Nace el famoso Uruguay, que quiere decir Río de Caracoles, en las grandes sierras que llaman de Santa Catalina, sobre la costa del Brasil. Beben sus aguas occidentales varios pueblos de Misiones: San Javier, Santos Mártires, Concepción, Santo Tomé, La Cruz o Nuestra Señora de Mboré y los Santos Reyes o Yapeyú. Da a dichos pueblos hermosos y fértiles campos, regados por cantidad de arroyos. Los guarda y alimenta de pingües pastos y prodigiosa multitud de ganado. Los enriquece con excelentes maderas, ricos bálsamos y plantas medicinales, y les franquea buenos puertos para facilidad de su comercio.
Antes de Yapeyú se le agrega por la banda de Levante el río Ibicuy, cuyos complicados brazos recogen las aguas del Monte Grande. Discurre así bajo la dirección S. O. ¼ S. el dilatado tramo de ochenta leguas hasta la latitud de 30° 12’, en que se le reúne el río Miriñay, notable y caudaloso, sangradera de Iberá o Laguna de Carazares, por donde se asegura surten las aguas vivas del Paraná, sobre cuya ribera se halla recostada. Se inclina luego con suavidad y grandes vueltas hasta que se precipita en el paralelo de 31° 8’ por la mayor y más vistosa de sus cataratas, llamada por esta razón el Salto Grande.
Así describió Alvear, en el Diario de la segunda división de límites que empezó a escribir nada más emprender viaje, el primer río cuya ribera recorrió en sus prospecciones previas a la demarcación definitiva. El río origen de la que había de ser la gran aventura de su vida. Le maravillaba la explosión de una naturaleza salvaje, formada por senderos fluviales de violentas aguas, indómitas cataratas y una espesura tan alta que a veces no permitía ver el cielo. El sorprendente espectáculo convertía a las personas en diminutos seres que se movían con cautela haciendo frente a un gigante natural e incontrolable. Era imprescindible llegar a dominar esa naturaleza que tenían que ir haciendo suya poco a poco a golpe de pico y machete. Pero no estaba seguro de lograrlo.
El trabajo se inició a buen ritmo, y aunque el paisaje abrumaba, Diego intuía que posiblemente no fuera nada comparado con lo que le quedaba por ver. La primera noche no consiguió conciliar el sueño. El campamento era muy rudimentario, pero no iba a ser mejor en lo sucesivo. Era consciente de que tendría que acostumbrarse y que mejor más pronto que tarde. Al principio, por más disciplina que se impusiera, era inevitable el caos, que obligaba a inventar nuevas normas a diario. La novedad de sensaciones, los apabullantes escenarios naturales, el clima, los insectos, las alimañas, todo en el entorno desbordaba cualquier previsión y excitaba los ánimos más calmados. El cuerpo tenía que adaptarse. También la mente, que sin duda lo haría más despacio.
Harto de librar su primer combate contra un enemigo con el que no contaba, el insomnio, Diego salió de su tienda para buscar un rincón al aire libre. Los mosquitos zumbaban a su alrededor. Pronto descubrió que el silencio se erigía en un privilegio inexistente en la selva. Un permanente ruido de fondo formaba parte del paisaje, convertido en una molestia que se colaba en los oídos antes de instalarse en la cabeza… la mente… el cerebro. No había modo de sacarlo una vez estaba dentro.
Miró al cielo y se empapó de constelaciones entreveradas con el follaje que impedía que la visión fuera completa. No importaba. Alvear se entendía bien con las estrellas incluso cuando no las veía. Aquella primera noche renunció a utilizar sus instrumentos de observación, se encontraba demasiado cansado. Tenía tantas noches por delante casi como astros iluminan el cielo. También a esto se aprende en la selva, a dejar que la paciencia se adelante a los pasos que se dan.
Acabó dejándose vencer por el sueño a la intemperie, lo cual resultaba una temeridad, hasta que un guardia marina fue a despertarlo para que regresara a la tienda.
A medida que iba conociendo los poblados y parajes de las misiones guaraníes, sentía un extraño e inexplicable apego a esas tierras y a sus gentes. Era una sensación que se le adhería a la piel del mismo modo que la densa humedad, que a duras penas permitía respirar. Tanta inmensidad sobrecogía el corazón y expansionaba la mirada. Qué lejos se sentía de todo.
A falta de dos jornadas para alcanzar Yapeyú, los insectos, cual expertos criminales, comenzaron a causar serios estragos. Daba la sensación de que conforme ascendía por el mapa aumentaban los riesgos. No parecía nada serio, pero sí molesto; era cuestión de ir aplicando el ungüento correspondiente. Excepto en un caso, el de un oficial que parecía resistir al tratamiento y preocupaba especialmente al médico del campamento. Se trataba del jovencísimo guardia marina Manuel Alarcón, uno de sus ayudantes más directos. A Alvear le inquietaba el diagnóstico que le explicaba el doctor don Gonzalo de la Cueva.
—Al principio no me pareció tan grave. Recuerde que sufrió la picadura hará más de una semana. Pero ya va para cinco días que empezó con unas fiebres muy altas para las que no hay razón, salvo que se trate de algo que ha incubado y, en ese caso, se tome su tiempo antes de dar la cara. Hoy están remitiendo, pero eso no me tranquiliza lo más mínimo. La piel comienza a amarillearle, y esta tarde ha vomitado dos veces.
—¿Le sorprende que un enfermo en su estado acabe vomitando en este infierno?
—Sí cuando lo que escupen las entrañas es una sustancia negra que guarda más parecido con los posos de café que con cualquier otra cosa que podamos conocer. —Su voz respondía en gravedad a su preocupación.
—¿Lo ve…? Me está dando la razón: el negro es el color del infierno, y ya lo está expulsando. Vamos, doctor, no seamos pesimistas.
—Hace mal confundiendo pesimismo con realidad. Y, si le interesa —añadió con inquietud—, puedo avanzarle mi diagnóstico.
—Por supuesto, adelante.
—Temo lo peor. Hace unos años, un extraño mal, al que llamaron «vómito negro», esquilmó las tropas inglesas y americanas en Cuba, matando a sus oficiales por miles. El caso me llamó la atención y desde entonces he intentado estudiar cada detalle que me ha sido posible recopilar sobre esta enfermedad. No se sabe demasiado de su origen y menos aún de su tratamiento, pero sí lo suficiente como para determinar que pueda deberse a la picadura de un mosquito.
—Eso parece lógico.
—Pero no sencillo. El mosquito puede habernos picado a usted o a mí sin que nos hayamos enterado siquiera. Sin embargo, otro insecto exactamente idéntico, de la misma especie, pero que haya picado antes a un mono puede después causar la muerte a los humanos. Y eso es lo que ha podido ocurrirle a Alarcón.
Se sucedieron unos segundos de profundo silencio, roto solo por los zumbidos de la selva, antes de que el médico prosiguiera:
—Recientemente llegaron a mis oídos los ecos de una expedición española de la que es posible que usted haya oído hablar, la de los botánicos Ruiz y Pavón. Vienen a Perú para recolectar plantas medicinales, entre ellas una que podría resultar muy preciada para los fines de la medicina: la quinina. En realidad buscan algo que Linneo descubrió hace más de veinte años, la llamada «cascarilla de la condesa», también conocida como «cascarilla de los jesuitas» por haber sido ellos quienes más han contribuido a su uso.
—Lo de los jesuitas se entiende, pero lo de la condesa… —Alvear seguía con verdadera atención los razonamientos del doctor De la Cueva.
—Tiene su explicación y es muy sencilla. A mediados del siglo pasado, los indígenas le salvaron la vida a la condesa de Chinchón, esposa del virrey del Perú, gracias a una preparación a base de corteza de quino. El proceso es sencillo: la extraen del árbol, la dejan secar y la muelen. Es el único tratamiento con el que se puede combatir la fiebre amarilla, aunque sin garantía de éxito.
—¿Fiebre amarilla…? Pero eso es una muerte casi segura.
—Exacto, la esperanza es escasa. Diría que cabe en el breve espacio del «casi» que usted bien ha dicho.
—¿Le han aplicado ya la corteza a Alarcón?
—Sí, desde hace dos días.
Preocupado por lo que acababa de escuchar, Diego de Alvear se acercó a la tienda donde el joven Manuel estaba siendo atendido. Su aspecto, aunque malo, no se correspondía con los pésimos síntomas descritos por el galeno, por lo que confiaba en que la enfermedad se pudiera combatir y el joven mejorara en las horas siguientes. Probablemente el aprecio de Diego por su subordinado le hacía ser más optimista de lo que debiera.
—¿Qué pasa, Alarcón? No me dirá que un mosquito va a poder con usted… —intentó bromear.
El muchacho temblaba por la fiebre pero conservaba la plena consciencia. Con una sonrisa forzada agradeció la visita del teniente. Era un joven fuerte y aguantaba cuanto podía.
—No volverá a ocurrir, señor, tiene mi palabra.
—Eso no ha de preocuparle ahora. Está visto que hemos de aumentar la cautela ante estos bichos que más parecen proyectiles que insectos.
—Sí…, señor… —Volvió a intentar con gran esfuerzo que la sonrisa saliera de sus hinchados labios—. Pronto cumpliré de nuevo con mi deber. Son unas simples fiebres, todos hemos pasado por esto alguna vez y aquí estamos.
—Claro que sí.
Pero no. Ninguno de ellos había pasado por nada similar. Los insectos en ese lugar remoto no se asemejaban a otros que pudieran haber conocido antes. Ni los mosquitos, ni nada. Por malas que hubieran sido las condiciones en algunos combates, no podían compararse con las que estaban teniendo que afrontar. Todas las precauciones eran pocas en esa tierra hostil. A pesar de lo cual, había algo inexplicable y carente de toda lógica que hacía que Diego se encontrara bien allí. Aún era pronto para que tuviera sentido, pero su presencia era rotunda. Algo que buscaba su lugar en algún rincón del alma donde creía comenzar a sentirlo ya. No podía hablar de eso con nadie porque sabía que nadie iba a entenderlo. Lo dejaría reposar en su interior hasta ir viendo cuándo y de qué manera daba la cara.
—Y dígame, Alarcón, ¿de qué parte de Galicia es usted? —Quiso centrar su atención en el enfermo.
—De Pontevedra. De allí es toda mi familia.
—Es muy joven…
—Tengo diecinueve, señor.
—¿Ha pensado ya qué hará cuando todo esto acabe? —Alvear intentaba darle conversación para tranquilizarle y conseguir que, al menos durante unos minutos, desviara su atención del dolor.
—No se me ha ocurrido, señor. Mi sueño era estar aquí y no he pensado más allá.
—¿Su sueño, dice?
—Sí… —respondió pudoroso—. Formar parte de esta expedición bajo sus órdenes es más de lo que jamás soñé.
A Diego le impresionaron sobremanera estas últimas palabras y quiso saber más.
—¿No le importará si le pido que se explique mejor? Siempre y cuando no le esté cansando con mi conversación…
—Oh, no, no, le agradezco mucho su compañía y la atención que está teniendo conmigo. Si le digo que ansiaba esta misión es porque mi verdadera pasión es la astronomía. Esa es la razón por la que me sentí tan feliz el día que me destinaron a su partida para ayudarle en sus mediciones. Me alisté en el ejército para satisfacer los deseos de mi padre, más que los míos propios. No es que esté arrepentido, por Dios, no vaya a creer que soy un desconsiderado o que falto a mi juramento de lealtad, pero para mí habría bastado con completar mis estudios para ser astrónomo. Ahora, sin embargo, me alegro de no haberlo hecho porque no habría tenido ocasión de gozar del privilegio de aprender de usted y brindarle mi modesta ayuda.
El teniente puso su mano en el brazo del joven.
—No siga hablando, no le conviene. Va a cansarse demasiado.
Diego, conmovido por la historia, vio el reflejo de sí mismo en las palabras de Manuel. Identificó idénticas ilusiones y la misma pasión por desentrañar los misterios del universo desde temprana edad. Si bien era cierto que, a diferencia de su oficial, él sí tuvo clara su vocación militar desde que inició los estudios en la Academia. O quizá incluso antes, siendo alumno del colegio de los padres jesuitas en su pueblo, Montilla, y también más tarde en Granada. Ya entonces jugaba con el mar y las estrellas, y ya entonces hizo de los libros la mejor guía para satisfacer sus ansias de conocimiento y para colmar su espíritu inquieto. Fue un alumno sobresaliente que se empeñó, por encima de todas las cosas, en aprender, consciente de que no hay mejor salvoconducto que el saber para transitar por las dificultades de la vida, también para poder disfrutarla. Matemáticas, álgebra, física, teología moral y eclesiástica, leyes y cánones, derecho público, astronomía, diplomacia, comercio, historia de las naciones, historia natural, empleándose a fondo en el conocimiento de los tres reinos, animal, vegetal y mineral, indispensable para el trabajo que debía realizar. Ah, y era también versado en lenguas: francés, italiano, portugués e inglés, sin excluir el latín, por supuesto. Con esa amplia formación llegó a América convertido en un alto cargo al servicio de la Corona española.
Tuvo un impulso que lo condujo hacia su tienda de campaña. Abrió las bolsas de viaje y los maletines en los que guardaba sus instrumentos y herramientas de trabajo, y rebuscó hasta que apareció el astrolabio que conservaba desde sus años de estudio pero que ya no usaba. Se lo llevó para ofrecérselo al joven Manuel, quien no daba crédito a la generosidad de su superior. Alterado por la emoción, intentó rechazarlo después de haberlo agradecido con insistencia.
—Es demasiado honor para mí.
—No me haga ese feo, acéptelo con la condición de reponerse cuanto antes para que le enseñe algún truco que seguro que aún no conoce.
—Será un orgullo para mí aprender junto a un hombre como usted, mi teniente.
—Vamos, déjese de gaitas, Alarcón, y guarde sus fuerzas para curarse —le dijo animoso.
—Tiene razón, queda mucho por hacer. Mire, le falta la argolla, señor —se percató, complacido por el regalo.
Diego rió, el comentario le hizo acordarse de Mazarredo y notó cómo empezaba a echar de menos a los suyos, intuyendo que las condiciones de la selva reclamarían con apasionamiento mantener vivos los recuerdos. Y a ellos se entregó. A los amaneceres tibios de la campiña de su Montilla natal; a los juegos con sus siete hermanos al calor de la lumbre en invierno; al olor humeante del pan recién hecho por su madre, doña Escolástica, la hija del ilustre corregidor don Luis Ponce de León. En el pueblo se contaba que el abuelo Luis salió a recibir al rey Felipe V cuando este viajó a tierras andaluzas buscando la alegría y la salud que le faltaban. A pesar de que los niños hacían guasa de ello en la calle, era cierto, y bien orgulloso se sentía el pequeño Diego.
Al volver a la realidad, vio a Manuel adormecido apretando el astrolabio contra su pecho y abandonó la tienda en silencio.
La noche era clara, aunque presagiaba la ambigüedad de la vida que pende de un hilo jugando en contra del tiempo.
Diego tenía ganas de llegar a Yapeyú. Quedaban solo dos días. Alcanzar cada una de las poblaciones elegidas como base para moverse por los terrenos que pretendían explorar suponía un pequeño respiro entre tanta precariedad. Lo poco que llevaban de viaje era suficiente para ansiar comida y lecho calientes, mejores condiciones de higiene y la posibilidad de cierto descanso. En Yapeyú tenía previsto alojarse en casa del teniente gobernador, un español llamado Juan de San Martín que gozaba de muy buena reputación.
Pensó en el oficial enfermo. El próximo destino se convertiría para él en garantía de una mejor atención médica. Pero a falta solo de una jornada, empeoró. En efecto, los peores pronósticos del médico se confirmaron. En las últimas horas, y tras la que se mostró como ilusoria mejoría, el joven oficial había sufrido unas terribles hemorragias acompañadas de un nuevo acceso de fiebres altas, escalofríos, ausencia de orina y atisbos de delirio que no presagiaban nada bueno. El galeno desaconsejó que continuara la marcha; la expedición debía seguir viaje sin él.
—Sería una temeridad para su vida —le planteó abiertamente al teniente Alvear.
—Tanto como lo es abandonarlo a su suerte hasta que muera solo, igual que mueren las alimañas.
—Mi obligación es informarle de la situación en la que se encuentra este hombre, y esta es que no se halla en condiciones de viajar. Un paso más y podría morir.
—Eso está por ver —replicó Diego con firmeza—. Lo que sí es seguro es que morirá si se queda aquí solo.
—Usted decide.
—Sí, yo decido. ¿Algo más?
—No, nada más —concluyó el médico con el ánimo de quien asume lo inevitable, y se dispuso a retirarse.
—¡Doctor! —le reclamó el teniente, para añadir, suavizando el tono—: Gracias de todos modos…
No se dio por vencido. A pesar de lo cerca que estaban del destino, que podrían alcanzar en cuestión de horas, prefirió no correr riesgos y ordenó que la comitiva se detuviera para que el enfermo descansara y esperasen al día siguiente. «Mañana será otro día —se dijo—, y Yapeyú nos seguirá esperando mañana como hoy».
Al amanecer emprendieron la marcha. Diego se levantó con la sensación de que el descanso no había cumplido el objetivo previsto. Mientras cargaban con la litera de Manuel se acercó a él para infundirle ánimos. Pero su estado se había agravado y parecía que ya ni siquiera podía escuchar cuando se le hablaba. Le entristeció verle así. Era demasiado joven para perder la vida, no quería pensar que pudiera ocurrirle. Acarició levemente el astrolabio, que todavía reposaba sobre el pecho del enfermo, y quiso creer que viviría. Tenía que vivir. Tenía que intentarlo. Y así, con ese convencimiento marcándole el sendero, marchó las pocas millas que restaban para llegar a Yapeyú.
El teniente gobernador, Juan de San Martín, y su esposa, Gregoria Matorras, le recibieron con todos los honores en su amplia casa, en la que se percibía el olor a humedad que desprendía el cercano río Uruguay. Resultaron unos anfitriones excelentes, y sin pérdida de tiempo lo hicieron pasar a su habitación para que pudiera reponerse del viaje y asearse en condiciones. Le habían asignado la que seguramente era la mejor estancia de la vivienda, desde la que se disfrutaba de hermosas vistas a través de un gran balcón que daba directamente al río. Eso fue lo que alcanzó a distinguir en una rápida ojeada, porque, al ir a entrar en el dormitorio, doña Gregoria y él se llevaron la sorpresa de que una sirvienta andaba a la carrera acabando de ponerlo todo a punto. Se veía al vuelo que su tarea tenía que haber estado lista. Diego no pasó del umbral, mientras que la señora de la casa se adelantó para reprender con dureza a la joven y hermosa indígena, de cabello azabache, que, azorada, se retiró con la cabeza gacha.
Alvear intentó restar importancia al hecho, pero la mujer se presentó como un duro hueso, no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.
—¡Es imperdonable! ¡Estos indios son tan perezosos como desobedientes! Cuánto lo lamento, don Diego —intentó disculparse ofuscada—. ¡Dejad el equipaje aquí! —les ordenó a los criados que estaban entrando las bolsas de viaje del teniente.
—No se disculpe, todo está perfecto y me siento muy agradecido. En serio, no tiene importancia. ¡Si viera los sitios en los que nos toca dormir habitualmente! ¿Cree usted que voy a ponerle pegas a su maravillosa casa?
—Oooh, qué amable es usted —respondió ella complacida y con el gesto cambiado—. Le dejo, le dejo. Estaremos esperándole para el almuerzo —dijo mientras salía como una joven atolondrada.
Al fin solo y en un lugar cómodo con el que soñaba desde que abandonó Montevideo. Al cerrarse la puerta tras el ciclón de doña Gregoria, se dejó caer boca arriba sobre la cama, ¡qué placer!, un colchón mullido y acogedor, pensando en que hasta ese día no había tenido tiempo de reparar en lo bellas que eran las mujeres de esas tierras. Recordando a la joven india y abrazado a ese pensamiento como una ensoñación, se dejó caer en un sueño profundo.