Diego y Josefa sufrieron por primera vez la angustia de la separación. La noche antes de la marcha de su esposo, ella sintió cómo se abrazaban en su pecho felicidad y pena al mismo tiempo. El aire pesaba. La realidad hacía daño aunque no quisieran. Saber que eso tenía que llegar no mitigaba lo más mínimo su efecto. Durante la cena se mantuvieron extrañamente callados. Las conversaciones que solían ser habituales en el matrimonio cuando se sentaban en torno a la mesa, y de las que tanto disfrutaban, se disiparon horas antes de la partida, diluidas en la añoranza presentida.
Contrastaba el buen semblante de Josefa, que poco tenía que ver con su silencio y con la trascendencia de la situación. Esa noche se mostraba radiante, a pesar de la tristeza que envolvía la despedida. El brillo se extendía por su rostro desde los ojos hasta los labios describiendo una melodía cuyas notas no era capaz de percibir Diego, enfrascado en confusos pensamientos melancólicos.
Por fin, Josefa se decidió a romper el espeso silencio que los envolvía.
—He de decirte algo.
Diego recordó que había pronunciado palabras similares el día en que los San Martín estuvieron en su casa despidiéndose antes de retornar a España. Aquel día en que vio por última vez al pequeño José Francisco.
A su pequeño…
—¿Has terminado…? —preguntó Josefa advirtiendo que hacía rato que él, que parecía estar ausente, había abandonado los cubiertos sobre el plato—. Porque en ese caso podemos pasar al salón, estaremos más cómodos.
Al tomar asiento en los confortables butacones junto a la ventana, Diego reparó en lo bella que se encontraba Josefa, a pesar de todo. Y sintió más pena aún ante su inminente marcha. Percibió a través de los cristales la oscuridad de la calle como si se tratara de algo amenazante. ¿Qué sería eso tan importante que tenía que contarle su esposa justo cuando estaba a punto de irse? ¿No había tenido tiempo para hacerlo en los días anteriores?
Antes de arrancar a hablar, ella se inclinó hacia delante para aproximarse a él.
—Amado esposo… —En la pausa, sus manos atraparon con ternura las de Diego—. No es la tristeza la que tiene que bendecir nuestra separación.
—El deber que me atañe habría de impedirme que me apene marchar a mi nuevo destino. Pero sabe Dios lo mucho que me cuesta separarme de ti y cuánto te echaré en falta. Pensaré en ti y en nosotros todos los días.
Una delicada sonrisa precedió a las palabras de Josefa.
—Pues vas a tener que pensar no solo en mí… o en nosotros… —dijo y le apretó con fuerza las manos a su esposo— sino también en nuestro hijo, que está en camino…
La inesperada noticia sacudió vigorosamente a Diego por dentro. El calor de la alegría le derritió la garganta dejándole sin habla. Se pusieron en pie para que la abrazara como si quisiera fundirse con ella. Estaba encinta. Iban a tener un hijo.
Iban a tener un hijo. «Un hijo», se repetía a sí mismo emocionado. La devoró a besos hasta que ya no pudo contenerse más y propuso que se retiraran al dormitorio, donde comprobó felizmente que las sorpresas no habían tocado a su fin. Inusitadamente, Josefa tomó las riendas del sexo por una noche, no una noche cualquiera, provocando su sorpresa pero también aumentando su deseo. No la imaginaba así. Tampoco ella se imaginaba. En realidad no comprendía qué le estaba pasando. Las manos se le desbocaban sedientas de la piel del hombre que la hacía tan feliz, asaltando rincones donde el placer nace más irrefrenable. Era una Josefa desconocida que gozaba de Diego con una insólita libertad, permitiéndole que alcanzara el mayor desvarío, cualquier arrebato que se desatara, todo aquello que deseara por más que lo considerase demasiado atrevido para una mujer respetable. Cuando la felicidad estalla, no hay límites que la confinen. No debe haberlos.
Se amaban. Pero en unas horas se alejarían físicamente abandonándose a la mala suerte de la soledad. Nada podría remediarlo. Por eso se amaban entonces, en ese presente, con desesperada locura. El baile de manos que pasaban de un cuerpo a otro explorando lo más recóndito desencadenó el envite del sexo masculino que Josefa sorprendentemente retuvo entre las suyas para prolongar el disfrute antes del estallido final, tras el cual, arqueando su cuerpo hasta lo insoportable, se dejó vencer entre los brazos de su marido que ya la atrapaban con tal vigor que no le permitieron el descanso. La excitación no concedía tregua, hasta que el sueño se impuso a la pasión.
Al amanecer, apenas despuntados los primeros rayos de sol que dejaban atrás la madrugada, las huellas imborrables del placer convirtieron a Josefa en una diosa nada terrenal para Diego. El largo cabello revuelto ocultándole el rostro, los labios, carnosos como nunca, los vidriosos ojos del sueño plomizo y placentero que se desencadena tras el sexo… Introdujo la mano bajo el camisón de su amante y acarició por última vez en mucho tiempo los senos firmes, que reaccionaron al instante. Entonces la atrajo hacia sí y, sin que sus manos se detuvieran donde se afanaban, la besó en la boca apasionadamente rindiéndose al deseo, queriendo abarcarla toda entera con su cuerpo para que en él permaneciera, muy adentro, durante los largos meses en los que se prolongaría la ausencia.
El cuerpo de Diego… El lugar donde Josefa quería quedarse a vivir para siempre.
Llegó el día. El teniente Alvear salió de Buenos Aires al frente de la segunda subdivisión, la segunda partida, de la que había sido nombrado a propuesta del Cuerpo General de la Armada con el título de comisario de la Demarcación de Límites, al igual que a quien tenía el honor de acompañar, el capitán de navío don José Varela, lo era de la primera partida. Entre los elegidos figuraban otros marinos ilustres como el capitán de fragata don Félix Azara. Eran considerados los mejores hombres para medir y trazar los terrenos, y venían avalados por sus estudios y su incuestionable experiencia en calcular distancias. Nadie los igualaba en conocimientos de astronomía y matemáticas.
Iban a hacer historia. Y lo sabían. Todos ellos eran hombres valerosos. Hombres a los que les correspondía la tarea ingrata de trabajar en territorios en los que la belicosidad planteada por la selvática naturaleza y los pueblos indígenas complicaba la supervivencia mientras sus respectivos países enarbolaban, por contra, los símbolos de la paz. Iban a dejarse la piel, la salud y la vida. Héroes en la sombra, lejos de su patria y de los suyos.
La expedición de Varela era la que mayor oposición de los portugueses iba a encontrar, ya que, al encargarse del principio de línea, sus tramos deberían ser los primeros a demarcar y, por tanto, los más dados a generar conflicto.
Los preparativos llevaron semanas. Tenían bajo sus órdenes a un nutrido grupo de pilotos, ingenieros y oficiales del ejército, y a otro compuesto nada menos que por cien hombres prácticos del país que, junto con milicias del Paraguay, ayudarían a abrir picadas o senderos a golpe de hacha y de machete para despejar el camino en los espesos bosques y montes habitados por tribus salvajes, de manera que se pudieran realizar las prospecciones así como desplazar los víveres, lo más importante. Viajaban escoltados por un destacamento de Dragones de Buenos Aires. No distaba mucho la tarea que tenían por delante de la que hacía más de dos siglos desempeñaron los descubridores y primeros pobladores de esas regiones. Las dificultades iban a ser las mismas. El reconocimiento, en cambio, sería más incierto.
Lo que más apreciaba Alvear de todo cuanto portaban consigo para el buen desempeño de su cometido era una completa colección de instrumentos construidos en Londres por orden de los gobiernos de España y de Portugal bajo la dirección del portugués Jacinto de Magallanes para realizar con la mayor exactitud operaciones y cálculos de astronomía, geodesia y física, entre otras ciencias necesarias. De ello dependía el éxito de la demarcación. En total eran once colecciones que se repartían de la siguiente manera: seis para España y cinco para Portugal. Las piezas de mayor peso y volumen se quedaron en los respectivos países.
Ya estaba todo listo. La comitiva se ponía en marcha. A la misma hora a la que arrancaban a andar, Josefa, todavía en la cama porque ese día le costaba levantarse, se acarició el vientre con suavidad recordando la furia apasionada de la noche. La piel de los muslos se le erizó. Retendría el tiempo que hiciera falta esas sensaciones y la imagen de sus cuerpos excitados y rebosantes de amor despidiéndose de la manera más íntima que existe de hacerlo. La más hermosa e inolvidable.
Diego dejaba atrás lo que más quería. En lo sucesivo tendría que mirar hacia delante, siempre hacia delante, como se prometió a sí mismo al marcharse de Yapeyú. Aunque se dirigiera hacia unas tierras que le devolvían el lamento apagado de un hijo que jamás iba a ser suyo pero cuya vida él había dado. ¿Por dónde andaría ese niño?, se preguntaba. ¿Qué sufrimientos le aguardaban en la vida sin que él pudiera hacer nada para ayudarle?
Las primeras horas de viaje se las dedicó a José y meditó acerca de lo que estaba haciendo por él clandestinamente. En realidad no era cierto que no pudiera hacer nada en su ayuda, porque ya lo estaba haciendo. Cumplía sin fallar con su compromiso de enviar dinero para su educación. Nadie más que Juan de San Martín y él lo sabían. Decidió dejar de pensar en ello, queriendo creer, así, que esa ayuda suya no existía.
En el camino hacia Montevideo recalaron en la controvertida Colonia del Sacramento, que Diego de Alvear describió en su diario de la división de límites en estos términos:
D. Pedro de Ceballos, para arrancar de una vez la raíz que había producido tantas discordias entre las dos naciones, y quitar a los portugueses toda esperanza de nuevas solicitudes, tomó la extraña decisión de reducir la Colonia del Sacramento a un desierto espantoso, cubiertas sus calles de escombros y maleza. No satisfecho aún su ardiente celo con la inútil ruina de tan precioso lugar, trató también de cegar el puerto, que es una pequeña rada de la costa en forma de media luna.
La pequeña isla de San Gabriel cubre su medianía y la defiende de los pamperos, que son temibles.
Tenían los portugueses algunas huertas que, no solo abastecían la plaza de todo género de legumbres y frutas, sino que les servían también de notable alivio e inocente desahogo en las estrechuras del bloqueo. Las huertas eran conservadas, aunque con mucha negligencia y abandono, por un reducido número de familias españolas establecidas allí nuevamente. Eso sí, nos hicieron la salida divertida, mitigando algún tanto los ardores del sol.
Cruzamos después la laguna de los Patos, que hallamos medio seca, siendo aquel el término de la colonia. Siguiose a una legua de aquí el arroyo nombrado el Rosario, y a las seis siguientes el Sauce, donde mudamos caballos.
En el Sauce vimos muchas «capibaras», cuadrúpedo muy común de esta América, del tamaño de un perro, la cabeza de liebre, hocico obtuso, labio hendido, con dos dientes incisivos arriba y otros dos abajo.
Diego se recreaba en las descripciones del insólito reino animal americano. Junto con las observaciones de astronomía, eran su gran pasión y el objeto indiscutible de su estudio.
Tras Colonia del Sacramento vinieron las poblaciones de los arroyos de Santa Lucía, del Yí y Río Negro; San Carlos y Santa Teresa, lugar este último designado para reunirse con la segunda división o partida portuguesa, a cuyo mando estaba el coronel de Ingenieros don Francisco Juan Roscio. A su lado comenzaron los españoles a realizar las extensas y penosas operaciones para demarcar el inmenso territorio en el que se trazaba la línea divisoria correspondiente a estas segundas partidas. El trabajo se inició en las playas de Castillos Grandes y del arroyo del Chuy, ubicadas en la costa del océano Atlántico, hasta el río Igatimí, sobre el Salto Grande del Paraná.
Conforme pasaban los días y avanzaban en el terreno, las condiciones se endurecían y aumentaban los peligros. Nadie, en la metrópoli, podía imaginar lo que esos hombres estaban pasando. Igual de duro y penoso resultaba el trabajo sobre el terreno que montar los campamentos base. Los ataques procedían de todas partes, y contra ellos existían pocos antídotos. Aun así, intentaban denodadamente combatirlos. No quedaba otra.
A veces no se sabía muy bien cómo conseguían salir ilesos. Los asaltos de las múltiples tribus indígenas se sucedían casi a diario al sentirse invadidas, atacadas por un enemigo, el hombre blanco, al que temían tanto como desconocían. Aunque tales desconocimiento y temor eran mutuos. De todos cuantos habitaban la zona, los pueblos más feroces resultaron ser los tupís y los charrúas, sanguinarios combatientes, causantes de gran número de bajas entre las filas españolas y portuguesas. A Diego, como a la mayoría, le costaba acostumbrarse a las dolorosas orgías de sangre que provocaban los que consideraban a todas luces y sin paliativos unos salvajes. Cierto es que, con el tiempo, él, que no otros, conseguiría entender el zarpazo que suponía para esas tribus que el invasor rompiera su paz y les arrebatara su territorio. Luchar contra ellos no era fácil debido a las infames condiciones de vida en aquellos inhóspitos parajes perdidos de la mano de Dios. Al menos de la de su Dios, el único que españoles y portugueses consideraban y veneraban. ¿Cómo era posible defenderse de estos bárbaros ataques cuando se sentían extenuados después de luchar durante interminables horas contra los elementos de la naturaleza? Las vidas se perdían en tierra a manos de los indígenas pero también en las no menos peligrosas aguas de los ríos, tan salvajes como los pobladores de estas tierras. Las canoas parecían de papel navegando entre mortales remolinos, bravas corrientes, escollos y tremendos saltos de agua nunca antes conocidos. En ocasiones, para evitar una muerte segura, los hombres se lanzaban a la orilla desesperados, dejando ir las embarcaciones cargadas con alimentos, enseres y pertrechos, que se perdían. O peor aún resultaba la tarea de abrir picadas interminables por los intrincados e inabarcables bosques para avanzar. Les correspondía abrirlas a los indios que formaban parte de la expedición, aunque en ocasiones había llegado a implicarse el propio teniente Alvear, a pesar de la dureza y el riesgo de la tarea, que podía desencadenar la muerte.
Era tan insoportable la fatiga y tan terribles el desaliento y el cansancio, que ni siquiera los indígenas, acostumbrados a penosas condiciones de vida y de trabajo, eran capaces de soportarlo y tenían que ser relevados, junto con el grueso de la tropa, vencidos por la extenuación. Muchos enfermaban gravemente al inhalar los nocivos gases que generaba la letal mezcla natural entre los intensos calores que emanaban de la selva y la dañina humedad de la estación de las lluvias.
En las cartas que escribía a su esposa en respuesta a las de ella, Diego le mentía acerca de las condiciones en las que vivía y trabajaba. Porque la mentira, aun siendo desaconsejable su uso, a veces cura el alma.
Pronto, en uno de los correos que llegaron de Buenos Aires, se anunció la buena nueva: la unión de Diego de Alvear y Josefa Balbastro había dado fruto. Había nacido Benito, el primer hijo de la pareja. El ufano padre leía la carta al final de un día duro de trabajo, no distinto a los anteriores ni tampoco a los que estaban por venir. Tenía la piel reseca. Los labios, heridos. Las manos, despellejadas. A través de las palabras escritas por Josefa contándole que el parto había ido bien aunque había sido largo, soñaba con ver al pequeño y cogerlo en sus brazos. Intentaba imaginar cómo sería. Sangre de su sangre. Se tumbó a mirar el cielo. Inexplicablemente —la distancia era mucha— el olor húmedo del río Uruguay asaltaba la memoria del olvido. En sus recuerdos cabalgaba Rosa Guarú atrapada por sus enormes ojos negros. Su piel oscura. Los pies siempre descalzos. El olor a fruta fresca, a amanecer y sexo húmedo.
Y el pequeño… aquel niño que dolía en el corazón… José Francisco.
Se incorporó de repente. La noche caía sobre sus pensamientos y distinguía con claridad un lucero que destacaba entre el resto de las estrellas. «Ese es Benito», se dijo, decidiendo en ese instante que iba a dar la bienvenida al que era, y sería siempre, su primer, y hasta entonces único, hijo. Como debía ser.