, sean quienes sean, tendrán su castigo. Vayamos a las baterías a comprobarlo.

Y poniéndose delante, marchó el primero, seguido por la muchedumbre. Diego les quería hacer entender que los franceses jamás podrían entrar en la Isla de León. Nadie iba a permitirlo.

—Es necesario que confiéis en vuestros jefes, todos deseamos lo mismo, estamos en el mismo bando luchando por una única causa. —Resultaba milagroso el predicamento que tenía sobre los amotinados—. Sé que los ingleses son los mayores enemigos de los franceses. Como sabéis, estoy casado con una inglesa, ¡y no la quiero disgustar! —bromeaba controlando la tensión, con lo que consiguió hacer reír a todos—. Tendremos a esos gabachos bajo nuestro dominio.

Fue increíble. Las fieras se amansaron. Le salió bien la jugada y consiguió sofocar el motín, pero lo cierto es que podía haberle salido mal. Se estaba convirtiendo en persona fundamental para controlar a las muchedumbres exaltadas. Daba la cara en las insurrecciones y demostraba entenderlos a todos. Como por arte de magia desarmaba a muchos con sus comedidas y ocurrentes frases, acertando en sus claros y firmes razonamientos. Pero era algo inexplicable, una especie de duende que funcionaba sin premeditación. Sencillamente ocurría.

En medio de la confusión diaria en la que estaba instalada la ciudad, Carlos de Alvear y José de San Martín continuaron viéndose. Ese día, el primero estaba eufórico. Había ido a Capitanía a hacerle una visita inesperada a su amigo.

Sorprendido, San Martín le recibió gustoso.

—Vaya, ¿qué trae por aquí a un Alvear sin mando? —La familiaridad con Carlos empezaba a ser habitual.

—Tengo que hablar contigo. Necesito contarte algo que posiblemente te sorprenda más que mi visita.

—Querré escucharlo. ¿Cuándo te parece…?

—No puedo esperar.

—En ese caso vamos a mi despacho.

—No, es muy frío para lo que voy a decirte. Aunque, bien mirado, podría considerarse una gesta increíble, digna de ser contada con ceremonia militar.

—Me estás intrigando. —José se detuvo y caricaturizó un saludo cortés—. Bien, en ese caso, don Carlos, tal vez podríamos organizar un baile en su honor, en los salones de mi casa, pero últimamente ando con mucho lío —bromeó José en una de las excepcionales y raras ocasiones en que se mostraba distendido.

Acabaron riendo.

—La ironía, capitán San Martín, no le va a eximir de escuchar lo que quiero confesarle.

—¿Confesarme? ¿Nos vemos después del almuerzo? —San Martín demostraba cada vez más simpatía hacia Carlos.

—No. Tiene que ser antes.

—¿Vas a dejar de decir que no a todo lo que te propongo? Carlos, me estás asustando.

—¡No! Ja, ja. ¡Al contrario! Es cosa buena lo que voy a anunciarte. Vamos, acepta un paseo, corto, hasta La Caleta, no te quitaré mucho tiempo.

—Pero ¿es que crees que estamos en Buenos Aires, o en París? Fondea en la realidad: esto es Cádiz tomado por insurgentes.

Carlos era pertinaz. Adoptaba una fingida pose infantil para convencerlo.

—Estarás de vuelta enseguida. La calle está ahora en calma. Si no me haces caso, no me quedará más remedio que contárselo a mi padre, y, francamente, no me resulta tan divertido. —Ya iban caminando; Carlos lo tomaba del brazo y lo hacía avanzar mientras le iba hablando—. Es mejor que no opongas resistencia.

En la pequeña playa apenas había gente, pero sí mucho viento; soplaba fuerte. A los dos les gustaba sentirlo en la cara. Les complacía la sensación de que todo, lo bueno y lo malo, fluyera y fuera arrastrado. Era como si se hiciera desaparecer lo real hasta el punto de que no hubiera ocurrido.

Caminaban mirando al mar; era el único momento de laxitud que ambos se permitían en mucho tiempo.

—¿Y bien…? Tú dirás. —San Martín estaba deseoso de conocer el asunto anunciado con tanta cautela.

—Pocas veces encuentras una ciudad a la que amar y odiar en idéntica proporción. Cádiz es hermosa, tiene algo que la hace diferente. Pero, a la vez, es cruel y dañina.

—¿Me has traído hasta aquí para hablarme de Cádiz?

Antes de responderle, Carlos desplazó su mirada del mar hacia su amigo.

—Me he enamorado.

—Vaya… Conque era eso… —José sonrió con complacencia—. Tendré que darte, pues, la enhorabuena. Es sorprendente que haya sitio para el amor en medio de la revolución. Aunque el amor es, en sí mismo, una revolución y sabe hacerse un hueco en cualquier circunstancia.

—Ni siquiera yo me explico cómo ha pasado. Pero ha ocurrido, es real.

—No intentes buscarle explicación al amor. No la tiene.

El viento arreciaba y traía el salado sabor del mar hasta sus bocas. San Martín pensaba en las que había besado, que no eran muchas; nunca había sido un hombre dado a los lances amorosos, pero oportunidades no le habían faltado.

Pensaba en Pepa. Su Pepa.

—Es una mujer de la que cualquiera se enamoraría. —Carlos seguía a lo suyo.

—¡Vaya! —exclamó José—, entonces mejor que no me la presentes.

Volvieron a reír.

—Venga, no bromees. Hablo en serio.

—No lo dudo, Carlos, no lo dudo. ¿Y puede saberse quién es la afortunada?

—Carmen. Así se llama, es una muchacha excepcional. Cualidades no le faltan, te lo aseguro.

—¿Es de aquí, de Cádiz? Cuéntame algo más de ella.

—Se llama María del Carmen Sáenz de la Quintanilla. Nació en Jerez. Tiene quince años y es hija de don Juan Sáenz de la Quintanilla, un hombre de bien, dedicado a la contaduría. ¿Suficiente?

—No suena mal.

—Ah, y lo más importante: es la mujer de mi vida.

—Calma, muchacho, eres muy joven todavía —comentó San Martín con el aplomo de quien tiene media vida hecha, aunque no fuera su caso—. Ella también lo es. Os queda mucho por vivir.

—Nunca se sabe. —Carlos se puso serio—. Por desgracia, he conocido lo que es que, de repente, sin razón alguna, te asalte la muerte y acabe con todo. A la vida hay que sacarle provecho.

La fuerza del viento casi les impedía hablar.

Emprendieron el regreso.

—José, espera. —Caminados pocos pasos, Carlos lo detuvo—. Tienes que ayudarme con mi padre. Estoy dispuesto a casarme con ella.

—¡Casarte! Por Dios santo, eres un chiquillo.

—Te equivocas. Soy un hombre, igual que tú. ¿O es que acaso lo eres más por sacarme diez años? Confío en que pronto haya un frente de batalla al que me envíen. Entonces nadie dudará de mi hombría.

—No digas eso, Carlos. —El ánimo de San Martín se ensombreció—. La guerra no es buena y no debe hacernos sentir más hombres.

—Voy a casarme con ella. Nada tengo más claro. Solo te estoy pidiendo que me eches una mano para convencer a mi padre. Eres mi amigo, ¿no?

La pregunta dejó pensativo a San Martín, que reanudó la marcha seguido de Carlos.

—¿Qué te pasa, José? ¿Eres mi amigo o no lo eres?

Y sin saber por qué, los dos jóvenes tuvieron la misma iniciativa de darse un abrazo, corto y sonoro. Un abrazo de hombres que estaban en la misma guerra, que era la de sobrevivir.

Por supuesto que pensaba ayudarle.

Diez días después del asesinato del general Solano se decidió atacar la escuadra francesa, con lo que se vino a darle la razón. La ofensiva no debía ser inminente. Él nunca dijo que no quisiera asaltar la escuadra de Rosily, sino que pedía tiempo para hacerlo en las mejores condiciones que propiciaran la victoria. Pensar con coherencia le costó la vida. Su muerte se sumó a la marca que Diego llevaba en las espaldas de sus sentimientos.

En aquellos días de mayo se sucedieron en tropel tantos hechos en tan poco tiempo, que en varias jornadas ocurrió lo que en una situación normal habría llevado meses. Entre el 30 y el 31, dos decisiones determinaron el curso de los acontecimientos. La nueva Junta de Observación y Defensa, que se constituyó en Cádiz a imitación de la de Sevilla, solicitó al almirante François-Étienne de Rosily que se rindiera, o si no al menos que separara sus naves de las españolas, como así convino el francés sin presentar oposición alguna y empeñado en hacer ver que no existía por parte de España hostilidad contra Napoleón. Difícil de creer, cuando en esas mismas horas el príncipe Fernando era proclamado rey de España, convirtiéndose en don Fernando VII. El mismo pueblo que demostró ser capaz de tomarse la justicia por su mano actuando de manera irracional contra Solano, pensaba que el nuevo monarca iba a ser bueno para España. Al igual que los hechos, se multiplicaron también las incógnitas en ese tiempo preñado de convulsiones.

Tal y como se temía, el emperador Napoleón Bonaparte reaccionó coronando a su hermano José. El corazón revolucionario del pueblo gaditano se revolvió hasta estallar. El objetivo estaba claro y cerca: Rosily y su flota.

El sexagenario almirante francés, hijo del conde de Rosily, percibía con absoluta claridad la amenaza que se cernía sobre él y decidió comenzar a actuar. La primera determinación que adoptó, aprovechando un día de viento de poniente, fue adentrar sus buques en el saco de la bahía, aproximándose lo más que pudo al Arsenal. Fondeó en la Poza de Santa Isabel, donde enlazaba el canal que conducía a Puerto Real. Era una maniobra arriesgada: dificultaba la salida en caso de ser asaltados, pero al mismo tiempo cortaba la comunicación por mar entre el Arsenal y una parte de la escuadra española, complicando un posible ataque por parte de esta.

El almirante francés se encontraba en buenas condiciones para resistir. Hombres no le faltaban y contaba con abundante munición y artillería.

El jefe de la escuadra española, don Joaquín Moreno, nombrado capitán general del Departamento de Cádiz, concibió el plan de ataque que consideraba menos arriesgado teniendo en cuenta la gran dificultad que se le presentaba para maniobrar en la trampa con la que la escuadra francesa se había acorralado deliberadamente a sí misma para protegerse. Ordenó fletar embarcaciones ligeras que pudieran desplazarse con agilidad y dotadas de todo lo necesario para el asalto. Se adelantó a cerrar las pocas alternativas de salida que existían en caso de que los franceses pretendieran huir o, por el contrario, se adelantaran a atacar primero ellos queriendo desembarcar en el Arsenal. Para impedirlo cerraron la embocadura del caño de La Carraca. El plan era bueno. Las baterías españolas ubicadas en los enclaves estratégicos del puente de Zuazo, Punta de la Cantera, Casería de Osio, Arsenal, polvorines de Fadricas y el Lazareto del Infante, fueron desplazadas para adaptarse al nuevo posicionamiento de la escuadra francesa.

Diego de Alvear tomó el mando de las fuerzas sutiles. El plan de ataque elaborado por Joaquín Moreno consistió en situar en primera línea de tiro las cañoneras, quince en cada una de las tres divisiones fletadas. Las siguieron las bombarderas y, detrás, los botes con tropa y los que portaban material de auxilio. Se dispuso que, cuando llegara el momento y desde su puesto en la torre vigía del centro de Cádiz, el general Tomás de Morla, como máxima autoridad, daría la orden de abrir fuego.

Todo, pues, estaba dispuesto. El clima se tensó al máximo. El ambiente se espesaba. Las voces callejeras dejaron de oírse. La ciudad quedó convertida en un desierto en el que el paso de las horas sonaba como golpes secos contra las esquinas.

Era 6 de junio. La Junta de Sevilla emitió en un bando que se publicaba al unísono en todo el territorio español la declaración de guerra contra el emperador Napoleón Bonaparte, ordenando asimismo el requisamiento de cualquier bien de procedencia francesa. Exigía a los ciudadanos de dicha nacionalidad residentes en España una declaración solemne de fidelidad al país. De no hacerlo, serían expulsados.

Pasadas las cuatro de la tarde del día 9, el general Morla izó la señal desde la torre vigía. La guerra había comenzado. Los españoles atacaron con violencia pero agotaron demasiado rápido la pólvora y la munición, de manera que cuando Rosily pidió negociar al mediodía siguiente, Moreno vio el cielo abierto para decretar el alto el fuego y ganar tiempo.

Un tiempo que aprovechó para elaborar una singular estrategia: hacer creer a los franceses una superioridad que, en verdad, las tropas españolas no tenían. Ordenó colocar una batería de treinta cañones en el lugar más visible, entre la Casería de Osio y los polvorines de Fadricas, con el objetivo de amedrentarles.

Lo consiguió, permitiéndose la argucia de no aceptar las condiciones expuestas por los hombres del emperador para evitar la guerra. Finalmente, Rosily, convencido de que no podrían salir victoriosos ante la que consideraba indudable supremacía española, rindió la escuadra.

El general don Tomás de Morla se apresuró a comunicarlo públicamente en los siguientes términos:

Prevenciones del Gobierno al Vecindario de Cádiz.

La Escuadra Francesa acaba de rendirse a discreción, confiada en la humanidad y generosidad de los gaditanos. Las medidas que se han tomado han libertado a nuestra escuadra del menor deterioro, y la han dejado ilesa. La efusión de sangre ha sido menor que la de un combate de dos buques pequeños: no han pasado de cuatro los muertos.

Además, los navíos franceses, sus municiones y armas, quedan a nuestro beneficio. Y sus prisioneros nos servirán de canje y rehenes.

Nada de esto se habría conseguido con los proyectos poco meditados y combinados de brulotes, balas rojas y otros. Si no se hubiesen tomado precauciones que exigen tiempo, nuestra mortandad habría sido considerable.

Mas ahora pido, exijo y mando que cesen los rumores, que todo entre dentro de un orden y que se someta cada uno, según su clase, a las autoridades constituidas. Así también, que se deje que sean las leyes las que reinen y que se odie la arbitrariedad. Escandaliza que el pueblo más culto y urbano de la tierra vocee y quiera la muerte de un particular. Solo el campo de Marte, donde se repele la fuerza con la fuerza, autoriza la ilegal emanación de sangre. Fuera de él, ni los mismos soberanos son dueños de la vida del más facineroso.

Las leyes prohíben en todas las naciones, aun en las más bárbaras, las sediciones, griteríos y alborotos. Debemos obedecerlas y respetarlas: único medio de esperar felices éxitos, y de no ofender ni al Dios de los Ejércitos, ni al Soberano, cuyos derechos sagrados hemos jurado defender.

MORLA

Cádiz, 14 de junio de 1808

La brigada de artillería a las órdenes de Alvear había servido todas las baterías de tierra en el Trocadero, el Arsenal de La Carraca y en el litoral, así como en las cañoneras, durante los cinco días que duró el combate.

Tras el desastre naval de Trafalgar, con esa victoria España se hizo con un botín de cinco navíos en muy buen estado y una fragata, que pasaban a depender de las fuerzas de la Real Armada. Nada desdeñable era, igualmente, la puerta que se abría a las tropas aliadas para combatir contra Francia, que veían en Cádiz la única vía para penetrar en suelo español y poder unirse a la lucha.

Prisioneros se contaron hasta un total de casi tres mil setecientos. Diego estaba satisfecho por haber cumplido con su importante tarea de comandar una brigada cuyo papel en el triunfo había sido de suma relevancia. Pero más aún le complacía lo que jamás pensó que ocurriría: luchar junto a José de San Martín, que supuso, además, compartir una victoria. Durante los cinco días apenas hablaron. En la guerra se hace la guerra, no cabe ninguna otra cosa.

Ahora que ya había acabado lo que no era más que un primer paso para detener el avance francés, Alvear y San Martín se hallaban frente a frente. Cabían felicitaciones, pero también sentimientos y otro tipo de lucha: la que horadaba la conciencia.

Se sentían orgullosos uno del otro. La admiración era mutua. El recelo, también. La contienda los había unido involuntariamente.

—Más pronto que tarde, le tocará a su hijo Carlos —dijo San Martín, que quería cumplir con lo prometido a su amigo.

—Es ley de vida. A ningún padre le gusta que un hijo se exponga al riesgo de batallar, pero es la vida que él ha elegido. La misma, por cierto, que nosotros.

Ese «nosotros» con el que Alvear pretendía incluir a los tres rechinó a los oídos de San Martín.

Continuó con lo de Carlos:

—Su hijo es ya un hombre. Para todo.

—Parece que lo conoce bien. Se ven ustedes mucho. —Diego sentía curiosidad por lo que Carlos y José compartían sin contar con él.

—Alguna que otra vez —respondió vagamente San Martín, ahorrando detalles—. Lo suficiente como para saber que es un buen muchacho y que en Cádiz está siendo asaltado por multitud de experiencias de todo tipo.

—A todos nos está pasando.

—Me gustaría preguntarle algo, don Diego.

Alvear consintió con un ligero movimiento de cabeza.

—¿Recuerda a qué edad tuvo su primer gran amor?

La pregunta de San Martín rasgó el aire y se le clavó a Diego en el pecho como la punta de un sable. El muro con el que contenía el recuerdo de Yapeyú, que intentaba volver siempre con la presencia de José Francisco, cayó. Y Alvear no podía permitírselo. Porque con Yapeyú regresaba Rosa desnuda en la ribera del río Uruguay. Sus intensos ojos negros. Su manera salvaje de amar.

Con Yapeyú emergía su condición clandestina de padre. El fruto prohibido.

El silencio impuesto.

La culpa, al cabo.

—No pretendo ahondar en su vida íntima. —José cortó la cuerda de sus recuerdos, que se había tensado—. Jamás osaría inmiscuirme —mintió, deseaba preguntarle mucho más—. Tan solo advertirle de que puede que Carlos vaya a necesitarlo por un asunto que, en su caso, sí es de clara intimidad. Escúchele como me escucharía a mí, como a un hombre hecho y derecho. Como a un joven que le necesita. —Tragó saliva; se oía su respiración.

—He de marcharme. —De pronto Diego sintió que no podía soportar seguir con aquello—. Le reitero mi enhorabuena por su actuación. Me ha demostrado su valentía, aunque no tenía dudas sobre ella. —Dicho esto, dio media vuelta y se marchó.

Tampoco San Martín habría podido soportar que la conversación con Alvear hubiera continuado. Lo vio alejarse con prisa mientras él se quedó naufragando a la deriva de inexistentes respuestas.