El viento de Levante arrastraba la arena de la solitaria playa formando remolinos. Se hacía de noche. Solo se oía el ruido de las tripas del océano, con la sed de venganza varada en la orilla. Quieta ahora. Inmóvil después del desorden y el caos.
La ciudad había enmudecido. La acalló la vergüenza del cadáver de Solano tendido en la calle y bañado en sangre. Una gitana se acercó, le escupió con rabia y salió corriendo.
Corriendo, como los cobardes. Como habían huido todos, encerrados en sus casas después de haber cometido una atrocidad que posiblemente pasará a la historia. «Qué gran hazaña has logrado», le dijo el sanguinario Ibarra a Solano momentos antes de que expirara. Eso mismo cabría decirles a todos los que participaron en el crimen, que, para mayor afrenta, tenía visos de que no iba a ser juzgado.
Caminando despacio, porque todavía no acababa de creerse lo sucedido, se aproximó un hombre: Antonio Nicolás Cabrera y Corro, conocido por todos como el Magistral Cabrera, capellán de los Voluntarios Distinguidos de Cádiz. Un chiclanero ilustrado, dueño de un gran corazón, de origen humilde, canónigo magistral de la catedral de Cádiz. Bendijo el cuerpo y se puso a rezar. Después buscó ayuda y, aunque le costó, encontró a un par de infelices que se apiadaron de la situación y le ayudaron a trasladar torpemente el cadáver hasta la catedral, que estaba aún por terminar, y lo depositaron en la única capilla concluida.
Solo Cabrera veló el cadáver durante toda la noche. Cualquier otra persona que hubiera deseado acompañarlo hubiera podido correr la misma mala suerte que el gobernador. La noche de ese día 29 de mayo fue tan larga y penosa como la anterior. Y lo peor era que se resistía a acabar. Las tinieblas se negaban a que la población cayera en la paz que suponía el sueño. Claro que cuando la conciencia no está tranquila y la culpa la agita sin descanso, es difícil dormir.
No satisfecho con su muerte, el pueblo revivió y volvió a congregarse en muchedumbre, esa vez para profanar el cadáver del general. El odio se reavivó, ¡y con qué facilidad! Tal era el rencor que se había gestado, que incluso los familiares del marqués del Socorro corrían peligro. Alguno de ellos sufrió el asalto de su casa. En el caso de su hermano Estanislao, los amigos le colocaron un hábito de monje para acompañarlo hasta el Convento de Capuchinos, en el que ponerse a salvo. Fue allí donde se enteró de la muerte de su hermano y de las dramáticas circunstancias en que se había producido, y pareció perder el juicio. No era para menos. Profería encomiendas a Dios y bramaba que quería irse lejos de ese infierno que era Cádiz. Tal vez fuera lo mejor. Los amigos que lo habían llevado hasta allí planeaban esperar a que pudiera pasar desapercibido y entonces embarcarlo en una nave de guerra inglesa, a la espera de emprender un viaje que le permitiera distanciarse de la tragedia que jamás iba a poder olvidar.
La chusma se concentró en los aledaños de la catedral y aporreó el portón de la entrada. El Magistral Cabrera se santiguó antes de salir, consciente de a lo que se exponía. Parecía más bien cosa de un milagro, pero el caso es que al canónigo lo tuvieron en consideración. A sus imploraciones de que no profanaran un lugar sagrado, el tropel de exaltados respondió con gritos ininteligibles pero nadie se atrevió a entrar. Al menos eso lo respetaron. Lo que querían era colgar el cadáver del gobernador en la horca que tenían preparada para darle muerte y a la que no había llegado en vida.
Mientras seguían vociferando, Cabrera volvió adentro y atrancó la puerta asistido por un par de monaguillos que se prestaron voluntarios para ayudar en lo que hiciera falta.
—Os doy las gracias, muchachos. Pero ahora ya podéis volver a vuestras casas, con vuestras familias, que estarán bien preocupadas. Regresad mañana al despuntar el día. A este hombre habrá que darle sepultura. —Miró el cadáver y se santiguó. Los monaguillos lo imitaron—. ¡Andad con Dios! Vamos, id saliendo y tened cuidado.
A resguardo de la soledad, Cabrera se sentó en un banco junto a lo que quedaba de Solano: el alma de un hombre justo. Pensaba en lo poco que cuesta perder la dignidad humana.
El capitán Alvear llegó a casa destrozado. Rebecca se abrazó a él, temerosa de la suerte que pudieran correr. Si la plebe había sido capaz de un crimen semejante, nada ni nadie podría detenerlos en la próxima ocasión en que se creyeran cargados de razones, aunque estuvieran equivocados, y volvieran a querer injustamente tomarse la justicia por su mano.
Observó cómo su marido acariciaba la cabecita de su pequeño Diego. Le ocultó su salida de hacía unas horas y la aparición del desconocido que le había salvado la vida.
—Necesito descansar un rato —dijo Alvear, que no podía con su alma.
—Claro. —Rebecca no fue capaz de decir nada más. Resultaba tan desolador lo ocurrido…
Diego se retiró a su dormitorio. Necesitaba estar a solas. La cercanía de la muerte, tan brutal e irrazonable, lo había dejado noqueado. La experiencia que tenía de enfrentarse a ella no le restaba padecimiento. Cuánto dolor produce la mortal consecuencia de lo que no se entiende.
Las piernas le flojeaban. Se desabrochó la casaca del uniforme, no tenía fuerzas ni para desvestirse antes de tumbarse en la cama. Se tapó la cara con las manos y lloró. Un llanto ahogado, en silencio, amargo, a solas, a oscuras… Lloró lágrimas que caían sobre la memoria de un hombre con valor y gallardía; un incomprendido. Lloraba a un amigo. A un valiente.
Por su parte, Rebecca no dejaba de pensar en la esposa del general Solano y en sus hijos. Y también en la pobre María Tucker. No quería hacerse a la idea de que algo similar podría pasarle a ella. Intentaba serenarse acunando a su niño.
El respiro duró poco. La aldaba de la puerta de casa de los Alvear golpeó tres veces. A Rebecca se le encogió el corazón. ¿Quién, o qué, podía requerirles en esa aciaga noche?
Diego se incorporó de un salto, con los nervios a flor de piel, y descendió los escalones a toda prisa recomponiéndose el uniforme en el camino.
Obligó a su familia a recluirse en el piso de arriba.
—No se os ocurra salir del cuarto, oigáis lo que oigáis y pase lo que pase. ¿Ha quedado claro?
—¡Pero, padre…! —Carlos no estaba de acuerdo.
—¡Obedece! Hijo, esto es muy serio. —Diego rebajó el tono que había elevado involuntariamente a consecuencia de la tensión que estaban viviendo—. No tengo idea de quién puede estar llamando a nuestra puerta, pero es posible que no sea nada bueno. Hoy no hay nada bueno en esta maldita ciudad.
Dos golpes más de la aldaba se fundieron con la rabia de Diego, que acudió a abrir mientras los demás subían a toda prisa a esconderse. Se estiró la casaca del uniforme colocándola correctamente. Respiró hondo y descorrió el cerrojo. Cuál fue su sorpresa al encontrarse con doña Francisca de Matalinares, convertida por los trágicos acontecimientos en la viuda del general Solano. Su aspecto era lamentable: despeinada, el rostro descompuesto, los ojos hinchados de llorar… Abrazados a ella, sus dos hijos, José y Francisco. Pero la sorpresa no acababa ahí. Los acompañaba el capitán José de San Martín, que traía un semblante tan serio que daba miedo.
—Buenas noches, mi comandante. Espero no importunarle. La casa del gobernador está en llamas, la turba le ha prendido fuego. Doña Francisca no sabía adónde ir. Teme que estén haciendo lo mismo en las casas de los pocos familiares que tienen en Cádiz.
—Entren, por Dios, no se queden ahí.
San Martín no pensaba hacerlo. Con sumo respeto y delicadeza, indujo a la viuda a que entrara, a la que siguieron sus hijos. Iba con ellos su joven criada, que parecía un pajarillo recién caído del nido. Conmovía verlas a ambas.
—¿No va a entrar, capitán? —invitó Alvear a San Martín.
—Es esta una mala noche, don Diego. Aunque habremos tenido algunas más en nuestras vidas, ¿verdad?
Sin moverse del umbral donde se hallaba, Diego dio una voz hacia el interior de la casa para que los sirvientes acudieran a atender a los recién llegados. Lo hicieron al instante.
Quería seguir hablando con San Martín, pero este no pretendía lo mismo.
—Gracias por acogerlos. Es terrible lo que ha sucedido. Adiós, don Diego.
—¡Espere! Capitán, iba a hablarme de otras malas noches. ¿De veras no quiere pasar? Me gustaría…
San Martín lo miró de frente, aguantándole la mirada, antes de responder:
—Es mejor que no. —Hizo una pausa—. Es mejor… para ambos. Buenas noches.
Su regia figura se alejó a paso rápido sin dar a Diego ninguna oportunidad.
—¿Por qué no entras? —Rebecca lo reclamaba—. ¿Con quién hablabas?
—Oh, no era nadie —respondió algo aturdido—. Un criado de otra casa que ha venido a acompañarlos.
Carlos irrumpió dispuesto a salir a la calle, pero su padre se lo impidió.
—No aguanto más. Necesito hablar con mis compañeros de la academia. Necesito respirar en la calle. Estoy ahogándome aquí, en casa.
—La calle es precisamente lo menos respirable. El peligro está fuera.
—Se le ruego, padre, no me impida salir un rato.
Pero Diego se mantuvo firme, porque solo su autoridad garantizaba la seguridad de su hijo. Carlos era joven, resultaba comprensible su impulso. La vida, sin embargo, era lo que más le importaba en ese momento a Diego de Alvear, y sabía que si su hijo se echaba a la calle nadie aseguraba que pudiera conservarla. Confiaba en que, con el tiempo, él pudiera entender el instinto de protección y de supervivencia que impera en un padre respecto de los hijos.
—Lo siento pero no tienes mi consentimiento para salir —afirmó, contundente—. No es una noche para andar deambulando por callejuelas.
—Está bien, padre —respondió Carlos enfadado—. Me voy a dormir. No me esperen a cenar.
En realidad a nadie le importaba la cena. Pero, para el joven, retirarse a su habitación era una coartada. No se conformaba con la negativa de su padre. Tenía decidido lo que iba a hacer. Esperó a que él y su madrastra se fueran a dormir para ejecutar su plan.
Llegado el momento, salió de casa por la puerta de servicio y encaminó sus pasos hacia el domicilio de José de San Martín. Se las había ingeniado para averiguar dónde vivía. Quería hablar con ese hombre que le inspiraba confianza y que tenía la formación y la experiencia suficientes como para poder entender sus inquietudes. Desde el primer momento había sentido hacia él una corriente de simpatía que los aproximaba.
Cuando San Martín, que todavía no había tenido tiempo de quitarse el uniforme, le abrió la puerta con recelo y se lo encontró, no salió de su asombro. Ya había sido un día bastante alejado de la normalidad como para acabarlo con Carlos de Alvear plantado en su entrada.
—Le expreso mis excusas por presentarme a estas horas.
—Lo malo no es la hora. Lo inapropiado es que estés en la calle en una noche como la de hoy. —San Martín no se apeaba del gesto severo. Tomándolo por la solapa, tiró del joven Alvear hacia dentro para que nadie los viera—. No sé si es locura o temeridad. ¿En qué estabas pensando para venir hasta aquí? ¿Es que no eres consciente de lo que acaba de ocurrir?
A Carlos le incomodaban los reproches del capitán. Pero los entendía. Su nobleza le llevó a reconocerlo.
—Es cierto. No he debido venir. ¿Puede imaginar la necesidad que sentía de hacerlo, como para correr el riesgo que he corrido caminando hasta su casa?
—A nadie tenemos de testigo. Puedes dejar de tratarme de usted. —San Martín, desarmado por la sinceridad de Carlos, cambió de actitud.
Carlos, sorprendido por el gesto, se lo agradeció.
José le invitó a sentarse en el sofá mientras preparaba una copa.
—¿Te apetece un coñac? ¿Un licor…?
—No suelo beber pero… esta noche me vendría bien. Me sorprende que me ofrezcas un coñac después de lo que ha pasado. Pensar en tomar algo que me recuerde a los franceses me produce náuseas.
—No hay que confundir las cosas. —El anfitrión colocó el tapón de cristal en la botella que estaba abriendo, para destapar otra distinta después del comentario que acababa de oír—. Toma, un vino dulce de Jerez. Quizá te guste más.
Él se sirvió un brandy, oscuro y seco, y se sentó cerca de Carlos.
—¿Sabe tu padre que estás aquí?
Carlos se tomó su tiempo antes de responder. No entendía qué le ocurría con San Martín, tenía la impresión de que no podía mentirle. En cierto modo se sentía seguro cerca de él. Era algo inexplicable.
Dio un trago a la bebida.
—No. No lo sabe.
—¿Y te has atrevido a salir a sus espaldas? Supón que lo descubre. ¿Puedes imaginar la preocupación que le causaría?
—Sí, lo sé, pero es más poderoso mi empuje, mis ganas de ver y de entender qué está pasando.
—No hay mucho que entender más allá del hecho de que un pueblo ha enloquecido. Creo que bastante sufrimiento lleva soportado tu padre como para que ahora andes tú jugando a hacerte el valiente en un polvorín como el que es esta ciudad hoy.
Carlos agachó la cabeza, se sentía culpable de un comportamiento cuyas posibles consecuencias no había medido con antelación.
—Lo siento —rectificó San Martín al darse cuenta—. No pretendía ser duro contigo. Es solo que me pongo en la piel de tu padre y… pienso en tus hermanos. —Dio un trago brusco a su vaso.
—Tranquilo, tienes razón en lo que dices.
—¿Los echas de menos?
La pregunta sorprendió a Carlos.
—¿Te refieres a mis hermanos?
—Sí. Debes de sentirte muy solo sin la compañía de ninguno de ellos.
A Carlos se le tiñó la mirada de tristeza.
—Intento sobrellevarlo como puedo. Mi vida desde entonces ha cambiado, es distinta. A mi padre evito contarle el vacío que a veces siento. Al menos me queda él. Tengo entendido que el tuyo murió.
San Martín apuró de un sorbo lo que le quedaba de brandy. Le hacía daño tener que responder. Era incapaz de explicar nada acerca de sus sentimientos íntimos porque ni él mismo los comprendía. Confusión, duda y sospecha convivían desde hacía años con su fortaleza y su sentido de lo que debía ser lo correcto. Tenía claro que su vida era la que había vivido y no otra.
Por fin le confirmó la muerte de don Juan de San Martín con un lacónico e inexpresivo «sí».
—¿Estuviste con Solano hasta el final? —Alvear se interesó por los hechos recientes.
—Le ayudé a huir por el tejado. Fue la última vez que lo vi. —José se levantó para servirse otro brandy—. No dejo de preguntarme si hice bien. Huyó y lo cogieron. Y, de haberse quedado en su casa, también lo habrían cogido.
—Creo que cualquier opción era igual de mala. Debe de ser difícil elegir entre dos posibilidades abocadas a un mismo final. No podías imaginar que caer en manos del pueblo iba a suponer su muerte.
—Una muerte espantosa.
—¿Y de qué ha servido? ¿Qué ha ganado la revolución con el crimen de Solano? ¿Ha destruido, acaso, el yugo francés? —Carlos deseaba vehementemente comprender lo que parecía incomprensible—. Mi padre es comisario de Artillería y comandante del Cuerpo de Brigadas. Si los sublevados no deponen su actitud, es posible que quieran hacerse con toda la munición posible. ¿Crees que irán a por mi padre?
—Me gustaría darte la respuesta que se espera de un capitán, de un ayudante del general responsable de una plaza importante como lo es Cádiz y su provincia. Sin embargo, no sé qué decirte porque ya no sé qué pensar. Lo que ha ocurrido hoy es una sublevación. Está al margen de cualquier estrategia. Una turba furiosa es el peor enemigo para un estratega.
—Pero si ocurriera, si fueran a por mi padre, visto lo que han hecho con el gobernador, no es una majadería pensar que también lo matarían. ¡No podemos permitirlo! ¡Tenemos que irnos! Ayúdame a convencerlo.
—Carlos, tu padre es un hombre valiente. Difícilmente lo imagino desertando en la oscuridad. Has de fiarte de sus decisiones. Y, sobre todo, has de hacerle caso, así que deberías marcharte antes de que se dé cuenta de lo que has hecho. Vete ya.
El joven Alvear no se resistió; era consciente de la gravedad de su comportamiento y entendía que San Martín llevaba razón en lo que decía.
En la puerta, José le advirtió:
—Ándate con mucho ojo. Camina mirando hacia todos los lados y a paso no demasiado ligero para no despertar sospechas. Es peligroso que alguien pueda reconocerte como hijo de Alvear.
—Qué contradicción, ¿no te parece? Ser hijo de don Diego de Alvear no es sino motivo de orgullo.
San Martín evitó dar una respuesta y cerró dando un portazo. Se quedó inmóvil ante la puerta, contemplándola cerrada. «Ser hijo de don Diego de Alvear no es sino motivo de orgullo». Ahora sentía un martillo golpeando en su cabeza.
«Hijo de Alvear».
«Orgullo».
Dio una patada con furia a la puerta. Definitivamente, no era esa una buena noche.
En el camino de vuelta, Carlos se cruzó con muchos hombres que se replegaban desde la zona de la catedral. Siguió los consejos de San Martín y llegó sano y salvo a su casa, donde todos dormían. O lo intentaban.
Al amanecer, el Magistral Cabrera, ayudado por los dos monaguillos, trasladó en un carro el cadáver de Francisco Solano al cementerio de extramuros, confiando en que nadie se enterase de dónde iba a ser enterrado.
La vida sorprende con extrañezas que parecen irrealidades. Al cabo de unas horas, entraba el cortejo que acompañaba el féretro de Pedro Pablo Olaechea, al que enterraron en el nicho contiguo. Ninguno de sus compañeros ni familiares podía suponer lo cerca que estaban una sepultura de otra. Ese secreto debía permanecer en la tumba común de la ignominia.
Colocaron una lápida con la siguiente inscripción:
Aquí yace don Pedro Pablo Olaechea,
capitán de las tropas voluntarias de esta plaza,
natural de la villa de Guernica en el señorío de Vizcaya.
Falleció el 29 de mayo de 1808,
a la edad de 38 años.
Le otorgaron el grado nada menos que de capitán de un falso cuerpo llamado las «tropas voluntarias», que no era otra cosa que una cuadrilla de asesinos que deseaba dejar constancia de Olaechea para la posteridad. Su víctima, en cambio, hombre de bien, yacía sin mención alguna para protegerse en la muerte de lo que no pudo protegerse en vida.
No habían transcurrido ni veinticuatro horas del execrable acto cometido por la plebe, cuando tomó posesión el sustituto de Solano: el teniente general don Tomás de Morla. En su despacho, todavía lleno de las pertenencias de su malogrado antecesor, estampó su firma en el bando que este había dejado redactado en la infausta noche de su mala suerte. Un bando que satisfizo al pueblo al permitirle que se armara en milicias, pero que, no había que olvidar nunca, redactó la persona a la que juzgaron desatinadamente.
El pueblo consiguió lo que pedía, pero había matado a quien tuvo el coraje de concedérselo. Esas son las contradicciones de la vida. O tal vez las sinrazones de la guerra.
¿Era de fiar un pueblo que actuaba así? Qué equivocados estaban, y bien que lo podrían acabar pagando caro, sobre todo Diego de Alvear… Él, como cualquier otro.