Los denodados esfuerzos de los españoles por habitar esos territorios se toparon en muchas ocasiones con la oposición de la propia naturaleza, aunque costó que lo reconocieran al otro lado del mundo, en la Corte española, tozuda y soberbia como pocas. Los pequeños pueblos de San José y Santa Lucía, a los que arribó la expedición, eran dos recientes establecimientos formados por familias asturianas y gallegas llegadas poco antes con el fin de poblar la costa patagónica. Sin embargo, la Corona, harta del elevado coste de la repoblación y tras una ineficaz experiencia de cuatro años de intentarlo sin éxito, que hizo evidente lo inhabitable que era la costa de Patagones, lo estéril de sus tierras debido a la escasez de agua y leña necesarias para la subsistencia, y la inutilidad de sus puertos, decidió levantar los establecimientos de Río Negro, Puerto de San José y San Julián. El destino de aquellas pobres familias fue conformar dos nuevas poblaciones: la de San José y la de Santa Lucía.
Durante su expedición, Diego de Alvear escribió en su diario:
Cada uno de dichos pueblos se compone de cincuenta a sesenta de las referidas familias de «maragatos», las cuales, bajo la dirección política de un sargento que las gobierna, viven en otros tantos ranchos, que ellas mismas se han construido al estilo del país, de paja, totora o espadaña, y de maderas de coronilla y mataojo que crecen en los márgenes de aquellos arroyos.
Tienen también su capilla y un sacerdote religioso, encargado de las funciones espirituales. Su ejercicio diario es la agricultura, cultivando cada individuo la chacra, o suerte de tierra que le tocó en la distribución hecha de los distritos.
Pero como estas colonias se hallan tan en sus principios, son también muy cortos los progresos de sus habitantes.
Hasta la tarde del 10 de enero de 1784 no consiguieron habilitar lo necesario para proseguir el viaje ni verificar la salida hacia Maldonado, uno de los más importantes destinos de la expedición. Por fin las dos numerosas comitivas, formadas por sus respectivos carruajes, peones, capataces, operarios, caballada, boyada, víveres y otros pertrechos, se pusieron en marcha. Consiguieron llegar hasta La Chacarita del convento de San Francisco, a unas siete millas de Montevideo. Al día siguiente, españoles y portugueses se separaron, tomando cada uno su camino. Alvear acampó a ocho millas al nordeste de la otra banda de Pando, pequeño arroyo que desaguaba en el Río de la Plata, al oeste de la Isla de Flores.
La primera noche resultó fría. El campamento se dispuso a oscurecerse para favorecer el sueño y el merecido descanso, mientras el silencio desplegaba su manto sobre las tiendas. Diego, que aún andaba con sus cuadernos entre manos al aire libre, estaba a punto de vivir un momento único, de esos que no se dan en muchos siglos. De hecho, nadie había dado cuenta jamás en toda la historia de un suceso como el que ya empezaba a presenciar. No podía creer lo que estaba viendo en la bóveda celeste. No se le ocurría nada con lo que se pudiera comparar el deleite ante lo que la naturaleza le ofrecía en ese momento convirtiéndolo, solo a él, en privilegiado testigo. Era algo único. Maravilloso. Después de realizar las oportunas mediciones para estar seguro, anotó en su diario:
Como a las nueve de la noche de este día 11 de enero, se descubrió un cometa caudatario, hacia la constelación austral de la Grulla. Su diámetro aparente se manifestaba como una estrella de segunda magnitud, y la cola, inclinada a la parte opuesta del sol, aparecía bajo la proyección de un ángulo de dos grados. La marcha, que no se juzgó conveniente suspender, y principalmente el tiempo nublado y de lluvias, que apenas se interrumpió en aquellos días inmediatos, nos impidieron hacer algunas tentativas sobre observar algunas alturas correspondientes y pasajes por el meridiano de dicho cometa, que nos pudiera haber conducido al conocimiento de su órbita y demás elementos. Y únicamente por cotejo hecho a la simple vista con las estrellas que le rodeaban, en varias ocasiones que nos lo dejaron ver los celajes, notamos su movimiento como al NNO, de la cantidad de grado y medio, a dos grados, en veinticuatro horas.
En efecto, con su avistamiento, Diego de Alvear estaba anotando el primer registro que existía de la observación de un cometa en tierras americanas. Un importante cometa, grande y brillante. Diego cerró el cuaderno satisfecho, pero sobre todo impresionado por lo que acababa de suceder. Suspiró hondo, con la fuerza que da saberse descubridor de algo trascendente que además encerraba una gran belleza distinta a todo. Al dormirse soñó que surcaba los mares oceánicos a lomos de una interminable cola de estrellas que se unían a la hermosa cabellera de Josefa y la hacían volar junto a él.
Josefa… Cuánto la echaba de menos. Necesitaba acariciarla, volver a verla, sentir su calor, besar sus cálidos labios.
Solamente al amanecer supo que había sido su corazón el que había volado esa noche en busca de su esposa, en la que pensaba incansablemente. Con la emoción de su hallazgo todavía metida en el alma le escribió aceptando lo que ella le proponía una vez y otra: acompañarlo en su misión. Al casarse con Diego, ella ya sabía el tipo de vida que le esperaba a su lado, «pero el amor, que todo lo puede, está por encima de cuantas incomodidades puedan conllevar tus tareas y tu compromiso con el Reino de España al que tienes el honor de servir. Con amor, y juntos, sortearemos todos los obstáculos», le decía en su última carta, en la que de nuevo insistía en su deseo de viajar para acompañarlo.
Diego estuvo negándose por temor a poner en peligro la vida de su esposa y de su hijo. Hasta ese día en el que pensó que eran una familia y que habían de serlo cualquiera que fuera el lugar en el que se encontraran. Y si su misión a las órdenes del rey le llevaba a pasar penalidades, las pasarían juntos porque ese era su destino, como lo era también de tantas familias que llevaba conocidas. Hombres y mujeres que soportaban una existencia impuesta, inmóvil y asfixiante, en el intento sencillamente de sobrevivir en tierra extraña. Entregándose en cuerpo y alma a una falsa quimera, una ilusión vacía de contenido; sin sustancia. Sin nada. Entregándose a nada.
Ya no pensaba en otra cosa. Contaba los días que faltaban para que su hijo y su esposa se reunieran con él. Tenía ganas de confesarles, aunque Benito no tuviera edad para entenderlo, lo mucho que había pensado en ellos al descubrir un cometa en el cielo. Un astro precedido de una estela luminosa que tiraba de su cuerpo. El milagro de lo desconocido y sublime.
Mientras tanto, siguió con su trabajo, del que había de salir el nuevo mapa de los territorios americanos, sintiendo la satisfacción que supone el acto mismo de crear.
El 6 de febrero de aquel año de 1784 tuvieron lugar las primeras conferencias entre españoles y portugueses para negociar el reparto y, sobre todo, poner orden en los trabajos, porque para entonces ya habían surgido las primeras diferencias sobre el terreno acerca de cómo debía trazarse la línea divisoria desde el arroyo del Chuy hasta la laguna de Merín. Los españoles, ateniéndose al artículo tercero del tratado preliminar, se mostraban partidarios de ir por el norte siguiendo la orilla de la laguna hasta el primer arroyo meridional, el río Piratini, las vertientes del Yacuy y las cabeceras del Río Negro, con el claro objetivo de que pertenecieran a España todos esos territorios, incluido el Río de la Plata, codiciado igualmente por los portugueses. Varios días duraron las discusiones para no alcanzar ninguna conclusión. Empezaba a estar claro que esa no iba a ser la única discrepancia en el reparto de territorios. Haciendo gala de una gran capacidad de resolución —que más bien era una necesidad—, ambas comitivas decidieron elevar las consultas a los respectivos virreyes, a la vez que firmaron un convenio que les permitía continuar los trabajos mientras esperaban la decisión de sus gobiernos. Porque si cada vez que surgiera una duda se iban a paralizar las prospecciones, harían falta varios siglos para acabar de repartirse la suculenta tarta del Nuevo Mundo. Allá donde no había leyes era necesario inventarlas y, además, aplicarlas al tiempo que se rubricaban. Fue así como el festín repartidor comenzó en relativa paz y armonía.
Las demarcaciones se establecían a partir de los cauces de los ríos, cuyos rumbos se anotaban mediante los adecuados instrumentos de precisión, teniendo en cuenta las intersecciones y los accidentes de sus riberas. Y se estudiaban la influencia de las corrientes y las profundidades de las aguas. Para medir las distancias con exactitud se usaba una corredera graduada en toesas[1], según la dimensión del meridiano terrestre. La parte en la que intervenían los usos astronómicos era la que más le gustaba a Diego de Alvear. Los grados de latitud y de longitud, fruto de observaciones frecuentes y de cálculos, no podían tener variaciones. A diario se repetían una serie de hábitos irrenunciables, como, por ejemplo, comprobar que los instrumentos de medición y observación no hubieran sufrido alteraciones, realizar su mantenimiento y anotar el trabajo ejecutado durante la jornada. Todas las noches, de forma meticulosa, después de compararlos con los portugueses, los resultados se dejaban por escrito en papel de cuadrículas con una escala de pulgada por milla, que después se pasaba a otra menor para configurar el plano general a fin de que fueran aprobadas por los comisarios antes de enviarlas a las cortes de ambos países para su confirmación definitiva. Con este último trámite iba quedando refrendado el paulatino reparto de los territorios. Un proceso lento y necesario.
Un trabajo a las puertas del infierno.
Parecía que el tiempo no pasaba. Tomar la decisión de que su familia se reuniera con él no bastaba. Era necesario aguardar a que la expedición llegara a una zona en la que las condiciones del clima y del terreno favorecieran su venida. Se hacía largo pero era inevitable.
El reconocimiento de la laguna Merín, de treinta y seis leguas de largo y más de ochenta de circunferencia, era, de todos los territorios, el que presentaba más dudas y más diferencias de interpretación para el reparto. Entraron en ella por su sangradero y comenzaron el reconocimiento de los arroyos Piratini y Pavón. La primera vez que Alvear vio la laguna perdió de golpe el sentido de la ubicación, dejó de saber, por unos segundos, dónde se encontraba, tan apabullante era el indómito paisaje. No podía decirse que fuera hermoso sino insólito y salvaje. Exuberante. La laguna se le asemejaba un inmenso mar de arenosas orillas blancas cuyo oleaje moría en ellas arremolinado formando caracolas. La vista no alcanzaba el final de la vasta llanura que rodeaba la laguna y que hacía creer que se encontraban en otro mundo. Un mundo desconocido que escapaba a la imaginación. Diego tenía un solo pensamiento: Josefa. Y el deseo de que ella pudiera conocer ese paisaje.
«Ojalá llegues pronto, amor mío, porque cada día que pasa aumenta la dificultad de la espera».
Los hombres de Alvear acamparon junto a las ruinas del fuerte de San Gonzalo, que daba nombre al sangradero. Al llegar la noche, el espectáculo se engrandecía y estallaba por las costuras del mundo terrenal. Quién, sino los ángeles, podría ser responsable de tan extraña e irreal belleza. Con la caída del sol, la superficie de las aguas brillaba con destellos dorados que herían la vista y que rápidamente, con la emersión de la luna, viraban a plata. De nuevo Josefa, su amada Josefa, se interponía entre su corazón y las estrellas. Cuánto deseaba alcanzarla, con solo estirar un brazo hacia el cielo, y atraerla hacia su pecho para abrazarla y regalarle los besos que le debía. Ya quedaba menos, aunque saberlo no remediaba la soledad.
Más adelante, ocupados en delimitar otra zona distinta, volvieron a entrar en la laguna para, como escribió Alvear en su diario, «por lo conocido buscar lo desconocido». Iban en contra de las corrientes y efectuaban una exhaustiva y agotadora batida para no dejar sin constatar ninguno de los múltiples arroyos y ríos que, nacidos a gran distancia y recogiendo a su vez las aguas de otros, confluían en ese inmenso medallón de agua en medio de la tierra colonizada frente al Atlántico. Los arroyos de las Pelotas, de San Luis, del Rey… o el Avestruz, el Yerval, el Parado… Todos ellos quedaron minuciosamente descritos y detalladas sus localizaciones en el diario del teniente; sobre ellas se fundamentaba el plano principal de la zona. Era extremadamente cuidadoso con su trabajo y consciente, también, de la responsabilidad que conllevaba.
La idea era convertir la laguna Merín en terreno neutral una vez estuviera perfectamente marcada la separación entre ambos países. Se trataba de un punto crucial en las delimitaciones.
Resultaba agotador. La vida se consumía a pasos de gigante. Semejante hazaña iba a marcar los pasos futuros de la historia, sí, nadie lo dudaba, y Diego era consciente de ello, pero quién iba a recordar a tantos hombres que habían ido cayendo sacrificados en un trabajo ingrato cuyo fin no habían podido ver.
«Josefa, amor del alma, ven ya. Ven… no tardes. Está siendo ya demasiado larga la espera…».
Entre los deseos se coló el oscuro remordimiento nacido en su pasado. Al final de una mañana como tantas otras, desplegó con cuidado, como si fuera a escaparse una brasa que ardiera, la carta que acababan de entregarle. No era de su esposa, lo que más deseaba, sino de Juan de San Martín. Le informaba de lo bueno que estaba siendo para el pequeño José haber ingresado en el Real Seminario de Nobles de Madrid. Y consideraba muy acertada la idea de que en un par de años ingresara en la Escuela de Temporalidades de Málaga, donde poder mejorar el castellano y estudiar nada menos que latín, francés, alemán, baile, dibujo, poética, esgrima, retórica, matemáticas, historia, geografía… Diego lo había prometido: a José no iba a faltarle la mejor educación posible, y así lo estaba cumpliendo, en su deber de hombre de palabra y de honor.
La releyó antes de hacer una bola de papel con ella y guardarla en un bolsillo de su chaqueta. Se le vinieron a la mente los enormes ojos negros de Rosa Guarú amagados entre la espesura de la vegetación de Yapeyú. Sus largas piernas, su estrecha cintura… hasta que se ensanchó con la preñez y el sueño se partió. Y cuanto más pensaba en Rosa, más ganas tenía de ver a Josefa.
Era extraño el sentimiento que le quemaba en el pecho, traído por las palabras de San Martín.
Cuanto más deseaba a Josefa, más le dolía Rosa.
Comenzó a llover y Diego emprendió el regreso hacia el campamento. No bien se aproximaba advirtió un revuelo inusual que atribuyó a la lluvia, siempre tan incómoda en las circunstancias en las que vivían. Sin embargo, se dio cuenta de que el número de caballos era mayor de lo habitual y que había incluso algún carruaje apostado en un recodo. Se dirigió a su tienda, en cuya entrada se arremolinaba un grupo de personas a las que creía no haber visto nunca. Al detectar su presencia, todas callaron y deshicieron el corrillo permitiendo que viera quién le esperaba en el umbral.
No era posible… El corazón le dio un vuelco al verla. El vestido gris claro. Su cabello recogido con la elegancia de siempre. Su porte distinguido. Su sonrisa… Josefa. Al fin.
Corrió hacia ella para fundirse en un abrazo que les ayudara a decirse muchas cosas sin necesidad de hablarlas. No había querido ella anunciarse. Le llevó un tiempo organizar la sorpresa, con la dificultad de acertar en el punto exacto en el que la comitiva se encontrara para cuando llegara con su hijo. Pero lo había conseguido, y, en efecto, Diego se llevó la mayor sorpresa de su vida.
Josefa comprobó rápidamente que las condiciones de vida eran más duras de lo que le había ido contando su marido por escrito. No era, sin embargo, eso lo que le preocupaba en ese momento, después del largo viaje que había hecho para reunirse con él. En la primera noche, a ambos les pudo la emoción de volver a estar juntos después de tanto tiempo. El niño dormía en otra tienda, atendido por el personal de servicio que se había desplazado en la comitiva desde Buenos Aires acompañando a la esposa del teniente Alvear y a su hijo. El lecho impaciente los esperaba.
Al ir a desvestirse, Diego se palpó un pequeño abultamiento blando en un bolsillo. Había olvidado la carta de San Martín. Aprovechando que su esposa estaba poniéndose el camisón y no lo veía, deshizo la bola de papel, la aproximó peligrosamente a la llama de una vela y de inmediato la lanzó al exterior de la tienda convertida en una tea. Durante unos segundos observó su extinción bajo la lluvia y se sintió liberado.
—Cariño…
La voz dulce de Josefa lo alejó de San Martín y de su vida pasada. Acudió a la llamada extasiado ante la belleza de su mujer, tantas veces invocada. Por fin la culminación del sueño se sucedió en el preámbulo del amor. No podía aguantar más; ella tampoco. Se devoraron a besos como si el fin del mundo se anticipara. Hasta los breves minutos empleados en acabar de quitarse la ropa le sobraron a Diego, entregado al ímpetu del deseo pendiente que había de ser resarcido.
En la oscuridad se acariciaron, primero suavemente para reconocer sus cuerpos después de tanto tiempo. Las manos se deslizaban sobre la piel ansiosa. Hasta que se olvidó la calma cuando la pasión se desbocó hasta estallar mientras las estrellas, una a una, se iban encendiendo en el cielo para darle la bienvenida a Josefa y celebrar la consumación del amor.
Al alba, en el desvelo amoroso, él le contó la dificultad de sus trabajos y, a la vez, el orgullo de tener que hacerlos. El futuro estaba en sus manos. Lo que habrían de ser esos territorios que estaban reconociendo y delimitando, así como sus habitantes, dependía de lo que ellos hicieran.
Asimismo, estas tierras eran el porvenir de su familia. Le rogó a Dios, ahora que iba a gozar de la satisfacción de encontrar el cuerpo caliente de Josefa todas las noches al acostarse, que les concediera muchos años de vida para ser felices.
Muchos años para celebrar todos los días el milagro de vivir y de amarse.