28

Tras varias semanas de dificultoso peregrinar, obtuvieron al fin la recompensa. Un gran premio que les dejó sin palabras al ver superadas las expectativas que tenían puestas en su llegada a su nuevo hogar. El recibimiento las desbordó. Montilla entera las saludaba con sol de invierno, y Diego, con una sonrisa que borraba de golpe las penalidades del viaje. Una sonrisa a la que Rebecca se aferró como una vela al mástil.

Al descender del coche de caballos, los brazos de su futuro esposo la envolvieron en una especie de nube confortable y cálida en la que quiso permanecer de por vida. Ese era su destino. Y quería que fuera su hogar. En el abrazo, Diego inspiró el perfume de la piel de su prometida, que había permanecido retenido en su memoria desde que abandonó Inglaterra, y sintió, más que nunca, hallarse en su verdadera patria. La patria que llevaba por nombre Rebecca.

El pueblo se vio inmerso en una enorme algarabía; llevaba esperando mucho tiempo poder agasajar a la señorita Ward y darle la bienvenida. Todos conocían la dolorosa historia de Diego, pero ahora había llegado quien cambiaría su suerte. No había vecino que no anhelara verla entrar en Montilla para darle la enhorabuena por hacer feliz al hombre más popular de la ciudad, y por elegir quedarse a vivir en ella. Rebecca había imaginado muchas veces cómo sería iniciar esta nueva etapa, pero la realidad superó con mucho sus ensoñaciones. Doña Catalina, por su parte, se mostraba encantada con tales demostraciones populares, impensables en Inglaterra.

Diego, orgulloso por la reacción de sus convecinos, apenas podía contener la emoción de volver a ver a su novia, de acariciar sus manos, rozar sus mejillas… Era la segunda vez en la que el mundo se le nublaba, pero en esa ocasión, de alegría. Qué contraste. Solo deseaba en aquel instante que la gente desapareciera para quedarse a solas con esa mujer a la que amaba con una sinceridad que hasta le dolía.

En el escaso tiempo que tardaron los Alvear en cerrar la puerta de su casa, nació el apodo que le adjudicaron a la recién llegada: la Inglesa.

Ya en la intimidad familiar, Diego les reiteró su satisfacción por tenerlas entre ellos y les fue presentando a sus hermanos y a los amigos más cercanos, aquellos que no querían perder la ocasión de ser los primeros en conocer a la futura esposa del capitán. El tío Juan habló en nombre de todos:

—Sean ustedes bienvenidas a esta casa y a esta familia que ya es la suya. Señorita Rebecca Ward —se dirigió a ella con cariñosa solemnidad—, no me cabe ninguna duda de que eres la mujer que hará feliz a mi sobrino. Os deseo la mayor dicha en lo que ambos habréis de compartir, en Montilla o en el lugar que os reserve el destino. Que Dios os conceda una larga vida juntos.

La besó en la frente.

Ella, agradecida, abrazó después a Carlos, su futuro hijastro.

—Qué mayor te encuentro.

—¡Es que ya soy hombre!

—Bueno, yo no diría tanto —bromearon ambos.

Diego se acercó a Rebecca para recrearse en el goce de su proximidad física. Admiró sus manos, reconoció su talle al rodearla por la cintura; la cara, al acariciarla… Rebecca, tantas noches soñada, al fin a su lado.

A la espera de que se convirtieran en marido y mujer, Diego reservó para ellas las habitaciones más soleadas de la casa, una edificación típicamente andaluza, blanca, con un patio central atiborrado de plantas de un verde intenso que realzaba por contraste la cal y el azulete de las paredes. Las estancias resultaban amplias y eran luminosas; en todo distinto a las construcciones y al mobiliario ingleses.

Las dos mujeres estaban cansadas por el largo y agotador viaje. Tras tomar un pequeño refrigerio se excusaron y se retiraron a descansar. Antes de hacerlo, Rebecca y Diego compartieron unos minutos en los que latieron con fuerza las ganas que tenía el uno del otro.

—Eres una mujer valiente. No sabes cuánto lamento las penalidades de vuestro viaje. Haces que me sienta orgulloso de ti. ¿Realmente merezco esta suerte?

—Ha sido duro, pero al verte se me olvida lo mal que lo he pasado. Estoy segura de que ha valido la pena. Aquí estoy. Aquí estamos. Tú y yo, por fin, mi amado Diego.

—Mi amada Rebecca…

La besó sintiendo que eran muchos los besos que le debía y demasiadas las noches añorando dárselos.

El frío matinal no era comparable con el de Londres, ni tampoco el sol que resplandecía en la primera mañana de su futuro. Había sido tan intenso su deseo de estar junto a su prometido, que Rebecca no acababa de creerse que amaneciera en Montilla y a su lado. Estaba deseosa de conocer el pueblo, de verlo con más tranquilidad, así que se abrigó bien y se echó a la calle acompañada de su madre sin imaginar que las demostraciones populares de afecto pudieran ir a más. La gente la aclamaba al verla. Al grito de «¡Viva la Inglaterra a pesar de la guerra!», la saludaban al pasar; una efusividad que la hacía ruborizarse, llegando incluso a asustarla. Y no pocos eran los vecinos que, al verla pasear por la calle, tiraban su capa al suelo para que pasase sobre ella. Esa gente las desconcertaba. No habían visto cosa igual.

—Madre, ¿de dónde han salido estos españoles? ¿O es que aquí todos son así? —preguntó perpleja en casa después de uno de estos insólitos saludos.

—¿Te disgusta que te agasajen?

—Pues no sé qué decirle, me desconcierta. No sé qué esperan de mí.

En ese momento Diego entró en la sala donde ambas conversaban al calor de la enorme chimenea que presidía la estancia.

—¿Acaso desconfías del gran corazón de la gente de mi tierra? —dijo con cariñosa ironía.

—Lo siento, será que no estoy acostumbrada a este tipo de lisonjas. No olvides que soy inglesa.

—No temas. A lo bueno nos acostumbramos fácilmente. Ya te advertí que por estas tierras te encontrarías con personas muy distintas a las que has podido conocer hasta ahora. Aquí el carácter es jovial y la gente, muy hospitalaria. Ya sé que en mí no tienes el mejor ejemplo de la alegría andaluza, pero yo no cuento —añadió en un tono ciertamente guasón.

Sorprendía ver la transformación que se estaba produciendo en el comportamiento de Diego. El tío Juan, el primero en maravillarse ante el cambio, daba permanentes gracias al Altísimo por ello, y Diego, con todo lo devoto que era, le rectificaba siempre: «Más le vale, tío, dárselas mejor a la artífice de tal cambio, mi querida Rebecca».

Los días giraban tranquilos alrededor de los preparativos de la boda. Montilla era, para Rebecca, un enclave pintoresco. Hasta el aire olía distinto, y le gustaba.

En cumplimiento de su palabra, su amiga Adela llegó desde Sevilla para asistir a los esponsales. La alegría de las jóvenes contagiaba a quienes estaban a su alrededor. Disfrutaban con las presentaciones de rigor. La más esperada, la del futuro esposo.

—No me habías dicho que fuera tan guapo —cuchicheó Adela cuando las dos amigas se quedaron a solas.

—¿A ti también te lo parece? —dijo Rebecca con orgullo—. Mi madre insistía mucho al principio en nuestra diferencia de edad…

—Bueno, mayor sí que es, ¡pero tiene muy buena planta!

Ambas rieron cómplices. No sabían que el «prometido» las escuchaba. Sus risas y comentarios resultaban un alivio, haciendo que se olvidaran los tiempos difíciles de Londres, en los que Diego de Alvear era un hombre sombrío.

—Si él supiera lo que estamos hablando… —concluyó Rebecca divertida.

Diego había recuperado la expresión afable de su afinado rostro, perdida por un tiempo entre cañonazos y gritos de socorro. Su cabello, cano, presentaba reflejos plateados que le hacían muy atractivo. La nariz, pronunciada pero elegante. Los labios, delgados, acababan en unas comisuras que, al sonreír, trazaban unos ligeros surcos laterales que dibujaban un gesto amable.

El repentino fallecimiento del tío Juan alteró la alegría general y obligó a retrasar el enlace, pero solo por unos días, porque así lo determinó él. A la familia le reconfortaba saber que se había ido sin sufrir, mientras dormía. Había muerto como solía vivir: sin estridencias y evitando dar quehacer a sus semejantes.

Hombre discreto y entregado a los demás, no quiso que ni siquiera su muerte alterara la felicidad que estaba viviendo su sobrino, el primero en llorar profundamente su pérdida, otra más que se sumaba a las muchas, demasiadas, que llevaba acumuladas en pocos años. Esa, sin embargo, la vivió en paz, con sosiego, porque era la ley de la vida la que había puesto el punto final. Así debería ser en las muertes de aquellos a quienes amamos.

Cumplidas las novenas del duelo por el tío Juan, se celebró el enlace. El novio tenía cincuenta y ocho años. La novia, veintiuno. Y juntos, un mundo por delante.

Decidieron que la ceremonia fuera sencilla. Evitaban enlutarla, de la misma manera que evitaban también grandes festejos. Lo esencial iba a cumplirse y nada importaba más. Cada uno llevaba dentro de sí la celebración de lo que como adultos y voluntariamente habían decidido realizar. El compromiso que sellaron en ese acto no sería menor porque tras él no corriera el vino ni se desataran bailes. Es más, aunque la austeridad se debiera a la reciente muerte del tío Juan, al llevar dos años viviendo con el ruido de los cañones torpedeando las fragatas y de los náufragos pidiendo auxilio a gritos metido en su cabeza, el novio agradeció la falta de estridencia en el banquete. La música la sentía en los ojos de su esposa cuando lo miraba enamorada, o en sus labios pronunciando en el altar el «Sí, quiero» que le andaba rondando todo el día. Dos palabras llenas de la fuerza necesaria para ir desplazando de la mente de Diego el ruido tenebroso del ataque inglés. Costaría conseguirlo, porque la trágica mañana en la que su familia murió seguía estando presente. Su recuerdo planeaba invisible sobre las cabezas de los asistentes, solo que los gritos de socorro ya se oían como si fueran un lamento ahogado que poco a poco se iba extinguiendo hasta que de él no quedaba más que una leve sombra. Y aunque Rebecca no hablara de eso con Diego, sabía que esa sombra existía y existiría siempre, y tendría que aprender a convivir con ella.

A las nueve de la noche decidieron poner fin al banquete. Los novios agradecieron a los familiares y a los amigos su compañía, y se retiraron a su casa. Fue una jornada intensa que a esas horas había terminado para todos menos para los contrayentes. Rebecca había pensado tanto en aquel momento, que entonces ya no supo qué pensar. Temía y deseaba en la misma medida.

Dieron las buenas noches a los sirvientes antes de subir las escaleras hacia el dormitorio que hasta ese día había ocupado Diego y que iba a convertirse en la habitación nupcial. Él la tomó en brazos para entrar en el espacio donde estrenarían la intimidad tan deseada.

La esposa estaba nerviosa. Le asistía una extrañeza, la sensación de que quien tenía que traspasar el umbral del dormitorio en brazos de Diego de Alvear era otra mujer y no ella. Era la mujer a la que Diego prometió amor eterno antes que a ella y con la que iba a ocupar ese dormitorio matrimonial. Qué raro resultaba pensar que ese hombre ya se hallaba donde quería, en su pueblo natal, al que había llegado con toda una vida a sus espaldas, y que estaba a punto de hacer algo con lo que seguramente tanto soñó: entrar en el dormitorio de su casa junto a su esposa, solo que en ese momento su esposa era otra. Y a su lado pensaba partir de cero, comenzar de nuevo. Pero era otra, y no la que debía haberlo hecho.

Diego también estaba inquieto. Antes de ocupar el lecho en el que esperaba Rebecca, salió al balcón, necesitado de tomar aire y consciencia de lo que le estaba pasando. Intentó sin éxito evitar el motín de recuerdos que emergía exaltado cuando estaba a dos pasos de cumplir sesenta años y acababa de casarse por segunda vez. Rebecca era tan hermosa y tan joven…, y él había vivido tanto… Y, sobre todo, había sufrido tanto… Terribles avatares que se cruzaban en su felicidad. Hacía casi treinta años, asomado a un balcón frente a un paisaje diferente al de la campiña que se extendía en ese momento ante sus ojos iluminada por la luna llena —¡siempre la luna llena!—, le asaltaron por primera vez los ojos negros de Rosa Guarú, preámbulo de cuerpos desnudos amándose en los rincones salvajes de Yapeyú. La obligada despedida, aplastando una paternidad oculta entre la maleza y la humedad del río. Y ese niño… José… el San Martín ligado inexorablemente a un Alvear. Después vendría el amor de Josefa, la porteña de origen español, en el Buenos Aires donde se casaron. Los hijos que empezaron a llegar, y también a morir. Finalmente la ilusión de volver al origen, su amada España, acompañado de éxito, fortuna, y de su esposa y de ocho hijos que eran su orgullo. El imprevisto a punto de zarpar que le obligó a comandar la Medea, que no era la nave que le correspondía, y la decisión final de que el travieso de Carlos, convertido en el primogénito al haber fallecido los dos hermanos que le precedían, se fuera con él. Aquel viaje en el que no dejó de pensar ni un minuto en los besos, preñados de esperanza e ilusiones, que él y Josefa se prodigaron en el muelle al separarse y subir cada uno a su barco.

Todo se truncó al poco de avistar las tierras del Algarve, próximas a Cádiz, destino al que nunca llegaron. El estruendo de los cañones, el semblante aterrorizado de su hijo Carlos, testigo impotente de la tragedia de su madre y sus hermanos, el hedor a sangre y pólvora, los niños saltando por los aires de la mano de Josefa. Así los imaginó, estallando violentamente, sus pequeños cuerpos anudados unos a otros para mitigar el miedo y poder mantenerse juntos en la nebulosa que les ampararía en la eternidad. El fragor, la confusión, el estrépito de agónicos gritos de auxilio martilleando su conciencia durante veinticinco meses, los que habían transcurrido desde aquel 5 de octubre. Desde el ataque inglés, hasta su boda. Desde la muerte hasta la vida. Un inaudito viaje de retorno.

—Diego…

La armoniosa voz de Rebecca desde la cama interfirió en sus pensamientos. Acudió a la llamada sintiéndose un náufrago a punto de ser rescatado. Se despojó de la ropa con calma.

Mientras iniciaban ese otro viaje, el más hermoso, el de los cuerpos enamorados, con la lentitud de las pequeñas olas que suceden a un temporal, Diego fue dejando de oír por fin el ruido de aquella mortal madrugada, hasta que quedó sepultado, extinguido para siempre, bajo el ritual del amor y el deseo.