9

Los San Martín se alojaban en una casa de la calle Piedras. Una casa como ellos, discreta y anodina, porque don Juan y doña Gregoria parecían estar siempre a caballo entre una cosa y otra, entre lo blanco y lo negro, lo hermoso y lo feo, sin llegar a definirse.

El día amaneció desapacible y a mediodía el aire agitaba al viento el desasosiego de Alvear al llamar a la puerta. Nervioso, sintió que se adentraba en un mundo que, de pronto, le resultaba ajeno; un espacio en el que a cada paso le amenazaba el miedo que antecede al precipicio. Era como si no conociera a los dueños de la casa y sus circunstancias representaran un peligro para él. Un nudo en el estómago le encerró sus temores en un puño. Estaba a punto de enfrentarse a la evidencia de un pasado cercano y doloroso; él, que se había hecho la firme promesa de que desde el momento en que se alejara de Rosa, ella y su criatura dejarían de formar parte de su existencia y quedarían borrados de la memoria de lo vivido. Pero la atracción por volver a lo que un día hicimos, aunque fuera lo incorrecto, es un bucle que atrapa la razón y la enreda hasta desarmarla.

El matrimonio San Martín lo recibió con la misma efusividad que le brindaron en su casa de Misiones. Encontró a doña Gregoria con bastantes kilos de más y una notable mengua de su ya de por sí escasa belleza, que intentaba disimular con un exceso de joyas baratas y desafortunados abalorios.

—Oh, ¡qué ganas tenía de verle, don Diego! —Torpona como siempre, se le notaba demasiado la exageración en su efusividad.

—El placer es mío. Me congratula encontrarla con su habitual buen aspecto.

—Oooh, pero qué adulador es usted. —Desplegó un golpe de abanico que no consiguió ocultar su ridícula exhibición de pudor—. Pasemos a esta sala, estaremos más cómodos, ¿le apetece merendar?

—Eh… sí, por supuesto, qué amables… —No, no le apetecía lo más mínimo, ansioso como estaba por cumplir su único objetivo, que de momento parecía lejano.

Durante un rato que se le hizo largo y tedioso mantuvieron una vacua conversación en la que solo les unía lo que los tres intuían y callaban. Todos pensaban en el pequeño José Francisco. Había cumplido tres años. En realidad, Diego no sabía si quería o no verlo, pero lo cierto era que ahí se encontraba, guiado por ese objetivo. Sus pasos lo habían llevado hasta la casa del niño. Eso era lo único cierto, porque desconocía las intenciones de su corazón.

Cabía pensar, por tanto, que, en lo más hondo de su ser, claro que quería verlo, por más que temiera hacerlo.

Comieron y departieron sin interés, hasta que una niñera anunció la llegada de los cinco hijos, educados, colocados en fila para saludar al invitado y atiborrados de perfume. Los San Martín y Diego de Alvear se pusieron en pie en el momento en el que el mundo se cerró, para este último, en el quinto niño, el más pequeño. Solo tenía ojos para José Francisco, al que miraba como debieron de mirar los indígenas a los primeros colonos, con recelo y desde lejos.

Diego no hablaba. Permanecía inmóvil. Nadie decía nada. El corazón le lloraba lágrimas como tambores que le golpeaban el pecho. Creía que no iba a poder soportarlo. El niño, formalito y pareciendo mayor de lo que era, aguardaba a que el desconocido se pronunciara y a que sus padres les dijeran, a él y a sus hermanos, lo que tenían que hacer. Diego se acercó a darle un beso, tras el cual salió a toda prisa sin dar tiempo a que don Juan o doña Gregoria reaccionaran.

Sudaba. La cabeza le daba vueltas mareándole el pensamiento pasajero de que ese niño, que lo había mirado con ávida curiosidad infantil, era hijo suyo.

En la calle llovía. Y cada vez con más fuerza. Necesitaba caminar, hablar con alguien, hacer algo.

Algo. Pero ¿qué?

Ni él mismo entendía cómo había llegado hasta allí ni por qué, pero su mano estaba golpeando la aldaba de la puerta de la mansión de los Balbastro hacia la que lo había conducido su instinto. Cuando el mayordomo le preguntó qué deseaba, no supo qué decir… Enmudeció, empapado de lluvia y desconsuelo.

Por fin pidió ser anunciado a la señorita Josefa y le hicieron pasar a la sala contigua a la entrada, la destinada a las visitas. En el reguero de agua que iban dejando sus pisadas en el suelo se desperdigaron las pocas fuerzas que le quedaban. Nada más verla, se dio cuenta de que flaqueaba porque una flojera se apoderó de sus piernas y las palabras se le atropellaron en la boca hasta que consiguieron salir balbucientes y componer una sencilla frase:

—Disculpará mi atrevimiento…

—Buenas tardes, teniente, ¡qué sorpresa!, y en un día como hoy. Está empapado… Ordenaré que le atiendan para que pueda secarse.

Antes de que diera un paso para avisar a los criados, Diego la detuvo sujetándola suavemente por los brazos.

—No, espere. No me importa haberme mojado.

—Pero puede enfermar si no se seca pronto toda esta agua.

Y como él ni respondía ni demostraba una clara intención de dar explicación alguna, Josefa prosiguió:

—¿A qué ha venido? No tiene usted buena cara. Dígame si requiere algo de mi padre o si necesita…

—No lo sé… —le cortó él sin apartar la mirada de sus ojos, ni las manos de sus brazos, que ya notaba relajados.

—¿No lo sabe? —Josefa sonrió—. Vamos, don Diego, no me haga creer que ha cruzado la ciudad bajo la lluvia para nada.

—No, no… —Por fin reaccionó e improvisó rápidamente—: No he querido decir eso. Qué tontería. He venido para aceptar encantado su invitación al baile que organizará el próximo viernes.

Josefa soltó una sonora carcajada y aprovechó para desasirse de él y liberar sus brazos.

—¿De veras lo consideraba tan urgente como para atravesar Buenos Aires en mitad de un temporal, sin protegerse y a pie? Discúlpeme por haberme reído, no es mi intención ofenderle pero es que… me resulta tan extraño…

—Bueno, me apetecía pasear y a mitad de camino comenzó a llover.

—Ya…

Ambos sabían que llevaba lloviendo desde la madrugada, pero aceptaron la inocente mentira, él porque no encontraba otra salida posible más que asumirla una vez dicha, y ella porque entendía que era mejor no seguir ahondando en la razón de tan extraña visita.

—Ha sido muy amable viniendo a confirmar su asistencia; no hacía falta que se tomara la molestia, podía haber enviado a un emisario.

—Hay tareas tan gratas de cumplir que es preferible hacerlas uno mismo en persona.

Aquello desarmó a Josefa, sobre todo por lo inesperado. Menos aún podía imaginar que a Diego también le sorprendieron sus propias palabras, que ahora fluían tranquilas y pausadas, en un orden natural.

Por primera vez, así, tan cerca de ella, se fijó con detenimiento en la joven, inspiró el agradable aroma que emanaba de su piel, de su presencia, y sus ojos resbalaron por el contorno de esos labios femeninos que de repente le parecieron los más oportunos e ideales sustitutos de la ribera del río Uruguay. Sin premeditarlo, decidió quedarse prendado e instalarse a la espera de comprobar si la vida se atrevería a obligarle a apearse de ellos. Mientras tanto pensaba disfrutar de la certidumbre de haber encontrado un lugar cálido y acogedor en el que quedarse.

Durante todo el tiempo que duró el baile del viernes, no existió más mundo que la distancia entre los cuerpos de Josefa y Diego evolucionando al compás de la música.

Tan solo dos días más tarde, consumiéndose las horas finales del domingo, Diego se presentó en casa de Josefa, de nuevo sin avisar. Ella acudió a recibirlo entusiasmada, se moría de ganas de verlo. Las horas transcurridas desde que se despidieron tras el baile no habían sido otra cosa que un espacio invadido por una quemazón interior que todavía no se atrevía a descifrar.

En esta ocasión Diego lo había pensado mucho antes de ir a su casa. Había estado dándole vueltas durante todo el día, sumando unos minutos a otros mientras les pedía ayuda a las estrellas. Hacía tiempo que las tenía olvidadas. Ya no reparaba en ellas más que cuando las necesitaba como herramientas de trabajo para sus mediciones. Sin embargo, ese día había vuelto a donde siempre: al hueco que albergaba los cuerpos celestes mientras elaboraban las respuestas necesarias a cualquier interrogante.

Había hecho una apuesta consigo mismo: si Josefa Balbastro accedía a contemplar el cielo esa noche, sería la señal de que era la mujer a la que amaría sin condiciones, y esa misma noche estaría dispuesto a decirle todo lo que sentía que le debía desde la primera cita. Si, por el contrario, se negaba, pensaba olvidarla para siempre. Y ahora sabía lo que era el olvido.

Con ese absurdo planteamiento llegó a buscarla para dar un paseo.

—¡Don Diego! ¿Qué le trae por aquí? Está acostumbrándome a las sorpresas.

—Le extrañará saber que cada vez que la sorprendo a usted me sorprendo a mí mismo.

—¿Le importaría aclararse? —Su voz sonaba a juego y a deseo.

—Pues… que pienso que no es mi voluntad la que me trae a su casa sin avisar.

—¿Ah, no? ¿Y entonces qué es lo que le hace venir?

—El corazón. —Hizo una pausa—. Creo.

—¿Cree? ¿No está seguro?

Diego se aproximó a ella. Estaban solos y en la casa reinaba un perfecto silencio.

Le tomó las manos y se las acercó lentamente a sus labios.

—Don Diego, por favor… —replicó Josefa visiblemente turbada.

—¿Cuándo me llamarás sencillamente Diego?

—Teniente, usted sabe que esa es mucha confianza entre un hombre y una mujer.

—Y eso es precisamente lo que le estoy pidiendo.

—Mucho es, pues, lo que me pide.

—Confío en que sea pronto cuando lleguemos a alcanzar esa confianza, que no es más que un acto de voluntad, y por fin me llame Diego.

La joven soltó sus manos y retrocedió. A Alvear le envalentonaron las ganas de avanzar y mientras lo hacía dijo:

—He venido a invitarla a dar un paseo.

—Suena a excusa de un hombre acorralado.

—Pues lo que usted dice tampoco suena demasiado bien.

—Exacto, teniente. Creo que sus intenciones no eran las correctas y que ahora no sabe cómo salir de esta. Lo del paseo se lo acaba de inventar.

—En absoluto. ¿Le gustaría acompañarme a contemplar las estrellas? ¿Ha visto cómo está el cielo hoy?

—¡Teniente! ¿Cómo se le ha podido ocurrir que saldría sola y de noche con usted? No estaría bien visto. En la oscuridad, una dama a solas con un hombre y en público…

Al acabar de pronunciar la frase, Diego se hallaba tan cerca de ella que podía sentir su perturbadora respiración.

—Josefa, por favor, te lo ruego…, ¿quieres acompañarme a pasear esta noche? No dudes de mis intenciones, ni hoy ni nunca. —Aunque tal vez, dependiendo de lo que respondiera, no hubiera un nunca para ellos.

La débil resistencia de Josefa se derrumbó. Su rostro se transformó en una sonrisa antes de darle el sí que tanto deseaba Alvear. No anunció en casa su marcha, «Chis», se colocó el dedo en los labios en un gesto de complicidad antes de decir: «Vamos…, Diego».

Y salieron a dar un largo paseo hasta que llegó la noche y, con ella, las estrellas que alumbraron sus pasos.