29

Un cielo azul y luminoso les saludó en el primer amanecer como marido y mujer.

Diego se levantó y tiró de las sábanas.

—¡Vamos, perezosa, vístete! Tengo una sorpresa para ti.

A Rebecca le resultaba desconocido ese estrenado vigor en su esposo.

—¿No vas a anticiparme de qué se trata? Podrías darme una pista, se me dan bien los acertijos.

—¿Eso es lo que entiendes por sorpresa? —Le dio un beso con muchas ganas—. Si te lo digo, dejará de serlo. ¡Vamos, vamos! Desayunaremos y luego te desvelaré el misterio. Te advierto que llevo mucho tiempo trabajando en ello.

Rebecca se hacía la remolona.

—¡Claro que quiero saber de qué se trata! Pero… ¿me estás pidiendo que madrugue después de nuestra noche de bodas…? —Se giró de un lado en la cama haciendo ver que no quería levantarse—. ¿Y luego dices temer nuestra diferencia de edad? ¡Ya lo creo! Soy yo quien no puede seguirte a ti —bromeó divirtiéndose con la situación.

—Por favor, Rebecca, sé que te va a gustar.

Besos, abrazos y rendición. Acabaron bajando a desayunar con la prisa impuesta por Diego para poder descubrir la sorpresa anunciada y en la que llevaba meses empleándose.

No tuvieron que caminar mucho, el destino se encontraba dentro de la finca de los Alvear. Lo que se veía era una edificación en obras, aunque muy adelantada. Era lunes, y tan temprano que todavía no habían llegado los peones.

—¿Qué es esto? ¿Es que forma parte del negocio familiar? ¿Vais a ampliarlo?

—No puede hablarse de negocio pero sí de familia: la nuestra, la que tú y yo formamos…

—No, no, a mí no me incluyas en esto —respondió ella riéndose—, soy muy mala para los negocios aunque sean familiares.

—Es nuestra casa.

Rebecca, sorprendida, se puso seria.

—¿Nuestra casa?

—Nuestra casa. Eso he dicho. Será nuestro nuevo hogar. Solo para nosotros. Es mi regalo de bodas. La he construido para ti. ¿Te gusta? Di algo…

¿Gustarle? Rebecca jamás habría imaginado mejor regalo. Se vislumbraba una construcción impregnada del alma andaluza, de la que ya se sentía tan próxima. De planta cuadrada, la casa estaba rematada en la azotea por una trabajada balaustrada de piedra clara y exhibía en la fachada principal hermosos balcones como si fueran medallas.

Cuánto había cambiado su vida. Recordaba el día en que abordó a Diego en la iglesia. Un Diego que era una mera sombra de sí mismo. Luego, el comienzo de todo, el paseo nocturno en busca de estrellas en el cielo, la petición de mano con la urgencia del deseo, la despedida en Londres cuando él partió hacia España. El penoso viaje junto a su madre hacia un destino que entonces se le antojaba tan deseado como incierto. Y finalmente, esta paz que la recompensaba de todo.

Se abrazó a su marido, feliz, fundiendo en ese abrazo el rescoldo de sus vidas pasadas.

Ni a doña Catalina ni a su hija les importó la falta de celebraciones que cabría esperar con motivo de la boda, exultantes como estaban, no solo por el enlace, sino también por poder disfrutar de todo lo que Montilla les ofrecía. Los paisajes les resultaban extraordinarios, las vastas extensiones de campos que ni la vista alcanzaba al perderse en el horizonte. Y el cálido clima, tan benigno para ser pleno invierno.

Las visitas a las haciendas de la familia las mantenían entretenidas. Les acompañaba Adela. Una de las actividades que más les divertía era asistir al bullicioso desfile de las innumerables cabezas de ganado de todas clases: bovino, caballar, boyal…, que habían sido criadas desde hacía años en los grandes cortijos del Alcaparro por el padre de Diego y su tío Juan, herederos del trabajo del abuelo Diego de Alvear y Escalera. Las tres mujeres soportaban la polvareda de los animales en manada como quien asiste a una representación al aire libre; era todo un espectáculo.

Otra gran novedad eran los molinos donde se prensaba la aceituna para elaborar unos aceites densos y de sabor amargo, «un verdadero tesoro», afirmaba doña Catalina comiendo a dos carrillos el pan que mojaba en un cuenco rebosante del espeso y oloroso manjar.

Les esperaba, sin embargo, algo mejor aún. La joya de los negocios de los Alvear; aquello en lo que más invirtieron y más les rentaba, pero sobre todo lo que fascinaba a Diego desde su niñez: las bodegas. Aunque pequeña y una sola en origen, ya eran varias y ocupaban un espacio contiguo a la casa solariega de la familia en una inmensa finca en la que se extendían viñedos en los pagos altos de la sierra de Montilla.

Diego creció entre viñas y uva cuyos granos gustaba de estrujar entre sus dedos para sentir el zumo chorreando. Una uva con historia, blanca y dulce, originaria del Rin y traída hasta allí por los tercios de Flandes. El universo soñado en tierras americanas estaba encerrado en esas naves, entre botas y tinajas. Tan íntima y honda era la pasión de Diego por esas bodegas, que quiso compartir su significado con su esposa.

—No se preocupe usted, doña Catalina, les he asignado el mejor guía; ni yo mismo sería capaz de contarles todo lo que él sabe de estos lagares.

Se excusó ante su futura suegra y la amiga de su esposa refiriéndose a su capataz, Carlos Billanueva, el hombre que gozaba de su mayor confianza. Durante años había sido su asistente en Argentina, y al regresar a España le propuso que lo acompañara. Y aceptó. Tenía Billanueva la costumbre de algunos bodegueros de marcar con tiza blanca las mejores botas.

—¿Qué son las botas? —preguntó curiosa Rebecca, extasiada al contemplar por vez primera el interior de la bodega principal.

—Mira, toca esta —dijo Diego invitándola a poner su mano sobre una de ellas—. Son las barricas de madera donde se almacena el vino. ¿Ves estas iniciales, C. B.? Así marca mi capataz las que sabe que guardan los mejores caldos. Es una buena idea, nos ayuda a seleccionar los de más calidad.

—Debe de ser un proceso laborioso.

—Casi ochenta años lleva mi familia haciéndolo. La nuestra ha sido la primera bodega que produce vino en Andalucía. ¿Qué te parece? ¡Ya somos los más viejos en algo! —bromeó con orgullo.

Había sido fundada en 1729 por su abuelo, Diego de Alvear y Escalera, nacido en Córdoba, adonde habían destinado a su padre, Juan Bautista García de Alvear y Garnica, natural de Nájera, para ejercer como administrador de las Rentas Reales. Al crecer y convertirse en un joven lleno de ambición, el abuelo Diego se trasladó a Montilla y descubrió en esas tierras su afición por el campo. Poco a poco fue adquiriendo mayores extensiones de terreno, hasta que llegó a ser uno de los mayores propietarios de la zona. De sus tres hijos consiguió transmitirle la pasión a Santiago.

—Mi padre recibió esto de mi abuelo, sí, pero más importante que la herencia del dinero y las propiedades, es la del amor por esta tierra hermosa y productiva. Él ayudó a impulsar las bodegas Alvear llegando incluso a vender vinos en Inglaterra.

Rebecca escuchaba absorta la historia familiar que le contaba su marido mientras recorrían el interior de la bodega. Las naves, altas, inmensas, abarcaban un espacio en el que el silencio se perdía. Y qué distintas de las cavas de crianza, donde los techos eran más bajos y el aire parecía espesarse. A una de ellas llegaron mientras Diego proseguía el relato de la parte de su vida desconocida para su esposa.

—Desde niño, mi profunda vocación militar ha convivido con la pasión por el campo y por estas vides. El vino y la tierra han formado parte de mí, aunque es evidente que solo ha podido ser de corazón mientras he estado en América desempeñando mis obligaciones.

—No podía imaginar cuán importante era para ti.

—Mi gran sueño desde que marché fue volver al lugar en el que nací, para pasar el último tramo de mi vida dedicado a mi gran pasión, el campo.

—Cuando en Inglaterra hablabas del negocio familiar no me contaste que te fuera la vida en ello, como parece.

—Hay muchas cosas que no te he contado.

—No te preocupes. —Rebecca abarcaba con la mirada los viñedos—. Tenemos mucho tiempo para que lo hagas.

—Yo no tanto.

—¡No vuelvas a decir eso!

El buen humor del que habitualmente hacía gala su esposa llenaba de vida a Diego.

Antes de la llegada de la primavera, la casa estuvo terminada. El trasiego de muebles y enseres más personales del matrimonio se realizó de una casa a otra con bastante celeridad. Doña Catalina se emocionó al ver cómo sus cómodas, sillones, espejos, lámparas y baúles traídos de Londres fueron encontrando su lugar en la nueva casa de su hija.

—Descuida, me voy tranquila, hija.

Y es que había llegado la hora de regresar. Eran muchos los meses transcurridos desde que partió rumbo a España iniciando un viaje penoso que, sin embargo, se había visto infinitamente recompensado con la felicidad hallada en Montilla, la tierra en la que quedaría su única hija y, por tanto, una parte de sí misma.

No era tristeza lo que todos sentían el día en que la despidieron al pie del coche de caballos, sino una suerte de añoranza de lo que supondría su ausencia en los años venideros. En Sevilla vio por última vez a la joven Adela, recomendándole que no dejara de visitar a Rebecca.

Diego ofreció a doña Catalina la compañía de su capataz, Carlos Billanueva, y de una de las sirvientas de la casa, para realizar el viaje de vuelta hasta Lisboa en las mejores condiciones. Billanueva conocía el camino y era hombre aguerrido, cualidades ambas que tranquilizaban a la señora Ward. Una vez la dejaran embarcada rumbo a Londres, habría terminado su misión y regresarían a la finca montillana.

Los meses que transcurrieron desde que se casaron, en enero, hasta las Navidades de aquel año, fueron los más tranquilos de su vida en común. Pero ellos aún no lo sabían. Disfrutaban de una felicidad que estrenaban cada día sin sospechar que su vida cambiaría cuando se recibió en la casa una comunicación del Despacho Universal de Marina con la orden de traslado del capitán Alvear a Cádiz.

Rebecca, pese a lamentar el poco tiempo que habían podido disfrutar de su hogar, vio con buenos ojos la idea de volver a vivir junto al mar. A pesar de la pena que les causaba, sobre todo a Diego, dejar la casa de Montilla, Cádiz se les presentaba como un paraíso frente al océano. Aunque a veces es demasiado estrecho el paso entre el cielo y el infierno.

Fue en mayo del año siguiente cuando se mudaron a Cádiz. A mediados de agosto, Manuel Godoy nombró a Alvear comisario provincial de Artillería y comandante del Cuerpo de Brigadas del Departamento de Cádiz, de cuyo destino tomó posesión cuatro meses más tarde para llevar a cabo el proyecto de reformar y aumentar ese cuerpo, organizándolo de manera que los buques resultaran más eficaces en los combates navales. Pero ese plan quedó aplastado, como muchos otros, por el zarpazo de la terrible guerra contra los franceses. Una contienda en la que los españoles estaban dispuestos a defender su independencia ante el gabacho que pretendía hacer suya España.

Todo sin excepción quedó roto por esa infame guerra a la que se vieron supeditadas sus vidas. El primero de los hijos Alvear y Ward, Diego Francisco, vino al mundo en el preludio de un tiempo sombrío para España y para esa familia, como para tantas otras que amaban la libertad.