15

Benito, que a sus diecisiete años recién comenzaba la misma carrera militar que su padre en el Cuerpo de Reales Guardias Marinas de Cádiz, había muerto. Un silencio se expandió por el campamento devastando cualquier ilusión. Se hizo la oscuridad. Las almas se asfixiaban. Esa muerte era un pozo por el que se escurrían la fe y la esperanza.

Había ocurrido el fatídico día del 10 de octubre de 1800, víctima de una epidemia de fiebre amarilla que asoló la ciudad entre los meses de agosto y octubre extendiéndose después por toda Andalucía. El germen de la mortal enfermedad había sido una corbeta angloamericana, la Delfín, procedente de La Habana y anclada en el puerto de Cádiz el 6 de julio después de una travesía de veinticinco días, en la que ya hubo varias bajas por la epidemia.

Josefa y Diego no podían soportar el dolor de la pérdida del primogénito, el segundo hijo que se les moría. Se abrazaban desesperados, padres y amantes, porque sentían con mayor inmensidad el amor que se tenían. Un amor sin márgenes ni límites, al igual que un río desbordado. Y acordaron que si Dios les había sometido a esa prueba, pensaban superarla más unidos que nunca.

Diego sabía que Josefa, más aún después de la dureza de lo ocurrido, deseaba volver a la ciudad aunque no lo dijera. Eran ya demasiados años lejos de un hogar confortable, acogedor y, sobre todo, en paz. Un hogar donde los hijos que les quedaban pudieran crecer con las debidas atenciones médicas y se educaran como era debido.

Hasta que un día, por fin, Diego tuvo una novedad que contarle.

—La posibilidad de una nueva guerra con Portugal hace que la Corona se esté planteando acabar con las expediciones que atendemos el Tratado de Límites aquí, en América.

Al principio Josefa no supo qué decir. Llevaba tanto tiempo deseando escuchar que esa vida inestable y arriesgada se terminaba, que se dejó llevar por el desconcierto.

—¿Significa eso que se pone fin a las delimitaciones? ¿Se acaba tu trabajo? ¿Ya no habrá más selvas ni desiertos? ¿Volvemos a la ciudad?

Diego sonrió por tantas preguntas atropelladas de su esposa, antes de confirmárselo con un lacónico:

—Así es…

Ella se lanzó a sus brazos intentando con dificultad aguantar el llanto, que acabó brotando. Era la mayor de las alegrías, a pesar de la amenaza bélica que la motivaba. Pensó en sus niños y en lo mucho que había anhelado oírle a su marido pronunciar lo que acababa de decir.

La amenaza se fue confirmando. Las cosas empezaron a ponerse tan feas que Diego tomó la determinación de retirarse con su partida a San Luis para después pasar a Candelaria, donde se sintió más seguro. En el fondo, él también estaba cansado y temía por su numerosa familia, que llevaba quince años malviviendo en esas hostiles tierras. Era motivo más que suficiente para ansiar el regreso a la capital, a lo que se unía la inminencia de la posible guerra con Portugal.

Le fue concedida la licencia para el regreso a España, aunque el virrey le advirtió de que las partidas no podían retirarse sin órdenes del monarca.

Pronto se lo comunicó a Josefa, seguro de que la orden no tardaría en llegar.

—Volvemos a Buenos Aires, regresamos a casa.

Nunca tan pocas palabras llenaron plenamente unas vidas.

El 17 de marzo del primer año del nuevo siglo, 1801, supuso el inicio de una nueva y esperanzadora etapa que lo iba a alejar de lugares en los que, al tiempo que enormes satisfacciones por su deber cumplido y por la familia formada junto a Josefa, también había padecido enormes sufrimientos. Decía adiós a una vida y a unas experiencias inimaginables e intensas.

También decía adiós a los inmensos ojos guaraníes de Rosa, que confiaba en que dejaran de perseguirlo fuera de la selva y una vez apartado de los ríos. Adiós a un amor primitivo y clandestino. La pasión furtiva a la que se había entregado sin medir sus consecuencias.

Emprendieron la marcha por la picada de San Martín y por las gargantas de la sierra del Tapé. Un camino fatigoso, plagado de contratiempos que Diego llevaría grabado en su piel para el resto de sus días. Los carros y las carretas se abrían paso con dificultad en la tierra fangosa, cuando no se atascaban o, peor aún, volcaban con enseres y personas dentro. Curiosamente huían a través de un territorio enemigo, puesto que se trataba de dominios portugueses, pero eran esos mismos adversarios los que no les negaban auxilio ni aliento ante tamañas penalidades. Aunque era lo menos que se esperaba de ellos dada la generosidad española al haber soportado los cuantiosos gastos de todas las partidas, incluidos en gran medida los portugueses, derivados de la manutención y de los utensilios, las dependencias y el ganado necesario.

Sentían las fuerzas flaquear cuando, al fin, avistaron el campamento de Santa María, donde podrían descansar durante más de una semana. Recuperados, prosiguieron viaje. Atravesaron San Rafael, Santa Tecla, el Fraile Muerto…, hasta que la crecida del arroyo de Santa Lucía los retrasó durante quince días que se eternizaron. Un milagro le pareció a la expedición cuando alcanzó la ciudad de Montevideo. El viaje había sido largo y fatigoso. Pero la visión de la capital les compensaba de las fatigas: ¡cuánto había mejorado!, con esos imponentes edificios y tanto comercio, fruto del progreso. Diego tenía gran aprecio a esa ciudad y, ahora que estaba a punto de marcharse de América, le llenaba de recuerdos de su llegada siendo apenas un muchacho con mucho empeño y ganas de progresar.

La guerra entre las dos naciones que deberían ser más bien hermanas estalló de nuevo. Pocos días antes de la llegada de Alvear a Montevideo habían arribado a ese puerto las fragatas de guerra Medea y Paz. Traían noticias de las hostilidades declaradas y del numeroso ejército español que ya invadía Portugal, por lo que dichas naves habían atacado al bergantín portugués Palomo y lo traían apresado. El avance bélico era, por tanto, inexorable, y así llegó ya la orden definitiva para que se retiraran todas las partidas de demarcación a la mayor celeridad a fin de salvar los importantes intereses que con ellas se ponían en riesgo.

Era una gran suerte que pudieran ser transportados y llegaran en buen estado importantes documentos, así como toda la magnífica colección de instrumentos de la partida que Alvear entregó al poco en el real consulado de la capital, en diez grandes cajas, encerrados todos los estuches y bien conservados. Esa era la segunda colección que había tenido a su cuidado. La primera la había entregado por orden del ministro de Marina en 1789 al capitán de fragata don Alejandro Malaspina, que llegó a Montevideo con los dos buques de su mando para la célebre comisión científica de dar la vuelta al globo, que tanto renombre le había dado.

Tardaron tres meses en alcanzar Buenos Aires. Sería porque ya se trataba del final de las expediciones, pero el regreso se les hizo tremendamente penoso. Bien es cierto que, además de las malas condiciones del camino, fueron atacados por indios fronterizos en busca de tesoros. Saqueaban todo cuanto se encontraban al paso, incluso los equipajes de algunos miembros de la expedición que iban quedándose sin escolta, lo que retrasaba mucho la marcha. La mayor preocupación del matrimonio Alvear era poner a salvo a sus hijos, asustados por los asaltos.

Llegaron a casa extenuados pero felices. Los niños corrieron a entrar con ganas, saltando de la alegría y haciendo bromas entre ellos. Parecía mentira. Por fin el añorado hogar.

Por fin…

Josefa y Diego, en medio del trasiego de sirvientes prestos a recoger el equipaje y entrar en casa las ingentes pertenencias de la familia, permanecieron durante varios minutos apostados en la calle, al pie de los carruajes, contemplando en silencio la fachada de la vivienda. Sin retirar la vista del frente, Diego buscó con su mano la de su esposa, que se cogió a él con firme ternura y lanzó al aire un suspiro.