A principios de abril de 1781 Josefa Balbastro volvía a darle un sí a Diego de Alvear, esta vez en un altar y ante testigos. Con el matrimonio, Diego sellaba su firme compromiso con una nueva vida que se abría ante él de la mano de una mujer hermosa, poseedora de una gran personalidad y de la sonrisa más sincera que pudiera existir, que le acompañará a partir de aquel glorioso momento a contemplar astros, sol, lunas… Junto a Josefa iniciaba una senda que lo alejaba de lo ocurrido en los territorios de Misiones. Lo alejaba de una parte de su vida ocupada por las sombras.
Celebraron la boda cuando la luna menguaba en la misma proporción en la que crecían las ganas de Diego de estar por fin a solas con su esposa. Había entendido que la felicidad era una decisión, y él la había tomado.
La primera noche de casados estrenaron algo más que el amor: la casa que les había regalado don Isidro. Tres plantas, con amplias estancias y balcones a la calle, en el Buenos Aires más señorial. Les costó aceptarla, sobre todo a Diego, consciente como era del poco tiempo que iban a pasar en ella, pero no cabía renuncia alguna ante la insistencia del padre de la novia, de modo que ahí estaban, traspasando por primera vez el umbral de su nuevo hogar.
Se notaba el esfuerzo que habían hecho los criados para llenar las estancias de detalles que agradaran a los recién casados. Las paredes blancas entusiasmaron a Josefa, y un gigantesco ramo de flores de muchos colores les dio la bienvenida a una casa que olía a agua de rosas.
Tras un breve saludo a los sirvientes, se retiraron al dormitorio, catedral de la incertidumbre en la primera noche juntos. Diego tenía treinta y dos años, y una experiencia en asuntos de alcoba que unía el placer con el dolor. Josefa, veintiuno de inocencia, y muchos miedos al enfrentarse íntimamente a un varón por primera vez en su vida.
Era una noche en la que cabía la delicadeza, pero también el pudor a raudales. Y también cabía la luna, y se buscaban en silencio las estrellas, y se intentaba que estallaran los confines del horizonte en el lecho conyugal hasta conseguir que el cielo se abriera y atrapara los cuerpos que se gozaban conociéndose en el delirio irracional de la primera pasión.
Después, la laxitud del abrazo y las promesas. El fin de una larga noche, llegado de madrugada. Retrasado y sin prisa.
Al día siguiente, él no pudo evitar el hábito de madrugar, adquirido a base de responsabilidad en sus quehaceres militares. Desayunó muy temprano y solo, en una mañana de azúcar y miel. Una mañana dulce como el sexo descubierto con Josefa.
Aquellos días transcurrieron en una nube de la que Diego sabía que tendría que descender antes de lo que desearía.
Conforme pasaban los meses y se acercaba el momento de partir de nuevo rumbo al mundo desconocido de las selvas vírgenes comenzó a sentir un vértigo inusual, ya que estaba más que acostumbrado a las idas y venidas, al trabajo duro y a las ausencias. Sin embargo, a punto de emprender la siguiente misión, su vida era distinta. Iba a marcharse siendo un hombre casado. Esa era la luz. Pero también estaba la sombra: una mancha surgida del placer y del amor en las tierras de Yapeyú, convertida en un episodio que tenía que asumir y que, a pesar de no haber transcurrido demasiado tiempo, se le antojaba como de un pasado muy lejano.
Aunque en cuestión de meses descubrió que no quedaba tan lejos…
Era mediodía. Al entrar en casa, Josefa se llevó una desconcertante sorpresa. Había regresado antes de lo previsto de comer con sus padres. Don Isidro había caído enfermo, nada grave, en apariencia. Un poco de tos y fiebre alta que ya empezaba a remitir. «Si tu padre me hiciera caso y no saliera a la calle tan desabrigado no le pasaría esto», protestó doña Bernarda. La misma queja se repetía una vez y otra, porque don Isidro presumía siempre de buena salud y era muy dejado para lo suyo. Ese día, durante la comida, la primera que realizaba en varios días sentado a la mesa, se quedó adormilado antes del postre, y lo subieron a su cama para que descansara del esfuerzo. Por eso Josefa había decidido volver a casa. Pero desconocía que tuvieran prevista visita alguna. Al entrar oyó voces en la sala donde solían recibir a los invitados. Qué extraño. Le resultaban familiares.
—Qué agradable sorpresa… —Josefa era educada y decidió ocultar su desconcierto al comprobar de quiénes se trataba.
—Querida…, no te esperaba tan pronto.
Diego no pudo disimular su ofuscación. Ni él, ni Juan de San Martín, ni Gregoria Matorras, que se habían quedado tan de piedra al verla, como Josefa al encontrar al hijo menor de los San Martín sentado amorosamente en el regazo de su marido, que dio un respingo del asiento y dejó caer al niño al suelo sin querer. Lo maternal de la escena la conmovió en la misma medida que la inquietaba sin razón aparente.
—Oh, hijo, saluda a doña Josefa —dijo Gregoria mientras ponía en pie con torpeza al pequeño José Francisco.
—Regresan a España, querida, y han venido a despedirse —se apresuró a justificarse Diego ante su esposa.
Josefa permanecía callada. No sabía bien qué estaba pasando, pero desde luego algo pasaba. No era una visita de cortesía. De haber sido una despedida de verdad, se habría organizado de otra manera, estando ella presente y con el agasajo correspondiente. Por tanto, ¿qué hacía ahí la familia San Martín, no solo sin que ella estuviera informada de la visita, sino teniendo lugar esta aprovechando precisamente su ausencia? ¿Y por qué no traían más compañía que la de su hijo pequeño? ¿Dónde estaban los otros niños?
En ese breve momento en que Josefa se estaba haciendo tales preguntas, observó atónita cómo José Francisco intentaba zafarse de su madre para ir a tomar de la mano a Diego, que lo evitaba disimuladamente. Y cuanto más intentaba soltarse el adulto, con más fuerza se agarraba el niño a él. Hasta que la madre se hizo con la criatura para poner fin a tan extraña e incómoda situación.
—Este niño va a acabar conmigo. —A doña Gregoria se le notaba nerviosa intentando controlar al pequeño—. Imagínese si tiene este brío con apenas cinco años, qué será de mí cuando tenga otros cinco más.
—Bueno, ha sido un placer volver a verlos. —Diego pretendía que aquello acabara cuanto antes y le extendió la mano a Juan de San Martín para despedirlo—. Confío en que tengan una buena travesía de vuelta a casa.
—No veo la hora de pisar tierra española después de tantos años… —le respondió, haciendo una pausa antes de concluir— y de tantas cosas vividas…
—El tesoro de lo vivido nos hace más hombres.
—No siempre, don Diego, no siempre…
Alvear controló la furia interna que le desataba el último y malintencionado comentario de San Martín.
Ya en la puerta, y no estando delante Josefa ni Gregoria, que subía al coche de caballos tirando del niño, San Martín le susurró a Diego con voz muy grave:
—No ha de preocuparse, teniente. El niño estará bien y nos encargaremos de que tenga una excelente educación, desde luego gracias a su generosidad.
Ahora era él quien tendía la mano a Diego, pero este tardó unos segundos en estrecharla. Al final lo hizo porque no cabía otra cosa que ser un caballero.
Un caballero con un poso triste, en el fondo. Pero un hombre, al cabo, que había aprendido a controlar su tristeza hasta casi aniquilarla. Quién sabía cuándo volvería a ver a José Francisco. Y quién sabía, ni siquiera él mismo, si desearía algún día volver a verlo.
Al regresar al salón donde aún permanecía Josefa, la encontró mirando por la ventana a través de los visillos, dolorosamente bella bajo el reflejo de un tenue rayo de luz. Sus ojos delataban el brillo de unas lágrimas que luchaban por no aflorar. Por motivos bien distintos, ninguno de los dos quiso mencionar lo ocurrido. En realidad, sobre la superficie, allí no había pasado nada extraordinario, tan solo una visita para cumplimentar una despedida. Un gesto educado. Una rutina. Las convenciones sociales. Sin embargo, en el interior de ese silencio se amontonaban interrogantes que no iban a tener respuestas porque ni Josefa ni Diego querían conocerlas.
Al fin ella se dirigió a su esposo:
—Tengo que hablar seriamente contigo. Le he dado muchas vueltas a lo que voy a decirte. No creas que es una decisión caprichosa, sino que, por el contrario, la he meditado muy a conciencia.
Ahora el sorprendido era Diego, quien por un instante sintió algo parecido al miedo que no sabía de dónde le nacía.
—Estoy decidida a marcharme contigo en tu próxima expedición. Ahora que soy tu esposa, mi deber es estar a tu lado sin que importen las circunstancias.
Las palabras de Josefa le causaron honda impresión, y le sorprendieron.
—Mi amor, me enorgullezco de haberme casado contigo. Tu intención te honra, pero no puedo permitirlo.
—Creo que no me ha entendido, teniente —intentó bromear ella con ironía—. No le estoy pidiendo permiso, don Diego, le estoy comunicando una decisión que ya está tomada —añadió entonces con ternura—. Marcharé contigo a las partidas, quieras o no.
—La vida allí es inhóspita.
—Lo será menos si estamos juntos.
—No es lugar para una mujer.
—El lugar de cualquier mujer está junto a su esposo.
Josefa no se rendía.
—Aquello es un infierno.
—Querido, si comparto contigo el cielo todos los días, ¿qué me impide compartir el infierno?
Diego se emocionó y notó algo derritiéndosele por dentro cuando Josefa le regaló una franca sonrisa que, sin embargo, no ocultaba la verdadera firmeza de su carácter. Jamás se podría saber si una decisión tan importante como esa la había meditado de verdad pausadamente y a conciencia, o si por el contrario había surgido del humano impulso de temer lo que se ocultaba en las parcelas secretas del hombre con el que acababa de casarse.
Aquella noche se durmió sin quitarse de la cabeza la imagen de su marido con el niño en el regazo, acariciándole cariñoso la cabecita con una mano mientras con la otra sostenía la del pequeño.
Los desvelos del sueño suelen acercarnos a la verdad. Por eso los tememos y nos alteran tanto.
En su propio duermevela, Diego comprendió que el futuro se bifurcaba y, así, mientras su esposa se disponía a acompañarlo en su siguiente misión para estar lo más cerca posible de él, los San Martín emprendían un viaje que los iba a alejar por mucho tiempo.
Aunque nada nos lleva tan lejos como la muerte. Dos días más tarde, la fatalidad los sacudió tristemente. Don Isidro Balbastro, padre de Josefa, falleció, empañando de amargura la inminente partida. Resultaba inevitable que sus planes se vieran alterados: finalmente Diego decidió viajar solo. Ambos acordaron que lo mejor en semejante trance era que ella se quedara a acompañar a su madre en el primer tramo de la dolorosa pérdida paterna.
Finalizado el funeral, en una mañana bañada por el plomizo gris del cielo que amenazaba tormenta, Josefa se sorprendió al observar lo que parecían lágrimas en los ojos de su marido, lágrimas que rápidamente se evaporaron. El origen de la pena de Alvear se situaba en otro escenario, aunque también era un escenario de ausencia. Días más tarde, desde el puerto bonaerense, resguardándose en una esquina para no ser visto, Diego de Alvear contemplaba alejarse el barco que trasladaba a la familia San Martín a España. Con ellos iba José Francisco.
Con ellos, en aquella nave, iba aquel trozo de la realidad que, aunque intentara borrar, se le rebelaba. Le dijo adiós al niño y a un vacío que lo engullía.
Apretó los puños y cerró los ojos sintiendo en su corazón el profundo ruido del mar.