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Desde una casa próxima a la de María Tucker, una espontánea —hubo quien dijo que era una sirvienta, pero no estaba claro— gritó desde un balcón que el hombre al que perseguían había entrado en casa de la viuda de Strange. A su puerta llamaron y ella les abrió con aplomo. María era una mujer de mediana edad, alta, elegante y poseedora de una noble mirada. Con sorprendente serenidad negó que el gobernador se encontrase en su casa y, para hacer más creíble lo que les decía, se anticipó a ofrecerles que registraran el domicilio si con ello se quedaban tranquilos.

—Pero después márchense y sigan buscándolo en otra parte.

Los amotinados que estaban en primera fila asintieron al unísono.

—Eso sí —advirtió ella entonces con un atisbo de arrogancia—, permitiré la entrada en mi casa a un grupo reducido de hombres que me garanticen sus buenas maneras. No quiero enloquecidos en mi hogar. Respeten la memoria de mi esposo.

Ibarra tomó la voz cantante y dio su palabra a la dama irlandesa de que procederían con orden, aunque no iban a ser pocos los hombres que hicieran el registro, querían acabar pronto con eso. Ella accedió, y un ejército humano rebuscó sin éxito hasta en lo más recóndito. Pero cuando estaban terminando el registro, apareció un vecino, un tal Segundo, que afirmaba saber dónde podía estar escondido Solano. La dueña de la casa insistió en que allí no estaba.

—Ustedes mismos lo han comprobado. Vayan a buscar a otro lugar.

—Señora, usted no sabe quién soy, ¿verdad?

—Es evidente que no —respondió María Tucker—. Y si me disculpan… —Hizo el amago de cerrar la puerta pero el intruso se lo impidió.

—Soy albañil. Antes de que ustedes ocuparan la vivienda, los anteriores señores contrataron a mi padre para hacer unas pequeñas obras. Yo le ayudé. ¿No lo imagina…? Hicimos una conducción subterránea, en el sótano, con un refugio. ¡Vamos! —exhortó al resto de los hombres a volver a entrar.

—¡No! Eso ya no existe, ¡el gobernador no está aquí!

La señora de Strange se resistió a franquearles el paso de nuevo, pero ellos ya no hacían caso y no les importó mantener un forcejeo con ella, herirla en el brazo izquierdo, increparla y empujarla hasta que cayó al suelo. Eso ya era demasiado para el marqués, que oyó desde su escondrijo los gritos de su amiga. Descorrió los cerrojos interiores, abrió la trampilla y salió despacio. Al iniciar el ascenso por la escalera, María se echó a llorar intuyendo lo que iba a ocurrir. Varios desalmados se lanzaron a apresar al fugitivo y tiraron de él hacia el exterior, donde aguardaba el resto del gentío congratulándose del apresamiento. Entre insultos, burlas y patadas, sometido al ignominioso escarnio, el marqués fue conducido, a ratos caminando y por momentos a rastras, por la calle Aduana hasta la plaza de San Antonio, donde querían aprovechar el cadalso que había servido días atrás para ahorcar a varios delincuentes. Pretendían inferir al general Solano el mismo trato que a la escoria. El pueblo reclamaba la horca para ese hombre de bien por no avenirse a su locura de atacar a los franceses aun a riesgo de acabar con la vida de muchos españoles que tripulaban los barcos de la Real Armada apostados entre la escuadra de Rosily.

Hacía rato que doña Francisca no miraba por la ventana. Permanecía hecha un ovillo en la cama, tapándose los oídos y abrazada a sus dos hijos, José y Francisco. Aguardando a que la muerte cayera sobre su esposo. Los diez años que llevaban casados le supieron a poco.

Pensó con cariño en la fisonomía de su marido. Recorrió con detenimiento sus facciones para no olvidarlas. Era posible que en cuestión de horas pasaran a existir tan solo en la memoria.

El marqués del Socorro y la Solana, el capitán general de Andalucía, el gobernador de Cádiz, don Francisco Solano y Ortiz de Rozas. Nada de todo eso era ya, sino un muñeco en manos de quienes parecían enviados del diablo. Un pelele humillado. Le quitaron la faja del uniforme para, atada a un palo alto, enarbolarla como bandera. Lo golpearon, lo arañaron y lo intentaron desnudar, consiguiéndolo a medias. Ni un grito, de dolor o de auxilio, se le escuchó proferir a Solano durante su martirio. Ni una queja salió de su boca.

Descalzo, con la ropa hecha jirones y la honra rota, el infeliz de Solano empezó a perder la conciencia, aunque no lo suficiente como para no notar que, de repente, el estómago le ardía con una sensación fuertemente dolorosa. Le subió hasta la garganta, horadándola como garfios, un vómito mortal. Sintió la tibieza de la sangre chorreando sobre la piel. Lo habían acuchillado como a un animal, aprovechando la confusión de la masa. Entre los empujones de la multitud, apiñadas las bestias sin dejar espacio casi ni para respirar, el nefasto Ibarra, todavía con el arma en la mano, le dijo al oído a Solano, mortalmente pegado a su cuerpo: «Esto es lo que queremos hacerles a los franceses, ¿lo entiendes ahora, rata cobarde? Qué gran hazaña has logrado».

Moribundo, seguían queriendo arrastrarlo hasta la horca para colgarlo. Era imposible imaginar más infamia. Aunque imposible no hay nada cuando se trata de una masa exaltada. El cuerpo de Solano se desplomó, cayó al suelo provocando entre los presentes el mismo efecto que el lanzamiento de una piedra en el agua: los hombres fueron abriendo el cerco alrededor del cuerpo maltratado del gobernador antes de huir despavoridos en todas direcciones. La estampa no podía ser más desoladora. El cadáver tirado en la calle y abandonado en mitad de un silencio que, tras el griterío mantenido durante horas, ensordeció.

La plaza se llenó de tristeza. Cuando son los tuyos quienes te matan, es más trágica la muerte.

En Cádiz habían asesinado a don Francisco Solano y Ortiz de Rozas. Muerto, en ese lamento en que se había convertido Cádiz.

En ese Cádiz que ponía su mirada ensangrentada en el sol que comenzaba a ocultarse en las frías aguas de la bahía.