La primavera le sentaba bien a Buenos Aires. La brisa suave que llegaba del mar amansaba las inquietudes, apaciguaba los envites de la soledad. Les daba la vuelta a los malos sueños.
Transcurridos nueve meses, no más de lo que dura un embarazo, Alvear se desenvolvía con gran soltura por la desigual capital rioplatense, en la que los excesos de la riqueza daban la espalda a la miseria de los barrios pobres en un exagerado desequilibrio.
Había hecho buenas amistades. Desde que llegó a la ciudad andaba entregado a una intensa vida social, probablemente para paliar la incomunicación y el aislamiento de la selva, de los valles y desiertos, y de los salvajes ríos que le tocaba ir reconquistando para trazar sus límites durante meses. Lugares inhóspitos a los que tendría que regresar por mucho más tiempo. Era consciente de ello, y por eso hacía del presente la única realidad posible.
Poco antes de llegar a la ciudad había sido ascendido a teniente de navío. Una gran noticia que, extrañamente, no había supuesto un motivo de satisfacción. Parecía que le fuera indiferente. No consiguió arrancar de él la más mínima sonrisa. Nada que demostrara alegría. En realidad, nada había que le hiciera sonreír. Daba la impresión de ser un hombre sombrío, cuando en verdad no lo era. Los pasos que iba dando en América afianzaban su carrera militar pero también lo alejaban de una vivencia en la que no quería pensar demasiado. Había decidido evitar mantener un pulso contra el dolor. Pero el tiempo transcurría y el dolor seguía ahí, intacto. No le quedaba más remedio que no hacerle caso.
En esos días en los que la ciudad se desperezaba con la primavera, las reuniones en las casas de la alta sociedad se multiplicaban. A través de un amigo de España, Diego fue invitado a uno de estos encuentros, una tertulia en el hogar de don Isidro José Balbastro y Catalán, un acaudalado comerciante, de origen aragonés y noble procedencia, que llevaba años establecido en Buenos Aires. Diego había oído hablar mucho de él. Su casa de comercio gozaba de tanta popularidad y buena reputación como su persona. Diego pensó que podría ser interesante conocer a ese hombre al que ya en el primer saludo encontró afable y sencillo —dentro de la sencillez que la alta sociedad del virreinato permitía—. La bienvenida que le prodigó la familia Balbastro al recibirlo en su casa anunciaba una calidez en el trato que se repetía de un miembro a otro. Quedaba tan poco para que reanudara sus exploraciones, que en ese momento no se le ocurría que existiera nada más grato que reuniones como esa, donde conocer a personas como los Balbastro, compatriotas además, se convertía en la más excitante de las experiencias. Qué más se podía pedir cuando se había empezado a sufrir en propia carne el zarpazo de los errores graves que se cometen sin querer y que son destinados a dejar su huella.
La esposa de Balbastro le obsequió, de igual manera, con una calurosa acogida. Doña Bernarda Dávila era una mujer elegante, de finas maneras y gran belleza. Su sonrisa le dibujaba en el rostro una expresión de permanente gratitud con la vida. Diego se prodigó en agradecimientos sin imaginar que lo mejor estaba por llegar, porque al presentarle a su hija Josefa, el corazón le dio un vuelco. La selva, la tierra, las aguas del río Uruguay asaltaron en desorden su ánimo para hacerle ver, por unos segundos, en una fugaz aparición, los ojos indígenas de las noches en Yapeyú. Fue un pálpito que se clavaba en las costuras de la memoria. Sintió un ligero mareo al besar la mano de la joven, le costó atreverse a mirarla de frente. Pero cuando lo hizo confirmó lo que creía haber visto: Josefa Balbastro poseía unos enormes y hermosos ojos del color de la miel que magnificaban la limpidez de su mirada. Su sonrisa, parecida a la de la madre, atrapaba todo aquello que hubiera escapado a su mirada. Su piel clara inducía a creer que podía quebrarse en cualquier momento. Diego nunca habría pensado que una persona de apariencia tan delicada pudiera infundir una presencia tan rotunda y poderosa.
Sorprendentemente, la noche se fue enredando en una maraña que daba vueltas sobre lo mismo: Yapeyú. Porque sin apenas haber tenido tiempo para reaccionar a la impresión que le había causado conocer a la hija de los Balbastro, llegó quien menos podía esperar, una aparición que le golpeó en lo más hondo: ¡Juan de San Martín!
—¿Se conocen ustedes…? —preguntó inocente doña Bernarda.
Diego no consiguió disimular su sorpresa.
—Sí —respondió lacónico.
—Tuve el honor de alojar en mi casa al teniente Alvear durante su estancia en Misiones —aclaró San Martín al tiempo que le estrechaba la mano—. ¿Cómo está, don Diego?
—Bien, don Juan, gracias. ¿Y su esposa…?
Ambos sabían lo que venía después.
—Ella anda muy atareada, como siempre, y más desde que nos vinimos a Buenos Aires, pero a Dios gracias se encuentra bien. Se alegrará de saber que le he visto.
Nada de eso le interesaba a Diego.
—¿Y cómo se encuentran… sus hijos?
San Martín se tomó un tiempo antes de responder, transformando la escena en un diálogo incomprensible para los demás. Nadie recelaba ni sospechaba nada fuera de lo normal.
—Crecen sanos y fuertes. —Hizo una pausa y luego añadió—: Todos. Tendría que ver al pequeño, José Francisco. No para quieto.
Alvear respiró hondo y dio gracias a que el anfitrión irrumpiera en la conversación, aunque fuera para seguir sorprendiéndole.
—Tengo el gusto de presentarle a mi socio, don Gerónimo Matorras, tío de doña Gregoria, la esposa de don Juan.
Menuda carambola del destino, ¿cómo podía haber sospechado que iba a encontrarse con San Martín y que, encima, iría a parar a una reunión en casa de un socio de la familia de la «madre» del pequeño José Francisco? Le subió un brote de rabia hacia la garganta al pensar que el exteniente gobernador de Yapeyú tal vez hubiera incumplido su palabra de no separar al niño de su verdadera madre, pero no se atrevió a preguntarlo porque eso habría sido meterse en la boca del lobo. Cabía la posibilidad de que se hubieran traído a Rosa Guarú de niñera ateniéndose al pacto entre caballeros. Pero temió que, tal y como se estaba desarrollando la velada, acabaría sin saberlo.
Josefa, de quien Diego había desviado por completo su atención, abrumado por los inesperados encuentros y por el desconcertante latido que le asaltó al conocerla, intentó echarle una mano para escapar de su manifiesta incomodidad con un trivial comentario sobre los rigores del clima en la ciudad, mientras el resto de los hombres se enfrascaban en una discusión sobre si perduraría la paz entre España y Portugal.
La hija de don Isidro, muy interesada en conocer detalles de la vida de Diego, insistió en preguntarle por su experiencia en los territorios indígenas. Consideraba heroica su tarea, por más que él intentara restarle importancia.
—Es un trabajo como cualquier otro al servicio de nuestro reino.
—No estoy tan segura, don Diego. Trabajar en la selva puede parecer fascinante pero seguro que es lo más ingrato del mundo.
—¿Y cuántas cosas ingratas no conviven con nosotros? Carece del mérito que usted tan amablemente le otorga.
Le gustaba ese hombre, aunque de una manera difusa. De hecho, llevaba un buen rato intentando averiguar dónde radicaba exactamente su atractivo, como si tratara de descubrir un insondable enigma, porque a simple vista, y a juzgar por el desinterés que mostraba hacia ella, debería provocarle más rechazo que atracción. Pero así de caprichosos son los sentimientos. De lo que no cabía ninguna duda era de que él, por la razón que fuera, se hallaba incómodo, y Josefa creyó erróneamente que era por ella; se atribuyó a sí misma la responsabilidad de que Alvear pareciera preferir estar en ese instante en cualquier lugar del mundo menos en su casa y no entendía por qué. Se sentía molesta por ello. Dedujo con rapidez que había sido un fugaz destello lo que la había motivado a hacerse una ilusión tan inconsistente. De la misma manera apresurada en que había llegado, la atracción se desvanecería en cuanto ese hombre se marchara, pensó. Si hasta ese día había podido vivir sin conocer a Diego de Alvear, nada tenía por qué cambiar. Iba a seguir siendo así. Todo era tan rápido para Josefa que, cuando pasaron al comedor con el fin de iniciar la cena, ya le había dado tiempo de ilusionarse, sufrir un desengaño y superarlo. Al menos en apariencia.
El nerviosismo de Diego seguía siendo manifiesto, lo cual disgustaba a la joven y le hizo creer que algo extraño estaba sucediendo. Y no se equivocaba, porque desde que se había encontrado con Juan de San Martín, el teniente español estaba intentando tener un momento de privacidad para preguntarle por el pequeño José, pero la ocasión no se producía, de modo que mientras él se desesperaba agotando todos los recursos a su alcance para abordarlo en un aparte sin conseguirlo, Josefa deseaba impaciente que la velada acabara y pudiera perder de vista a ese hombre cuyo comportamiento, a esas alturas, le estaba resultando grosero.
En la despedida, Alvear se rindió al desasosiego y se limitó a agradecer la hospitalidad. La hija de don Isidro tuvo un arrebato inexplicable y, así, en el último momento, contraviniendo su propia decisión de no hacer caso a ese hombre al que había acabado considerando descortés, le dijo:
—Nos encantaría que volviera a visitarnos pronto, ¿verdad, papá?
Su voz envolvía en dulzura una corazonada.
Pero no parecía que a él le entusiasmara la idea. Estaba distraído, transitando en las orillas de otro mundo en el que se colaban Rosa Guarú, el pequeño José y, en medio de ambos, Juan de San Martín, quien se despedía también en ese instante.
—A mi esposa y a mí nos gustaría igualmente que nos visitara, estaríamos muy honrados de volver a tenerle en nuestra casa.
Al estrecharle la mano no pudo evitar que se le viniera encima, como un puñetazo, el recuerdo del pacto entre ambos en el momento de abandonar Yapeyú. Y quiso —lo necesitaba como un deseo que estallaba— preguntarle por el niño y por Rosa, qué había sido de ella y si en verdad acabaron en el olvido aquellos ojos difícilmente olvidables. Pero las ganas se quedaron suspendidas en el aire y se marchó derrotado por la duda.
Por su parte, cuando Josefa subió las escaleras que conducían a su dormitorio iba naciendo en ella la certeza de que Diego de Alvear, a pesar de su extraño proceder esa noche, volvería a tener otra oportunidad en su vida.
Diego se ausentó en los días posteriores para realizar nuevas prospecciones no demasiado lejos de la ciudad. Marchaba sin haber conseguido sacudirse de encima la inquietud. Pensó mucho en ello. Cada noche se esforzaba por ver en el cielo un lucero, igual que hizo la primera vez que llegó a Buenos Aires. Y como ocurriera en su primera noche en Montevideo.
Pero esta vez no lo consiguió.
El brillo de las estrellas se resiste cuando más necesidad se tiene de su luz.
Al regresar a casa encontró una invitación a otra tertulia en el domicilio de los Balbastro. La dejó displicente sobre su buró y se sentó a escribir una carta, una pequeña nota anunciando su próxima visita, pero no al hogar del comerciante español…