Los muros de la cárcel eran fríos e inhóspitos. Pero, como él no sentía nada, tampoco es que le importara mucho. Únicamente lamentaba esas condiciones por su hijo, no merecía prisión como castigo por haber sufrido la peor devastación de su vida al perder a su madre, a sus hermanos, a su primo… Tal vez su juventud lo salvara del inexorable hundimiento anímico en el que el padre sabía que se hallaba sumido el joven. Al fin y al cabo le quedaba mucho por hacer, mientras que él, a su edad, que se sentía desaparecido del mundo sin su esposa y sus hijos, se resignaba a luchar a partir de entonces por los demás olvidándose de sí. Era imposible superar que treinta años hubieran sido borrados en unos segundos y como resultado de una acción brutal, violenta y desalmada.
Los días, las horas, los minutos no tenían medida en aquella horrible cárcel de Plymouth. El tiempo transcurría sin más valor que el de constatar que seguían vivos, lo cual, en sí mismo, era una crueldad. Diego no dejaba de preguntarse por qué no había muerto al lado de los suyos; por qué todos habían fallecido menos él. Bueno, y Carlos. Suerte que, al menos, le quedaba ese hijo. Aunque lo considerara una suerte pequeña.
Diego y el jefe de la expedición, José de Bustamante, fueron conducidos a Londres después de que insistieran en la injusticia que el gobierno inglés había cometido con ellos. Iban dispuestos a reclamar la devolución de las cajas de soldadas de las tres fragatas apresadas, las cuales, según las Reales Ordenanzas y los reglamentos de la Marina, no tenía derecho a retener el gobierno inglés. Un gobierno que empezaba a dudar de la legalidad y oportunidad de su propio ataque a la escuadra española. El hecho de que les permitieran trasladarse a Londres para sus reclamaciones mostraba que las autoridades inglesas habían suavizado el trato a sus reos, mostrándose algo más benévolas con ellos, incluso a la hora de recibir sus quejas. Aunque no se le veía demasiado convencido, lo importante era que el ministro de Marina les prometió hacer cuanto estuviera en su mano para que se efectuara la devolución. Incluso fue más allá al proponerles su traslado a una cárcel en Londres donde, sin que fuera tampoco el edén, las condiciones de vida resultaban algo más benignas que en la actual prisión. Diego aceptó, sobre todo pensando en su hijo.
Antes de regresar a Plymouth para preparar el traslado a la capital, Alvear y Bustamante fueron llevados en presencia del ministro inglés de Marina, George Canning, uno de los hombres más respetables e ilustrados del país, y de mayor influencia en el monarca británico.
Se notaba a la legua que Canning era amante de la elegancia, la educación y las buenas maneras; circunstancias que, ninguna de ellas, impresionaron al afectado capitán Alvear.
—Su Graciosa Majestad Británica, el rey Jorge III, les pide disculpas en nombre de nuestro gobierno.
El capitán español, incrédulo, lo escrutó con la mirada antes de responder:
—¿Disculpas, dice? ¿Como quien rompe un jarrón sin pretenderlo?
—Capitán Alvear, entiendo su dol…
—¡No! Ni usted, ni su rey, ni su gobierno pueden entender mi dolor ni mi desgracia, porque ustedes son quienes lo han causado. Ustedes se han llevado la vida de mi amada esposa, de mis hijos, siete, señor ministro, siete criaturas inocentes, también de mi sobrino, de mis amigos… Ustedes, señor ministro, representante de Su Graciosa Majestad, me han arruinado la vida.
Aguantó con esfuerzo para no quebrarse. Tomó asiento porque no podía más y notó la mano de Bustamante sobre su hombro.
—Y tiene razón —convino Canning—. Ya nada puede devolverle a los suyos, pero al menos admita la disculpa del rey; está sinceramente impresionado y reconoce el error de nuestro ataque contra su expedición.
—¿El error? El error… —lo repitió para, tras un silencio doloroso, seguir con la letanía—: El error… Un horror, mister Canning, ha sido un horror en el que han muerto más de doscientas cincuenta personas, todavía no se ha terminado el recuento, imagínese si hay cadáveres…
La mano de Bustamante le apretaba en el hombro y Diego entendió el mensaje.
—De acuerdo —aceptó Alvear con la mirada vidriosa de la emoción contenida—. Aceptamos sus disculpas. Lo cual no significa, escuche bien lo que voy a decirle, que España olvide ni que usted y los suyos encuentren la paz después de semejante masacre. Yo tampoco la encontraré, se lo aseguro.
En el momento en que abandonaban el despacho, el ministro Canning, sin ánimo de esperar respuesta y no pudiendo disimular lo conmovido que lo habían dejado las palabras de Alvear, le dijo:
—Sangre de mis venas daría gustoso, capitán, por devolverle su perdida familia.
Pero Diego, antes de que acabara la frase, ya se había marchado.
El único hecho que le reconfortó en estos oscuros días en prisión fue recibir carta de su hermano José, abad de la Orden de San Basilio de Granada, en respuesta a la suya. En ella le explicaba que en toda España, de norte a sur, se clamaba venganza ante la indignación que había causado en el pueblo la canallada cometida por los ingleses. Por si fuera poca la desgracia, le añadía otra: la muerte de su padre, don Santiago de Alvear. Con ello se desvanecía una de las escasas razones que se le ocurrían para desear seguir viviendo, y era la de volver a ver a sus padres y abrazarlos después de treinta años de ausencia. A su padre ya no podría. Tras conocer tan funesta noticia, a Diego le invadió el presentimiento de que la muerte se cernía sin piedad sobre su familia, y comenzó a imaginarla campando a sus anchas por su pueblo natal, Montilla, asolándolo a su paso. Por desgracia, no se equivocaba: en aquellos días también murió su madre. Quién sabe si no había sido capaz de asumir en vida tanta desgracia sobre hijos, nietos y una nuera a la que no había llegado a conocer.
Era demasiado para Diego. No existía para él sosiego posible más que el que encontraba en su imbatible fe. Le concedieron un permiso para asistir diariamente a los santos oficios en uno de los escasos templos católicos que existían, cercano a la prisión, donde coincidía siempre con los mismos feligreses. Todos sabían quién era, estaban al tanto de su sufrimiento. Él, reservado y taciturno, no se relacionaba con nadie. Y es que nadie podía aligerarle su pesada carga.
Al poco de ser trasladado a Londres acudió a una solemne misa convocada para rogar por las almas de las víctimas de la fragata Mercedes. Mientras escuchaba al sacerdote, Diego fue recreando en su mente las escabrosas escenas de la voladura. Los gritos. El olor a sangre y humedad. Los náufragos agarrados a la desesperada a maderas que flotaban, hasta que se dejaban vencer por el cansancio y las mortales heridas. Cerró los ojos, dolido, y pareció percibir los restos de pólvora de aquella cruenta mañana en la que se les negó poder alcanzar en paz la costa de Cádiz, su vano destino.
En un momento de la homilía levantó la mirada a los cielos mientras repetía: «Dominus dedit, Dominus abstulit; fiat nomen Dominus benedictus. El Señor me los dio, el Señor me los quitó; sea su santo nombre bendito». Eran palabras del santo Job, personaje bíblico con cuyos espíritu íntegro y fortaleza ante la adversidad se identificaba Diego.
Al acabar el oficio lo abordó una bella y esbelta joven de aspecto distinguido que, al igual que él, asistía a misa todos los días a esa misma hora. Primero saludó al joven Carlos en un correcto castellano antes de dirigirse muy educadamente al capitán.
—Don Diego, es un honor para mí saludarle. Deseo expresarle mis más sentidas condolencias por la pérdida de su familia. Lamento el sufrimiento que Dios, increíblemente, ha permitido.
Alvear, que parecía ido, respondió con un simple asentimiento de cabeza y quiso seguir su camino. Pero ella intentó detenerlo.
—Le ruego que aguarde un momento antes de marcharse. El padre que ha oficiado quiere hablarle, vendrá enseguida para acompañarle.
Alvear ni siquiera la miró, absorto en un extraño limbo. Carlos intentó hacerlo reaccionar repitiéndole el mensaje de la desconocida:
—Padre, esta joven solo le está pidiendo que aguarde un poco a que venga el sacerdote para hablar con usted. Hay que escucharle, ¿no le parece?
El hijo le hablaba a media voz, con delicadeza, mostrando un respeto extremo por la situación lamentable de su progenitor, que, de repente, volvió la cabeza para detenerse a contemplar a la joven. Lanzó un gesto de dolor antes de decirle a Carlos con gravedad:
—Hijo, pero ¿es que no ves cuánto se parece a tu hermana María Manuela?
Se hizo un silencio. La explicación de Carlos de que María Manuela era una de sus hermanas y murió en el ataque naval impresionó a la muchacha.
La pequeña Manuela. La traviesa Manuela, que correteaba entre baúles mientras su madre ultimaba los preparativos para el esperado viaje a España. Manuela… desaparecida sin un adiós.
En ese momento llegó el cura dispuesto a reconfortarlo con palabras de alivio y consuelo. Diego entonces se dirigió a la joven para darle las gracias. No dijo nada más y ella se retiró de inmediato y salió de la iglesia verdaderamente conmovida.
Diego de Alvear acababa de conocer a la señorita de la alta sociedad Louise Rebecca Ward Hopwood.