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En lo bueno y en lo malo. En todo estaban unidos Josefa y Diego. Transcurrían los meses, los años, y ella no se arrepentía de haber dado el paso. Estar al lado de su esposo lo valía todo. Los inconvenientes eran compartidos, pero también las maravillas que aquellos parajes le obsequiaban y que jamás, de no haberse movido de Buenos Aires, habría conocido.

Inolvidable para ellos y para el mundo, gracias a la constancia que dejaba Alvear, sería el Salto del Iguazú, un portento de la naturaleza. La catarata saltaba a un precipicio que acongojaba y que engrandecía al propio Dios.

El agua. La fuerza. La vida…

El Iguazú corre en la parte superior manso entre multitud de rocas e isletas de árboles y palmas, y al encontrarse con aquella profunda sima que le está preparada se reparte por ambos lados, y va precipitándose sucesivamente dividido en grandes y vistosos torrentes.

Entre estos se distinguen dos muy considerables y asombrosos, uno al frente de la catarata, que desciende primero por varias gradas, vistiéndolas de torneadas y blancas espumas, y saltando después de la inferior, haciendo un hermoso arco que llena todo el ámbito del mismo frente; y el otro, que es aún de mayor entidad, se despeña todo unido de arriba abajo por la parte oriental.

Otros muchos torrentes se registran a derecha e izquierda, de diversos tamaños y belleza, y todos ellos estrellándose en el fondo de la caverna, erizada de monstruosos peñascos, hacen temblar el contorno, difundiendo a larga distancia el ronco estruendo de un furioso huracán y cubriendo los aires de húmeda y densa neblina, que en columnas de humo, con los agradables adornos del arco iris, suben hasta los cielos.

En el grueso tronco de un árbol que miraba al Salto, el geógrafo don Andrés de Oyarvide grabó la siguiente inscripción: «Elevaron los ríos sus ondas y el ruido de sus aguas ensalzan vuestro poder».

De España llegaban pocas novedades. Solo aquellas que tenían trascendencia, como el fallecimiento del rey. El 14 de diciembre de aquel año de Nuestro Señor Jesucristo de 1788, Carlos III expiró. Su hijo Carlos, que acababa de cumplir cuarenta años, casado con María Luisa de Parma, ocupó el trono. A ese lado del mundo iban a tener que esperar para comprobar en qué medida podrían afectarles las primeras decisiones del nuevo rey. Tan solo confiaban en no ser olvidados. Porque cuando se tiene la noción de vivir en los aledaños del infierno, es fácil sentirse como expulsados del paraíso.

Exactamente un mes después, Diego de Alvear recibió la buena nueva de su ascenso a capitán de fragata. La única certeza que procedía, de momento, de la lejana España. Ya era, por fin, capitán.

Iban pasando los años y llegando al mundo hijos como estrellas… El cuarto de los vástagos Alvear-Balbastro, Carlos María, nació en el Santo Ángel Custodio, un minúsculo baluarte perdido en la selva de Misiones. Las inexistentes comodidades no impidieron que el parto se desarrollara con toda normalidad, mejor incluso que los anteriores.

—Será un gran hombre. Este niño tiene algo que lo hará distinto —dijo el orgulloso padre cuando lo sostuvo en sus brazos por primera vez.

A Josefa, recostada sobre el camastro, cansada aún del esfuerzo, le conmovió ver la delicadeza con la que tomaba al recién nacido. Consideró que tal vez fuera una tontería, algo que tenía más que ver con la intuición que con la realidad, pero el caso era que creyó sentir que la reacción de Diego era distinta a la que había tenido en los tres anteriores nacimientos. No sabía bien qué podía ser, pero le pareció que un lazo invisible y único acababa de establecerse entre Diego y su hijo Carlos; un lazo por el que fluía la sangre Alvear de manera distinta.

En aquella época dulce, en la que Diego estaba formando junto a su esposa la familia que siempre había querido, le llegaron los ecos de que otra familia que no le era ajena, la San Martín-Matorras, se había establecido en Málaga y estaba teniendo dificultades económicas. A pesar de lo cual, el pequeño José, que contaba once años, acababa de ser admitido como cadete en el Regimiento de Infantería Murcia, ubicado en Málaga. Aunque la edad permitida para el ingreso eran los doce años, a San Martín lo habían aceptado. Sus padres le agradecían veladamente que hubiera sido posible. Diego intuía que el chico iba a ser un buen militar. Y no se equivocaba.

No obstante, dos años más tarde Diego y Josefa tuvieron que soportar una de las mayores tragedias que pueden sufrir unos padres. Uno de los hijos enfermó de un extraño mal que el médico de la expedición no fue capaz de diagnosticar y que se llevó su inmadura e inocente vida. Un duro golpe que ni Dios ni los mortales podían comprender. Un drama que unió a unos padres desconsolados llenándolos de temores que antes no tenían sitio alguno en sus vidas. Ahora, en cambio, el miedo devoraba la razón, cuando el mayor, Benito, a los siete años también enfermó, en este caso de unas fiebres corrientes sin aparente peligro. A Josefa y a Diego les tembló la visión de su futuro y también los cimientos de la vida y del sentir, y se les cruzó un dolor anticipado que no se vieron capaces de soportar y que les hizo tomar la determinación de enviarlo a España con sus abuelos y sus tíos paternos. A la madre se le partió el alma al despedirlo, agarrado de la mano de su padre, que iba a acompañarlo en el camino a la ciudad para que embarcara rumbo a España. El niño no acababa de entender lo que estaba pasando, pero se quejaba con un ligero llanto de tener que dejar atrás a su madre, a quien la separación desgarraba por dentro. Pero ella tenía claro que prefería a su hijo lejos antes que posiblemente muerto en aquellas salvajes tierras.

Pronto despuntó el carácter heroico del joven José de San Martín. Con trece años, formando parte del Regimiento de Infantería Murcia, tuvo su bautismo de fuego militar en una peligrosa plaza: el sitio de Orán. Diego lo imaginaba dejándose la piel a tan temprana edad como un militar de altura. Sangre de su sangre. También. Aunque esto último lo sentía, pero no lo pensaba. Prefería no hacerlo. No debía.

Estando en Santo Tomé, Diego le preguntó un día a Josefa si no estaba cansada de llevar una vida tan inestable y llena de riesgos. Habían transcurrido cinco años desde que enviaron a Benito a España.

—¿Es esta la mejor manera de sacar adelante a una familia?

No era la primera vez que una respuesta de su esposa no solo le sorprendía sino que le llevaba a una profunda reflexión.

—No sé si es la mejor —dijo Josefa—, pero es nuestra manera de hacerlo. Y estoy orgullosa de que así sea. El amor nos ha movido desde el primer instante. ¿Qué más cabe esperar de la vida? No esperes tú que ni siquiera me plantee lo que me pides. ¿Acaso me has oído quejarme alguna vez?

A Diego se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Recuerdas el día en que me dijiste que me acompañarías? Pensé que no hay en el mundo mujer más valiente que tú.

—Más valiente, no lo sé, pero más enamorada, seguro que no la hay.

—Te amaré mientras viva, Josefa, mi amor. —Besó su boca con ganas de comerse el mundo en ella—. Te prometo que cuando regresemos a España haré lo que haga falta para que olvides tanta penalidad. Juntos, en nuestra tierra, porque España también es tuya, olvidaremos esto pero también daremos gracias a Dios por la prosperidad que nos ha permitido en América y por la familia que nos ha regalado. Quiero disfrutar junto a ti de la campiña cordobesa donde se alza mi pueblo. Me he imaginado paseando por las calles de Montilla contigo del brazo. Echo de menos las bodegas, el olor de las cepas en el campo y del vino en las barricas que impregnan de madera mis ideales de juventud. Allí quiero volver. A Montilla. Contigo. Lo haremos juntos.

—¿Ir a España, dices? —A Josefa se le inundaron los ojos de lágrimas mientras su corazón se le llenaba de felicidad—. ¿Es eso posible?

—No nos adelantemos. Posiblemente lo sea. Veo que te ilusiona la idea.

—Más que ilusión, sería cumplir un sueño.

—Otro más. Un sueño compartido. En ese caso, si tan importante es también para ti, veré la manera de hacerlo.

Esa noche durmieron protegidos por los cuerpos de la bóveda celeste que envolvía sueños y promesas.

A la mañana siguiente, desde que se levantó, Diego barruntaba algo que no acababa de gustarle. Estaba inquieto. Se vistió más lento que de costumbre, sin fijar la mirada en ningún punto.

—¿Qué tienes? —le preguntó en voz baja Josefa, para no despertar a los niños—. ¿Qué es eso que te preocupa hoy?

Se sentó en la cama junto a ella, que todavía permanecía acostada. La miró sin saber qué decirle. Entonces tomó una de sus manos y se la llevó a los labios para besarla sellando en su piel un «No es nada» que apenas se percibió. Y salió de la tienda a enfrentarse a los nuevos rigores que ese día le aguardaban.

A media tarde le llegó la respuesta a su desasosiego en forma de una carta procedente de España. La firmaba San Martín, pero no el que él creía. Por primera vez, José, que ya era un joven de dieciocho años, tomaba la iniciativa de escribirle. Sostuvo la carta entre sus manos durante un rato preguntándose a sí mismo si estaba preparado para encajar cualquiera que fuera la demanda de José Francisco de San Martín. Tardó en abrirla, y cuando lo hizo le costó empezar a leer.

La misiva era breve. José se dirigía a él en un tono muy frío para comunicarle escuetamente el fallecimiento de su padre, Juan de San Martín, en el convencimiento de que era su deber hacerlo.

Guardó el papel en un bolsillo de su uniforme y comenzó a caminar pensativo con gesto adusto. Se cruzó con algunos miembros de la expedición que marchaban en dirección contraria de regreso al campamento. Hubo quien le preguntó que adónde iba. Otros le advirtieron —como si fuera necesario— de los peligros de caminar solo a esas horas y le dijeron que tuviera cuidado de no alejarse demasiado, pronto anochecería… y más comentarios bienintencionados que se sucedían pero que él había dejado de escuchar.

Cuánto deseaba abrazar a Benito en ese instante. Benito… Querría apretarlo fuertemente contra su pecho sintiéndolo su único primer hijo. Benito… El primogénito Alvear. José de San Martín se había quedado huérfano, pero él, Diego de Alvear, solo debía lamentarlo por lo que significaba la pérdida de un buen amigo, Juan, que lo había tratado bien y brindado su hospitalidad al poco de llegar a las Indias. Por nada más.

«Nada más», se repetía incansable apretando con fuerza los dientes. «Nada más».

A Diego le anocheció en la ribera del río Uruguay, del que emergían a borbotones ojos negros que no dejaban de mirarle. Ojos increíblemente bellos que custodiaban la noche guaraní y que, como cuando no se deja en paz a los muertos y se intenta hurgar en sus tumbas, se habían revuelto acusándolo a él de un hecho innombrable y doloroso. Era algo solo entre ellos y Diego. Se hablaban y hasta discutían. Se enfurecieron el uno con los otros, cargados todos de razones. Pero las razones ya no importaban. Habían dejado de importar hacía años, ahogadas en ese río junto a un trozo del corazón de Diego, que no estaba dispuesto a recuperar jamás.

Extrajo la carta del bolsillo y, mirando al cielo, la rompió en pequeños pedazos que dejó volar hasta que cayeron sobre el agua. Yapeyú no estaba demasiado lejos de Santo Tomé. Los bañaba el mismo caudal del Uruguay. Distaban pocas millas. Sin embargo, para Diego era solo un punto más en el mapa de su demarcación de límites. Y aquella noche se sintió como un mar sin horizonte o un cielo sin estrellas. Ahogado en las aristas de su desasosiego.

Era muy tarde en el campamento, demasiado como para que Diego no hubiera regresado. Josefa, guiada por la intuición de una extraña amenaza, dio un beso en la frente a los niños, se arrodilló y rezó en actitud de recogimiento.

Sin embargo, peligros como los de esa noche en sus almas no iban a ser los peores. Pasaron los cuatro siguientes años soportando el riesgo de vivir en aquellas latitudes, creyendo que deberían esforzarse por poner a salvo sus vidas en lo que parecía ser una especie de fin del mundo. Aunque la desgarradora y cruel noticia que les aguardaba en la siguiente esquina de la vida les llegaba desde una tierra tranquila y falsamente segura: la anhelada España.