En esta América se conocen varias especies de víboras, todas muy peligrosas; la más ordinaria es la que llaman de «cruz» por la conformidad de su cabeza con esta figura; su color, oscuro y unas listas blancas que desde un extremo a otro de su cuerpo se van cruzando vistosamente.
La víbora de «cruz» se llama en guaraní «Quirino, yacaniná». «Mboychumbé», la coral. «Mboychiny», la cascabel. «Iarará», las amarillas escamosas de cabeza grande. «Mboyphé», pardusca, brava, se hincha para acometer.
Esta víbora es formidable y abunda mucho. En el campamento del Chuy se mataron entre las dos partidas más de ciento, y esto habiendo tomado la precaución de quemar los pastos de todo el contorno. Las más de ellas tienen de cinco a seis, y aun siete, cuartas de largo, sobre un diámetro de tres a seis pulgadas. Varias se encontraron preñadas con 12, 15 y hasta 21 viboreznos de una cuarta de largo.
Los caballos picados por la víbora de cruz no viven ni veinticuatro horas. El efecto de su veneno es más o menos violento, según lo más o menos irritada o hambrienta que esté la víbora. Es un licor ácido y volátil que, introducido por los vasos, coagula la sangre, interrumpiendo la circulación. La muerte llega precedida de fuertes convulsiones.
Diego de Alvear escribió estas notas en su diario bajo el epígrafe de «Observaciones físicas y de Historia Natural sobre los tres reinos, animal, vegetal y mineral». Meticuloso. Concienzudo. Disfrutaba con ello. Jamás había llegado nadie hasta aquellas latitudes. Sus notas de auténtico naturalista eran, además de acertadas, muy necesarias para el avance de la ciencia. Pero él no pensaba en eso, sino en la satisfacción que le producía la observación de esa naturaleza salvaje y hostil.
Por desgracia, en alguna ocasión había tenido un conocimiento empírico de estos animales, incluidos insectos, sufriéndolos en propia carne o en la de sus hombres, como fue el doloroso caso del joven guardia marina Manuel Alarcón. Hasta entonces no supo de la existencia de parásitos como los que pululaban por esas tierras americanas. ¿Cómo pensar que un insignificante insecto podría acabar con la vida de un hombre? Las molestas plagas de artrópodos los mortificaban sin tregua día y noche. Ciertamente muchos de ellos resultaban desconocidos para los españoles, como la terrible nigua, un díptero parecido a la pulga pero mucho más pequeño y de trompa más larga. Las hembras fecundadas penetraban bajo la piel del hombre, habitualmente en los pies, para depositar las huevas, lo cual provocaba una quemazón insufrible y graves ulceraciones.
Protegerse contra mosquitos y tábanos resultaba una tarea casi imposible, mientras que, curiosamente, de lo que no podían protegerse de ninguna manera era de las temibles hormigas. Las había de todos los tamaños y colores: negras, pardas y blancas, y cuando alcanzaban el campamento, la expedición del teniente Alvear tenía que levantarlo y emigrar hacia otro lugar. No existía modo de librarse de la invasión que solía extenderse por lechos, objetos, ropa, animales y la piel del hombre. Nada quedaba por cubrir cuando se desataba la marabunta.
Tampoco escapaban al veneno de alacranes y escorpiones, que podía llegar a ser mortal. O a las molestias de los asquerosos sapos o las mil y una sabandijas y alimañas de todas clases que, con sus picaduras y mordiscos, causaban dolorosísimas inflamaciones que imposibilitaban para cualquier actividad. Esos ataques resultaban más difíciles de combatir que los de las bestias feroces que proliferaban en forma de panteras, leopardos, jaguares —llamados allí el «León de América»—, o las onzas, mamíferos semejantes a la pantera, con igual pelaje que el leopardo y aspecto de vulgar perro pero más fiero. Y los tigres, los peores, verdaderos animales sangrientos y traidores que no cejaban en su empeño de seguir la pista a los humanos. En distintos asentamientos, varios hombres fueron atacados por tigres machos provocando escenas tan macabras que quienes tenían la desgracia de presenciarlas corrían raudos a volcar su vómito en el primer rincón que encontraban y, más aún, enfermaban durante días. La dantesca situación solía comenzar cuando los tigres se lanzaban sobre la presa desnucándola y retorciéndole con violencia la cabeza hacia atrás. Después le chupaban la sangre hasta saciarse y comenzaban a retirarse triunfantes rodeando antes el destrozado y seco cadáver blanquecino como si se recrearan en su sanguinaria hazaña. Una atrocidad propia del infierno. Hasta ocho tigres llegaron a verse al mismo tiempo en uno de los bosques que bordeaban el arroyo del Rey, en la zona de la laguna de Merín.
Diego, que fiel a su costumbre solía dejar constancia por escrito, siempre atendía a tales relatos, consciente de que nadie en el campamento estaba libre del peligro. Él mismo sufrió un episodio que hubiera atemorizado al más valiente. Un amanecer, acompañado de sus dos canes, salió muy temprano a inspeccionar el terreno sobre el que tenían que operar en aquella jornada. El silencio del alba resultaba propicio para manejarse solo con sus pensamientos y reflexionar con calma acerca de sus trabajos y de los métodos más indicados para obtener mediciones exactas. Absorto en sus elucubraciones, de pronto una presencia invisible turbó su ánimo. Miró a su derecha y lo primero que vio fueron los ojos de la bestia, un tigre de dimensiones descomunales que lo observaba de cerca avanzando sigiloso hacia él. Para desviar la atención del animal le lanzó a los dos perros, pero, a pesar de estar entrenados para contribuir a la caza de este tipo de animales, corrieron amedrentados a protegerse junto a su amo mientras que el tigre apenas reparó en ellos, lo cual resultaba extraño. Entonces intentó ahuyentarlo tirándole piedras, pero tampoco funcionó. El tigre seguía su camino en busca de su presa con pasos firmes y lentos. Finalmente, como única salida posible, optó por disparar al aire varios tiros y emprender la huida a toda carrera, sin mirar atrás. Y tanto corrió, que los pobres perros quedaron sin resuello.
A la mañana siguiente le informaron de que ese mismo animal había caído abatido en el bosque. Esa peligrosa aventura sí se la contó a Josefa por carta, y ella comprendió que Dios no trata por igual la vida en la metrópoli que en aquellas selvas perdidas de su mano. Se preguntaba cuántas vidas no tendría su marido en las Américas, no queriendo renunciar a ninguna de ellas, a pesar de que desconocía la de veces que había salvado el pellejo hasta entonces.
La cuestión era cuántas vidas más le quedaban…