18

No alcanza allí jamás de la ternura

el mísero gemido ni el lamento,

ni poder, ni riqueza, ni hermosura.

Sobre yertos cadáveres su asiento

erige, y huella la implacable muerte

armas, arados, púrpuras sin cuento.

Mísero Albino, doloroso vierte

lágrimas de amargura; a par contigo

yo gemiré también tu infausta suerte.

JOSÉ DE ESPRONCEDA,

Elegía «A D. Diego de Alvear y Ward,

con motivo del fallecimiento de su amado

padre D. Diego de Alvear y Ponce de León,

brigadier de marina».

La Mercedes!

El grito desgarrado del capitán pronunciando el nombre del barco hundido como si con su sola invocación quisiera reflotarlo retumbó hasta el más recóndito rincón de la Medea.

Fue la Amphion, sí. Podía haber sido cualquiera de las otras tres fragatas, Lively, Indefatigable o Medusa, pero fue la Amphion la que atravesó el alma de Diego de Alvear y Ponce de León llevándose consigo todo cuanto era y tenía. El marino de Montilla buscó la huella de Dios en el horizonte y en el mar azul teñido del rojo de la sangre inocente. ¡Qué terrible acierto del destino que fuera esa y no otra la nave ejecutora de su inmensa desgracia! Anfión, dios de la mitología griega, tuvo con su esposa Níobe, hija de Tántalo, dios de Lidia, la mayor prole que pudiera imaginarse, pero a todos perdió trágicamente. Hembras y varones de su descendencia fueron exterminados en un brutal ataque fruto de la envidia de la diosa Leto, madre solamente de dos hijos, Ártemis y Apolo. Ártemis disparó contra las niñas mientras que Apolo se encargó de matar a los niños. Todos aniquilados. Cuenta la leyenda que, enloquecida ante la pérdida de sus hijos, Níobe regresó a Lidia, su tierra natal, en Asia Menor, y acabó convertida en roca.

Así exactamente era como se sentía él. Como una roca. Su ánimo, petrificado. Inexistente, su vida. Todos los presentes, sin excepción, le rodearon de silencio como muestra de respeto ante la inmensa desventura que quizá él todavía no era capaz de asumir.

El silencio, sin embargo, no era posible. Desde el agua procedían gritos clamorosos de los supervivientes, que se mezclaban con el cruce de proyectiles entre ambos bandos. Porque la batalla seguía. Voces de niños, mujeres y hombres, algunas de ellas con timbre ya de muerte, emergían de las agitadas aguas implorando una ayuda que no iba a llegar.

Alvear tuvo que golpearse varias veces en la frente queriendo vaciar su cabeza de aquellos alaridos, terribles y tenebrosos, para seguir cumpliendo con su obligación y no traicionar el honor militar entregándose a una operación de salvamento que lo habría apartado de su puesto de mando. Quién sabe si alguna de aquellas desesperadas peticiones de auxilio procedía de alguno de sus hijos. ¿Habría valido la pena intentar salvar siquiera a uno de ellos? ¿O a Josefa…? ¿Y si fuera de ella alguno de aquellos gritos encaminados hacia la muerte? Diego se negó a sí mismo la posibilidad de pensarlo. Su deber era otro.

Sacó la voz que no tenía; la voz engullida por la explosión y el drama. La voz muda de la sonora tragedia. Y, cual espectro salido de otro mundo, el semblante demudado, con gran esfuerzo prosiguió con su deber dando órdenes para que no decayera el combate.

Cegado por las lágrimas que le nublaban la visión se mantuvo en su puesto mientras comenzaban a emerger a la superficie los primeros ropajes de los desaparecidos e iban perdiendo fuerza los ecos de los escasos supervivientes que se mantenían asidos a los restos de madera que flotaban a la deriva.

El infierno se prolongó increíblemente durante otra hora más. La voladura de la Mercedes no supuso, ni mucho menos, la rendición de los españoles. Combatían, aunque las fuerzas se agotaban. Cumplidas las diez y media de una mañana de horror y desolación, y asediada la Medea a babor y a estribor, por acuerdo de oficiales, comandante y mayor, Diego de Alvear arrió la bandera de la rendición y le fallaron las piernas al hacerlo. ¿Acaso se podía soportar más dolor?

Desde cubierta pudo contemplar cómo la Clara quiso seguir batiéndose con su respectiva nave enemiga, hasta que finalmente también se rindió.

Solo quedaba la Fama. Durante horas forzó de velas intentando escapar, sin conseguirlo. El colofón de un verdadero desastre.

A pesar del desconcierto y el caos, Alvear supo en su interior que ninguno de los suyos seguía con vida. Sobreponiéndose milagrosamente y mostrando una entereza casi sobrehumana, aguantó para cumplir con los escasos deberes que lo requerían, hasta que al fin se retiró a su cámara, solo, sin más compañía que la soledad «y Dios, el único ser que sondear pueda los abismos de mi dolor, de este dolor sin nombre ni medida que para siempre me sumirá en la más espantosa desolación», escribió en su estropeado diario para sentirse vivo, ya que llegó a dudarlo. «Dispuesto está mi corazón para padecer y sufrir», repetía sin cesar en su camarote, «¡Dios, Dios mío, ayúdame!».

Cuando entró su hijo Carlos llorando, ambos se abrazaron desconsolados, sin dejar de pensar en el sufrimiento de los últimos momentos de vida de la madre y los hermanos. Y sintió que amaba aún más a Carlos, como si en él hiciera acopio de todo el amor que ya jamás podría demostrarles a su esposa y a sus siete hijos muertos. El padre le pidió al único ser que quedaba vivo de su familia que no imaginara escenas de la tragedia porque no harían sino aumentar su dolor. Y el dolor también mata.

Cuando llegó la tranquilidad tras la contienda pudieron iniciar el rescate de los supervivientes. Recogieron vivas a unas cincuenta personas, entre ellas un único oficial, don Pedro Afán de Ribera, teniente de navío y segundo comandante de la nave hundida, al que hallaron en pésimo estado agarrado a troncos y a los restos del castillo de su fragata. El número de muertos hacía tanto daño como el pensamiento puesto en todos y cada uno de ellos: doscientos sesenta y tres. Las pérdidas familiares de Diego de Alvear le destrozaban el alma. Fallecieron su esposa, doña Josefa Balbastro, sus siete hijos —cuatro niñas y tres niños, diecinueve años el mayor—; un sobrino que les acompañaba a España, y cinco sirvientes: el padre y sus cuatro hijos.

Nadie más que el cuarto de sus vástagos, Carlos, quedó vivo, y a él permanecía abrazado. Oía hablar a los ingleses haciéndose cargo del gobierno de la Medea y apremiando a la tripulación para que prepararan la marcha.

Y aunque frente a las pérdidas humanas poca importancia puede tener ya el dinero, los hombres de Moore no solo le arrebataron a toda su familia sino también su fortuna. El fruto de treinta años sirviendo a la Corona se desperdigó en el fondo marino en un sangriento suspiro. Más de cincuenta mil pesos. Pero también los planos de sus trabajos en la comisión de límites y los libros en los que constaba con detalle su inmenso esfuerzo. Enterrados para siempre en las aguas del océano y convertidos en un tesoro que solo al mar pertenece.

Le sobresaltó un oficial al abrir la puerta del camarote sin pedir permiso. Sabía a lo que venía. Era inglés. Diego besó a su hijo en la frente y salió hacia la cubierta entregándose no al vencedor sino a una muerte en vida.

Concluía así la conocida como Batalla del Cabo de Santa María.