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Jamás había contemplado unos pies como aquellos. Claro que no acostumbraba a fijarse en los pies de las mujeres con las que se encamaba. Tampoco Rosa conocía la sensación de experimentar tal placer en esa parte insignificante de su cuerpo. Sin embargo, en esos momentos en los que Diego rebanaba con su lengua pequeñas coronas invisibles en los dedos de sus pies, pensaba en cuán diferente parecían los hombres venidos de las Españas. ¡Cómo imaginarlo! No era esa la imagen que tenía, ni ella ni tampoco las indias del lugar, de los hombres llamados a conquistarles. Porque no era el conquistador Alvear y Ponce de León quien deseaba su cuerpo y lo hacía suyo, sino un hombre fuerte y delicado a la vez, que estaba tomando un fruto prohibido, cuyas consecuencias se abrían, como el cuerpo de Rosa, en un abanico de posibilidades, probablemente ninguna buena.

«Diego». Tan solo una vez había pronunciado su nombre, pero bastaba para que el español acabara de asaltar con su boca ansiosa la última guarida de la joven y, con ella, las letras de su nombre. «Rosa». Y tras pronunciarlo, la llenó de besos encadenados trazando sobre su piel un mapa de los confines del mundo. Un mapa en el que perderse sin tiempo ni medida.

Las largas noches de Misiones envolvieron los encuentros clandestinos entre Rosa y Diego, que se sucedían un día tras otro. Aquí, en esta tierra apartada de la civilización, el joven teniente habría echado todas las anclas del barco de su vida. Aquí no habría temido naufragar. Aquí, en este lugar excepcional.

Aquí. Eternamente aquí.

Sin embargo, la juventud y el impetuoso empuje que le provocaba la fascinación por Rosa no cegaron su entendimiento. Su plena consciencia le hacía ver que había exprimido demasiado el tiempo de permanencia en Yapeyú y que la hora de abandonar el lugar se aproximaba irremisiblemente, lo que lo abrazaba aún más a la carne deseable y deseada de la joven de diecisiete años. Once años los separaban. Once años y un abismo entre dos mundos.

Después de aquella primera vez en su dormitorio, los siguientes momentos de intimidad no volvieron a repetirse en la casa principal. Era demasiado arriesgado, alguien podría descubrirlos, y eso habría sido nefasto para ambos. Diego iba a buscarla a su modesto cuarto, ubicado en una especie de cobertizo destinado a la servidumbre, del que ella desalojaba a su compañera de habitáculo cada vez que él la visitaba. En ocasiones también se escondían entre la fronda hasta que el sol se ponía, y entonces, libres de cualquier mirada indiscreta, y solitaria la ribera nocturna del río Uruguay, gozaban en la orilla. Recorrían mutuamente sus cuerpos bañados por el agua bajo el paraguas de la luna. Las entrañas de Rosa se inundaban de Diego al ritmo salvaje y denso del lugar que él creía conocer bien a pesar del poco tiempo transcurrido. Admiraba y devoraba unos pechos jóvenes que anidarían para siempre en la memoria de lo que se vive sabiendo que en ese mismo instante ya se escapa hacia el olvido.

Pero sobre todo hablaban. Las noches que compartían bajo las estrellas las dedicaban, entre besos y caricias que se prolongaban hasta el infinito, a hablar, a contarse para saberse más el uno en el otro.

Rosa Guarú Cristaldo, de origen guaraní, nació en la cercana Guaviraví. Su indómito carácter, que se veía obligada a doblegar al servicio de los españoles, se fundía con la selva y la tierra húmeda. Y Diego bebía de todo ello como si el fin del mundo estuviera a punto de llegar. Veneraba el brillo encerado de la oscura piel de Rosa. Y adoraba sus pies. Aquellos pies desnudos a todas horas, que nunca consentía en calzar, por mucha orden que hubiera dictado en contra de esta costumbre tribal el mismísimo rey de España tras haber expulsado a los jesuitas.

A pesar de la rebeldía innata, considerada por Diego un valor que aumentaba su belleza, Rosa se avenía a todo lo que la vida le obligaba; asumía su suerte y condición. Solo en una ocasión la había visto triste, y se sintió culpable. Ocurrió la primera vez que le habló de la posibilidad de su partida. Sus palabras le oscurecieron el alma y, de nuevo, como solía hacer al principio, se escurrió como un pez. A Diego le fue fácil encontrarla, bajo su balcón, silenciosa, mirando de frente el horizonte. A pesar de la oscuridad reinante, la halló sin dificultad, porque los ojos de Rosa iluminaban la noche guaraní, fundiendo la luna con el río.

Aquella vez la abrazó cubriéndola con el mismo silencio con el que la había encontrado. Ella no dijo nada, pero acercó los labios al oído de su amante y fue como si su corazón le hablara. Y quiso él creer que le decía que lo amaba con una fuerza tal que siempre algo suyo permanecería arraigado a la tierra que la había visto nacer a ella. Cazando sus besos y devolviéndoselos multiplicados, la empujó hacia el río, donde se dejaron mecer por la leve corriente mientras contemplaban juntos la inmensidad inabarcable de la bóveda celeste.

Tan inabarcable como el amor que sintieron estallándoles en el pecho aquella noche.

Superado ese episodio, Alvear consideró que era mejor no volver a hablar de su marcha hasta que llegara el momento. Y el momento había llegado. Fue en su busca, como todos los anocheceres, y caminaron hasta que el cielo se cerró del todo. Entonces la previno de lo inevitable: tenía que comunicarle lo que sabía que ella no deseaba oír y que ambos sentían por igual. Su vida estaba en otro lugar, aún no sabía dónde, ciertamente, pero desde luego no era allí, en Yapeyú. Antes de que prosiguiera, Rosa le sorprendió callándole, en un gesto inaudito. Pero es que ella también tenía algo que contarle. Le dio cuenta de la hinchazón de sus labios, que hasta ese día él había interpretado como una pulpa carnosa que se ofrecía a su boca. Le habló también de sus pechos prietos. Y de la rareza de su cintura. Pero solo cuando le habló de las lunas que alteraban su «condición de mujer», entendió Diego lo que trataba de explicarle: estaba embarazada.

Ahora comprendía lo que presintió que intentaba decirle la última vez que estuvieron en el río, aunque no pronunciara entonces palabra alguna. De ahí el amor tan profundo que arraiga en el barro, en la tierra, en la lluvia… Hasta en el viento. El amor que dejará en Misiones fuertes raíces imborrables y que, por más aguas que navegue, atará al teniente para siempre al dolor de saber que algo tan suyo permanece tan lejos. En un lugar al que se desea volver antes incluso de haber salido.

Un lugar que se añora sin haberlo abandonado.

La noche siguiente Diego no la visitó.

Aquella noche, tan distinta a otras vividas juntos, Rosa lloró, siendo solamente ella quien miraba las estrellas, su única compañía a partir de entonces.

Vertió lágrimas deseando ya el regreso de su amado.

Hay lugares que habitan los mares en silencio. Y hay sueños que las olas arrullan hacia las entrañas del océano hasta perderse.