En Sevilla, la Junta local se convirtió en Junta Suprema de España e Indias. Una de las primeras decisiones que tomó fue la de enviar comisarios a diferentes ciudades con la misión de instigar el levantamiento contra los franceses. Con tal fin se presentó en Cádiz el joven conde de Teba, oficial de artillería. No le costó lograr su objetivo, porque el fuego prende fácil en una mecha preparada para arder. En cuanto los gaditanos conocieron las órdenes procedentes de Sevilla, se organizaron para solicitar al general Solano que secundara el movimiento y redujera a la escuadra francesa. El conde azuzó a la población hasta conseguir que se arremolinara en una muchedumbre exaltada que recorrió el centro de Cádiz pidiendo a gritos declarar la guerra al francés. Clamaban por atacar de inmediato la flota francesa, anclada en la bahía, si no se avenía a entregarse.
Una gran inquietud se apoderó de Rebecca y de Diego de Alvear debido al nuevo destino que les había tocado. Su hijo era prácticamente un recién nacido y centraban en él sus temores. Estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para protegerlo, para que nada de lo que pudiera sucederles a sus padres le afectara. Pero sabían que era difícil. Si la guerra estallaba, el pequeño Diego no quedaría exento de sus consecuencias. La ferocidad de la guerra no hace distinciones.
—Los sucesos acontecidos en Madrid son de una gravedad extrema, no se puede negar la evidencia. Pero Cádiz está lejos. Nuestro ejército hará todo lo posible con contener el avance francés. —Alvear procuraba tranquilizar a su esposa.
—Hablas del ejército, pero el levantamiento en Madrid ha sido popular, y mira el resultado. Aquí, en Cádiz, la gente se está organizando en milicias. Es el pueblo, Diego, el que alza la voz; esperemos que no lancen también los cuchillos…
Diego calló. Sabía que ella tenía razón. Al ejército se le planteaba un problema: la plebe, que a esas horas circulaba descontrolada por las calles exigiendo a voz en grito precisamente que el ejército interviniera y atacara la escuadra francesa apostada en sus aguas. Era tanta la presión, que el gobernador Solano se vio obligado a publicar un bando que sirviera al menos de respuesta. Un gesto con el que pretendía contentar a la ciudadanía.
Hemos creído oportuno que no conviene que los vecinos de Cádiz, la Isla y los Puertos salgan por ahora de sus hogares, y sí que todos los que estén poseídos del deseo de servir a la patria se alisten, igualmente que las milicias urbanas para que se instruyan y puedan hacerlo dignamente. A este fin, desde mañana a las siete, concurrirán en Casa del Teniente de Rey de esta Plaza todos aquellos que pretendan servir en circunstancias tan extraordinarias. Al mismo tiempo se nombran Oficiales en la Isla y los Puertos para los alistamientos.
Los Generales firmantes no queremos de ningún modo ser tenidos, por nuestros compatriotas, por demasiado precavidos ni malos patricios, y cedemos a los clamores generales de la provincia. Más no por esto daremos lugar a que los mismos que ahora reclaman y piden ser conducidos contra los que se declaran enemigos, después nos desprecien, vituperen y abominen, por haberlos llevado como a rebaños de ovejas a la carnicería.
El bando lo firmaban once generales, entre ellos, Tomás de Morla, que ya había luchado junto a Solano contra los franceses en la guerra del Rosellón.
Se publicó a deshoras, muy entrada la noche del 28 de mayo, y a la luz de multitud de antorchas que portaban los vecinos congregados ante el número diez de la plaza del Pozo de las Nieves, domicilio del marqués del Socorro y su familia. En el edicto se autorizaba que se reclutara a voluntarios para combatir, pero a la vez se advertía de lo temerario que podría resultar atacar a los franceses en ese momento. El gobernador era partidario, como buen estratega, de aguardar las mejores circunstancias para el ataque, que desde luego no eran esas. Acostumbraba a descartar las acciones que obedecían a la improvisación. Pero en aquella ocasión consintió convencido de que con ello complacería al pueblo.
Los alborotados ánimos de los emisarios de Sevilla contagiaron a la plebe. La sed de sangre se olía como si fuera la muerte misma acechando entre las sombras. La chusma increpaba a Solano acusándole de afrancesado. Un joven subido a hombros, un tal Manuel Larrús, se encaró con él, que había salido al balcón de su casa a dar la cara, porque era así como se comportan los valientes. A gritos, para que todos lo oyeran, el fanático Larrús le fue tumbando uno a uno los argumentos del bando, para terminar pidiendo que se declarara la guerra a los franceses y se consiguiera la rendición de las naves del almirante Rosily, por las buenas o a sangre y fuego. El pueblo estaba decidido y, lo peor, tremendamente exaltado. Tanto, que a Solano le costaba frenar a esa turba feroz.
Con gran dificultad para ser oído, se comprometió a convocar a primera hora del día siguiente al consejo de generales para analizar con los firmantes de la proclama las peticiones de la población y ver la manera de satisfacerlas con sensatez, apelando a la razón.
La noche hervía por las esquinas mientras el almirante François Étienne de Rosily, que intuía lo que el enemigo podía estar gestando en tierra, aprovechó para armar su defensa. A esas mismas horas, ordenó que varias lanchas y botes de su escuadra realizaran un exhaustivo reconocimiento del caño del Trocadero. Sigilosos. Disciplinados. Preparados para lo que hubiera de venir.
En casa de Rebecca y Diego de Alvear permanecían atentos a los gritos ahogados que se oían desde lejos y que se confundían con los del pequeño Diego, de apenas cuatro meses de edad, que lloraba en su cuna. Y si el niño no conseguía conciliar el sueño, los padres, tampoco.
Rebecca decidió cogerlo y acunarlo entre sus brazos mientras conversaba con su marido en voz baja.
—¿Crees que Solano y su familia corren peligro?
—Confío en que no. —En esos momentos su marido no confiaba en nada, la situación estaba a punto de írseles de las manos a todos.
—¿Solo confías? ¿No estás seguro? Viniendo de ti, tus palabras no me tranquilizan. Siempre sabes lo que hay que hacer.
El niño continuaba llorando.
—Pues debes tranquilizarte —le pidió Diego—. Hasta cierto punto es lógico que el pueblo quiera defenderse. Los franceses están campando a sus anchas en nuestras ciudades, y el levantamiento de principios de mes en Madrid nos obliga a pensar que hay que detener como sea las ínfulas de Napoleón. En eso estamos todos de acuerdo. Los hombres que lo claman a gritos en las calles irán apaciguando sus ánimos tras el bando que han elaborado los generales.
—¿De veras se irán calmando? Es ya muy tarde y ahí siguen, amontonados. La algarabía aún se escucha, llega hasta aquí, y no parece que mengüe. ¿Qué pasará si esto va a más?
—No irá.
—Podría… Tú lo sabes. —El temor de Rebecca era firme, como su confianza en su esposo.
—Sí, claro que podría —reconoció Diego—, pero estoy seguro de que sabremos cómo evitarlo. Solano tiene experiencia y buena cabeza. Y, además de ser un buen hombre, es uno de los mejores militares y estrategas de nuestro país. La situación es difícil pero podremos con ella.
El niño iba tranquilizándose. Ya casi ni se le oía. Sus ojos se cerraban, vencido por el cansancio y el sueño.
—Ojalá no te equivoques, Diego.
—Sí…, ojalá… —concluyó él nada convencido.
Al amanecer, Solano, receloso de las maniobras de la escuadra francesa, ordenó doblar la vigilancia, al tiempo que convocaba a una reunión en su casa, como había prometido, a las autoridades del ayuntamiento y del consulado. Asistieron Diego de Alvear y, por supuesto, el leal José de San Martín, quien no se había movido en toda la noche del domicilio de su superior.
Los generales, por otro lado, también se reunieron en otra sala, con el vocerío de la muchedumbre de fondo. Porque tampoco el pueblo había dormido. Por tres veces tuvo que salir al balcón el gobernador para intentar aplacar el espíritu exacerbado de la plebe, lo que se reveló una tarea imposible. Exhortó a la prudencia a quienes más imprudentes demostraban ser.
Francisca, su esposa, refugiada en el sótano, descorrió con sigilo los visillos de un ventanuco para contemplar el origen del miedo. Ella lo tenía, como cualquiera. La masa fuera de sí era peligrosa e infundía terror. Deseaba hallarse en cualquier otro lugar. Los gritos del exterior la hacían consciente de dónde estaba. Eso era lo cierto, el presente. Y lo incierto, el futuro, porque empezaba a tener dudas sobre él. Aunque todavía le quedaba alguna esperanza; confiaba en que su marido pudiera controlar la situación.
A media mañana, otra plaza, la de San Antonio, estaba tomada por el populacho convertido en pasto del rumor que a esas horas se extendía por los alrededores: si el general Solano no daba la orden de atacar a los franceses, allanarían su casa al mediodía, a la hora del almuerzo, cuando se hubiera vaciado de generales y de cualquier otro tipo de autoridad.
Poco a poco se fueron sumando a la algarabía gentuza de los barrios bajos y familiares de delincuentes a los que por orden de Solano se les había impuesto pena de cárcel. Se les unió un grupo de presos enloquecidos que habían sido liberados al asalto y voluntarios llegados de Sevilla con ganas de secundar la causa y el delirio. A la cabeza se pusieron Pedro Pablo Olaechea, antiguo novicio del monasterio de la Cartuja de Jerez, personaje indeseable y renegado, y un marinero, Florentino Ibarra, quien a sus veintisiete años no era mucho mejor que su compadre.
Sobrevolaba el odio y la venganza entre las paredes del hogar de los Solano, frente al que se iban apostando muchos exaltados armados de artillería robada en acuartelamientos.
En la calle se aguardaba una señal. Adentro continuaba el cónclave. Y entre una cosa y otra, la suerte de Solano estaba echada. Solo le quedaba hacer todo lo posible por cambiarla. Corriendo en contra del reloj, el gobernador publicó un nuevo bando en el que se informaba de las primeras disposiciones de la Junta Suprema de Gobierno en Sevilla, que tenían que ser obedecidas. Pero la furia colectiva no entendía de razones, leyes ni disposiciones oficiales.
A las doce, salieron por la puerta de atrás todos los implicados en la causa menos el capitán San Martín, que permaneció al lado de su jefe en aquellas horas terribles. A ambos les asistía la misma sangre fría para hacer frente a circunstancias extremas.
Tomaron asiento, frente a frente, serios. Ninguno de los dos quería hablar. El gobernador se agarraba con fuerza al sillón, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos; la agorera vocinglería que arribaba de la calle se revolvía en su mente con el ruido, seco y potente, del océano surcado para venir desde su Venezuela natal a España. La España a la que tanto amaba y por la que se había dejado la piel en tantas batallas. Esa España que no podía darle la espalda cuando, una vez más, estaba decidiendo por su bien. La España en la que no quería morir tan pronto.
Al llegar a casa, Alvear encontró a su esposa y a su hijo mayor angustiados por el cariz que estaban tomando los acontecimientos que, por cierto, se sucedían con extraordinaria rapidez. Diego sabía que la premura no era aconsejable cuando se estaba gestando una posible guerra. Era necesario mantener la calma y la cabeza bien fría. En caliente, las buenas decisiones se deshacen fundidas en el fragor de la exaltación.
Se sentaron en torno a la mesa para tomar un almuerzo frugal. Ninguno de ellos tenía hambre. La criada servía sin demasiadas esperanzas.
—¿Cómo está el gobernador? —preguntó Rebecca sin querer probar bocado.
—No puedo engañarte: con gran preocupación. Esta mañana, por primera vez, lo he visto muy afectado. No parece el mismo hombre de siempre.
—¿Le acompaña alguien? ¿Os habéis ido todos los que estabais en la reunión? —En el poco tiempo que llevaban residiendo en Cádiz, Rebecca les había tomado aprecio al gobernador y a su esposa.
—Además de la guardia, se ha quedado con él su ayudante de campo, el capitán… José de San Martín. —Le costaba referirse a él.
—He oído hablar de él, y muy bien, por cierto.
—Yo lo he conocido. —Carlos intervino en la conversación al mencionarse al capitán por el que sentía admiración—. Ese hombre tiene madera de héroe, ¿verdad, padre? Y no es que yo lo diga, no hay más que atenerse a sus victorias y a lo alto que ha llegado sin haber cumplido los treinta años.
Alvear no le respondió. Parecía ensimismado.
—¿Sigues pensando lo mismo que anoche? —preguntó su esposa, angustiada—. ¿Podréis controlar a estos hombres descontrolados? He visto sus caras desde la ventana, circulan por todas las calles de la ciudad. Dan miedo. ¿Es necesario que regreses a casa de Solano?
—Es mi deber.
—¡Padre, déjeme ir con usted! —le rogó Carlos.
—Hijo, no es esta una situación a la que quiero que te expongas.
—¿Tanto peligro existe? —preguntó Rebecca; su preocupación aumentó con las palabras de su esposo.
—¿Queréis saber la verdad? El pueblo puede levantarse en armas.
—¡Diego! —Rebecca se alarmó—. Eso sería gravísimo, ¡terrible!
—Espero que podamos sofocar la sublevación. Pero ahora mismo hay mucha confusión en la calle. Os ruego que no salgáis en lo que queda de día. Y no temáis por mí, no me pasará nada.
—¿No puedo ir a acompañar a Francisca?
—Sería temerario. Su marido está intranquilo y preocupado, como lo estamos todos, pero va procediendo de la mejor manera que se puede. A mi juicio está llevando bien el asunto. Otra cosa es que consiga que estos rebeldes desistan de su violenta actitud con la que están entorpeciendo una estrategia militar que tendría más garantías de triunfo. Pero eso requiere tiempo. Y el tiempo es patrimonio de la razón, no de las vísceras. Desear la sangre fresca del francés no nos llevará a la victoria.
Diego no esperó más. Se levantó de la mesa y en cuestión de minutos besó a Rebecca para despedirse y regresó a casa del gobernador.
Solano había pasado el último par de horas intentando calmar a Francisca. La mujer estaba muy asustada. Armándose de valor, porque temía la respuesta, inquirió:
—Nunca te he hecho esta pregunta porque he tenido sobradas demostraciones de tu valentía. Para mí no hay hombre de mayor rectitud e integridad que tú. Espero que comprendas que hoy te la haga: ¿tienes miedo?
Él le acarició el rostro, retirándole amorosamente unos cabellos distraídos que le caían sobre la frente. Cambió su respuesta por un beso, tras el cual no se atrevió a decirle a su esposa nada de lo que realmente sentía y temía.
—No va a pasarme nada —afirmó por el contrario—. Lo sé. Me asiste la razón.
En un nuevo beso, sus labios atraparon el miedo de su mujer, intentando retenerlo para liberarla a ella de su peso. A Francisca le supo a último beso y se recreó en él.
Cuando Diego de Alvear volvió a entrar en la casa fue recibido por San Martín.
—Es muy arriesgado que haya vuelto aquí. Apenas se puede caminar por las calles —dijo el joven capitán.
—¿Acaso le preocupa lo que pueda pasarme? ¿Y qué me dice de usted?
—En mi caso es mi obligación permanecer junto al gobernador, pero usted p…
Fue una mínima porción de segundo, una estrella fugaz, un destello en el que Diego creyó oír la palabra «padre» saliendo de la boca de José, y el corazón le dio un vuelco.
Pero no.
—… usted, don Diego…, es distinto… En fin, solo pensaba en su familia. Imagino su preocupación.
En cualquier otra circunstancia sorprendería ese interés. San Martín era un hombre recubierto de la dureza de los fuertes. Contenido. Recio. Imperturbable. Pero, en efecto, con don Diego todo era distinto para él.
Francisco Solano irrumpió y se emocionó al ver a Alvear.
—Qué feo se pone esto —le dijo nada más saludarlo. Estaba demacrado. En dos horas había envejecido—. ¿Cómo está el ambiente en la calle? Porque lo que se ve desde aquí es que cada vez hay más gente apostada ante mi fachada.
—Mala cosa es tener al enemigo en casa. Cuando deberíamos estar pensando en cómo prepararnos para combatir a los franceses, andamos defendiéndonos de nosotros mismos. Es un contrasentido.
—¿Qué podemos hacer para que los nuestros nos entiendan?
—General, estoy con usted, no podemos atacar a la flota de Rosily sin causar graves daños a los barcos españoles —afirmó Alvear con seguridad.
La escuadra de Francia, fondeada en el saco de la bahía, se mezclaba en desorden con las naves españolas que combatieron en Trafalgar y que anclaron en ese mismo lugar, lo cual dificultaba el ataque. Sería imposible intentar acabar con los franceses sin que se produjera una escabechina entre los españoles.
—Mucho trabajo se le presenta a Dios teniéndonos que amparar en esta empresa —sentenció Solano—. Cualquier paso que yo dé puede conducirnos al éxito o al fracaso más estrepitoso, y visto el giro que han dado los acontecimientos, me inclino a pensar que más bien sería lo segundo.
—¿Hay alguien capaz de poner en peligro a sus compatriotas? General, no se me ocurre otra alternativa cabal que evitar el ataque; muchos de nuestros hombres morirían.
—¿Un café…? —De repente Solano se alejó de la realidad, pero regresó enseguida.
—No, gracias. ¿Se encuentra bien?
—Sí, Diego, sí, buen amigo… Intento encontrarme bien, del mismo modo que quisiera hallar la respuesta más atinada al problema que tenemos que resolver. Empiezo a albergar dudas sobre lo que es bueno y lo que es malo.
La fortaleza de Solano se tambaleaba. Pero su dignidad se mantenía intacta.
—¿Qué quiere el pueblo? —prosiguió, profundamente deseoso de alcanzar la solución que les sacara del atolladero—. Hasta ayer pensaba que todos estábamos en lo mismo.
La intensidad de los gritos de la multitud aumentaba, inundando el salón. «¡Traición!, ¡traición!», redundaba por la plaza y se colaba por las rendijas de la casa ocupando hasta el último rincón.
Solano no había querido prever más defensa que la de los hombres que allí se encontraban: su cuerpo de guardia, compuesto por un cabo, un sargento y ocho soldados, amén del capitán Alvear, San Martín y algunos mozos bajo las órdenes de este.
—Dos de vosotros bajad a atrancar la puerta, ¡rápido! —les ordenó.
—No lo haga —dijo Alvear; sujetaba del brazo al gobernador para que no compareciera otra vez ante la turba por considerarlo un gesto inútil—. Hay que pensar una estrategia distinta. No creo que salir sea indicado en las actuales condiciones.
Un individuo íntegro y de convicciones leales al código del honor de los militares, convencido de que su deber era intentar una salida con los medios a su alcance y aun sin ellos, hubiera hecho lo que Solano se disponía a hacer. Salió al bacón y oyó de frente el griterío que estaba pidiendo nada menos que su muerte. La sola posibilidad mareaba. También se escuchaban voces que, alzándose en nombre de todos, le solicitaban que recibiera a algunos representantes del pueblo para negociar. Pero ¿qué se puede negociar poniendo sobre la mesa como preámbulo la cabeza del negociador? Solano les conminó a marcharse. Hizo un vano intento de explicar por qué no debían atacar a la flota francesa. Nadie escuchaba. La algarada iba creciendo y el gobernador retrocedió un paso hasta que sintió que alguien tiraba de él para devolverlo adentro. Era Alvear. Mejor así, porque le evitó presenciar cómo un hombre, cobardemente resguardado en la penumbra, se asomaba a un balcón y sacudía un pañuelo blanco. Era la señal. «Muerte a los franceses, ¡y muerte a sus defensores!». La masa, puñales en mano y encendidas las antorchas, se abalanzó contra las puertas del palacio gubernamental. En el interior, el rugido cobró una dimensión de eco diabólico. Un cañón apareció por un ángulo de la plaza y fue dirigido hacia la entrada de la caballeriza, volándola de una sola vez. Los cristales de las ventanas cayeron rotos, estrellándose en la barbarie humana.
Los hombres que conformaban la guardia del general Solano lo dieron todo por perdido. Sin pensarlo dos veces, abandonaron sus puestos y desertaron. La turba ya tenía el paso libre, y Solano, unos segundos para despedirse de su esposa antes de emprender la fuga. Nada que hacer. No se puede defender el honor si no se pone a salvo antes la vida. Aunque en lo más hondo de su ser, de general y de hombre, sentía la enorme y pesada carga de una humillación que se le hacía insoportable. Nunca, jamás en toda su carrera, había huido.
Dio marcha atrás en su intención y se lo advirtió a su edecán:
—No puedo… No puedo salir corriendo como si fuera una rata.
—Mi general, tiene que hacerlo. —A San Martín le conmovió su actitud; quería poder salvarlo, pero sabía que hasta Moisés hubo de tenerlo más fácil para separar las aguas del mar que Solano para librarse de la muerte en aquellos momentos—. Quedarse aquí es una locura.
—¡Pues un loco seré! ¡No huiré! ¡No voy a hacerlo! —gritó nervioso sacando su temperamento.
El tiempo se agotaba. Oían el jaleo de los rebeldes entrando en la casa. San Martín, más joven y de mejor envergadura corporal que su superior, reaccionó por él, lo guió con prisa y a empellones hacia el tejado, con la mala suerte de que fueron interceptados por tres hombres que hacían de avanzadilla. Distinguió a Olaechea. Iban a asaltarlo, pero Solano disparó y se asustaron. Entonces San Martín aprovechó para empujarlo hacia la escalera y ambos subieron corriendo hasta el tejado, esa vez sí, desde el que emprendió en solitario la fuga saltando de azotea en azotea. El capitán americano se retorcía de rabia por tener que protagonizar algo así. La pérdida de la dignidad perfora el alma de un militar. San Martín y Solano se profesaban mutuamente admiración y estima. El primero tenía presente, y lo tendría siempre, que al general ahora caído en desgracia le debía buena parte de sus logros castrenses; había sido persona fundamental en su carrera y un ejemplo para un joven como él con ambición de prosperar en el ejército.
Un ejemplo de vida ajena a la rendición. Un ejemplo, pues, que se quebraba como el vidrio.
Los asaltantes volvieron a la calle para dar la voz de alarma: «¡El cobarde se escapa!, ¡huye como un miserable por los tejados!», dijeron con el alocado arrojo de quien se cree con autoridad para ajusticiar sin miramientos.
Solano se vio solo. Ninguno de los generales, compañeros suyos en tantos frentes, salió en su defensa para contener la brutalidad del pueblo. Ni Ruiz de Apodaca. Ni Moreno. Ni Ugalde. Ni De Morla… Así hasta completar diez nombres. Los diez firmantes del bando. Diez cobardías que no debían ser juzgadas ya que sus respectivas razones se desconocían. Esa ausencia de respuesta dejó a Francisco Solano desasistido en una de las peores y más peligrosas situaciones que se le pueden plantear a una persona: ser víctima de una masa sedienta de sangre, una multitud fuera de sí que no estaba dispuesta a quedarse sin botín. Si no conseguía derramar sangre francesa, tendría que ser, entonces, la de quien lo había impedido.
En plena huida, el antiguo novicio Olaechea consiguió darle alcance y se inició un peligroso forcejeo en el que Solano acabó empujándolo para desasirse, con la mala suerte de que Olaechea cayó al vacío y se estrelló contra el suelo. Solo faltaba eso para exacerbar a los insurgentes convertidos en bestias enloquecidas. Ya no buscaban solo castigo porque no se quisiera atacar a los franceses, sino venganza por las graves heridas causadas a uno de los suyos.
El gobernador llegó, a través del tejado, a casa de quien fue su gran amigo, el difunto banquero irlandés mister Strange. Su viuda, María Tucker, no podía creer tener delante al marqués del Socorro en la situación en que se encontraba y se aprestó a refugiarlo en el sótano, en un escondite con una trampilla difícil de localizar. Apenas hablaron. A Solano le faltaba el resuello. Le dolían las manos y un tobillo que se había lesionado al saltar por las azoteas.
Mientras, la turbamulta arrasaba su casa, sembraba el caos recorriendo las estancias, destruyendo muebles, quemando cortinas, arrojando por los balcones y ventanas a la plaza cuanto papel, libro y documento encontraba al paso. La esposa, doña Francisca, era presa del terror, no comprendía la sinrazón de la que estaba siendo testigo. Nadie más que una joven criada, con más miedo, si ello era posible, que su señora, continuaba a su lado, consolándose la una a la otra. Por fortuna, los exaltados nada pretendían de ellas.
Los rumores corrían por las calles gaditanas más rápido de lo que arde un reguero de pólvora. A casa de los Alvear, como a muchas otras de personas involucradas en contener la revuelta popular, alcanzó lo que estaba sucediendo en el domicilio de los Strange. Rebecca, al igual que Solano, también era amiga de María Tucker. Parecía un animal enjaulado dando vueltas por el salón sin saber qué hacer pero queriendo hacer mucho. Se contaban más de veinticuatro las horas de desconcierto y confusión que habían generado en barbarie. Y ella, sin posibilidad de intervenir en nada cuando la vida de sus amigos estaba en peligro. Temía por el marqués, igual que por su esposa, doña Francisca. Y ahora, encima, desconocía la suerte de la viuda de Strange.
¿Y su marido? Hacía mucho que había salido hacia el Palacio del Gobierno. En ese intervalo la situación en las calles había empeorado. Lo único cierto era que todo y todos estaban en peligro.
Ya no aguantaba más el encierro. Dispuso lo necesario para que su hijo Diego estuviera atendido por la nodriza y las criadas mientras se hallara ausente, y le comunicó a Carlos su determinación.
—No lo haga, no salga. —El muchacho intentó que recapacitara—. Si le ocurriera algo, mi padre no me lo perdonaría.
—La responsabilidad será solo mía. Y así se lo haré entender a tu padre. Pero, por favor, compréndeme. No puedo quedarme más tiempo cruzada de brazos, sin hacer nada y sin saber qué está pasando. ¿Puedes imaginar cómo estará la esposa de Solano? ¿O nuestra amiga María, si es verdad que tiene escondido en su casa al general?
Carlos agachó la cabeza sintiendo la misma impotencia que ella y admirando, en el fondo, los arrestos de la esposa de su padre.
—Por favor —dijo, y tragó saliva—, no se exponga a riesgos innecesarios. Condúzcase con prudencia. Esta gente no se anda con tonterías. La ira de una masa de infelices sin cordura puede llegar a ser tan mortal como un fusil.
—Tranquilo. Seré prudente y sabré qué hacer.
Cogió su capa para evitar ser reconocida. Besó a Carlos con prisa y se echó a la calle.
El ambiente era más agobiante de lo que parecía. Andadas un par de cuadras, resultaba imposible seguir avanzando. Precisamente en el punto en el que se encontraba, el tumulto creció poniendo en riesgo su integridad física. Rebecca comenzó a sentirse atrapada por el vaivén interno de la masa, un movimiento incontrolable. No podía respirar. Era agobiante. Inexplicablemente, a punto de ser arrollada, la rescató un hombre que no se sabía de dónde había salido. Se trataba de un apuesto joven, de pronunciada altura y aire intrépido, cabello negro como el azabache y una invisible sonrisa que quedaba sumergida bajo un fino bigote negro. Protegió a la mujer con su cuerpo, arrastrándola con decisión mientras la mantenía apretada contra su pecho para que no se pudiera soltar por el efecto de la multitud. Por fin encontraron una salida: un zaguán a cuyo interior la empujó. Todo se desarrolló con apresuramiento. La aparición repentina de este hombre uniformado acababa de salvarla. No tuvo tiempo de fijarse demasiado en él. Lo que le llamó la atención fue su nariz aguileña, propia de otras latitudes.
—Quédese aquí y no se mueva hasta que la aglomeración se disuelva, no tardará en suceder —le dijo expeditivo—. En cuanto pueda —continuó— regrese a su casa, señora de Alvear. Este no es un lugar seguro para usted ni para nadie.
¿Cómo sabía su nombre?, se preguntó. ¿Le conocía? ¿Quién era ese hombre que la había puesto a salvo? Interrogantes que quedaron suspendidos en el aire revuelto de la sublevación.
Sin mediar más palabra, el misterioso joven desapareció.