Su primera noche en Montevideo resultó horrible, incómoda y torturante. Diego consiguió dormir apenas una hora. El resto del tiempo lo pasó luchando contra varios contratiempos: la humedad, las chinches y la visión de los esclavos siendo vendidos sin escrúpulos. Y si las chinches y la humedad no abandonaban su cuerpo, la otra visión no abandonaba su mente. Anduvo dándole vueltas al interrogante de a qué parte del mundo había ido a parar; qué sitio era ese en el que el valor de la vida humana dependía del color de la piel.
Pero, en los meses siguientes, a medida que conocía mejor aquel lugar donde lo habían asignado, comprendió que también era una ciudad en ebullición, con una riqueza de negocios y bazares que ya querrían para sí muchas poblaciones españolas. Montevideo se estaba convirtiendo en el pulmón de América; el centro que movía gentes y dinero al son de un comercio pujante que le debía casi todo a la ganadería. Su posición estratégica y su puerto natural favorecían un intenso movimiento de buques mercantes, ganándole la partida a Buenos Aires, en parte gracias a la propia naturaleza. El hombre lo único que había hecho, en este caso, era saber sacarle partido. Porque lo que diferenciaba los embarcaderos de una ciudad y otra era sencillamente el fondo de sus aguas. El fondo arenoso de la rada bonaerense impedía que en sus muelles pudieran amarrar buques de gran calado. Lo contrario de lo que ocurría en Montevideo, donde las piedras y una mayor profundidad le otorgaban gran ventaja natural sobre su competidor llegando a superarlo en tráfico marítimo. La importancia provenía no tanto de la comunicación comercial con el resto de América, como con España. Eso era lo fundamental para la prosperidad económica, y en ese momento el negocio precisamente más próspero era el comercio de tránsito, que permitía cuantiosos ingresos procedentes del cobro de un impuesto que se pagaba por cualquier mercadería que permaneciera en el puerto. En la otra cara de la moneda, el comercio se introducía también por debajo de las faldas de las prostitutas, que sobrevivían gracias a ese intenso tráfico.
Para Diego, vivir en Montevideo, con su peculiar agitación social y sus costumbres aberrantes como la venta de esclavos, era comparable a asomarse a un abismo. Le maravillaba el hervidero humano y comercial que le había tocado como destino. O más bien como punto de partida de la primera de sus misiones en América, que lo llevó a participar en el conflicto que enfrentaba a España y a Portugal por los dominios americanos. Las guerras por la posesión de Colonia del Sacramento y de Río Grande de San Pedro fueron las primeras acciones en las que Alvear se vio involucrado, y también sus primeros triunfos al salir los españoles victoriosos de ambas.
Aquellos tres años siguientes a su llegada a América fueron tan vertiginosos que volaron al surco de las naves que se abrían paso en el presente del joven Diego. Al regresar a Montevideo, Diego disfrutó con la inusitada exhibición de poderío de la Armada española desplegada en la rada. Cuánto había cambiado durante su ausencia. En la imponente bahía, España había ubicado su apostadero de Marina, en el que apenas quedaba hueco entre las naves, de tantas como había. Un paraíso dibujado de arboladuras que demostraban, rozando la ostentación, el gran dominio naval del reino, con la mayor fuerza que había operado hasta entonces en el Atlántico Sur, formada por más de diecinueve mil hombres. Nunca antes el joven, aunque experimentado, Diego había presenciado nada igual. Sintió el orgullo de estar participando en una empresa magnífica, a pesar de que la grandeza se escondiera en las sangrantes entrañas de la guerra.
Una guerra que parecía atisbar su posible fin. Portugal aceptó definitivamente su derrota. Muchas y muy cruentas habían resultado las últimas batallas, ganadas todas por España. El primer Tratado de San Ildefonso, firmado en La Granja, puso fin a tanta belicosidad y, con él, la vida de Alvear, allí, tan lejos de su patria, iba a dar un vuelco. El 1 de octubre de 1777 se firmó el Tratado Preliminar de Límites en la América Meridional, en virtud del cual Portugal cedía a España definitivamente Colonia del Sacramento, las islas de Fernando Poo y de Annabón, y las Misiones Orientales jesuíticas. España, por su parte, devolvió Santa Catalina y otros territorios, eso sí, menores, en la colonia de Río Grande de San Pedro.
Sin embargo, visto lo difícil que resultaba para los enviados de la Corona española controlar el territorio del Virreinato del Perú debido a que su dilatada extensión favorecía los ataques codiciosos de portugueses pero también de ingleses, el rey Carlos III decidió la creación de un nuevo virreinato: el del Río de la Plata, que incluía las provincias de Buenos Aires, Tucumán, Potosí, Paraguay, Santa Cruz de la Sierra, Charcas, Mendoza y San Juan del Pico. Don Pedro Antonio de Cevallos y Calderón, gaditano de nacimiento, fue su primer virrey.
Por fin el orden iba a establecerse, de una vez por todas, en las vastas posesiones de ultramar. Alguien tenía que ponerse manos a la obra para trazar la línea divisoria que fijara la demarcación de unos dominios y de otros, y determinara la zona neutral que los separara.
Los respectivos gobiernos designaron cinco divisiones, llamadas también «partidas», que tomaron como centro de operaciones las ciudades de Montevideo, para España, y de Río Grande, para Portugal. Faltaba ponerles nombre a sus responsables y dotarlas; un trabajo delicado, arduo y concienzudo, de muy alta responsabilidad, que requería de hombres extraordinariamente bien preparados. Los astrónomos, que habían de estar perfectamente formados, iban a ser imprescindibles para asegurar la exactitud de las mediciones.
Después de muchas deliberaciones, ya que no era fácil encontrar a los candidatos que reunieran el cúmulo de conocimientos que se requerían para el cargo, el oficial de la Real Armada, teniente de fragata Diego de Alvear y Ponce de León, quedó designado con el título de comisario al frente de la segunda partida. Operaría desde la cabecera del río San Antonio hasta el Salto Grande del Paraná, teniendo que delimitar los territorios que se extendían ampliamente por las Misiones Orientales hasta la costa atlántica. Era insólita su designación para tan alto cargo siendo tan joven y tan escasa su graduación militar. Pero sus demostrados méritos habían conseguido colocarlo en el lugar que merecía. Aunque a partir de ahora de nada valía el éxito —y esto lo era, sin duda— si, en el engreimiento de creer merecerlo, no cabía el esfuerzo de trabajar hasta que se alcanzara la evidencia de que en efecto era justo que se le otorgara dicho honor.
Diego estaba a punto de participar en una gesta histórica, cuyas consecuencias se le antojaban un reto increíblemente al alcance de su mano. Y no solo se trataba de contribuir a crear países donde no los había, sino que también le tocaba vivir en una nueva demarcación perteneciente al Reino de España, nacida con intención de ejercer la mayor influencia social y política que se pudiera pensar.
Había abandonado su Montilla natal, tierra cordobesa de cepas y cultivos que nutrían los negocios familiares, de vides doradas al sol de su amada Andalucía, para acometer empresas de envergadura en las que pudiera demostrar su talla humana y su pericia. Escribió a sus hermanos Miguel, José y Manuel, contándoles lo mucho que echaba de menos su pueblo y la impresión que le habían causado algunas prácticas de esta parte del mundo, más propias de pueblos primitivos que civilizados. La nostalgia no remitía. Preguntó por las últimas cosechas con la curiosidad de quien hacía poco que se había marchado, o como si estuviera ya por regresar. Como si el tiempo no pasara. Hasta que se dio cuenta de que, por más batallas que ganara, o por muchos que fueran los lugares en los que tendría que vivir en el futuro, Montilla siempre viajaría con él.
Montilla era ya una presencia indestructible. Porque la cuna y el origen de lo que somos nunca se desprende del corazón.
Dos meses se tardó en organizar al personal que iba a participar en aquella expedición: ingenieros, pilotos, oficiales del ejército, dibujantes, decenas de hombres prácticos del país que, ayudados de las milicias del Paraguay, debían cumplir el importante cometido de ayudar en la navegación de los ríos y de abrir camino con machetes entre la espesura de selvas y bosques.
Qué poco tranquilizador resultaba lo que le habían contado de aquellas tierras, la mayoría de ellas inabarcables extensiones despobladas. Sus escasos habitantes pertenecían a tribus salvajes, de cuya existencia y costumbres nada se conocía y todo se temía. El territorio que tenía que delimitar, las Misiones Orientales, era un terreno hostil, selvático y plagado de ciénagas y pantanos, lo que venía a significar que en él campaban a sus anchas los más insospechados peligros: mortíferas alimañas, picaduras, enfermedades…, amén de los infieles.
Ese iba a ser su hogar durante un tiempo impreciso pero que se preveía largo. Tal vez una década, o quizá dos, o quién sabía si incluso más, aunque de momento se limitaba a prospecciones preliminares.
Llegaba la hora, pues, de cambiar el combate en alta mar por la lucha contra los peligrosos elementos de la naturaleza en tierra, una tarea laboriosa y complicada que podía arrebatarles la vida. Cabía preguntarse si los expedicionarios de los dos bandos, en un cuerpo a cuerpo, serían capaces de resolver lo que no habían conseguido en años los gobernantes cómodamente sentados ante mesas de negociación y redactando tratados bilaterales. La respuesta solo podían encontrarla, por fin, en el campo de trabajo, que no de batalla.
A Diego le aguardaba una misión compleja en la que en todo momento, fuera cual fuese la dificultad, habría que estar a la altura de las circunstancias, como se esperaba de él. Tenía por delante un largo viaje en el que tan importante como alcanzar la meta era lo que pudiera ir aprendiendo en el camino. Así le sucedió a Ulises con Ítaca. Así querría que le sucediera a él. En sus tiempos de estudiante leía a Homero convencido de que su vida iba a ser un continuo viaje. Una Odisea. Porque lo que más ansiaba, su deseo más poderoso, había sido siempre aprender sin detenerse; alcanzar la sabiduría y el enriquecimiento de espíritu a través de lo vivido en los lugares adonde la propia vida le condujera.
Quienes se embarcaban en esta aventura no eran hombres corrientes, sino curtidos en el esfuerzo y la entrega, como Ulises. Solo así era posible afrontar la hercúlea tarea de explorar y demarcar territorios sin confines que se adivinaran, y donde posiblemente de nada sirvieran las reglas conocidas; una tarea en la que sus identidades, tal y como las conocían hasta entonces, tenían visos de desdibujarse para convertirlos en seres apartados del mundo durante un tiempo incierto. Cuando un hombre tiene por delante un proyecto de tal magnitud, intuye quedar expuesto a que el destino resuelva sorprenderle en el momento más inesperado permitiéndole la fascinación de un mundo desconocido y atractivo que, en ocasiones, puede llegar a marcarle de por vida. O puede también conducir a la muerte. Pero Diego se mostraba prudentemente confiado en poder descifrar los misterios de la vida; sabía que contaba con la ayuda de los cuerpos celestes.
Nada estelar era el cuerpo de Rosalía, a quien la noche previa a su marcha encontró apostada en una esquina de la calle donde residía. Parecía estar esperándolo. Diego se detuvo y sonrió. Agachó la cabeza, no acababa de creer que fuera casualidad que en esa su última noche en Montevideo estuviera justo frente a su casa la primera mujer con quien había hablado el día de su llegada, tres años atrás. Ambos se miraron midiéndose en la distancia. Durante el tiempo transcurrido en Montevideo, Diego había llegado a conocer bien a la muchacha. Rosalía le confió la historia de su vida. A los diez años sus padres la enviaron al puerto para conseguir dinero. Ahora, la adulta y falsa Rosalía era la viva imagen del deseo. Desde sus labios hasta sus ojos, todo en ella ardía como pólvora de cañón. Tras titubear, Diego decidió acercarse a ella, pero justo cuando iniciaba el avance para cruzar la calle, un hombre alto y corpulento la agarró de la cintura y la besó en la boca. El español contempló lo que debió de ser una breve negociación del precio del servicio, tras la cual ambos se marcharon cogidos del brazo mientras la falsa y juguetona Rosalía le regalaba una última mirada que lo situó tal vez en un recodo de las ocasiones perdidas.
A todo eso le daba vueltas Diego en la cama durante la noche previa a su partida. Se hallaba inquieto, con la emoción mordiéndole el estómago. Antes de dormir echó un último vistazo al cielo a través de la ventana intentando descifrar alguna señal. Esa noche apenas se veían estrellas, tan solo una, clara y brillante; un lucero que marcaba su camino en el infinito océano estelar de las Indias.