Puerto de Montevideo,
9 de agosto de 1804
Era una gélida mañana tan ansiada que Diego apenas si notaba el frío. La gente se movía como minúsculos ejércitos de hormigas formados indistintamente por pasajeros, oficiales, marinería y tropa; deprisa, chocando entre ellos y reconduciendo el camino una vez y otra hasta asegurarse de que no dejaban nada en tierra. La expedición que se aprestaba a zarpar era una de las más importantes de los últimos años. Las cuatro fragatas de la Real Armada, Medea, Fama, Clara y Nuestra Señora de las Mercedes, estaban a punto de regresar a casa desde el Nuevo Mundo conquistado por los españoles hacía ya más de dos siglos.
En mitad del barullo, la estilizada figura de Josefa Balbastro desprendía una aureola de tranquilidad y sosiego. De pie, en el muelle, despidiéndose de Diego, su esposo, llamaba la atención sin pretenderlo. Era debido, sobre todo, a su elegancia y a la calma de sus maneras, pero también a su belleza.
La familia Alvear tenía previsto viajar en la Mercedes, nave de treinta y seis cañones botada en La Habana en 1786. Sin embargo una irremediable contrariedad alteró los planes. Tres días antes, el segundo comandante y mayor general de la división, don Tomás de Ugarte, al mando de la Medea, sufrió una seria indisposición y tuvo que pedirle a su amigo Diego de Alvear que lo relevara. Este aceptó, muy a su pesar, dado que era muy grande la ilusión por realizar la travesía junto a su mujer, Josefa, y a sus ocho hijos. Significaba tanto ese viaje para la familia… Pero los preceptos de la ordenanza naval eran claros —le tocaba asumir el mando por su graduación— y a ellos se debía, sin que tal circunstancia generara en su conciencia ningún conflicto, más que la pesadumbre de no poder acompañar a los suyos.
Con todo colocado en el camarote familiar de la Mercedes, el matrimonio Alvear se despedía en el muelle.
—No es más que una minúscula contrariedad —le dijo a su esposa—. Iremos juntos, imagina que nuestros barcos navegarán de la mano, surcando el mar rumbo a Cádiz.
Josefa, emocionada, respondió:
—Tengo tantas ganas de llegar a España y de iniciar allí una nueva vida, con los tuyos, que ya son mi familia. Y ganas de que nuestros hijos crezcan sanos y en paz. ¿Sabes? Es como si ya conociera la casa de Montilla, la he recreado tantas veces en mi imaginación con todo lo que me contabas, que solo deseo llegar y comprobar que es idéntica a la que he visto en sueños.
En ese momento vieron a varios de sus hijos jugando peligrosamente asomados por la borda de la fragata Mercedes. Josefa le pidió a Diego que se llevara con él a Carlos.
—No imaginas cómo ha alterado a los pequeños, en lugar de ayudarme a hacerme con ellos. El camarote es muy pequeño y él parece más niño que ninguno. No quiero ni pensar que zarpemos y se comporte así todo el viaje.
—Es buen chico, pero está en una edad muy mala. Ya es un hombre, aunque parece que se resiste a aceptarlo —respondió complaciente Diego—. No te preocupes, ahora mismo le pediré que baje. Además me vendrá bien llevármelo como compañía.
Mientras un par de esclavos, dos jóvenes hermanos que viajaban con su padre al servicio de la familia Alvear, trasladaban el equipaje del señorito Carlos desde la Mercedes hasta la Medea, Diego y Josefa culminaban la despedida.
—La próxima vez que nos besemos será en España —le dijo él sellando la promesa con el último beso en tierras americanas.
Josefa fue conducida por un oficial al interior de la fragata, mientras en un rincón, a la espera de que su padre pudiera prestarle la atención debida, aguardaba Carlos, el cuarto de los ocho hermanos, quieto y con cara de no gustarle lo que le esperaba.
—Veamos, jovencito —comenzó el capitán Alvear—, no voy a decirte lo que me parece tu comportamiento, porque no es momento. Espero que demuestres que sabes estar a la altura del hombre que ya eres, puesto que ante tu madre más parecía que en lugar de casi quince años tuvieras siete. Ese no es proceder para un cadete del Regimiento de Dragones.
—Yo, padre… —balbuceó el joven.
—Tú, nada. No hay excusas que justifiquen el desorden que has provocado en el camarote con tus hermanos. Pero ¿es que no te das cuenta de que son pequeños? Si en lugar de enredar como uno más te hubieras dedicado a ayudar a tu madre, como era tu obligación, habrías podido viajar con todos ellos.
—Pero es que…
—¡No repliques! —volvió a cortarle el padre antes de dar media vuelta y encaminarse hacia la nave Medea.
Carlos agachó la cabeza para encajar la reprimenda. Clavó su mirada en sus zapatos mientras se decía a sí mismo lo que no había podido decirle a su progenitor: en verdad prefería mil veces estar a su lado en otro barco, siendo testigo de cómo daba órdenes a unos y otros, y viviendo la travesía entre hombres, que hacer de niñera de sus hermanos. Y con ese minúsculo secreto metido en el corazón echó a correr triunfante hacia el barco.
Ya en cubierta, antes de retirarse al camarote, Josefa se asomó para un último adiós a su esposo, que la contemplaba desde abajo dispuesto a subir a la Medea, donde ya le esperaba su hijo Carlos.
Esa última mirada y la sonrisa de los labios de Josefa lanzándole un beso al aire desde cubierta entraron en el corazón de Diego con la fuerza de un cañonazo.
Zarparon dejando atrás América, su particular tierra de promisión. El hogar y los campos de la niñez del capitán esperaban al otro lado del inmenso Atlántico.
En aguas próximas a Portugal,
mañana del 5 de octubre de 1804
Después de cincuenta y ocho días de navegación sin incidentes destacables, la expedición española avistó tierra. Por ventura estaban a punto de arribar a España sin ninguna baja, aunque sí hubo muchos enfermos de fiebres y calenturas ocasionadas por la mezcla del intenso calor en alta mar y las fuertes lluvias. De las cuatro fragatas, la más afectada había sido precisamente la Medea. Ugarte empeoró de su padecimiento, mientras que el jefe de escuadra, don José de Bustamante y Guerra, también sufrió un doloroso mal prolongado durante toda la travesía. Lo que más le preocupaba a Alvear era que pudiera enfermar su hijo, pero Carlos era un chico sano y de gran fortaleza, así que no se vio afectado por ninguna dolencia.
En el horizonte, la portuguesa sierra de Monchique confirmaba felizmente la proximidad de Cádiz, puerto de destino, adonde llegarían en no más de una jornada. «Amaneció con tiempo claro y sentado, el viento fresco; las costas de España se presentaban hermosísimas a su vista, y a las seis y cuarto demarcaron las sierras de Monchique. Todo era movimiento, alegría y esperanza en las tripulaciones», escribió emocionado Diego en su diario de navegación. Por fin regresaba a casa, a su origen en la cordobesa Montilla.
A aquellas tierras había llegado enviado por Carlos III y regresaba ahora a las órdenes del hijo, Carlos IV, cumpliendo su mandato de transportar un cargamento de oro y plata acuñado en Lima para las arcas de la Hacienda del Reino de España.
Retornaba entre las mieles de una vida de triunfos. Se había casado con Josefa, heredera de una de las familias mejor consideradas de la alta burguesía bonaerense, y con ella había tenido una prolija descendencia de diez hijos, de los cuales dos habían muerto. Todos ellos, esposa y prole, sentían la misma ilusión por ser recibidos en la patria de los Alvear. Quedaba poco para que así fuera. Para que se cumpliera el gran sueño. Qué lejanos se vuelven los deseos cuando se está a punto de alcanzarlos.
Tales pensamientos merodeaban en la mente de Diego, que se hallaba como un lobo marino en la cubierta, a pesar del frío, ajeno al trajín de aparejos y maniobras, contemplando a babor la costa y a estribor, la Mercedes. La ilusión de su espíritu hacía que sintiera la fragata más cerca de lo que en realidad estaba. Muy pronto podría tocarla con sus propias manos. Deseaba que las horas pasaran rápidas para ayudar a descender a tierra a Josefa, a las pequeñas, a los niños, Manuela, Juliana, Ildefonso, Zacarías…, localizar sus enseres y pertenencias, e intentar emprender camino hacia Montilla lo antes posible una vez finalizados los pertinentes trámites y cumplimientos a los que su cargo obligaba. ¡Qué corto, pues, el camino que restaba!
Un pequeño queche con bandera de Dinamarca, que se dirigía a Londres, se cruzó con ellos y les confirmó la paz de aquellas aguas que navegaban. Todo en orden. Diego, exultante, lo agradeció deseándoles buena travesía antes de volver a ensimismarse en los recuerdos que, ahora que estaba a un paso de arribar a la costa de la península, se agolpaban en su cabeza y, sobre todo, en su corazón.
Y el corazón le ardió al rememorar el momento en que este le dio a entender que la joven que llevaba tratando amablemente en Buenos Aires y visitando durante meses como agradecimiento a las atenciones que le prodigaba su padre no era otra que la mujer llamada a hacerlo feliz como hombre. Se estremeció al recordar la belleza desbordante de la novia y el acontecimiento que supuso para la ciudad la celebración de su boda. Tenía la imagen del rostro de Josefa presente como si la estuviera viendo en ese instante, en la cubierta de la Medea, aunque hubieran transcurrido más de veinte años. En los casi dos meses de expedición oceánica la echó tanto de menos… Dios, qué ganas de abrazarla.
El mar en calma parecía un inabarcable cristal azul. A pesar del movimiento en las cubiertas, los navíos se deslizaban silenciosos y ligeros. Inspiró con fuerza el aire de la mañana que se iba abriendo paso y le consoló la certeza de que, en menos de que transcurriera un nuevo día, volverían a estar juntos y en España. No se le podía pedir más a la vida.
De repente, marcando el reloj las ocho, la sorprendente cercanía de una escuadra inglesa formada, al igual que la española, por cuatro barcos, lo sacó abruptamente de su ensimismamiento. La Clara hizo señal de tres velas al primer cuadrante, aunque pronto se vio que eran cuatro. ¿Qué diantre hacían allí cuatro fragatas, importantes a juzgar por su envergadura, de Su Majestad Británica si en ningún lugar constaba que estuviera prevista su presencia en aquellas aguas tan cercanas a la península? Los oficiales, con su capitán a la cabeza, don Francisco de Piédrola, aparentaron tranquilidad. En realidad no existían razones para sentir lo contrario. Les amparaba la paz firmada en el Tratado de Amiens, dos años atrás, entre la Corona británica, por un lado, y la primera República Francesa más sus aliados, el Reino de España y la República Bátava, por otro. «Habrá paz, amistad y buena inteligencia entre las partes contratantes, que pondrán la mayor atención en mantener una perfecta armonía entre sí y sus Estados, sin permitir que de una parte ni de otra se cometa ninguna especie de hostilidad por tierra ni por mar, bajo cualquier excusa». Se trataba, sin ninguna duda, de naves amigas.
Pero… ¿qué pensaba Diego de Alvear y no decía? Durante el resto de su vida no hallaría respuesta al porqué de intuir una amenaza que le llevó a recelar desde que avistó el primer navío inglés en lontananza. Tal vez calló al no acabar de creerse él mismo su propio temor.
Algo parecido debió de sucederle al jefe de escuadra. Sin pretender sembrar la alarma entre la tripulación, el general Bustamante y Guerra ordenó, no obstante, zafarrancho como precaución y que las naves se alinearan exactamente como venía dispuesto desde su salida de Montevideo: la Fama en cabeza de línea, la Medea y la Mercedes, en las que viajaban los dos pilares que sustentaban la vida de Alvear, en el centro, y la Clara en la retaguardia. En esa posición siguieron rumbo E.N.E. (Estenordeste) avistando, ahora ya sí, toda la costa del Cabo de Santa María, en el Algarve portugués.
Transcurrida una hora, hacia las nueve, las intenciones inglesas comenzaron a ser más que inquietantes. Las naves españolas largaron sus insignias y banderas de popa al mismo tiempo que las inglesas fueron fijando su posición por el través de cada una de las primeras según iban llegando a barlovento. Esta danza naval dio lugar a que cada una de las embarcaciones de la Armada española quedara custodiada por su respectiva de la expedición contraria.
La fragata «amiga» de mayor porte se acercó a la Medea para preguntar, en inglés, procedencia y puerto de destino. Fue informada, en el mismo idioma, por el capitán Alvear, quien no perdía de vista en ningún momento la Mercedes, y seguidamente disparó un cañonazo para que le aguardaran mientras enviaba un bote con un oficial. De inmediato, la Medea hizo la señal de estrechar aún más las distancias y se repitió la orden de zafarrancho y de estar preparados para el combate en previsión de lo que pudiera suceder.
Llegado el bote de costado, el oficial inglés aclaró lo que los españoles venían sospechando. La paz dejaba de existir, borrada como si se la tragara una ola. El comodoro sir Graham Moore, al mando de la escuadra y capitán del navío que acosaba a la Medea, tenía la orden del gobierno de Su Majestad Británica de llevar detenidas a puerto inglés las cuatro fragatas de la Armada española, «aunque fuese a costa de un reñido combate». Con ese fin llevaba tres semanas apostado en aquel punto del océano. De hecho, la actual flota era el relevo de otra inferior, de menos fuerza que esta con la que pensaban detenerlos. Moore le pedía que accedieran para evitar un inútil baño de sangre.
La sangre fue, precisamente, lo que se le heló en las venas a Diego de Alvear en los segundos previos a que se le encendiera de rabia ante semejante dislate. ¿A qué venía ese sinsentido? ¿Cómo era posible una detención entre dos potencias amparadas por un acuerdo internacional? ¿Dónde quedaba el verdadero significado del primer artículo del Tratado de Amiens?
Por si la situación no era lo suficientemente confusa, el oficial aclaró, en nombre del comodoro Moore, que, en efecto, como argumentaban los españoles, no se había declarado guerra alguna que justificara la presente acción militar. Hizo señal a sus naves con un pañuelo blanco y, tras comunicar que volvería con la decisión de la Junta de Guerra, se retiró a su bote. Resultaba todo tan absurdo que al capitán Alvear se le descontrolaron las ideas en su cabeza. Iban y venían trazando imaginarios círculos que se agotaban en sí mismos sin poder alcanzar nada parecido a una conclusión. Carlos, su hijo, testigo mudo desde un rincón de cubierta, comenzó a sentirse mal por no estar junto a su madre y sus hermanos, que era lo que más deseaba en aquel momento. Los sucesos estaban consiguiendo darle la vuelta a sus sentimientos, creyéndose ahora un cobarde por haber preferido estar con su padre en lugar de ayudar a su madre a controlar a sus hermanos pequeños. Pero ya se sabe que el destino no avisa. Pensaba en ellos porque, se decía a sí mismo, a aquellos ángeles nada malo podía pasarles y él se sentiría más tranquilo estando a su lado. Los trajo a la memoria intentando encontrar una razón para sonreír ante la desazón extendida como un manto de polvo entre las naves españolas.
La calma chicha no ayudaba. La quietud del aire y aquella pesadez en la atmósfera, y aquel profundo silencio que cortaba las miradas, y el nudo que estrangulaba la garganta…
—¡Oficiales, todos a reunión!
La voz del general Bustamante sonó más grave que nunca. El joven Carlos observó los movimientos de aquellos hombres, entre los cuales iba su padre, adentrándose callados en el camarote. La junta de oficiales fue breve. No podía ser de otra manera. El tiempo escaseaba. De forma unánime se decidió resistir. Los españoles no pensaban entregarse. No tenían por qué hacerlo. Les amparaba el derecho y la justicia, aunque intuían que ni lo uno ni lo otro les importaba demasiado a los hombres de Moore.
Cada uno de aquellos marinos armados de perplejidad y valor fue ocupando su puesto sin acabar de creerse que los ingleses fueran capaces de cumplir tan grave amenaza.
A pesar de la decisión tomada, el general quiso realizar un último intento antes de entrar en combate, y, así, le propuso al comodoro una posibilidad conciliadora: atracar en un puerto neutral de Portugal, la costa más próxima, a la espera de que llegaran nuevas órdenes que, aunque esto no lo dijo, confiaba en que fueran más cabales que las anunciadas por Moore.
Pero el mayor general, Diego de Alvear, tuvo un arrebato mientras el oficial inglés abordaba su bote para regresar a su fragata. La mayoría de los tripulantes formaron a su lado, estuvieron con él en su intención de combatir, plantándole cara a la afrenta inglesa, antes que atracar en un puerto que no fuera español.
—¡Fondearemos en Cádiz! —gritó—. Así nos lo ha ordenado nuestro rey y nos lo exige nuestro pabellón.
No hubo posibilidad de nada más. La prepotencia demostrada por los ingleses tomó la forma de un proyectil, un cañonazo con bala lanzado desde la fragata a la que acababa de arribar el bote del oficial y que sirvió de señal a las otras tres para que la emprendieran también a cañonazos contra las naves españolas. El objetivo del primer disparo de cañón había sido la Mercedes, lo que sacó de quicio al joven cadete Alvear, que se lanzó a la lucha como uno más siguiendo el ejemplo de su padre. Jamás imaginó Carlos que el destino iba a determinar que su paso de adolescente a adulto fuera a ser tan fulminante. En cuestión de minutos y bajo el estruendo de la pólvora y los cañones, Carlos se hizo dolorosamente hombre.
Aunque el tiempo parecía haberse detenido hasta que comenzó el inesperado combate, el tiempo marcó las nueve y quince minutos en el primer disparo, que fue seguido por una descarga de artillería y fusiles contra la fragata en la que se encontraba el resto de la familia Alvear. Al cabo de media hora, españoles e ingleses andaban metidos de lleno en un sangrante fuego cruzado de imprevisibles consecuencias.
Hasta que el sino consideró llegada la hora de la calamidad. Un certero cañonazo procedente de uno de los navíos ingleses dio de lleno en la santabárbara de la Mercedes, allí donde se almacena la pólvora. Maderas, telas del velamen, monedas, restos humanos, volaron despedazados. El oro. La plata.
La vida.
El estallido estuvo acompañado de un ensordecedor estruendo que nubló la conciencia de Diego de Alvear, indefectiblemente testigo de la tragedia. Podría concluirse, incluso, que momentos antes de que el proyectil, lanzado desde la fragata Amphion, impactara en la Mercedes, él ya había puesto en ella los ojos, y en los suyos, su corazón.
Con aquel barco, su vida entera saltó por los aires hecha añicos. Su amada Josefa…, sus pequeños… y después todo lo demás. Los ojos de Josefa se perdieron en el mar. Los labios, tantas veces besados, sellaron un adiós nunca dicho.
Un solo segundo bastó para que el mundo se oscureciera. Qué frágil es nuestra existencia si tan poco, una pequeña bola de hierro, puede acabar con tanto.
Días más tarde, Diego de Alvear, o lo que quedó de él, escribiría en su diario:
Saltó la Mercedes por los aires con estruendo horrible, cubriéndonos con una espesa lluvia de ruinas y de humo.
Ruinas y humo… y después todo lo demás.
Después… la nada.