Fueron casi nueve meses, largos meses, de espera. Echaba tanto de menos a Rebecca, que muchos días la espera se convertía en dolor expandido por los poros de su piel.
Pero por fin llegó la licencia para celebrar la boda y el permiso para que Rebecca y su madre viajaran a España pudiendo introducir libremente el equipaje sin limitaciones. Aunque fue lo único en lo que tuvo suerte Alvear. El resto de las peticiones formales que había hecho le fueron denegadas: el ascenso a jefe de escuadra, el abono de ciertas gratificaciones e incluso de algunos sueldos relativos a la comisión en el virreinato, así como la promoción de su hijo Carlos a teniente en el Regimiento de Dragones de Buenos Aires, del que era cadete. Se sintió desamparado por su gobierno, por el que tanto había hecho y al que había entregado su vida. Le pareció injusto, pero ¿quién esperaba que la justicia entendiera de sentimientos?
Mientras, en Londres, Rebecca se afanaba en los preparativos para su viaje. No podía combatir sus temores hasta que no se encontrara en suelo español convertida en la esposa de Diego de Alvear. Tenía ganas de saber qué día podría poner rumbo a Andalucía. La incertidumbre, el no saber, aunque ya dispusiera de autorización, la intranquilizaba. Eran más soportables la distancia y la espera si a esta se le ponía fecha.
Se hallaba cerrando uno de los baúles —como si el ir acabando de hacer el equipaje acelerara la partida— cuando su madre irrumpió en la habitación.
—¿Estás segura de lo que vas a hacer?
—Ya hemos hablado de esto lo suficiente. Además, usted va a acompañarme. ¿Qué teme, pues?
—Tu padre y yo os hemos dado nuestra bendición porque es eso lo que quieres. Pero piénsalo bien, hija, aún estás a tiempo. Te acompañaré, es cierto, pero una vez estés establecida en España regresaré a casa. Allí te quedarás sola.
—Sola no, madre, estaré con Diego.
—Vas a separarte de tu familia para casarte y vivir el resto de tus días en un país extraño y con un hombre casi cuarenta años mayor que tú.
—Ese hombre mayor, como usted dice, después de lo que ha sufrido se merece algo bueno que lo acerque a la felicidad —respondió.
—¿Y tú, hija, qué te mereces? Eres tan joven…
—A mí la felicidad me llegará estando a su lado. No creo merecer nada mejor.
Abrió otro baúl y, con premeditada parsimonia, comenzó a guardar objetos personales protegida por la comprensión materna a pesar de todo.
Como tenía previsto, el capitán Alvear se desplazó hasta Madrid y aprovechó para presentar sus respetos a los reyes, don Carlos IV y doña María Luisa, que estaban pasando una temporada de descanso en el Real Sitio de Aranjuez. Sus Majestades lo recibieron con efusiva cordialidad, interesándose vivamente por los detalles de sus desventuras en la catástrofe de la Mercedes. Él acabó contándoles otros incidentes del combate frente al Algarve, evitando los detalles del estallido de la fragata en la que viajaba su familia. Con el paso del tiempo iba hablando cada vez menos de lo que ocurrió la fatídica mañana en la que estaban a punto de arribar a la costa gaditana. Esa era la única manera de avanzar, de encaminar los pasos hacia el futuro; no suponía el olvido, sino el dejar de estar tan presente. Los muertos pesan y cuesta gran esfuerzo colocarlos en distintos rincones de la vida donde puedan permanecer sin ser un impedimento para la felicidad de quien los recuerda. En ese esfuerzo estaba Diego, porque era lo que le ayudaba a perpetuarse junto a Rebecca.
Durante la recepción, los reyes le expresaron su afecto y se deshicieron en elogios sobre su comportamiento como marino, reconociendo igualmente el determinante y decisivo trabajo realizado en la comisión de límites durante varias décadas lejos de España. Era un encuentro importante, sin duda, que le hizo sentirse orgulloso y que agradeció, a pesar del disgusto que tenía por la denegación de su ascenso y del resto de las peticiones que consideraba justas y que, sin embargo, le habían sido denegadas.
Pero las citas verdaderamente trascendentes fueron las que mantuvo de inmediato con sus dos jefes superiores, el ministro de Marina, don Francisco Gil de Taboada Lemus, y el Príncipe de la Paz, don Manuel Godoy, Gran Almirante de la Armada, a quienes sí informó de manera exhaustiva en una exposición pormenorizada de los reiterados pasos que había dado en las instituciones londinenses para salvar la caja de soldadas que había quedado supuestamente sepultada entre los restos de la fragata hundida, o para al menos conseguir el valor equivalente y ver de qué manera el gobierno inglés podría resarcir a las otras víctimas del desastre. Fue una tarea ardua y laboriosa en la que empleó las pocas fuerzas que entonces le quedaban. Gracias a eso, a pensar en sus semejantes y hacer algo por ellos, aceptó, en aquel momento de derrota, la utilidad de vivir.
Después les habló de su trabajo en la comisión de límites. Les dijo que había embarcado dos ejemplares de sus obras, en los que figuraban al detalle todos los oficios, órdenes e instrucciones oficiales originales relativos a dicha comisión con el fin de entregar uno al Príncipe de la Paz y otro al Cuerpo de la Real Armada, pero que desgraciadamente habían desaparecido en el naufragio, por lo que les pidió algo de tiempo para intentar rehacer la obra mediante los cuadernos, borradores y apuntes que llevó consigo a la Medea, como el diario en el que refería toda la historia y las peripecias de la comisión, que se dedicó a copiar durante su estancia en Londres.
Esas reuniones tenían que ver con su trabajo y la responsabilidad de su cargo. Pero no eran lo único que lo había llevado a Madrid. Todas esas gestiones, aunque lo anclaban al pasado, no le impedían vivir el presente saludando al futuro, lo que verdaderamente posee el valor de impulsarnos hacia delante.
De los asuntos de los que debía ocuparse durante su estancia en la capital, el más importante era la boda. Hasta que no obtuviera oficialmente sellados la documentación y el último papel necesarios para hacerla posible no quería comunicárselo a Rebecca.
Le costaba creer que estuviera a punto de unir su vida a otra mujer, como le costaba controlar el estallido de alegría que sentía en el corazón por obtener un documento, un papel con unas letras escritas y un sello que le cambiarían la vida. Pero ya estaba. Lo había conseguido. Por fin disponían de la licencia que les autorizaba el casamiento.
Los gritos. A veces volvían para ocupar todo el espacio de su mente. Voces que se mezclaban, unas con otras, luchando por sobrevivir en el agua. Entre el humo y las ruinas, como escribió en su diario de navegación que hubo de concluir en tierra y encarcelado.
No importaba la confusión ni el barullo durante el ataque. Los gritos de los niños y de las mujeres se distinguían con una nitidez que conducía al espanto.
Cada vez que le ocurría, Diego apretaba los ojos y entonces le dolía la cabeza, mucho, pero pensaba en Rebecca y, al hacerlo, el ruido iba decreciendo hasta que parecía quedar engullido por una caracola de playa.
En Londres, la novia se mostraba pletórica ante sus padres con el telegrama en la mano. Abrazó primero a don Juan y después a doña Catalina, a la que llenó de besos. Era un gran momento en sus vidas.
El viaje a España y el adiós definitivo a su niña era una realidad inminente. Rebecca estaba preparada para entrar a formar parte de la segunda vida de Diego de Alvear y Ponce de León, hubiera lo que hubiese en ella…