20

Durante un tiempo que no puedo determinar, sobreviví bajo el agua sintiendo sobre mi cuerpo el peso de buena parte de la artillería del castillo, cuyo puesto cubría en el momento del ataque, y de otros fragmentos de la nave. Cuando conseguí salir a flote permanecí durante dos horas y cuarto asido a un miserable madero, un trozo de la proa, hasta que, finalizado el combate, recogieron lo que de mí quedaba. Fui salvado tras un indescriptible padecimiento que me dejó cojo al haber perdido parte del pie izquierdo y manco del brazo derecho por la clavícula, y sin apenas poder respirar, aplastados los pulmones.

Ningún otro oficial, al margen de mi maltrecha persona, se salvó de la voladura de la fragata Mercedes. Escribo estas líneas con gran esfuerzo y condolido de mi infausta suerte.

PEDRO AFÁN DE RIBERA,

teniente de navío de la Real Marina,

segundo comandante de la fragata

Nuestra Señora de las Mercedes

Carta de Diego de Alvear y Ponce de León a su hermano mayor, el reverendo padre José de Alvear, abad mitrado del monasterio de monjes de la Orden de San Basilio, en Granada:

En el puerto de Plymouth,

a 20 de octubre de 1804

Mi venerado hermano:

A ti dirijo la primera carta que me permiten escribir desde mi injusto encierro. Aunque con el mayor dolor de mi corazón, y casi sin aliento, me veo forzado a informarte de mi tristísima suerte y la de mi desgraciada y amada esposa e hijos, de todos los cuales, fuera de Carlos Antonio, que me acompaña, se ha servido el Señor disponer por sus altos juicios en la mañana del 5 del corriente, a fin de que no difieras los bienes espirituales que se puedan hacer por sus almas, comunicando sin pérdida de tiempo la noticia a los señores de Montilla, a quienes no puedo escribir por ahora.

No hay tiempo para más, porque sale ya para Lisboa el correo que lleva estas palabras de mi desconsuelo. Te ruego que escribas esta triste noticia a mi cuñado Eugenio a Buenos Aires, no pudiéndolo hacer yo por ahora, y que tú y quienes consideres oportuno encomienden al Señor mi pobre familia y que no se olviden de mí, en verdad tan necesitado de los auxilios divinos.

Tu afectísimo hermano,

DIEGO

Puerto de Plymouth, Inglaterra

20 de octubre de 1804

Don José Bustamante y Guerra, Jefe de Escuadra y Comandante de la División de las cuatro fragatas Medea, Fama, Mercedes y Clara, da parte al Exmo. Sr. D. Domingo de Grandallana, Ministro de Marina, del combate que sostuvieron en el Cabo de Santa María, con otra división inglesa compuesta de las fragatas Indefatigable, Amphion, Lively y Medusa.

Exmo. Señor:

En virtud de las Reales Órdenes de 31 de Julio y 8 de Febrero últimos, me hice cargo de esta división de cuatro fragatas en las que debían conducirse los caudales y frutos de Lima y Buenos Aires a los puertos de España.

Nuestra navegación ha sido bastante feliz, solo experimentamos en la Medea ciertas calenturas epidémicas, dimanadas tal vez del calor y las humedades de los chubascos de la línea, que cortamos a los veintiún días. Y aunque en verdad no peligró ningún individuo de los cuarenta que las padecieron, quedaron sin embargo tan amarillos, débiles y postrados, que la convalecencia se prolongó largo tiempo.

La mañana del 5 del corriente, hallándonos ya a la vista del Cabo de Santa María, y pensando entrar en Cádiz al día siguiente, se descubrió otra división de cuatro fragatas inglesas de crecido porte, que recibimos formados en línea de combate, mura babor, con el zafarrancho hecho, cada uno en su lugar, y tomadas finalmente todas aquellas medidas y precauciones que dicta la prudencia en tales casos; aunque nunca creímos que tratasen de otra cosa que de reconocernos, teniendo en cuenta la neutralidad habida entre las dos naciones.

La división inglesa se fue formando en línea de bolina a barlovento, como iban llegando, apostándose cada fragata con una de las nuestras hasta casi rozarnos. No puedo, Sr. Exmo., explicar a V. E. la sorpresa que causó a todos el oír decir al oficial inglés que subió a bordo, que aunque no estaba declarada la guerra, y reconociendo que habían dejado pasar anteriormente varias embarcaciones españolas, tenía orden particular su comodoro para detener la división a mi mando y conducirla a los puertos de la Gran Bretaña, aunque para ello hubiese de emplear las superiores fuerzas con que se hallaba. Nos obligaron a entrar en un reñido combate.

Serían las nueve y cuarto de la mañana. A la media hora de un fuego sostenido por una y otra parte, un golpe de fortuna de aquellos que deciden las victorias sin arbitrio entre los hombres, dio a nuestros adversarios la superioridad, afligiéndonos a nosotros con un incidente de los más desgraciados y tremendos, como fue la voladura de la Mercedes, que era la inmediata a nuestra popa.

La Fama, cabeza de nuestra línea, previendo la crítica situación y sus inevitables consecuencias, fue forzando de vela, y la Medea acabó metida entre los fuegos de las dos fragatas inglesas más poderosas de artillería, mientras afloraban a la vista los despojos de la Mercedes. Todas las velas quedaron acribilladas e inútiles, pues habían dirigido los cañonazos ex profeso a desarbolarlas; los aparejos arruinados y sin gobierno, los palos mayor y mesana atravesados, la verga seca en pedazos, faltos muchos brandales y obenques. No es extraño, Sr. Exmo., que me viese en la dura necesidad de haber de arriar la bandera, como lo dispuse de común acuerdo de todos mis oficiales, alrededor de las diez y media, sin dejar de tener presente, en medio de aquel conflicto, que agotados todos nuestros esfuerzos, ni se podía, ni aun convenía, prolongar más aquel acto.

La Clara, que a nuestra retaguardia siguió batiéndose otro cuarto de hora, hasta que bien descalabrada y con muchos muertos y heridos, fue obligada a rendirse, ha sido conducida juntamente con la Medea a este puerto de Plymouth, donde entramos el día de ayer, arboladas nuestras banderas e insignias, y guiadas por dos de las inglesas, la Indefatigable y el Amphion. Las otras dos, la Lively y la Medusa, siguieron dando caza a la Fama que se batía vigorosamente en retirada, hasta las tres de la tarde que las perdimos de vista.

Solo me resta decir a V. E. que de entre las ruinas y troncos que sobrenadaban de la infeliz Mercedes, se lograron salvar hasta unos cincuenta hombres, entre ellos el 2.º Comandante y Teniente de Navío D. Pedro Afán de Ribera, que aún sigue gravemente enfermo.

Debo asimismo exponer cómo el Capitán de Navío D. Diego de Alvear, que ha estado veinte años empleado en la Demarcación de Límites del Río de La Plata, fue nombrado por mí y ha venido conmigo con el honroso encargo de Mayor General y 2.º Jefe de mi División, en lugar del Jefe de Escuadra D. Tomás de Ugarte, gravemente enfermo antes de zarpar de Montevideo. El capitán Alvear ha perdido en el terrible desastre de la Mercedes a su esposa con siete hijos y un sobrino, sin haberse salvado en toda su numerosa y desgraciada familia más que otro hijo Cadete de Dragones de Buenos Aires, que transbordó por fortuna conmigo a esta fragata.

En este instante acabo de saber por una Gaceta de Londres que la Fama había sido también conducida, no menos desmantelada, y aun con mayor número de muertos y heridos, al puerto de Portsmouth. Y asimismo se acaba de arbolar bandera de incomunicación y de una vigorosa cuarentena en estas fragatas nuestras, a causa de la fiebre epidémica de que hablé arriba.

Por lo demás, yo me hallo tan débil y enfermo, así como lo he estado durante toda la navegación, que no sé si habré dicho lo que debo, ni si podré firmar este papel. En treinta y cuatro años que tengo la honra de servir a S. M. he procurado siempre proceder en todo con celo y amor del Real servicio que es propio de los hombres de honor.

Dios que a V. E. guarde muchos años.

Fragata Medea al ancla del puerto de Plymouth, a 20 de Octubre de 1804.

Exmo. Sr. JOSÉ DE BUSTAMANTE Y GUERRA

Teniente General de la Real Armada

Puerto de Plymouth, Inglaterra

2 de noviembre de 1804, día de Difuntos

La rigurosa cuarentena se mantuvo hasta el 31 de octubre, fecha en la que se sucedieron las formalidades y se tomaron las debidas precauciones en el interior de lo que parecían buques fantasma, como la de sahumarlos de arriba abajo, antes de arriar la bandera amarilla.

El permiso para desembarcar tardó otros dos días. Llegó en una jornada plomiza y de aspecto triste. El aire olía a lluvia y batía sordamente en los jirones del velamen que habían quedado en pie. La actividad previa al desembarco se desarrolló con un silencio tan poco habitual como impresionante. Los tripulantes arrastraban el desánimo por la cubierta camino de la escalerilla por la que comenzaron a descender como ánimas escapadas de un cementerio. Hombres quebrados, desasistidos de sí mismos.

Diego fue el último en abandonar la maltrecha Medea, y al hacerlo soltó la mano de Carlos, su único hijo vivo, que había tenido asida fuertemente durante horas mientras aguardaban la llegada de la orden de desembarco. Habían permanecido callados porque incluso sin palabras se quedaron después de la tragedia.

Sorteando su condición de preso, Diego de Alvear se las apañó para que le dejaran dirigirse presuroso a una iglesia católica para rogar a Dios por el eterno descanso de los suyos. Estaba convencido de que él, sin embargo, jamás iba a poder encontrar descanso alguno más que el día en que le llegara la muerte, que esperaba fuera pronto.

El entrar en el templo, seguido de su hijo, se arrodilló al pie del altar para asistir al santo oficio, y al recibir la comunión no pudo más, sintió estallar su pecho y romperse por dentro hecho añicos. Le faltaba el aire. Respiraba con enorme dificultad. Lo que no había llorado desde el momento en que presenció cómo su vida entera era volada de un cañonazo, le salía ahora a borbotones. Los fieles congregados se apresuraron a atenderlo con la ayuda de Carlos y evitaron que cayera al suelo desmayado. Él los miraba como si no supiera lo que estaba pasando. Ausente. Desaparecido.

De algún modo muerto.

Fue así como comenzó la segunda vida de Diego de Alvear y Ponce de León.