El Cádiz que se encontró el matrimonio Alvear era un hervidero de ideas en el que la vida social, más que un pasatiempo, devenía una necesidad y una obligación. Las relaciones personales se convertían en un objetivo para favorecer las influencias que movían los hilos de la actividad política, en plena efervescencia, y de la económica, cada vez más emergente.
Y como en cualquier comunidad rica y activa, un abismo distanciaba las clases sociales. Nobleza y aristocracia, por un lado, y por otro los bajos fondos, de los que algunos gaditanos hacían bandera.
Rebecca Ward se acomodó a esa sociedad en la que encajaba como un guante. Brillaba en los salones más distinguidos y se codeaba con Grandes de España en elegantes fiestas, entre personas respetables y de alcurnia, como la duquesa de Benavente, la de Osuna, la sin par duquesa de Alba, o las marquesas de Santa Cruz, de Camarasa, de Alcañices, y la condesa de Oñate, cuya belleza y espectacular figura deslumbraba a hombres y mujeres por igual. Todas las damas de la alta sociedad, sin excepción, acogieron a Rebecca, considerándola una más entre los suyos. Y Rebecca caminaba por los salones en fiestas cogida del brazo de su marido con orgullo, luciendo preciosos vestidos confeccionados con telas suntuosas. Él se sentía orgulloso y envidiado. Una mujer joven, inteligente y hermosa, del brazo de un sexagenario. Rebecca resplandecía como las estrellas que antaño formaron parte de su vida y después quedaron olvidadas por el devenir del tiempo y de los acontecimientos. Su gran pasión sustituida por una visión de la realidad más terrenal, que era lo que entonces le hacía feliz.
A Carlos le costaba adaptarse a la ciudad, pese a que no debería haber sido así. No era que Cádiz ofreciera para un joven como él menos atractivos que Montilla. Más bien sucedía al contrario. Pero era su ánimo el que no estaba bien. Demasiados cambios en muy poco tiempo le habían obligado a madurar, y hasta ese momento no había hecho más que ir adaptándose a esos cambios. Desde que llegó a España cargando en la espalda de su juventud la tragedia del Cabo de Santa María, le pesaban el desánimo y la frustración de no acabar de encontrar su sitio en su nueva familia, en su nueva ciudad y en su nueva vida; como si perder a su madre, a sus hermanos y a su primo no fuese suficiente martirio. Hubo que sumar después la injusta cárcel, la estancia en Londres, lejos de su patria, y su llegada por fin a España pero para comprobar que no le aguardaba ningún destino ni posibilidad alguna de prestar servicio al ejército, como era su voluntad. Entendió que los ingleses no eran los únicos que cometían atropellos e injusticias. Sus esperanzas se ensombrecieron al serle denegado, medio año después del ataque inglés, el ascenso a teniente en el Regimiento de Dragones de Buenos Aires, solicitado por su padre. Pero, finalmente, a sus dieciocho años, le llegaba una buena noticia: el rey había accedido a que ingresara en el Cuerpo de los Carabineros Reales al haber considerado que, debido a los sucesivos avatares de los últimos tres años, no había podido optar, aunque hubiera querido, a los oportunos ascensos en su carrera militar.
Diego de Alvear se hizo acompañar por Carlos para ir a presentarse al gobernador de Cádiz, el general Francisco Solano y Ortiz de Rozas, marqués del Socorro, un preeminente militar de casta. Hijo del gobernador y capitán general de Venezuela y de Santo Domingo, José Solano y Bote, fallecido recientemente, se había convertido en el general más joven de la nación.
Nacido en Caracas, cursó estudios en el Real Seminario de Nobles de Madrid, al igual que hizo años más tarde José de San Martín, e ingresó como cadete en el Regimiento de Reales Guardias Españolas de Infantería. Luchó en las filas napoleónicas en la campaña del Rin, a las órdenes del mariscal Moureau, pero Solano no era hombre que pudiera entenderse con Napoleón. Cuando Moureau cayó en desgracia, él lo acogió en su casa de Cádiz, adonde llegó deportado, un gesto que desató la furia del emperador. Pero ya nada podía hacer contra Solano, estaba demasiado lejos. Y lo había estado… hasta entonces.
Andaba por los cuarenta, y a su puesto en Cádiz sumaba el cargo de capitán general de Andalucía. Nada más ocupar su plaza se desató una grave epidemia de fiebre amarilla que se preveía devastadora pero que, en cambio, se consiguió controlar gracias a las medidas de aislamiento y a la cuarentena severa decretada por él. Eso acabó de decidir su nombramiento como gobernador y dejó a Cádiz en buenas manos.
El mismo Cádiz en el que debían trabajar juntos, Alvear y él.
—No le saco mucha ventaja en el conocimiento de esta ciudad, ya sabe que no llevo demasiado tiempo destinado aquí, aunque estuve en otras ocasiones. Pero sí llevo el tiempo suficiente como para permitirme darle algunos consejos que puedan servirle para moverse con facilidad.
—No dudo de que me servirán.
—Ándese con mucha prudencia, sobre todo al principio, aunque me consta que usted la tiene. ¿Sabe cuál es el principal problema de esta ciudad? Uno no sabe cuándo es mejor ser partidario del inglés o del francés, o cuándo al revés, ¡o cuándo no escoger ninguna de las dos opciones para poner la cabeza a salvo!
Al hablar, Solano mostraba una sonrisa contenida. Poseía la nariz y el porte de un águila, y llamaban la atención las largas patillas, anchas y oscuras, que flanqueaban su cabeza.
—Cierto es que parece nuestro sino debatirnos entre ingleses y franceses. —Alvear se interesó por los aires de guerra que corrían en las últimas semanas—. ¿Cree que el Tratado de Fontainebleau va a tener consecuencias adversas para nosotros? La situación es confusa.
—En mi opinión podría tenerlas. Y dice usted bien, la cosa no está clara. En octubre firmamos el acuerdo con los franceses para que fueran nuestros aliados contra Portugal, y ahora da la impresión de que Napoleón se siente dueño y señor de España. Convinimos el apoyo logístico que fuera necesario en el tránsito de las tropas imperiales para la causa común, y le soy sincero, Alvear, si le digo que me intranquiliza el hecho de que los gabachos hayan ido tomando posiciones en importantes plazas de nuestro territorio. Me llegan ecos de que la población empieza a resentirse por las exigencias de las tropas francesas allá por donde pasan. Una cosa es facilitarles la manutención, y otra muy distinta, rendirles pleitesía.
—Confiemos en que no vaya a mayores. Aunque de los franceses no puede uno fiarse —aventuró Alvear.
—Ni tampoco de los ingleses —se apresuró a añadir Solano.
Diego torció el gesto, pero no por Solano, sino por los recuerdos.
—Desde luego, nadie mejor que yo sabe lo poco de fiar que son los ingleses. —El mal recuerdo persistía, imborrable.
—Me hago cargo, capitán, pero ha tenido usted suerte encontrando a una mujer con la que poder rehacer su vida. —La voz del general Solano rezumaba humanidad—. No es fácil, pero le ha ocurrido. Es usted un hombre afortunado. Y, por cierto, ¿cómo se encuentra su esposa? Cuando hayan acabado de instalarse me gustaría conocerla y…
Un par de golpes en la puerta lo interrumpieron.
—¡Adelante! Capitán, ha traído con usted a su hijo y agradezco que lo haya hecho. Ahora soy yo quien quiere presentarles a un joven que es casi como un hijo para mí. Le tengo verdadero aprecio y presumo de su amistad. Permítanme presentarles a mi ayudante: José de San Martín.
El joven José se dirigió a ellos con paso firme. Las pisadas de sus botas resonaban en la memoria de un tiempo que quedó atrás pero que podría regresar en cualquier momento. Dos personas en la sala, un Alvear y un San Martín, sabían que eso pasaría. Más pronto o más tarde, pero pasaría. No tenían dudas al respecto, aunque sí temores. Todos los del mundo.
Un frío repentino invadió el corazón de Diego y le dejó clavado en el sitio. Como un rayo certero en plena tormenta o una ola gigante en la tempestad en mitad del océano, volvieron a él los inmensos y oscuros ojos guaraníes. Las noches con Rosa bajo la húmeda luna de Yapeyú sobre la superficie del río Uruguay. Sus pies descalzos. Su cuerpo caliente y prohibido hasta que dejó de serlo.
—¡Capitán! —San Martín le hizo el saludo militar.
Alvear le respondió gestualmente, no conseguía articular una palabra de entre tantas como quería decir. La primera y única vez que habían estado juntos, José era un niño de apenas cinco años que se despedía de él sin saber quién era, a punto de embarcarse hacia España.
El que vivían tantos años después era un instante sublime y doloroso que deberían superar.
Carlos, ajeno al verdadero significado del encuentro, quiso mostrar el agrado que le producía conocer a San Martín, y así lo expresó:
—Es un privilegio conocer al hombre de cuyo carácter valeroso todo el mundo da fe y al que por ello admiro desde hace tiempo.
—Agradezco sus palabras, el privilegio es mío por hallarme ante dos valientes. Les expreso mi sentido pésame por la pérdida de tantos seres queridos. —San Martín hablaba dirigiéndose al padre y al hijo—. Debe resultar desgarrador perder a un hijo, saberlo lejos para siempre, ¿no es así, capitán? —Clavó su mirada en Alvear y este la notó perforándole el alma. No fue capaz de responder.
—Mi padre me ha hablado mucho de usted —terció Carlos sin imaginar cómo iba a caer ese comentario precisamente en su progenitor—. Suele ponerlo como ejemplo de militar valeroso.
—¿Ah, sí…? No imaginaba que el capitán conociese mi trayectoria… —respondió enigmático San Martín.
—Dice que ha llegado muy lejos siendo muy joven. Le tiene en alta consideración.
—Y yo a él —afirmó San Martín con una seriedad que contrastaba con el tono relajado que presidía la reunión. Y se atrevió a ir más allá—: Tener una buena formación militar y académica es fundamental para progresar, en el ejército así como en cualquier ámbito de la vida. Y yo, por fortuna, la he tenido. ¿No opina usted lo mismo, capitán Alvear?
La pregunta sentó como un mazazo a Diego. Abominaba del tono y la intención, pero decidió pasar por alto la afrenta.
—Le doy toda la razón —respondió serio y más afectado de lo que hubiese querido por el encuentro imprevisto.
—Ya ve que a mi ayudante le asiste la cordura, y yo estoy bien asistido por él —intervino Solano.
Las vidas de Solano y de San Martín se habían cruzado en la guerra del Rosellón contra Francia, defendiendo la frontera de los Pirineos, constantemente atacada por los franceses. En su primer encuentro, en el sitio de Orán, fue donde San Martín tuvo su bautismo de fuego. Se había estrenado en campaña con solo trece años, en las mismas tierras del norte de África en las que su padre, el palentino don Juan de San Martín, había destacado con honores en su carrera militar.
Cuando abandonó Buenos Aires con el matrimonio San Martín-Matorras, Carlos no había nacido. El joven José que se presentaba ante don Diego y su hijo había cumplido veintinueve años y era capitán del Regimiento de Voluntarios de Campo Mayor.
—Espero que nos veamos con frecuencia —le dijo el joven Alvear.
—Yo también lo espero —respondió San Martín de buen grado—. Posiblemente descubramos que tenemos mucho en común.
—Es muy generoso por su parte, capitán.
—He oído que tienes dieciocho años, ¿me equivoco?
—Bueno, ya casi diecinueve —corrigió Carlos.
—Me ha llegado que tienes empuje y que no te faltan ganas de labrarte un porvenir. Eres joven, seguro que lo consigues.
—Lo cierto es que hasta ahora he conseguido menos de lo que querría —se lamentó Carlos—. La tragedia se ha cebado en mi familia y ha estancado mi carrera militar. Es duro, pero no tanto como haberlos perdido a todos, salvo a mi padre.
Carlos y José miraron a Diego, que les escuchaba con gesto serio.
—Eres afortunado al contar con un padre en el que, además de ser un gran apoyo, puedas mirarte como en un espejo que refleja lo que tú mismo quieres ser. —Pese a que las palabras estaban supuestamente dirigidas a Carlos, San Martín no dejaba de mirar a Diego mientras hablaba—. Porque seguro que lo tienes de ejemplo, un hombre como él lo sería para cualquiera.
—Es usted muy amable —dijo Alvear intentando concluir una conversación que le incomodaba—. Respecto a los franceses, general, nos comentaba de la confusión que se está extendiendo —prosiguió dirigiéndose a Solano para cambiar de asunto—, creo que lo más oportuno será, como bien dice, atender al desarrollo de los acontecimientos con prudencia. También me han llegado nuevas acerca de lo harta que empieza a estar la gente de las demandas, que más bien son imposiciones, de Napoleón.
Acertó el marqués del Socorro en su análisis del momento que atravesaban las relaciones hispano-inglesas. Acabando 1807, Napoleón tenía claro que, para sus veleidades expansionistas, la debilitada y caótica monarquía encabezada por Carlos IV, que más bien parecía destronado por su hombre de confianza, Manuel Godoy, el Príncipe de la Paz, no le resultaba útil. Así, mientras las autoridades españolas no recelaban de su aliado, este iba ocupando ciudades siguiendo un plan estratégicamente trazado. Barcelona, Figueras, Pamplona, Salamanca, Burgos… Hasta sesenta y cinco mil soldados franceses llegaron a acantonarse en territorio español. Y entonces sí, el incremento de tropa francesa acabó por alarmar a Godoy. Era marzo del año entrante cuando la familia real, incapaz de controlar la situación y temiendo que el emperador se atreviera a ocupar Madrid, se retiró en pleno al Palacio Real de Aranjuez. Su idea era, si la cosa empeoraba, emprender la huida hacia Sevilla con el propósito de embarcar rumbo a América, como ya había hecho el rey de Portugal.
La cobarde y pusilánime reacción de los monarcas indignó a la ciudadanía. El rumor de su posible fuga se extendió por la ciudad como una mancha de aceite. La gente, furiosa, se echó a la calle espoleada por los partidarios del príncipe de Asturias, Fernando, tercer hijo de los reyes, y llegó a asaltar el palacio de Godoy, al que no encontraron hasta el amanecer, escondido entre esteras en un cuartucho de los sótanos. Aquello supuso el principio del fin.
El propio Fernando tomó el control de la situación evitando el linchamiento de su rival político, al que todo el mundo consideraba un usurpador del trono. A mediodía, y con el convencimiento de que los próximos en apresar podrían ser los reyes, don Carlos IV abdicó en su hijo Fernando ante el clamor popular. Un clamor equivocado. España entera se equivocaba. El nuevo rey marchó a Bayona para entrevistarse con Napoleón Bonaparte creyendo que este iba a apoyar el traspaso de poder con tal de garantizar la estabilidad política del país. Pero al emperador francés no le importaban ni España ni su estabilidad si no era en beneficio suyo. Lo que perseguía era que su hermano José ocupara el trono español. Y el joven rey había caído en su trampa. Cuando cruzó la frontera a Francia no imaginaba que acababa de caer prisionero en la red napoleónica y ni mucho menos que el castillo de Valençay iba a ser su morada en los siguientes seis años.
Diez días más tarde, escoltados por las tropas francesas, llegaron también a Bayona sus padres con la pretensión de interceder por su favorito, el Príncipe de la Paz. Bayona se convirtió en escenario de abdicación: Fernando le devolvía el cetro a su padre y este, a su vez, lo entregaba a José Bonaparte para que fuera coronado como nuevo rey de España. Todo un despropósito.
Cuarenta y ocho horas que cambiaron el curso de la historia. Ese fue el tiempo que transcurrió hasta el levantamiento popular en Madrid acaudillado por los capitanes Luis Daoiz y Pedro Velarde contra las tropas del mariscal Joachim Murat. El pueblo no podía más y se levantó en armas para asegurar la independencia de Madrid, que no quería convertirse en feudo francés. Porque la independencia es la libertad, y los habitantes de la Villa deseaban ser libres como hasta entonces lo habían sido.
Sin embargo, la mano dura de Murat tiñó de sangre las calles y llenó de odio la esencia de una villa luminosa. Sus órdenes fueron tajantes y crueles. Despiadadas. Los soldados a su mando sofocaron la revuelta disparando indiscriminadamente, lo hicieron contra las decenas de personas congregadas a las puertas del Palacio Real. Los muros en cualquier recodo servían de improvisado paredón de fusilamientos en masa. El terror se propagó entre cadáveres y disparos que no cesaban. Un ruido infernal ensordeció la libertad.
Cuando el manto del silencio cayó sobre Madrid, con él se posaron la oscuridad y la tristeza.
Madrid se moría. Al resto del reino le tocaba evitar que los franceses erigieran su nuevo imperio sobre los muertos españoles.