4

De la mesa llegaba un magnífico olor a carne guisada y a manjares que hacía tiempo que Alvear no cataba y que le recordaron la vida que había dejado atrás. Todo se dispuso con esmero para el primer almuerzo en casa del teniente gobernador de Yapeyú. La vajilla, la cristalería fina, el mantel, tan blanco como las nubes que se tumbaba a observar de niño colgadas en el cielo andaluz de su Montilla.

Estaban a punto de sentarse cuando aparecieron en el salón los cuatro retoños del matrimonio para serles presentados al huésped español. Tres varoncitos y la mayor de los hermanos, María Elena, de siete años, a la que le habían colocado un enorme lazo en la cabeza para la ocasión, con tan poco acierto que una de las puntas le caía de lleno sobre un ojo y la pobre niña no conseguía mantenerlo a raya. Diego, que ante la cómica escena se esforzaba en contener la risa, la primera que volvía a sus labios desde la enfermedad de su oficial, le ayudó a recomponerlo y la pequeña lo agradeció con un gesto de satisfacción acompañado de una graciosa reverencia. Guardaba un increíble parecido con la madre, dos gotas de agua no serían mucho más similares de lo que lo eran ellas. La misma robustez de cuerpo, que en una niña pasaba más desapercibida, idéntica cara redonda y pelo rizado, de color castaño claro, deslizado en tirabuzones sobre sus infantiles hombros.

Presentados los debidos respetos, doña Gregoria, que les hizo saber que se habían retrasado en exceso dando lugar a que la comida estuviera ya en la mesa, avisó para que se los llevaran y dejaran a los adultos almorzar.

No había sido tocada por la gracia de la belleza física, pero parecía una buena mujer, campechana y poco ilustrada. Y aunque sus modales se quedaban a un paso de la tosquedad, había que reconocerle, al menos, su empeño por desenvolverse lo más correctamente posible y, sobre todo, por agradar.

Al ir a ocupar su asiento, Alvear reconoció a la sirvienta que había sido reprendida en su dormitorio y no pudo evitar dirigirse a ella:

—Agradezco que hayas arreglado tan bien mi habitación, todo ha quedado muy de mi agrado.

Había hablado deliberadamente en un tono que permitiera que todos lo oyeran, convirtiéndose así en un agradecimiento público y, de ese modo, también en un reconocimiento de su trabajo. Un comportamiento al que no estaban acostumbrados en las colonias, pero lo cierto era que, a pesar de que le pudiera parecer de justicia que así fuera, le había incomodado la reprimenda de doña Gregoria por considerarla desproporcionada.

La joven, sin embargo, lejos de darse por aludida, y menos aún de sentirse agradecida, mantuvo la cabeza agachada. Hubiera querido corresponderle pero no se atrevió. Sabía que no debía hacerlo. Así eran las normas, y lo mismo daba que se tratara de un forastero. Una criada, con más razón siendo indígena, tenía que respetarlas de igual manera. Sintiendo una mezcla de vergüenza y orgullo que solo captaba Alvear, esperó a que este acabara de sentarse para empezar a servirle.

Hay momentos en la vida en los que las certezas se imponen a cualquier vacilación. En cuestión de minutos, escasos y breves, al invitado había dejado de interesarle la comida. Ahora disfrutaba percibiendo el aroma de un pequeño triunfo y el sabor, que ya notaba en el paladar, de lo que precede a la aventura en territorio del pecado.

Durante el almuerzo, Diego empezó a conocer algo de la vida de aquel matrimonio. El teniente gobernador de la reducción de Yapeyú, don Juan de San Martín y Gómez, y su esposa, doña Gregoria Matorras, eran oriundos de Palencia. Él, de Cervatos de la Cueza; ella, de Paredes de Nava.

San Martín le sacaba diez años a su cónyuge, que tenía recién cumplidos los cuarenta. Había pasado un año en Colonia del Sacramento y luego había sido destinado a un mísero y solitario puesto de vigilancia en la desembocadura del Arroyo de las Bichas.

—En aquel lugar imperaba más el aburrimiento que la tarea. En definitiva, no hice nada que mereciera la pena recordar —bromeó.

—¿Llegaron juntos desde España? —preguntó Diego dirigiéndose a ella.

—No —se apresuró a responder él, y prosiguió con el relato—: Gregoria llegó en el año de Nuestro Señor de 1767, justo cuando me estaban destinando a la Calera de Las Vacas.

—Oh, sí… ¡Qué buenos tiempos…! —La mujer soltó ese insulso comentario, que no fue tenido en cuenta por su marido, y siguió engullendo.

—Mi esposa venía acompañando a su primo hermano, don Gerónimo Matorras, designado flamante gobernador de Tucumán. La conocí en uno de mis habituales viajes a la capital. Tres años después nos casamos, aunque por poderes, y no pudimos reunirnos hasta meses más tarde. ¡Pero aquí estamos! —dijo divertido alzando la voz y la copa incitando a un brindis—. Bueno, ya está bien de hablar de nosotros. ¿Cómo marchan sus prospecciones? Españoles y portugueses, tan cerca como aparecemos en los mapas, deberíamos estar condenados a entendernos, y sin embargo ya va para siglos que andamos como perro y gato.

—Le doy toda la razón, gobernador. Y no crea que desde tierra se tiene una visión muy distinta que desde el mar.

—¡Si no que se lo digan a Ceballos o a Vértiz! —volvió a bromear San Martín con desenfado mientras propiciaba otro brindis con su invitado—. ¿Y cuánto tiempo nos obsequiará con su visita, don Diego?

—Seguramente menos de lo que me gustaría. Son ustedes muy hospitalarios.

—Es un deber con la Corona, pero también es un placer, no tenga ninguna duda.

—Lo poco que he podido ver de la zona me gusta. Intuyo que viven en una buena tierra que bien merece la pena ser conocida a fondo.

—Ya habla así, con el poco tiempo que lleva entre nosotros. ¡Espere a cumplir aquí una semana!

Diego sonrió y bebió un trago. El vino le dejó un poso áspero en la garganta.

—La previsión es de no permanecer demasiado tiempo en Yapeyú. Hay mucho por hacer en las Misiones y es muy extenso el territorio, así que no podemos permitirnos detenernos demasiado en los lugares.

—Bueno, bueno, tómese el tiempo que necesite.

—También dependerá del estado del oficial enfermo.

—Ah, de eso no se preocupe, a estas horas ya estará siendo atendido como Dios manda, y en muy buenas manos, créame.

Doña Gregoria, cumpliendo con su papel de anfitriona y con su deber de no entrometerse en la conversación de los hombres, le dedicó una amable sonrisa con los carrillos llenos.

Todos siguieron comiendo apaciblemente y en armonía. Parecía mentira que hiciera tan poco que se hallaba luchando por avanzar en su trabajoso cometido contra los elementos de la naturaleza. Qué facilidad tiene el ser humano para olvidar el sufrimiento. Diego, aunque no se engañaba y sabía que esta comodidad de la que estaba disfrutando era momentánea y que no tardaría en dormir en el suelo acribillado por infames insectos y expuesto al zarpazo de cualquier fiera desconocida, no se negaba el derecho a disfrutar de la ocasión que se le brindaba.

Sus labios sonrieron a través del cristal de su copa, que apuraba sin prisa.

Tras un corto descanso, y con intención de no regresar demasiado tarde para poder visitar al enfermo antes de que anocheciera, Diego salió a inspeccionar la zona acompañado de un nuevo ayudante. Le atraía todo lo que encontraba a su paso, un lugar aparentemente inhóspito que, por el contrario, resultaba acogedor; una extraña combinación que le hacía estar más atento, si cabe, para que nada escapara a su observación.

Yapeyú, el más importante eslabón entre las provincias jesuíticas y Buenos Aires, poseía un amplio territorio comprendido por las poblaciones de La Cruz, Santo Tomé y San Francisco de Borja. En total sumaba unos ocho mil habitantes.

Años atrás, la reducción de Nuestra Señora de los Reyes Magos de Yapeyú se había convertido para la Corona española en una de las zonas más conflictivas de las misiones controladas por la Compañía de Jesús. El gobernador de Buenos Aires, don Juan José de Vértiz, empleado a fondo en concluir el proceso de expulsión de los jesuitas, estudió detenidamente a varios candidatos que pudieran cumplir con la tarea de administrar y gobernar la zona, que, dicho sea de paso, no se presentaba fácil. Eligió al palentino Juan de San Martín y Gómez, llegado a Buenos Aires a la edad de treinta y seis años, en 1764. Tras su paso por Colonia del Sacramento, del que le había hablado a Alvear, Vértiz le asignó como destino la administración de la Calera de Las Vacas al haber sido detenido el jesuita que se hallaba al frente de la gran estancia que la orden tenía en la Banda Oriental. En los siete años que estuvo al frente de la Calera de Las Vacas consiguió un esplendor económico nunca antes conocido en la zona. Los hornos de cal y ladrillo de la antigua estancia jesuítica multiplicaron su producción. Fundó puertos, capillas y cuatro grandes estancias comunitarias dedicadas a la crianza del ganado y que fueron utilizadas además como postas en el camino de Yapeyú a San Antonio del Salto Chico. Todo ello estuvo muy bien visto por las autoridades de Buenos Aires, que supieron entender la importancia de que se intensificara el intercambio comercial de productos procedentes de las misiones. Aquella prosperidad fue el mejor escenario para que vinieran al mundo sus tres hijos: María Elena, Manuel Tadeo y Juan Fermín.

Juan de San Martín era un hombre de indudable honor militar, y su familia representaba un dechado de buenas costumbres y de recato, virtudes que agradaron a Vértiz, a las que se sumaba el nuevo embarazo de doña Gregoria. Una bendición para una tierra poco menos que apartada de todo. Que a la esposa del gobernador no le sentara bien el clima del lugar quedaba resarcido por la atención del esmerado servicio, que a todas horas contribuía a aliviar las molestias de su avanzada gestación y le hacían su estancia lo más tranquila y placentera que se podría esperar lejos de la urbe. En ese entorno nació Rufino, el tercer varón y cuarto de los hijos del matrimonio español destinado en aquella esquina olvidada del mundo. Tan olvidada que San Martín encontró Yapeyú hecho un desastre. Una reciente epidemia de viruela había mermado considerablemente la población.

Ese era el hombre de bien, compatriota suyo, que lo acogía haciendo gala de su amable hospitalidad.

Al final de su primera jornada en Yapeyú, Alvear regresaba satisfecho, cargado de jugosos datos sobre los terrenos que conformaban la ribera del río, anotados meticulosamente en su cuaderno. Como tenía previsto, antes de encaminarse a la casa de los San Martín, le pidió a su ayudante que le acompañase a visitar a Manuel a la precaria enfermería donde había quedado ingresado.

Nada más poner un pie en la entrada lo detuvo un escalofrío. El destartalado dispensario estaba sucio y la cal de las paredes había ennegrecido, eso en las partes que quedaban a salvo de los desconchones. Nadie salió a recibirlos. Observó varias puertas y decidió atravesar un largo pasillo para dirigirse hacia la más alejada, al fondo, por intuir que quizá allí llevaran a los pacientes muy graves. Su oficial lo estaba cuando llegó. Avanzó comprobando que las salas que iba dejando atrás estaban vacías y entonces creyó seguir el camino correcto. Sin embargo, la habitación del fondo, mísera y mal ventilada, también estaba vacía. Su acompañante, prudentemente, se quedó unos pasos atrás permitiendo que Alvear comprobara de primera mano las evidencias de que el enfermo había estado allí. Las más inequívocas eran el uniforme tirado en el suelo junto a una silla y la presencia del astrolabio que le había regalado y que ahora yacía abandonado entre restos de sangre sobre la cama revuelta. No pensó, o tal vez no quiso pensar, que el final del proceso febril pudiera ser la muerte. Observó las paredes, el techo, la exigua luz de un candil que amenazaba con apagarse sobre un taburete cojo, y la estampa le pareció más desoladora de lo que seguramente era. Empezó a notar el polvo del camino deshaciéndose fundido en el sudor frío que le abrigaba pegajosamente la espalda.

El instrumento de las estrellas, en su abandono, le decía que el herido ya no estaba. Que el herido había pasado a ser un muerto. Y él lo creyó, porque las estrellas siempre cuentan todo y raras veces se equivocan.

—Nada se ha podido hacer para salvarlo —le informó el médico, que había entrado sin hacer ruido. Recogió el astrolabio del catre y se lo entregó—. Imagino que usted debe de ser el teniente Alvear —prosiguió el galeno—, y si es así esto es suyo. —Se lo ofreció—. En los escasos momentos de lucidez que le permitió la fiebre, el oficial me pidió que si moría se lo devolviera y le expresara su eterna gratitud. Tenga…

Diego contempló el instrumento durante unos segundos, pero no fue capaz de cogerlo. Sin haber articulado una sola palabra dio media vuelta y se marchó a paso rápido. El hedor de la muerte le revolvió el estómago como si tuviera dentro una pelea de lagartijas que le impeliera a alejarse de aquel lugar.

Su ayudante, respetuoso con la escena que estaba viviendo, tomó el astrolabio y salió tras sus pasos.

Al llegar a casa del teniente gobernador, Diego la atravesó como una exhalación, no se detuvo hasta que hubo alcanzado la meta solitaria de su habitación. Cerró la puerta con furia y salió corriendo al balcón, necesitaba llenar de aire sus pulmones para combatir la sensación de ahogo que lo atenazaba. Reclamaba aire y también la humedad del río, que lo vinculaba al agua, al mar. Lo vinculaba a la esencia marina de su vida. Era la primera vez que se enfrentaba tan de cerca a una muerte que le atañía en acto de servicio en las Américas. Un futuro truncado apenas comenzaba. Agarrado con fuerza a la barandilla intentó, sin éxito, contener las lágrimas. Dolor, rabia e impotencia le asistían. Y no supo qué hacer con ello.

La tarde cayó sobre Yapeyú, y el sol, adormecido de cansancio, comenzó a ocultarse. Cuando Diego intentó elevar la mirada del suelo para contemplar el espectáculo que le brindaba el cielo, confiando en que le sirviera de consuelo, se encontró con unos rasgados y enormes ojos negros que se vieron involuntariamente sorprendidos. Unos ojos de impresionante vivacidad. Bajo el balcón, camino del huerto, la sirvienta de los San Martín le había estado espiando hasta ser descubierta. Por fin podía contemplarla sin la amenazante presencia de la señora de la casa, quien, por lo que llevaba observado hasta el momento, no parecía que tuviera demasiada manga ancha con los sirvientes nativos.

La muchacha era extraordinariamente joven y hermosa, de piel oscura y larga melena negra que lucía suelta. Le mantuvo la mirada al español mucho más de lo imaginable en una mujer de su condición. Se miraron, pensando cada uno en cosas tan distintas… procedentes ambos de mundos tan distantes…

De pronto la joven echó a correr como si hubiese visto al mismo diablo en persona. Y entonces Diego se fijó en sus pies descalzos alejándose. Aunque en realidad, a pesar de tenerla de espaldas, lo que no podía dejar de ver eran sus enormes ojos, que se habían colado en la memoria anticipada de su deseo.