No sé si esta novela durará mucho en las librerías, porque Carlos Lisvano me ha prohibido terminantemente que la publique, y si lo hago es bajo diez espadas de Damocles, una por cada querella con que me amenaza el esposo de la doctora Escartín: por intrusión al honor e injurias, por incumplimiento de contrato, falsedad documental, abuso de confianza, calumnias, difamación, quebrantamiento de la intimidad y no sé qué otras cosas. Pero voy a arriesgarme, porque considero que merece la pena. ¿Ustedes saben quién era Damocles? Según cuenta Horacio en sus Odas, era un miembro de la corte de Dionisio I de Siracusa que sentía tanta envidia de las comodidades y lujos que disfrutaba su rey que éste ordenó que ocupase su trono en un banquete, pero también que una espada afilada pendiera sobre él toda la noche, suspendida de una crin de caballo. Así, Damocles sabría que todo placer es inestable y conlleva su peligro. Muy bien, y en mi opinión eso nos divide a los seres humanos en dos grupos: los que no pueden dejar de mirar la espada y los que miran el festín. Yo, como todos los que prefieren las realidades mortales a los símbolos del más allá, pertenezco al segundo equipo y, por lo tanto, aquí está la historia de Dolores Serma. Espero que aunque ustedes ya saben que es verídica puedan ver en ella, igual que yo, un arquetipo y una síntesis de aquellos tiempos demoledores en los que cientos de miles de personas vivían acosadas por un Estado criminal que las obligó a mentir, a esconderse y a llevar disfraces para no parecer sospechosas. Una gran mayoría fueron consumidas, en cuerpo y alma, por aquella máquina de matar que fue el Régimen de Franco. Otras no se rindieron y aunque su lucha desigual no libró al país del genocida, porque eso era imposible en una nación desechada por todas las demás y en la que la única ley era la de los verdugos, las cárceles y los pelotones de fusilamiento, al menos lograron salvar de entre los escombros algunos restos del naufragio y, sobre todo, fueron capaces de entender que sólo si contaban sus suplicios evitarían la completa inmunidad de los homicidas, en cuyos nombres, gracias a su testimonio, gotea la sangre. Gente como Tomasa Cuevas, Juana Doña o Carlota O’Neill. Gente como Dolores Serma, cuya inteligencia, abnegación y coraje sirvieron para rescatar a su sobrino de un incierto porvenir y darle una vida digna, aunque para ello tuviera que inmolar su propio futuro, tanto literario como personal. Resulta doloroso que, una vez que Carlos Lisvano, o Bates, pudo saber la verdad, no la haya considerado honorable, sino una tara, y prefiera mantenerla oculta. Seguramente, él también sea, en toda su extensión, un arquetipo, un mal síntoma.
En lo que a mí respecta, estoy orgulloso de haber dedicado todos estos meses de trabajo obsesivo a Dolores Serma; reconozco que lo he pasado bien convirtiendo lo que iba a ser el primer capítulo de mi ensayo en esta novela, y no tengo miedo de lo que pueda sucedernos, a ella o a mí, ni hoy ni en el futuro: hoy y a mí, porque he firmado con la editorial un contrato por el que, en caso de que la posible demanda de Lisvano triunfe y se nos reclame una indemnización, yo sólo tendré que pagar la misma cantidad que he recibido como adelanto de este libro, mientras que ellos se ocuparían del resto y de defenderme con sus abogados; y a ella y en el futuro porque, en el peor de los casos, la edición podría ser secuestrada por orden judicial, pero eso será después de que Lisvano sepa que existe / y la lea para comprobar su contenido / y presente la denuncia / y un juez la admita a trámite / y se celebre el pleito / y se dicte sentencia / y ésta se ejecute / y los libros se retiren… Y para entonces ya va a ser tarde, porque algún ejemplar, tal vez este mismo, va a ser preservado, y con él la historia de la admirable Dolores Serma. Déjenme añadir que no tengo la más leve intención de dedicarme a esto y que mañana mismo, por lo tanto, voy a volver a mi Historia de un tiempo que nunca existió y a mi mundo académico. Un mundo, por cierto, de cuya ruindad acabo de tener una noticia: ¿se acuerdan del hispanista francés con el que tuve la desgracia de coincidir durante mi viaje a Estados Unidos? Pues bien, acaba de publicar en una revista especializada un artículo sobre Carmen Laforet en el que menciona a Dolores Serma y repite casi todo lo que dije de ella en Atlanta. Bueno, si se mira por el lado positivo, ese plagio puede formar parte del redescubrimiento de Óxido. Si se mira por el lado contrario, pueden estar seguros de que en cuanto me vuelva a cruzar con ese destripaterrones voy a convertir su estúpida jeta en puré de calabaza.
Ojalá que le vaya bien a esta obra que tienen entre manos porque, si es así, mi editora me ha prometido estudiar la publicación, en este mismo sello, de Óxido. Cómo me gustaría que eso sucediera. «Desde 1947, que es cuando la acabé, lo he intentado todo para sacar a la luz esta novela, absolutamente todo», escribe Dolores Serma, «pero nadie se atreve a editarla, a todos les parece oscura y sospechosa. También me he presentado a algunos premios. Lo intenté en 1950 con el Nadal, animada por el bendito Delibes y por Carmen Laforet, a quien le gusta mucho mi obra, pero se lo dieron a Elena Quiroga. Y en el 52, que fue para Dolores Medio. Y lo mismo en el 53 y el 57, pero lo obtuvieron Luisa Forrellad y Martín Gaite. Es comprensible, yo he leído todos esos libros, en algunos casos para reseñarlos en El Norte de Castilla, y son muy apreciables. Tras cada fracaso, dejaba aparte los cuentos que me gustaría escribir y empezaba de nuevo con mi Óxido: retocaba, añadía, y otra vez a empezar, ahora también a por el Biblioteca Breve, que se da en Barcelona. Era una buena época, porque yo pasaba bastante tiempo en Torremolinos, en el hotel que habían montado allí doña Mercedes y don Javier, y en él tenía tiempo y trabajaba muy tranquila. Me llené de optimismo y decidí intentarlo de nuevo. Pero el Nadal del 59 se lo dieron a la Matute y el otro tampoco fue para mí: Carlos Barral me aseguró que mi libro le había gustado mucho al jurado del 59, pero era mejor el de García Hortelano; y al del 61, pero menos que el de Caballero Bonald. También me dijo que era la mejor candidata del año pasado, 1960, que se declaró desierto. Vencida por nadie, me rindo. En cuanto regrese de Inglaterra, daré Óxido a unos conocidos de Valladolid que tienen una imprenta y costearé una pequeña tirada de doscientos o trescientos ejemplares. No hay otra salida. Al menos, y siempre y cuando pase la censura, no quedará inédita. Y quizá llame la atención de alguien».
Desde la conversación del Deméter, que se produjo ya hace más de tres meses, a Lisvano no lo he vuelto a ver en persona, sólo he recibido sus notificaciones legales mediante telegrama y burofax, y una llamada telefónica en la que me agradeció mi interés por la obra de su madre pero fue muy claro en su negativa a que escribiese sobre ella. Intenté hacerle entrar en razón, pero fue imposible. Había superado el aturdimiento que le produjo el impacto de la verdad y era otra vez el de siempre: un hombre en cuyo sistema de valores no tenía importancia que algo fuera cierto o falso, justo o injusto, sino sólo si era beneficioso o nocivo para él. Un amoral.
—Mira, solucionemos esto cuanto antes. Me vas a permitir que sea de una claridad meridiana, para evitar equívocos —dijo, al otro lado de la línea, y su voz se fue agudizando según acababa la frase, como si fuese el grito de alguien que cae por un tobogán—: No pienso consentir, de ninguna de las maneras, que hagas públicas todas tus…, ¿cómo decirlo?…, tus entelequias sobre mí y sobre mi familia.
—Yo no he inventado nada, y tú lo sabes. Pero, por si te quedase alguna duda, ¿no ibas a hacer la prueba del ADN, para comprobarlo?
—No tengo nada que constatar, ni puedo permitirme perder el tiempo en zarandajas. Y, en cualquier caso, tampoco es asunto tuyo.
—Relativamente, ¿no crees? Me gustaría recordarte que…
—… Disculpa, pero es que la relatividad no existe en el ámbito jurídico. Tenemos un acuerdo legal que estás obligado a cumplir. Punto final. Si no, haré que te arrepientas. Y perdóname, una vez más, pero como suele decirse: mejor una vez rojo que ciento colorado.
—Pues con la misma franqueza, te voy a informar de que no tienes ningún poder para prohibirme que escriba sobre Dolores.
—No es una cuestión de poder, sino de derecho. En una hora, tendrás ahí un mensajero al que debes entregar todos los originales y fotografías que te presté y que, como recordarás, estaban inventariados en el documento notarial que tú firmaste. Te voy a hacer una recomendación: no te empecines en continuar con este asunto, porque lo único que vas a conseguir es buscarte problemas. Estás advertido.
Esa misma tarde estaba citado en el Suecia con Natalia. De hecho, habíamos alquilado la habitación para cuatro días, de lunes a jueves, y ya habían pasado los tres primeros. Nuestra relación era muy sencilla: nos encontrábamos en el mismo hotel, al salir ella del hospital y yo del instituto; pedíamos algo al servicio de habitaciones y pasábamos allí la tarde. El abogado Lisvano regresaba a casa hacia las diez, de modo que a eso de las nueve íbamos a alguna parte a tomar una copa y a la media hora ella se iba. Nos habíamos dicho un millón de veces que nos queríamos, pero nunca con la ropa puesta, de modo que no corríamos ningún riesgo.
A principios de julio, cuando le había contado la conversación telefónica con su marido, Natalia torció el gesto. Mala cosa.
—Sí, ya lo sé —dijo—, está muy inquieto. Es lógico, ¿no te parece?
—La lógica del egoísmo, en cualquier caso. Si en vez de pensar en lo que podría pasarle ahora, pensara en lo que pudo pasarle entonces de no ser por Dolores, quizá cambiaría de opinión.
—Lo que tú quieras, pero si yo fuese tú no me tomaría a la ligera sus advertencias. Es un hombre contumaz y los juzgados son para él un libro abierto.
—No le tengo ningún temor.
—Ándate con cuidado, prototipo.
Los fines de semana los pasaba con Virginia, ante quien el resto del tiempo pretextaba estar trabajando en la redacción final de mi ensayo. Cosa que era cierta, pero no del todo. ¿Ustedes creen que media verdad ya es toda la mentira? Yo también, pero en este caso, ¿a quién engañaba yo? Me parece que a nadie. De cualquier forma, lo de Natalia no iba a durar mucho, en primer lugar porque desde el principio era lo que era, un paréntesis muy explicativo pero que no podía alargarse hasta el extremo de afectar el significado o la estructura de la oración principal de su vida; y en segundo término porque, dadas las circunstancias, ella no se iba a arriesgar a ser sorprendida justo con el hombre que estaba a punto de litigar en los tribunales con su marido. Sin que ninguno de los dos lo dijera, ambos estábamos bastante seguros de que no volveríamos a vernos después del verano.
Los viernes, mi ex mujer estaba muy atareada en el restaurante y Natalia solía tener alguna cena de verano, de esas en las que se come en un jardín con piscina y la gente sólo tiene dos temas de conversación: la Bolsa y su césped. De modo que ese día me lo tomaba libre y lo dedicaba por entero a leer, investigar e irle dando forma a mi ensayo. De hecho, ya había concluido el capítulo sobre Carmen Laforet y Dolores Serma y estaba trabajando en el segundo, el que protagonizaban Luis Martín-Santos y Luisa Forrellad. Y les advierto que la misteriosa autora de Siempre en capilla también tiene su historia. Pero eso, claro, ya se lo voy a contar en otra ocasión y en otro libro: si quieren oírlo, tendrán que comprar mi Historia de un tiempo que nunca existió (La novela de la primera posguerra española).
Se habrán fijado en que Dolores Serma mencionaba, en uno de los últimos apuntes de sus memorias, un viaje a Inglaterra, que es el que hizo con motivo de la muerte de Wystan Nelson Bates, el famoso profesor Rooney de Carlos Lisvano. En las páginas verdes de la copia a máquina de Óxido hay una somera descripción de aquellos días. «Y entonces, en lugar de los billetes de avión que Wystan iba a mandarnos para que el niño y yo fuéramos a Gran Bretaña, llegó un telegrama de su hermana, escrito en un español muy básico, anunciándome su muerte. Viajé a Inglaterra para el funeral, ya que no podía llegar a tiempo para el entierro, y allí me contaron: había estado trabajando, de forma infatigable, en su casa de Southampton, acondicionándola para recibir a su hijo. Quería que todo estuviera perfecto, porque ése era el escenario de la verdad, como él lo llamaba, el sitio donde el muchacho iba a saber quién era. Parece que estuvo arreglando el tejado, bajo la lluvia, y que eso le produjo un enfriamiento; luego padeció una insuficiencia respiratoria… Los médicos dijeron que sus pulmones no estaban bien. Lo llevaron al hospital, contrajo una neumonía… Su hermana Sylvia puso dentro de su ataúd una bandera inglesa y otra de la República española. Yo mandé grabar en su tumba un verso de don Antonio Machado, “Una de las dos Españas”… El dinero que le dejó Wystan al chico irá a la cuenta que hace años abrí en el banco, a su nombre. Allí ingresé, también, lo que me dieron por la venta de la casa de la calle Colmenares. Para qué quiero tenerla cerrada en Valladolid, donde no viviré nunca más».
Es lógico que Dolores no quisiese volver a su ciudad, donde ya no conservaba nada excepto malos recuerdos, pues la mercería y sus últimas tierras las había vendido poco después de la muerte de Marcial Serma, para comprar un piso en el centro de Madrid que, al correr los años, vendió su hijo por una pequeña fortuna.
En Valladolid, la autora de Óxido había conocido los horrores de la represión de la que, al parecer, habían tenido noticia todos los habitantes de la ciudad excepto el jefe de la Falange local, Dionisio Ridruejo, que como ya hemos visto no dedica una línea explícita de sus Casi unas memorias a los crímenes de sus camaradas, de quienes se despide cariñosamente, al dejar «para siempre la Falange vallisoletana», donde aún recuerda, veinticinco años más tarde, haber conocido «sabores —ásperos, sí, pero vigorizantes— gustados entre aquellas personas violentas y generosas, rudas pero leales por lo general, contradictorias casi siempre, pero que, de una manera un poco arcaica, habían añadido tantos datos a mi conocimiento de la condición humana».
La realidad no deja de ser paradójica: Dionisio Ridruejo murió siendo falangista, pero se ha hecho de él un modelo de honradez, un héroe de la resistencia antifranquista y un impulsor de nuestra democracia. Dolores Serma no lo fue nunca, y a pesar de ello su vida se consumió entre flechas rojas y camisas azules. Ella y su hermana Julia fueron víctimas del terror y él uno de sus ideólogos, por mucho que después intentara justificar sus actos por lo que llama «el clima» y «la situación» que le fueron dados.
La reputación de Ridruejo empezó a forjarse en julio de 1942, cuando le escribió a Franco una célebre carta en la que se queja, básicamente, de que su partido haya sido relegado, porque «los falangistas no ocupan resortes vitales del mando, pero, en cambio, los ocupan en buena proporción sus enemigos manifiestos y otros disfrazados de amigos, amén de una buena cantidad de reaccionarios y de ineptos». Es verdad que tuvo el valor de reprocharle al tirano el «fracaso del Gobierno en materia económica», que fomentaba el «triunfo del estraperlo y el hambre popular»; la «permanencia del Ejército como vigilante activo de la vida política» y la «arbitrariedad de la justicia, con agudización del encono rojo en extensas zonas del pueblo». Pero también lo es que su mayor reproche era el «olvido de la verdad fundacional falangista» que daba lugar a un «Movimiento inerme y sin programa», a que «la masa» estuviera «a expensas de los demagogos» y a que «el Régimen» se fuera a pique «como empresa, aunque se sostenga como tinglado».
Miles de españoles fueron asesinados por mucho menos que eso, pero Dionisio Ridruejo tuvo más suerte y mejores credenciales, de forma que fue castigado como se castiga a un compañero de viaje, con un pregonado destierro a Ronda, Málaga. Unos meses más tarde, se le concedió la Cruz Roja del Mérito Militar por los servicios prestados en la División Azul y en mayo de 1943 se le cambió el confinamiento a Cataluña, como él había solicitado. Ese mes publicó los libros Fábula de la doncella y el río y Sonetos a la piedra, a los que siguieron, entre 1944 y 1946, Poesía en armas (Cuadernos de la campaña de Rusia), En la soledad del tiempo, el ensayo dramático Don Juan y una entregada Ofrenda a José Antonio. Las obras de los verdaderos exiliados, los escritores que, junto a medio millón de personas, salieron del país en 1939, estaban prohibidas. Por cierto, que ese título del 46, Poesía en armas, era la segunda vez que lo utilizaba: la primera fue en 1940, en un tomo de la editorial Jerarquía que luego fue reducido a la mínima expresión en su poesía completa, aparecida en 1961 bajo el epígrafe Hasta la fecha. El primer Poesía en armas incluía poemas «Al destino de España» y «Al Ebro»; siete sonetos a José Antonio, de los que sólo conservó tres; otros siete «A la victoria de España» y, en el colmo del cinismo, otro escrito «En la muerte de Antonio Machado» en el que le advierte del modo en que piensa manipularlo: «Hoy, cerrado el rencor en la alegría, / al cumplir el volumen de su gloria, / con un ala de fiel melancolía, / trae España tu muerte hacia su Historia / y hace hierro de amor tu poesía, / vengando de ti mismo tu memoria». ¿Se acuerdan de la «Apuesta sobre Antonio Machado» de D’Ors? ¿Y del intento de convertir al autor de las Soledades en católico seguro que hacía Aranguren en sus memorias? Pues ya saben de dónde y de quién venían. La versión original de Poesía en armas acababa con un soneto «A Franco» que, naturalmente, también desapareció en el futuro: «Padre de Paz en armas, tu bravura / ya en occidente extrema la sorpresa, / en levante dilata la hermosura, / al norte es muro y en el sur empresa, / mientras reclama toda su aventura / el pueblo que acompaña tu promesa».
En 1947, Ridruejo fue a Madrid y, una vez más por pura casualidad, fue recibido en audiencia por el dictador: «Había hecho, clandestinamente, un viaje a Madrid —escribe en Casi unas memorias— y allí, por azar, encontré a dos amigos míos que vivían en cotidiana proximidad con el Jefe del Estado. Hablamos y no tuve recato en exponerles lo que, de modo puramente teórico, pensaba que cabía hacer si se quería evitar a España mayores males, supuesto que una conmoción sangrienta fuera peor que lo que teníamos. Les pareció que mis ideas debían llegar a Franco y sin más me propusieron negociar una audiencia con él. La cosa era absurda, pues yo era un confinado y, en cierta medida, un opositor. Insistieron, y al final accedí».
Lo que le fue a pedir Ridruejo a Franco, que según cuenta en su autobiografía lo escuchó «con afabilidad e ironía», fue que disolviese la Falange «con honra y libertad» antes de que, tras la derrota del III Reich, pudiera ser «derribada por coacción exterior». También le quiso recordar que la formación creada por José Antonio Primo de Rivera tenía «una historia de honor que ha de ser respetada», por lo que no se podía «inventar una Falange democrática y aliadófila sin faltarle al respeto»; le sugirió la deriva del Régimen «hacia donde es posible, hacia una dictadura nacional de base popular extensa y apolítica», y le volvió a poner las pistolas encima de la mesa, dado que él y sus camaradas, «para acompañar al Ejército en una crisis peligrosa, pediríamos otra vez el primer puesto». Nada raro, desde luego, en un tipo que había ido a la Unión Soviética a luchar por Hitler, una vez más en sintonía con un régimen cuyos periódicos orgánicos, como Informaciones, le pusieron estos titulares a la muerte del genocida: «Con la palmera del martirio, Dios entrega a Hitler el laurel de la victoria»; «Muere Adolfo Hitler por la libertad de Europa». Sobran los comentarios, ¿no les parece?
Dolores Serma tuvo el coraje de intentar conservar la dignidad en medio del espanto y de hacer compatibles el instinto de supervivencia y el sentido de la responsabilidad. Por eso se obligó a contar su historia, para impedir que el horror quedase impune. Su hazaña, como las de su amiga Carmen Laforet, Ana María Matute y tantas otras, tiene el mérito añadido de haberse realizado por encima de las convenciones que se le intentaban inculcar a las mujeres de la época, a través de la Sección Femenina, y que, como hemos visto, se basaban en convertirlas en simples amas de casa, el único lugar en el que una podía ser decente, encargarse de la familia y, si hacemos caso de las recomendaciones de la revista Teresa, hasta mantenerse en forma: «Una mujer que tenga que atender a las faenas domésticas con toda regularidad tiene ocasión de hacer tanta gimnasia como no lo hará nunca, verdaderamente, si trabajase fuera del hogar. Solamente la limpieza y abrillantado de los pavimentos constituye un ejemplo eficacísimo, y si se piensa en los movimientos que son necesarios para quitar el polvo de los sitios altos, limpiar los cristales o sacudir los trajes, se darán cuenta de que se realizan tantos movimientos de cultura física que, aun cuando no tienen como finalidad la estética del cuerpo, son igualmente eficacísimos precisamente para ese fin». Medina, otra de las revistas oficiales de la organización de Pilar Primo de Rivera, había ofrecido en noviembre de 1942 una tabla ilustrada para practicar «El deporte en la casa», en la que indicaban, al lado de cada dibujo aclaratorio, los beneficios de ese método gimnástico: limpiar los cristales proporciona «un busto bonito»; barrer «es un gran ejercicio para los brazos»; tanto planchar como darle cera al tablero de una mesa logra que «adquiera gran belleza el talle», que también consigue «soltura» al estirarse para quitar «esas telarañas tan altísimas que se forman en un rincón del pasillo»; sacarle brillo al suelo con unas gamuzas atadas a los pies ayuda a «conseguir unas piernas fuertes y bien formadas»; limpiar el polvo que se acumula sobre los armarios «da elasticidad al cuerpo» y proporciona «unos tobillos finos, si te empinas de vez en cuando»; finalmente, dar lustre a todos los metales de la casa es como hacer flexiones, «pues lo mismo estamos de rodillas que de pie», y accionar el pedal de una máquina de coser equivale a practicar el ciclismo. Sin duda, Dolores, Carmen, Ana María y las demás tuvieron mucho mérito.
Creo que no tengo más que decirles. Mi vida ha vuelto a su cauce y ya estoy de regreso en el instituto. Los días vuelven a ser, por lo general, morosos y banales, y aún me desesperan la mayoría de mis alumnos y ciertos profesores que gastan alma de funcionario, esa gente con la que, sin duda, comparto la materia prima de mi trabajo, pero sólo en el mismo sentido en que lo hacen un veterinario y un taxidermista. Pero, aunque ahora tenga que trabajar también los viernes hasta el final de la jornada y dar más horas de clase, me encuentro mucho mejor sin ser jefe de estudios. Bárbara Arriaga lo hace muy bien y, de momento, no ha tomado represalias, lo cual he interpretado como una ofensa: sólo quiere aparentar que es mejor persona que yo, pero no la creo. Estoy seguro de que para sacarle de dentro todo el rencor que debe de sentir hacia mí harían falta dos camiones de mudanzas.
En cuanto a Julián, el conserje, sigue saludándome cada mañana como si en lugar de darme la mano intentara hacerme una llave de yudo, me vigila desde su garita con ojos de perro de caza y me cuenta sus sorprendentes aventuras de comedor nocturno, pero jamás ha vuelto a llevarme un café: ahora se lo sube a Bárbara Arriaga.
Todos los días desayuno y como en el Montevideo, y mientras le doy un vistazo a los periódicos o a cualquier libro, Marconi y yo nos dedicamos a fortalecer esa bonita amistad nuestra que consiste en no dirigirnos apenas la palabra. Mi botella personal de Château Cantemerle nunca falta y la única novedad es que los lunes, que es el día en que el Deméter cierra, me acompaña Virginia. No digo que todo haya vuelto a ser lo que era en el pasado, porque las cosas rotas se arreglan pero no se resucitan, aunque vamos a esperar a ver qué ocurre y a disfrutar mientras lo hacemos. «El placer da lo que la sabiduría promete», dice Voltaire, y yo estoy de acuerdo con él. Estas Navidades tendré que comprarle también a ella alguna cosa. Qué remedio.
A Natalia Escartín, como los dos sabíamos, no la he vuelto a ver tras el verano, pero a veces nos escribimos correos electrónicos, más bien formales, en los que cada uno se interesa por los asuntos del otro y siempre se acaba por deslizar alguna frase de reconocimiento y una promesa de encontrarnos. No le he dicho nada sobre este libro y cuando me pregunta qué tal el trabajo, le contesto como si sólo siguiera con mi Historia de un tiempo que nunca existió y con las clases del instituto. Cuando esta novela llegue a las librerías y su marido me denuncie, supongo que ese contacto se interrumpirá. ¿O no?
Por ahora, he conocido a una chica llamada Isabel que me gusta mucho: tiene una boca tropical, unos ojos candentes y una hipnótica melena negra que me dejó trastornado desde que la vi. Es tan bonita que cuando estás con ella parpadear parece un despilfarro. Trabaja como profesora de Filología Inglesa en la Universidad y es madre de uno de mis alumnos, un muchacho a quien le costaría grandes esfuerzos distinguir un poema de Góngora de unas tijeras de podar, pero al que ella considera muy sensible y con evidentes dotes para la literatura. Como actualmente se dedica a explicarle a sus alumnos la obra de las hermanas Brontë y yo le he hablado de mis conferencias de Dresde y Nuremberg sobre la loca de Jane Eyre y las de Mary Wollstonecraft, Florence Nightingale, Carmen de Icaza o Charlotte Perkins Gilman, mañana hemos quedado en la cafetería del hotel Miguel Ángel, para acercar posturas. Además, le he pedido a mi amigo Gordon McNeer que nos invite a los dos al próximo congreso SAMLA, que esta vez va a hacerse en Baltimore, Maryland, o al de la Modern Language Association (MLA) que se celebra en Nueva Orleans, a finales de diciembre, para que podamos conocernos mejor. Yo pienso exponer allí mi estudio sobre Luis Martín-Santos y Luisa Forrellad.
De Dolores Serma he sabido, a través de Natalia, que su salud es cada vez peor, ya casi terminal, y que no puede esperarse que viva demasiado. Cuando me escribió eso, le pedí un favor: ¿me dejaría ir a la residencia donde está internada, sólo una vez y durante cinco minutos, para dejarle un obsequio? Quizá pudiéramos ir juntos. Naturalmente, lo que quiero poner en sus manos es el primer ejemplar de esta novela que llegue a las mías. La doctora Escartín aún no me ha contestado.
Les dejo. Mi madre me llama para cenar y supongo que hoy la sobremesa será larga, porque sin duda va a hablarme de los otros diecinueve capítulos de este libro, que ha insistido en leer. Por lo tanto, me espera otra de nuestras discusiones intelectuales, de esas en las que, por emplear un par de expresiones muy suyas, cada uno se mantendrá en sus trece y todo acabará como el rosario de la aurora. Pero es lo mismo, al final la querré igual que siempre y por encima de nuestras discrepancias, que son, casi todas, insalvables. No se puede acusar a alguien de haber sido engañado.
Y ahora ya sí que me tengo que ir. Ha sido un placer hablar con ustedes. Les doy las gracias por seguirme hasta estas últimas líneas y espero que nos volvamos a encontrar en alguna otra ocasión.
Por cierto, me llamo Juan. Juan Urbano, para servirles. Con tanto jaleo, casi se me olvidaba decírselo.