23

Sacó de la bolsa de viaje con desgana dos camisas y un pantalón, y los colocó distraído en el armario de su dormitorio. Las pertenencias eran pocas. Los recuerdos, muchos. De entre las primeras apareció el sobre con la carta de la joven que lo abordó en misa, la tal señorita Louise Rebecca Ward. Hizo el amago de volver a leerla pero se arrepintió, arrugó el papel y lo dejó caer al suelo justo cuando entraba su hijo Carlos, que lo recogió y, al ver de qué se trataba, se lo guardó sin que se diera cuenta.

—¿Necesita ayuda, padre?

Alvear se sentó al borde de la cama.

—Gracias, hijo, pero la ayuda que necesito no me la puede prestar nadie más que Dios.

Carlos se sentó a su lado.

—Es inabarcable el dolor —le dijo el joven cargando de cariño sus palabras—. Sin embargo, hay algo que esta tragedia no ha conseguido destruir, y es la grandeza de su corazón, padre. Es un gran hombre, valeroso como pocos. Usted me ha enseñado que los hombres enteros y rectos tienen la obligación de no dejarse vencer ante la adversidad. Ya sé que no hay adversidad mayor ni más grave que la que estamos padeciendo, pero ello ha de llevarnos a hacernos todavía más fuertes para que no nos gane la partida la desolación. No haga de su vida una batalla perdida por más que sienta que lo está. Inténtelo por mí, míreme, estoy vivo. —Su padre lo miraba entre lágrimas que revoloteaban perdidas, como la mirada, con ánimo de asomar—. Pero inténtelo también por ellos. Hágalo por madre y por mis hermanos, aunque sepamos que no volverán nunca.

Se fundieron en un abrazo llorando. Y así permanecieron un largo rato que se perdió en la bruma del tiempo y la añoranza.

Las noches en el que era su nuevo y extraño hogar, Diego las pasó mal, peleando con sus fantasmas. El sueño se le resistía. En cuanto conseguía dormirse, acudía en forma de pesadilla la inmensidad del océano convertido en tumba de los suyos, y se despertaba angustiado y llorando amargamente.

Al cabo de una semana de instalarse en la nueva casa, su hijo le confesó que había aceptado en su nombre la invitación que le hizo por carta la amable señorita Ward. Se informó de que se trataba de una joven aristócrata de dieciocho años, hija de doña Catalina Hopwood y de don Juan Ward, nacida en Bélgica, en Ostende para más señas, donde su padre era embajador.

—Al final, Londres no es tan grande. Todos se conocen entre sí.

—Pero ¡estás loco! ¿Cómo has podido confirmar nada en mi nombre?

—Pues porque sabía que si se lo preguntaba su respuesta iba a ser no.

—¡Exacto! No iremos a ningún sitio, ¡faltaría más!

—Padre, es bueno que empiece a tratarse con gente, no puede permanecer de por vida enclaustrado, ¡precisamente ahora que lo han puesto en libertad!

—Que me hayan concedido la libertad no tiene mérito alguno porque jamás debimos acabar en la cárcel. Nada hicimos para merecer semejante castigo.

—En eso tiene razón. Pero admita que, en tanto no podamos regresar a España, sería bueno tener tratos con gente de aquí que, como es el caso, ha mostrado su comprensión con nuestra desgracia. Además, los Ward están muy bien relacionados con la familia real.

—Fundada razón me das para no acudir a su casa.

—No tendrá que preocuparse de buscar la ropa apropiada, lo haré yo —dijo el joven haciendo oídos sordos a las protestas de su progenitor—. La cita es el próximo viernes, una cena privada en su domicilio. Será interesante.

Carlos, que se estaba viendo obligado a madurar impulsado por la desgracia y la necesidad de atender a su padre, le dio una palmada en la espalda y lo dejó refunfuñando mientras abandonaba la habitación para evitar seguir escuchando sus lamentaciones.

El temido viernes llegó. Ante la puerta del domicilio de los Ward, situado en el elegante barrio de Saint James’s Park, en las proximidades del Palacio Real, Diego de Alvear seguía considerando que no era buena idea aceptar la invitación para asistir a esa cena. Padre e hijo se encontraban en el umbral, a punto de llamar, lo que no impedía que Alvear insistiera en su resistencia.

—Carlos, si quieres quédate tú, me parece bien, eres muy joven y tienes derecho a divertirte un rato. Yo, sin embargo, no encuentro motivos para festejar nada, sino más bien lo contrario.

—¿Ha acabado ya, padre? —respondió Carlos con paciencia.

—No. No he acabado. Escucha… ¿eh? ¡Espera! ¿Qué haces?

Desoyendo sus quejas de nuevo, el hijo estaba llamando a la puerta. La perplejidad de Diego fue neutralizada por un correcto mayordomo que antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando ya los había anunciado. Al hacerlo, el viudo capitán español se dio de bruces con una realidad que no le gustaba: la vida continuaba. Se adentró en un salón de la alta sociedad cuestionándose que las personas se relacionaran entre sí, se divirtieran, hablaran, se reunieran, intercambiaran ideas aunque fueran banales… Le sorprendía algo que era natural, que entraba dentro de la normalidad social, pero que a él, en sus actuales circunstancias, le hería profundamente. Por eso no quería ver a nadie, y menos en un encuentro social. Sabía que el problema era él, no los demás.

El dolor estaba en él, no en el mundo.

—¡Capitán Alvear! —La deslumbrante señorita Ward mostraba sincero entusiasmo al darle la bienvenida—. Es un verdadero honor recibirle en nuestra casa.

Es un misterio por qué, a pesar de que no se esté predispuesto a descifrar determinadas señales emocionales, de repente puede sentirse un pellizco en el estómago que envía una señal poderosa al corazón con solo escuchar unas sencillas palabras. No es el significado de estas lo que actúa como resorte. Ni el tono. Ni tampoco la voz que las dice, por agradable que nos pueda resultar. Sin embargo, en ocasiones la unión de todas esas eventualidades llega a tocar tan hondo que peligra el interés pertinaz por resistirse. Eso fue exactamente lo que acababa de ocurrirle a Diego de Alvear con Louise Rebecca Ward.

—Gracias… —respondió con torpeza, fruto del azoramiento que le causaba lo que inexplicablemente la presencia de la joven le había hecho sentir—. Es usted… muy… amable, señorita Ward.

—Puede llamarme Rebecca, es como me llaman todos…

Durante la cena, Diego no podía dejar de mirarla. Lo hacía con disimulo, ya que se avergonzaba de ello. Su hijo se dio cuenta y sonrió para sus adentros. Por fin su padre daba ligeras muestras de estar intentando salir de lo que consideraba su muerte voluntaria. Al menos mostraba cierto interés por alguien fuera de su mundo interior de aflicción y pena permanente.

—¡Quiero proponer un brindis! —El anfitrión cortó el murmullo natural entre los comensales—. Capitán don Diego de Alvear, quiero decirle en mi nombre y en el de mi familia que nos sentimos muy honrados por su presencia en nuestra casa, y deseamos manifestarle nuestro sincero pésame por la desgracia que se ha cernido sobre usted y su hijo. Y no me equivoco si creo estar hablando en nombre de todos los amigos presentes, sin excepción. Su fama de buen militar le acompaña, y debe servirle de guía, ha de ser como un faro, para que su espíritu no decaiga. ¡Levantemos nuestras copas por un héroe!

Diego se puso en pie al tiempo que el resto de los invitados, pero solo por no ser descortés, porque no encontraba razones para considerar ciertas las palabras pronunciadas por el señor Ward. No existía faro, ni luz, que pudieran iluminar ningún camino en su despedazada vida.

—No tienen por qué hacerlo… Pero se lo agradezco. Son ustedes muy amables.

El sonido de las copas chocando en el aire al brindar unos con otros le llevó a imaginar a Josefa en la fragata Mercedes las noches previas al hundimiento, tal vez cenando con algunos de los amigos que viajaban en el mismo barco en el que él debía haber ido, compañeros suyos en sus expediciones por territorios indígenas. Es posible que tomara alguna copa de vino y que brindara como acababan de hacer ellos. Y que riera, con aquella risa elegante y discreta, como ella misma era.

Empezó a sentirse ligeramente mareado. Aun así, respondió al ruego que le hacían los ojos de Carlos para que alzara su copa y brindara con los demás aunque no fuera a beber. Tras lo cual, el anfitrión dio por terminada la cena e invitó a los hombres a pasar a un cómodo salón donde podrían fumar y conversar.

Rebecca se aproximó con pasos ágiles a Diego, antes de que nadie se apropiara de él, y le preguntó casi en un susurro:

—¿Se encuentra bien? Está usted muy pálido.

Las palabras, dichas en voz tan baja, golpearon levemente los labios de la muchacha y turbaron el ánimo del capitán.

—La verdad es que no. Tiene usted razón, no me encuentro bien. No sé qué me ocurre.

—¿Le apetece tomar un poco al aire? Seguro que le sentará bien. Y a mí también. —La última frase era ligera como el vuelo de una pluma, de tan débil el tono en el que había sido pronunciada.

Cada vez que Rebecca sonreía, Diego sentía encenderse en su corazón dormido un pequeño lucero, parecido a los que acostumbraba a observar en sus mediciones. Hacía tiempo que no consultaba a las estrellas, y acababa de darse cuenta de que las echaba de menos.

Abandonaron discretamente el grupo central de invitados y se deslizaron hacia el jardín, un entorno que sorprendía por su elaborada belleza. Había setos de flores de todo tipo y color, e increíbles árboles que parecían centenarios. A Diego le reconfortaba recibir el aire fresco.

—No se siente ningún héroe, ¿me equivoco? —dijo con ternura la joven.

—No…, no se equivoca.

—Pues he de decirle que no estoy de acuerdo. Seguir viviendo después del golpe que le ha asestado el destino es una heroicidad. Mírelo de esa manera.

—Es que yo no quiero seguir viviendo. —Su voz entrañaba la dureza de quien sufre sin saber si el dolor tendrá fin—. Y no me hable del destino cuando lo que se ha llevado la vida de los míos ha sido un ataque injustificado y ejecutado contra todo pronóstico pero con cálculo y premeditación. El azar es otra cosa distinta.

—No era mi intención herirle sino hacerle ver que, precisamente por la memoria de su familia, tiene que seguir luchando.

Un oscuro silencio que Rebecca se negaba a compartir tomó por asalto el espacio.

—Hace una buena noche, ¿verdad? —comentó mirando al cielo con gesto de bienestar. Intentaba que Alvear se sintiera cómodo.

Él, en lugar de responder, encendió un cigarro.

—¿No le parece? —insistió ella.

—Es posible —respondió Diego displicente.

—¿No puede apreciar siquiera la belleza de una luna llena? —El tono de Rebecca empezaba a virar hacia una cierta severidad.

Al mencionar la luna, Diego soltó su mente hacia los recuerdos de noches enteras observando el cielo y las distintas clases de estrellas cuyo lenguaje le resultaba tan familiar. Era una paradoja que fuera un extraño, en este caso la joven Ward, quien le recriminara que no se fijara en la grandeza de la luna, tan plena y esplendorosa esa noche.

—¿De veras se ha rendido ante la vida? —Rebecca parecía dispuesta a remover su conciencia.

—¡Rendirme! —Por fin reaccionó—. Como militar no lo haría nunca.

—Discúlpeme si ha sido un atrevimiento por mi parte, capitán. Creo que una desgracia no puede, no debe, matarnos en vida.

—Hay desgracias que no tienen medida, señorita Ward.

—¿No habíamos quedado en que me llamaría Rebecca? —La sonrisa volvió a sus labios.

—Claro, Rebecca. —Por unos segundos, Diego relajó su tensión gracias a algo tan sencillo como pronunciar el nombre de la joven.

Inesperadamente, la claridad favorecida por la luna le permitió advertir de cerca y con detenimiento los rasgos de Rebecca y se quedó maravillado. Era increíble el parecido que guardaba con su fallecida hija mayor, María Manuela. La piel tan blanca como el alabastro en contraste con el rosa natural de las mejillas. Los grandes ojos oscuros, rasgados y con un toque de gracia que le recordaba a la fisonomía de las mujeres andaluzas, al igual que el cabello, sedoso y negro azabache, plagado de abundantes rizos que coronaban la frente. Por último, la nariz ligeramente aguileña le confería una marcada personalidad que se completaba con modales de lo más corteses.

—Es usted idéntica a ella. Mi niña Manuela…

Este nombre, en cambio, le lloraba en los labios.

—¿Cuántos hijos tenía?

Tardó en responder, como si tuviera que contarlos. Pero es que no podía con semejante carga.

—Murieron siete. Solo quedó vivo Carlos porque venía conmigo en otro barco. Me alegro de que al menos él haya salido indemne. Pero yo… yo tenía que haber viajado con ellos. Yo tenía que haber ido en la Mercedes, protegiéndolos.

—¿En serio cree que podría haber hecho algo para salvarlos? Usted sabe que habría sido imposible.

—Pero al menos habría muerto junto a ellos. Junto a Josefa… —Se le hizo un nudo en la garganta tan grande y tenso como un puño—. Junto a mi amada esposa… y mis niños… No se imagina lo que se siente al verlos morir de frente. Jamás podré olvidar aquella inmensa nube de fuego y pólvora saltando por los aires y sabiendo que llevaba dentro a los míos, criaturas inocentes… —La voz se le quebró—. Asistí a ese infierno impotente, tan cerca de ellos pero sin poder hacer nada.

Rebecca estalló en contenidos sollozos, emocionada, y le abrazó sin pensarlo dos veces. Un abrazo breve y ligero, como si fuera una ola de un mar cálido y en calma.

De inmediato se recompuso, avergonzada.

—No tenga en cuenta lo que acabo de hacer, no es una actitud propia de una señorita.

Pero Diego no lo consideró así. También se había emocionado, sobre todo por la reacción inesperada de la joven, que, para él, demostraba su gran corazón.

—Creo que deberíamos entrar —le dijo pausado.

Rebecca se secó con un pañuelo las lágrimas que aún no habían desaparecido del todo y asintió pensando en lo poco que se podía imaginar una desgracia de tamaña magnitud, salvo que se hubiera pasado por ella. Y admiraba la entereza del capitán aunque no compartiera su intención de eterna derrota para lo que le quedaba de vida.

Durante el resto de la velada no volvieron a cruzar una sola frase. Alvear y su hijo Carlos decidieron retirarse antes que los demás invitados. Ya había sido demasiado para tratarse de la primera noche.

—Hasta muy pronto, don Diego —dijo Rebecca regalándole la última sonrisa de la noche.

Él, a pesar de que había quedado impresionado por el conocimiento de esta joven, le respondió:

—Agradezco su cortesía pero dudo que vuelva a asistir en breve a otra reunión social. No me malinterprete, esta velada ha sido magnífica. Pero yo no…

—Vaya —Rebecca sonrió—, es usted quien me ha malinterpretado a mí. Me refería a que nos veremos pronto… en la iglesia.

—Oh… —Diego no sabía qué decir—. Claro…, en la iglesia.

Tomó la mano de la joven y la besó protocolariamente, mostrando corrección, nada más. O eso fue lo que pareció.

Se marchó desconcertado, sin atender a los comentarios animosos de su hijo que le iba contando sus impresiones sobre la primera noche en compañía de la familia Ward.

—La primera y la última —replicó Diego.

—No lo creo, padre…

Lo que quedaba de trayecto lo pasaron discutiendo acerca de la importancia de algunos momentos aparentemente intrascendentes pero que acaban convertidos en el sustento de pequeños giros en la vida. Y cuando eso ocurre, es difícil percibirlo en ese instante; se ha de dejar que el paso del tiempo lo permita. Solo entonces se puede estar agradecido.

Diego no dejó de asistir a misa ni un solo día. Rebecca, tampoco desde que se habían conocido. Coincidían a diario, pero apenas se dirigían la palabra. Como los humanos somos animales de pertinaces costumbres, cada uno ocupaba su lugar de siempre. El mismo, invariable. Se saludaban a la llegada y después mantenían las distancias. Hasta que, posiblemente sin que fuera deliberado, con el transcurrir de los días, después del saludo se fueron sentando en bancos que cada vez distaban menos entre sí. Y los saludos iban dejando paso a breves intercambios de frases que derivaron, al cabo de varias semanas, en conversaciones al terminar los santos oficios, e incluso a algún que otro paseo por los alrededores del templo en días en los que el sol acompañaba.

Había mañanas que parecían diferentes y llevaban incorporada la sensación de que iban a ser la antesala de una jornada importante. Ese día, la iglesia estaba medio vacía. Cuando Diego llegó, Rebecca ya estaba sentada en uno de los últimos bancos. Sorprendentemente él tomó asiento a su lado sin dejar apenas espacio. Ella le dedicó una mirada incrédula, había sido muy osado al acercarse tanto, y volvió a posar la mirada en el altar. En el silencio engrandecido en el espacio sagrado, Diego se atrevió a poner su mano sobre las de ella, que las tenía cruzadas en el regazo, y cerró los ojos. Permanecieron así, quietos y mudos, durante un tiempo que se extendió entre los sueños distantes de uno y otro; entre la vida y la muerte que se añora. Hasta que Rebecca, en un gesto de recato más que de voluntad o deseo, retiró las suyas. Sin embargo, le dijo en voz muy baja, superando el atrevimiento de Diego:

—Le ruego que vuelva a ir a mi casa. Será bienvenido para cenar. Mañana. Le espero a las seis.

Él no respondió, tan solo le dijo acercándose tanto al oído de la joven, que esta tensó su columna vertebral asaeteada por un intenso hormigueo:

—Un corazón no puede poblarse de amor dos veces. Y el mío ya lo ha sido una.

Entonces se levantó con parsimonia y se marchó antes de que comenzara la misa, arrastrando consigo una pena infinita como el mar en el que naufragó su vida.

Al día siguiente no acudió a la iglesia y pasó la mañana pensando en Rebecca y luchando contra el deseo de verla. La lucha no era por cuestiones morales, sino que se sostenía en lo inexplicable que le resultaba dicho sentimiento. No entendía que le estuviera ocurriendo algo así. Tampoco podía mirar hacia otro lado y hacer como si nada sucediera, porque ese sentir estaba latiendo. Tenía la plena consciencia de que entre Rebecca y él se había establecido un misterioso pero intenso nexo de unión, lo que le aterraba y, al mismo tiempo, le atraía…

Una sensación similar se estaba produciendo en el interior de Rebecca. No había dejado de pensar ni un solo minuto en Diego de Alvear y en la escena que tanto la había sorprendido el día anterior en la iglesia. Confiaba en que respondiera a la invitación. La suya era una espera incierta porque desconocía sus intenciones. Empujaba las horas de ese día inmersa en las actividades más superfluas para paliar su inquietud, sin conseguirlo. No dejaba de mirar el reloj. A pesar de la incertidumbre de si Diego acudiría a la cita —no parecía que fuera a hacerlo—, la señora Ward, atendiendo a la petición de su hija, dispuso la mesa para una cena en la que se incluía a un comensal más. Doña Catalina ya se había dado cuenta de la perturbación interior que generaba en Rebecca el capitán español, y eso la intranquilizaba. ¿Qué podía suponer para su querida y única hija, la niña de sus desvelos, ese inequívoco interés por un hombre mayor que había sufrido tanto? Aunque le conmovía su sufrimiento, querría para ella un hombre que la llenara de vida y que tuviera por delante más años que los que tenía Diego. Más años, en cantidad, y también más luminosos y plenos de esperanza, que era lo que a él le faltaba.

La joven comprobaba con consternación cómo avanzaban las agujas del reloj. No iba a venir. Las seis, y ni rastro de Diego. Un cuarto de hora más tarde todo seguía igual. A las seis y media aceptó la evidencia e intentó consolarse haciendo el esfuerzo de entender el débil estado de ánimo de ese hombre. Hasta hacía apenas unos minutos estaba convencida de que entre ambos había surgido una fuerza que los atraía y que, por lo que se demostraba, era mejor que quedara aplacada. Ella no podía luchar contra la decisión de un hombre que había sufrido lo que no cualquiera soportaría.

—¿Adónde vas, hija? —preguntó doña Catalina con ternura al ver que Rebecca empezaba a subir las escaleras a su dormitorio, cabizbaja.

—Voy a cambiarme. Estaré un rato en mi cuarto.

—¿A cambiarte? ¿Acaso no vas a cenar?

—Discúlpeme, madre, no tengo apetito. Solo me apetece descansar y estar a solas.

—Está bien, hija —respondió la madre preocupada.

Justo en ese instante llamaron a la puerta. Ambas clavaron la mirada en el mayordomo, que se aprestaba a abrir. El «buenas tardes» que se escuchó en boca de Diego de Alvear traspasó la inquietud de Rebecca, fulminándola. Estaba solo, sin su hijo. Antes de que el sirviente acabara de anunciar su llegada, Rebecca ya había bajado las escaleras corriendo, con el corazón latiéndole con la fuerza de un caballo al galope.

Se detuvo en el umbral a esperar que acabara de entrar.

—Espero que sepa disculparme, Rebecca. Es la primera vez que llego con retraso a una cita… y lo lamento.

Esas fueron las sinceras palabras de Alvear. Y sacaron de dudas a Rebecca. Lo sentía con fuerza dentro de su corazón y ahora lo veía escrito en la sonrisa de Diego. Sí, él sonreía increíblemente. Y esa sonrisa desconocida hasta ahora le confirmaba a ella que el amor era la única esperanza de consuelo para Diego, como para cualquier ser humano, y tal vez también de salvación. Esa posibilidad existía. Ahora ya lo sabía. Solo le quedaba luchar por él.