Diego y su hijo se dirigieron a Lisboa para desde allí viajar por tierra hasta Montilla. Entretanto, Rebecca y su madre aguardaban en Londres la llegada de las oportunas licencias de viaje y de matrimonio.
Desde la misma Lisboa, Alvear solicitó permiso para ir a Madrid a dar cuenta de los resultados de la Demarcación de Límites y a presentar sus trabajos, pero pretendía pasar antes por su añorado pueblo, la localidad cordobesa que lo vio nacer. Su innegable sentido de la responsabilidad continuaba siendo para él lo primero, pero necesitaba ver y pisar su tierra, aunque después tuviera que esperar para poder establecerse en ella hasta que regresara de cumplir con sus obligaciones en Madrid.
El permiso se lo concedió el excelentísimo señor conde de Campoalange, embajador de España en Portugal. A los pocos días partió hacia su patria soñada. No pudo evitar recordar lo mucho que habían deseado vivir ese momento sus seres perdidos y cuántas veces fantaseó Josefa con desembarcar en Cádiz y conocer Montilla y a los suyos. Pero ya no podría. Atrás quedaban todo y todos. El lastre había de soltarse para avanzar en esa nueva vida.
Al volver a pisar Montilla después de casi treinta y cinco años, Diego sintió en todo su cuerpo el escalofrío de la ausencia. Ordenó detener el coche de caballos para apearse y que siguiera hasta su casa sin ellos, llevando solo el equipaje. Junto a su hijo recorrió a pie y en silencio las calles del pueblo camino de su hogar, en el que no hallaría a sus padres, fallecidos al poco de la tragedia del Cabo de Santa María.
Se iban acumulando las ausencias.
A su paso, algunos vecinos salían a la puerta, más que para recibirlos, para rendirles un callado homenaje con su sola presencia. Otros se asomaban a las ventanas curiosos. La repercusión de la tragedia de la Mercedes, extendida por toda Europa, allí, en la cuna de los Alvear, había golpeado con suma tristeza. La llegada de Diego y de su hijo reavivaba el recuerdo.
Las casas bajas y encaladas lo devolvían a su infancia. ¿Dónde estaban sus amigos de juegos, aquellos con los que correteaba incansable por entre las callejuelas? Mucho había cambiado el pueblo. Y él también. Ya no era el mismo. Se marchó siendo un joven con empuje, con ilusiones y grandes esperanzas, y si no había vuelto completamente derrotado era gracias a Rebecca, pero eso en el pueblo aún no lo sabían.
Ya a la entrada de su casa familiar vio a varios de sus hermanos ayudando a bajar los baúles y las bolsas del largo viaje. Se detuvo a observarlos, temiendo y deseando, en igual medida, cruzar ese umbral para adentrarse en su vida anterior a América. Carlos le sujetó el brazo con mucho cariño y lo miró emocionado imaginando lo que podía significar para su padre ese instante que estaban viviendo.
Un momento único con el que Diego soñaba con vehemencia antes de morir en vida aquel nefasto 5 de octubre.
El jefe de la familia, desaparecido su padre, don Santiago, era don Juan, hermano de este, un venerable sacerdote al que todos los sobrinos habían respetado siempre como si fuera su propio progenitor. Con un nudo en la garganta, un nudo gordo como el pesar que arrastraba desde que tuvo noticia de su desgracia, el tío Juan consiguió decir antes de echarse a llorar:
—Bienvenidos a casa…
A Diego se le vino el mundo encima.
Pero el día 26 de septiembre de ese año de 1806, el corazón se le volvió a iluminar: le fue concedida la licencia para contraer matrimonio en España con la señorita doña Louise Rebecca Ward. Su ángel redentor.