Las visitas a casa de los Ward se sucedían cada vez con más frecuencia. Cenas, tertulias, almuerzos, que mitigaban en gran manera la voluntaria soledad de Diego, agravada por la ausencia de su hijo, al que había internado en la prestigiosa academia de South Kensington en la que se educaban los hijos de los monárquicos franceses exiliados del Imperio napoleónico. Hacerlo fue una decisión difícil. Después de haber perdido a todos sus hijos menos a él, le costó separarse de Carlos, pero consideró que la tragedia vivida no podía suponer, además, una merma en su formación.
La hospitalidad de la familia de Rebecca le ayudaba a suplir el enorme vacío que había dejado Carlos, proporcionándole atisbos de emociones que todavía no identificaba. Lentamente, sin grandes sobresaltos ni escandalosos avances, su ánimo iba elevándose y alejándose, por tanto, del abismo en el que cayó la mañana del 5 de octubre. Poco a poco fue atando pequeños lazos con la realidad; la mayor evidencia de todas: que estaba vivo.
Al poco de marcharse Carlos al internado, José Bustamente, sensiblemente mejorado, le anunció que había encontrado una pequeña casa en la que se alojaría hasta que regresara a España, que, en su caso, esperaba que fuera muy pronto. Era modesta, pero más que suficiente para un arriendo de pocas semanas.
Llegaba la hora de la despedida, después de todo lo vivido y padecido juntos. En la mente de ambos, de Diego y de José, dos héroes muy a su pesar, figuraba la estampa macabra del ataque naval que los dejó marcados para siempre.
—Hay que seguir adelante, Diego. Aunque lo cierto es que me faltan las palabras. No sé muy bien qué más decirte, ahora que debemos separarnos. Es tan difícil… y tan duro… Tendrás que ser fuerte.
—Gracias, José. Tú también tendrás que cuidarte, no acabas de estar bien.
—No te preocupes. El cuerpo sanará de sus heridas. Lo difícil será olvidar.
—Difícil no, imposible. Al menos en mi caso.
Bustamante lo abrazó y Diego respondió calurosamente.
—Tendrás que conseguirlo, capitán. Tendrás que olvidar lo que allí pasó. No puedes condenarte a que ese recuerdo te persiga el resto de tus días. Nadie puede vivir así. —José se emocionó—. Nadie.
Volvieron a darse un abrazo, esta vez breve, y al irse Bustamante, se alejó con él un pedazo del sufrimiento de todos cuantos vivieron aquella pesadilla.
En un goteo incesante fueron llegando los ecos del comentario que había hecho Napoleón Bonaparte sobre el gran error que suponía el ataque inglés contra las naves españolas. El botín conseguido, con cuya parte el comodoro Graham Moore comenzó a construirse una mansión a las afueras de la capital, no justificaba, en opinión del emperador francés, la profunda enemistad que el hundimiento de la fragata Mercedes y el apresamiento de las otras tres que formaban la expedición habían generado entre España e Inglaterra. Y no se equivocaba: en diciembre, Carlos IV decidió retirar a su embajador en Londres y un mes más tarde declaró la guerra al gobierno inglés. Alvear se sintió en parte aliviado por lo que consideraba una consecuencia natural, la reacción lógica a la barbarie injustificable cometida por Moore y sus hombres.
En agosto del siguiente año, 1805, le llegó la comunicación oficial de que iba a ser indemnizado. Así constaba en un Real Decreto firmado por el rey Jorge III, que concluía en los siguientes términos: «Le serán entregadas seis mil libras esterlinas a cuenta de las pérdidas que ha tenido a bordo de la fragata española Mercedes». Suponía la mitad de su fortuna económica. Pero ¿cómo subsanar las pérdidas más importantes? Nadie, ni el rey, ni el comodoro Moore, ni el ministro George Canning, mencionaban la cruel muerte de sus familiares. ¿Qué indemnización moral podía tener la masacre de más de doscientas sesenta personas? Y por ellas permanecía en Londres, intentando resarcir a los supervivientes en memoria de las víctimas.
Un mes más tarde, mientras Alvear se desvivía realizando todo tipo de agotadoras gestiones en oficinas públicas de Londres para que también indemnizaran al resto de los oficiales, el tesorero del Almirantazgo inglés accedió a concederle otras seis mil libras para completar la fortuna que había justificado tener en la fragata hundida. A partir de entonces su ruina pasó a ser solo moral. «Creerá el rey Jorge y el gobierno inglés en pleno que con esto ya han cumplido, sin embargo queda por restituir lo más importante y a la vez lo más difícil: mi corazón», escribió a su hermano José a Granada, imbuido del mismo espíritu de derrota que tenía antes de recuperar su dinero. Aunque se apreciaban en su carta matices distintos que bien podrían suponer un cambio interior apenas perceptible pero real.
El piano era para el ánimo de Rebecca lo que las estrellas para el de Diego. Al acabar la cena, se sentó a interpretar varias sonatas de Mozart y una de Haydn. Su música significaba mucho más que la sucesión de notas encadenadas matemáticamente; con su interpretación construía melodías que transportaban vagas evocaciones de sueños llamados a cumplirse. A eso le sabía a Diego cuando la escuchaba. Y es cierto que las almas tristes se buscan para unirse en la complacencia de la música igualmente triste. Alvear se descubrió cautivado por las lastimeras canciones de Irlanda, en las que se lloraba la pérdida de la independencia y la muerte de sus héroes, y los poemas de Thomas Moore, que Rebecca cantaba con expresión dulce, suavizando la melancolía.
A Diego le sorprendía lo que empezaba a sentir. Cada vez iba a más. Era como si su vida, negra y sin fisuras, comenzara a colorearse poco a poco. Se concentró en la música durante minutos, hasta que dejó de sonar dando paso a los aplausos de los presentes. Muchos eran los invitados esa noche. Entonces abrió los ojos y los fijó en una sola figura, como si no hubiera ninguna otra en el amplio salón: Rebecca. Hacia ella se dirigía con pasos firmes y notando un peso que le oprimía el pecho y que era necesario liberar. Acababa de ocurrírsele una idea temeraria pero que brotó en forma de torrente, aguas revueltas que ahogaban.
—Ha sido magnífico —le dijo con absoluta sinceridad.
—Gracias, capitán.
«Dios, esa sonrisa», pensó Diego. Esa vez le iba a costar abandonar la casa y alejarse de la joven, pero tenía que hacerlo. No quería permanecer por más tiempo en ese salón con otras personas que no fueran Rebecca. La quería solo para él.
—Le presento mis excusas, lamento tener que marcharme.
—Oh, no puede ser… —Diego no imaginaba que la decepción de ella sería tan mayúscula—. Pero si aún queda mucha noche por delante… Mire, los invitados están disfrutando, y si quiere puedo interpret…
—No, de veras que lo siento. Por favor, no lo tome como una descortesía por mi parte. He de marcharme. Pero… verá… desearía invitarla mañana a dar un paseo a la caída de la tarde.
Rebecca enmudeció. Jamás habría esperado una propuesta semejante por parte de Diego, que estaba confuso pensando en mucho tiempo atrás, cuando se jugó su futuro con Josefa a la carta de si ella le acompañaría de noche a observar las estrellas, y ganó. Ganaron los dos. Aunque después, en el ataque naval, perdieron también los dos.
Frente a esa circunstancia, la señorita Ward era otra cosa. Era vida, renacimiento, esperanza, redención…
Entonces ¿lo era todo? ¿Cómo podía ser posible? Al menos esa vez la confusión no le impedía actuar.
—¿Usted y yo a solas…?
La pregunta que por fin Rebecca se atrevió a hacer lo sacó de sus pensamientos.
—Eso es.
—Pero eso n…
—Sí, sí, lo sé —la cortó Diego—, sé que le puede parecer un descaro. Pero no tiene nada de que preocuparse. Mis intenciones son honestas, no desconfíe de mí. —¡No podía creer que se lo estuviera diciendo!—. Le ruego que acepte. Mañana hará una buena noche.
—¿Ah, sí…? ¿Cómo lo sabe?
—¿Nunca le he contado que yo hablo con las estrellas?
Era la primera vez que Diego se permitía una conversación en la que cabía una broma o alguna frase que no llevara aparejada la tensión de quien se resiste a aceptar lo bueno que brinda la vida.
Rebecca arrancó a reír.
—Me está tomando el pelo, ¿verdad?
—No, en absoluto. —Diego hablaba fingiendo una seriedad que contrastaba con su semblante relajado y amable—. ¿No le atrae la idea de comprobarlo? Se sorprenderá de lo que son capaces de decir los astros. ¿A que nunca ha visto un cometa?
—¡Claro que no!
—Pues yo sí. Además, tuve que describirlo como parte de mi trabajo. Era la primera vez que se daba cuenta escrita de un avistamiento. Un hecho único, y yo fui el escogido para presenciarlo.
—¿Y dónde tuvo lugar?
—En tierras de las misiones jesuíticas. Trabajé durante años delimitando nuestros territorios frente a los que correspondían a Portugal. Un trabajo duro pero del que me siento orgulloso.
—Yo diría que duro pero fascinante.
—Bueno, no tanto, no se crea. Mañana podremos seguir hablando de ello, veo que es un asunto de su interés.
—Es usted quien lo hace interesante.
—Vaya… —Le ofuscaba la franqueza de la joven—. Me halaga con su comentario.
—No es halago sino verdad lo que digo.
—Ha sido un placer, una vez más, señorita Ward. —Le besó la mano al despedirse.
—¿Señorita Ward…? —replicó ella, divertida.
—Rebecca… —rectificó—. Pasaré a recogerla mañana a las siete y media.
—Estaré preparada, capitán Alvear.
—¿Capitán Alvear…? —Era increíble lo lejos que estaba llegando.
Rebecca se tomó unos segundos antes de responderle. Quería disfrutar de lo que iba a decir:
—Diego…
«Diego…», se repitió ella para sus adentros cuando lo vio alejarse camino de la salida. «Diego».
«Diego…», esa noche en sus pensamientos antes de dormirse. «Diego…», en sus sueños nocturnos. «Diego…», el nombre que amaneció en su boca al despuntar el alba.
El mismo Diego que pensaba igualmente en ella al considerar próximo el momento de marchar de Inglaterra y, al haber culminado los trámites que tenía la responsabilidad de resolver, de alcanzar, por fin, su tierra, la misma que la escuadra de Moore le negó. Ese momento en el que, con la perspectiva del viaje, le invadía la nostalgia y la añoranza por su vida pasada y por la familia perdida. América, y sus más de treinta años entregados al servicio de la Corona española; años que enterró en Londres, la ciudad en la que inesperadamente estaba encontrando la luz.
A su razón le costaba entender que su corazón empezara a tener claros sus sentimientos hacia otra mujer que no fuera Josefa, su amada y dolorosamente desaparecida Josefa. Pero se hallaba muy solo y perdido, y no quería renunciar a lo que sentía que despuntaba gracias a Rebecca.
Rebecca. La hierba que vuelve a crecer. La espuma que sube. Las estrellas que resplandecen pasada la tormenta. Así era Rebecca para Diego.
A las siete y media en punto del día siguiente, fiel a su palabra, se presentó para recogerla. La encontró bella, favorecida por el rojo del vestido escogido para la ocasión y una estola plateada sobre los hombros. Se notaba que ella consideraba esa cita una ocasión importante. Lo demostraba su indumentaria. Reconoció en sus ojos el brillo que lo tenía atrapado desde hacía días. Le besó cortésmente la mano, y se encontró con la respuesta de un ligero apretón de sus largos dedos.
En el camino, Diego le fue explicando el significado de los nombres de las distintas constelaciones que se divisaban esa noche y consiguió emocionarla con la descripción del momento en el que avistó el cometa.
—Qué pequeños nos sentimos ante la grandeza del universo. ¿De verdad habla con las estrellas?
Diego asintió ligeramente. Rebecca entonces desvió el rumbo de la conversación.
—No sé si prefiere no referirse a ello, Diego. He intentado imaginar tantas veces cómo debe de sentirse… Sé que atraviesa momentos difíciles, pero… —Se quedó callada.
—¿Pero…? —requirió Diego expectante.
—¿Podrá salir adelante? Dígame que sí.
Diego guardó silencio.
—¿Se acuerda mucho de ella? —preguntó Rebecca acariciándole el pensamiento con su voz.
Un suspiro respondió por el hombre herido de muerte. El hombre que iba reviviendo lentamente.
—Si no quiere, no responda.
—Josefa era mi esposa, la amaba profundamente y la admiraba. Era la madre de mis ocho hijos. —Se hizo una pausa—. De mis diez hijos, porque quiso Dios llevarse a dos antes de que embarcáramos para regresar a España. Ya ve, yo ya había sufrido la pérdida de dos hijos. Tantas veces me he preguntado si no era suficiente.
—Diego, tiene que seguir viviendo y aprender a hacerlo con esa carga. Mantenga la esperanza de que, aunque nunca olvide lo que pasó, ese peso se irá haciendo poco a poco más liviano. Mire a su alrededor y busque lo que pueda ayudarle.
Se hizo de noche y Rebecca estaba arrebatadoramente hermosa. Confiaba en que sus palabras cargadas de intenciones calaran en Alvear y que supiera interpretarlas.
—Mire con atención su entorno —insistía la muchacha—. Encontrará algo que le ayude, estoy segura. Así es la vida, nos arrebata y nos concede al mismo tiempo.
—En un par de días la luna estará llena. —Diego miraba al cielo.
Su reflejo iluminaba el paseo. Se quedaron en silencio parados bajo un gigantesco árbol. Irremediablemente, dejando a un lado las convenciones que tal vez lo recriminarían, Diego tomó a Rebecca de la cintura y la besó en los labios con una intensidad que podría dejarlos enlazados de por vida. Él acababa de reconocer el verdadero alcance de lo que le estaba ocurriendo. El beso se prolongó hasta convertir a la joven en la persona en la que Diego quería permanecer, quedarse en ella convertidos en uno.
No necesitó más tiempo para estar seguro. A la mañana siguiente se presentó sin anunciarse en casa de los Ward para hablar con los padres de Rebecca, la primera sorprendida por la temprana visita.
—Mi marido se halla ausente, de viaje en su Irlanda natal, atendiendo importantes asuntos familiares. Pero gustosamente yo lo recibo en su nombre. —La madre se esforzaba por ocultar su extrañeza.
—Verá, doña Catalina, lo que vengo a decirles no puede esperar, así que con su permiso y a pesar de la ausencia del señor Ward, le expondré a usted cuáles son mis intenciones con esta visita. —Miró a Rebecca y se balanceó en la sonrisa dibujada en esos labios que había besado la noche anterior—. He venido para… —inspiró profundamente— pedir la mano de su hija Rebecca.
—¡Diego!
La joven dio un respingo en su asiento, emocionada, mientras su madre miraba a ambos, ahora con perplejidad, y exclamó:
—¿Qué significa esto?
Los tres se pusieron en pie.
—Rebecca, ¿quieres explicarme qué está ocurriendo? ¿Por qué no me has dicho nada antes?
—Yo no…
—Ella no sabía nada, le doy mi palabra. Pero estoy convencido de que lo desea tanto como yo.
Se sonreían entre ellos con una mirada cómplice, hasta que la joven agachó la cabeza, turbada.
—¿Es eso cierto? —le preguntó la madre—. ¿Amas a este hombre?
Rebecca respondió emocionada:
—Sí, madre. Lo amo con toda mi alma.
Doña Catalina, verdaderamente desconcertada, no sabía cuál debería ser su reacción.
—Creo que deberíamos esperar a que mi marido regrese y entonces hablar de este asunto.
—Madre, nada va a cambiar en unos días. Ni tú, ni mi padre, ni nada, podrá alterar el curso natural de este amor que sentimos.
—Señora Ward, denos su bendición —imploró el capitán—. En breve deberé partir hacia España y querría hacerlo acompañado de su hija, una vez nos hayamos casado.
—Madre, por favor, convertirme en su esposa es lo que más deseo en este mundo. Seguro que padre también querrá mi felicidad… Igual que usted… ¿no es así?
La cabeza de doña Catalina daba vueltas y más vueltas. No estaba preparada para conceder la mano de su hija así, de repente, sin haber tenido constancia previa de lo que estaba sucediendo entre su hija y el famoso capitán español. Aunque, ciertamente, ya venía notando desde hacía algún tiempo la inclinación que demostraba hacia él.
Rebecca y Diego, nerviosos, se mantenían expectantes ante la posible respuesta de doña Catalina, que se estaba tomando su tiempo para darla.
Al fin dijo:
—Discúlpeme, don Diego, pero hay aspectos que me preocupan. Rebecca es nuestra única hija, es nuestro tesoro.
—Y lo entiendo —se anticipó Diego—. No olvide que yo perdí el mío en trágicas circunstancias.
—Pero usted es… —le costaba decirlo—, usted tiene una edad que para mi hija… Lo que quiero decir es que son tantos los años que les separan que no sé…
—Exactamente treinta y siete. ¿Cree que por tener muchos más años que ella mi amor será menos?, ¿o mi capacidad de cuidarla y protegerla? Si el amor no tiene límites ni fronteras, tampoco debe tener edad.
A doña Catalina le conmovía la entereza de ese hombre franco y valiente. Y ahora, también enamorado.
—Capitán don Diego de Alvear, solo espero que sea capaz de hacer feliz a mi hija como ella merece.
—¿Está dando su consentimiento? —Los ojos de Rebecca se inundaron de lágrimas de inmensa alegría.
—Sí, hija, tu padre y yo concedemos tu mano. Confío en no equivocarme.
—Y no lo hace. Le quedo tan agradecido… —dijo Diego con sinceridad.
Los novios se abrazaron mientras la mujer albergaba en su interior la tristeza de perder a su hija por ese matrimonio. Todo había sido tan rápido… Alvear les gustaba, pero nunca, en el poco tiempo que hacía que lo conocían, habían pensado en él, ni ella ni su marido, como en el hombre que podría enamorar a su hija. Aunque no se había atrevido a mencionarlo, no era la edad lo único que le preocupaba. La tragedia que arrastraba consigo había hecho de él una persona taciturna y sombría. A pesar de todo, su hija y Diego de Alvear se habían elegido. No iba a oponerse a esta unión porque sabía que se arriesgaría a convertirla en una mujer infeliz. ¿Y qué madre estaría dispuesta a hacer infeliz a una hija?
Al salir de casa de Rebecca, Diego improvisó una visita a la academia de South Kensington para ver a su hijo. Tampoco podía esperar para hablar con él, ni le parecía indicado explicárselo por carta. Todo se agitaba por dentro y estaba sucediendo con tal rapidez que ese mismo movimiento generó en su interior un alborozo que no le dejaba en paz.
Carlos se sorprendió tanto como se alegraba. Solicitó permiso para salir de la academia esa tarde y cenar juntos.
—Padre, yo lo supe desde el primer momento que vi a Rebecca.
—Sí, claro… —se burló cariñosamente Diego.
—Ya sé que ahora es fácil decirlo. Pero le doy mi palabra de que se ve a la legua que es distinta a las demás jóvenes. Cuando lo abordó en la iglesia…, no sé…, intuí que algo pasaría con ella. Y me alegro de que así haya sido.
Tras un sorbo de vino, Diego se lanzó a preguntarle acerca de un temor que le invadía:
—¿No la consideras demasiado joven para mí? ¡Solo tiene dos años más que tú!
En el fondo se había quedado preocupado por ese asunto de la edad después de conocer la importancia que le daba su futura suegra.
—Si es la mujer que ama, ¿qué más da la edad que tenga?
Diego veía en su hijo a un hombre que iba dejando atrás al niño que enredaba entre fragatas al abandonar Montevideo.
—Hay algo más que debes saber, hijo. Pronto partiremos hacia España.
Para Carlos era una gran noticia. Deseaba con todas sus fuerzas cumplir el sueño truncado a escasas millas de conseguirlo. Cuánto había sucedido desde que abandonaron América. La de veces que la vida se les había girado del revés poniéndolos a prueba, hasta alcanzar la doble dicha del amor y del retorno.
El terremoto desatado en las vidas de los novios insuflaba aliento e ilusión a un desconocido Diego, hasta el punto de que propuso fijar ya la fecha de la boda en Londres. Ajeno meses atrás a cualquier sentimiento amoroso o a establecer vínculos que pudieran suponer algún tipo de afecto, ahora se sentía revivir felizmente atrapado en la sonrisa franca y elocuente de su prometida. En los ratos en los que no estaba con ella, creía sentir que le faltaba el hálito necesario para respirar. Se había convencido a sí mismo de que el matrimonio con Rebecca remediaría su ansia y aplacaría definitivamente las mareas internas de desconsuelo, e incluso de odio hacia el mundo, que se venían desatando en lo más hondo de su corazón desde la aciaga mañana en la que lo perdió todo; aquella mañana en la que la realidad se oscureció y sus anhelos se tiñeron de negro antes de dejar de existir. Un año después, sin embargo, lo estaba recuperando todo gracias a un amor que ya no esperaba encontrar en esa etapa de su vida.
Mientras, Rebecca soñaba con los campos andaluces y con el sol despertando sus mañanas de amor junto a Diego. La paz y la furia de una pasión que se deseaba tanto como el vivir, se desataban en agitada armonía. El amor que le había nacido por el capitán español estaba bañado de felices contrastes que nunca había conocido. Se sentía dichosa, afortunada, por haber sido capaz de combatir el abatimiento de un hombre fuerte y heroico como era Diego, para transformarlo en sentimiento amoroso. Así que ella también deseaba casarse cuanto antes. Quería pasar ya sus días a su lado, sin demora.
El papeleo necesario se realizó con bastante rapidez en Londres. Sin embargo la boda tenía que retrasarse debido a varios inconvenientes. Para comenzar, cualquier marino español necesitaba como requisito previo para contraer matrimonio obtener licencia real y presentar las pruebas de nobleza de su prometida; además, para que Rebecca Ward viajara a España como inglesa en plena guerra se requería que se le otorgara real pasaporte y licencia del gobierno para pasar los equipajes por las aduanas. Con motivo de la convulsión general causada por las guerras napoleónicas en toda Europa, la incomunicación postal era casi total, y Alvear no podía prolongar su ausencia de España. Y por si no fueran suficientes dos contiendas, acababa de declararse la Batalla de Trafalgar. Era octubre de 1805, primer aniversario del ataque inglés que había provocado el hundimiento de la Mercedes, que tenía en esta nueva declaración bélica su más grave consecuencia.
—No puedo esperar más, ¿lo entiendes, verdad?
Diego intentó que Rebecca comprendiera que tenía que partir aunque no hubieran podido celebrar la boda. Las gestiones con el gobierno siempre resultaban tediosas y se alargaban, más ahora que las complicaban múltiples frentes de guerra. En realidad qué más daba el tiempo que hubiera de transcurrir si lo importante era que habían decidido unir sus vidas.
Rebecca lo entendía y apreciaba el esfuerzo que hacía su futuro marido por conseguir que ambos, y no él solo, pudieran viajar a España como esposos. Valía la pena la espera. Le compensaba por lo que obtendría al final de ese arduo camino: su sitio junto al hombre al que amaba.
Desde España sería más fácil conseguir los permisos para que Rebecca pudiera viajar acompañada de su madre. Era una mera cuestión de tiempo.
Por fin llegaba el día de zarpar. Cuando Diego de Alvear dejó atrás Londres le pareció que estuviera partiendo de Montevideo rumbo a esa España que tanto se le había resistido. La bruma húmeda y densa escondía el calor y los vapores de la selva con sus peligros; Misiones; el Virreinato de la Plata; el olor de la ribera del río Uruguay en noches de amor entre los juncos de los que permanentemente emergían los enormes ojos de Rosa Guarú y sus pies descalzos; el adiós entreverado con el llanto de un niño fruto de lo prohibido; el olvido que se imponía a la culpa; Josefa y el Buenos Aires de una felicidad no recobrada. Porque la que había crecido en Inglaterra era distinta.
Lo agrio y lo dulce, la cara y la cruz, la muerte y la resurrección se confundían brutalmente entrelazados. Atrás dejaba la tierra en la que había desaparecido de la vida, encerrado en un calabozo después de haber perdido de una manera injusta y cruel todo cuanto tenía y a todos a quienes amaba, con la excepción de su hijo Carlos. Pero, al mismo tiempo, esa misma Inglaterra, verdugo y causante de su sufrimiento, le había ofrecido una esperanza llamada Louise Rebecca Ward.
Doña Catalina y Rebecca agitaban sus manos al viento despidiéndoles en el puerto. Era la primera vez que Diego y su hijo Carlos embarcaban después del ataque sufrido frente al Cabo de Santa María. Más unidos que nunca, la inmensidad del mar los sobrecogía. Pero ambos, como buenos valientes, sabían contener la zozobra convertida en un temblor que ninguno de los dos quería disimular ante el otro. Cuando perdieron de vista la capital inglesa, padre e hijo se fundieron en el mismo abrazo que se dieron a bordo de la Medea tras el desastre. Un abrazo con el que aceptaban que se habían quedado solos.
Aunque ahora, cuando partían definitivamente hacia la tierra de Diego de Alvear, no lo estaban tanto.
El amor, y su consciencia, acompaña a quienes están dispuestos a dejarse abordar por él en mitad del oleaje.