El marido de la doctora Escartín se empeñó en que nos viéramos en el Deméter, como la otra vez, y de nuevo los cuatro. Yo hubiera preferido otro lugar y también que no estuviera presente Virginia, que no pintaba nada en ese asunto, y así se lo dije a Natalia. Pero no hubo forma.
—Mira —me dijo ella—, es que ese tipo de cosas es mejor no discutirlas con Carlos. Y, en el fondo, ¿qué más da? Si para sentirse bien necesita tener la impresión de que él es quien decide el cuándo y el dónde de las cosas, pues déjalo. Al fin y al cabo, lo único que importa es el cómo. ¿No te parece?
—Bueno, pero aquí y ahora, a mí lo único que me interesa es el quién —respondí, para halagarla, a la vez que le hacía una caricia.
—Claro que sí, prototipo. Y en este mismo instante, me vas a demostrar cuánto.
Estábamos en una habitación del hotel Suecia y sobre la mesilla de noche reposaba la caja con los papeles de Dolores Serma, acerca de cuyo contenido sólo le había contado algunas vaguedades, aunque sí le aseguré que parte de ese material me había aclarado algunos de los misterios que rodeaban la vida de su suegra. Y también le hice ver que necesitaba reunirme con su marido para informarle de ellos y, sobre todo, para que, en cumplimiento del contrato que me hizo firmar, me autorizara a revelarlos en mi ensayo. Lo cual no iba a suceder y, como supondrán, es la causa de que, en lugar de escribir aquella Historia de un tiempo que nunca existió (La novela de la primera posguerra española) que había proyectado, haya tenido que hacer este otro libro que ustedes están a punto de terminar. La ficción es uno de los dos únicos territorios en que es posible esconderse de los abogados. El otro es el cementerio.
Ni que decir tiene que había escaneado el original a máquina y por cuadruplicado de Óxido, tanto la versión oficial que soportaba la copia de color blanco como la que estaba en las hojas verdes, y ahora todo eso estaba a salvo en la memoria de mi ordenador y en un disco de seguridad.
Le había pedido a Natalia que volviese a poner los documentos originales y la caja que le había dado Mercedes Sanz Bachiller a Lisvano en el mismo lugar del que la había cogido, y que no le dijera nada a su esposo. Me contestó que, en cualquier caso, podía estar seguro de que no la habría echado en falta. Aquel asunto era muy importante para mí, pero estaba a años luz de las prioridades de su marido.
—Bueno —tanteé—, pero él ¿qué importancia le da a esos documentos? Si no quiso que yo los viera, debe de ser mucha.
—Te equivocas, el valor que tienen para Carlos no se los dio él, se los diste tú. Él ni se ha molestado en mirarlos. Y yo tampoco, si te soy sincera. El día que los llevamos a casa, ya vimos que no eran gran cosa: el original a máquina de su novela, unas cuantas fotos y cuatro carnets. Desde ese día la caja ha estado en el maletero del armario de Dolores. Y allí lo voy a dejar en cuanto regrese, a la orden de usted, señor investigador.
Me sentí sobrecogido por lo que acababa de decirme, al imaginar a la pobre Dolores Serma sentada frente a aquel armario, devastada por el Alzheimer hasta el punto de no saber ya quién era y, justo frente a ella, en el armario de su habitación, esa caja en la que estaba oculta la verdad de su vida, todo lo que ella no había podido contar pero tampoco había sido capaz de no decirse, aunque fuera nada más que por escrito y de forma encubierta, una sola vez y para sí misma. La realidad es siempre cruel, pero unas veces más que otras.
Tuve que esperar una semana, hasta que el abogado Lisvano encontró un hueco en su agenda para atender aquel asunto que él, sin duda, consideraría menor, lo cual explicaba hasta qué punto Dolores Serma había conseguido su objetivo de mantenerlo lejos de la verdad a base de alejarlo también de toda afición literaria. Por fin, fijamos el encuentro para el siguiente domingo, en el Deméter, y le volví a pedir a Virginia que me hiciera el favor de acogernos y, de algún modo, repitiera la pantomima de la amante esposa.
—Bueno —me respondió—, pero ahora me va a costar justo la mitad que la otra vez: sigo sin ser tu esposa, pero sí he vuelto a ser tu amante.
Era cierto. Virginia y yo nos habíamos visto varias veces desde el día en que descubrí las escuetas memorias de Dolores Serma dentro de la copia mecanografiada de Óxido. Esa noche, al llegar casi una hora y media tarde al Café Star, iba a decirle que estaba algo confuso con respecto a nuestra relación, que quizá convendría darnos un poco de tiempo, y ese tipo de cosas. Pero no hubo lugar a nada de eso. Ni siquiera para que me disculpara por el retraso: Virginia, que se había vestido con una camisa hindú que, una de dos, o era la que llevaba el día de nuestra boda o era otra idéntica, me echó los brazos al cuello nada más verme, me besó pegándose a mí como una salamandra a una pared caliente y convirtiendo su boca en una réplica del Krakatoa, ya saben, ese volcán submarino que hay entre Sumatra y Java, y… qué quieren que les diga, excepto que dos vodkas y cuarenta minutos más tarde estábamos en su cama. Es que a mí las mujeres me dejan sin argumentos, como ya habrán notado.
Para el domingo, yo ya tenía otra pieza del enigma de Dolores Serma en mi poder. Mi amigo Gordon McNeer y su colega de Oxford habían hecho algunas averiguaciones sobre Wystan Nelson Bates, y entre ellas una que, aunque aparentemente no tenía la relevancia de las peores experiencias que sufrió tras su fuga —entre ellas el paso, aunque breve, por un campo de concentración del sur de Francia—, me interesaba sobremanera: el esposo de Julia no sólo había vuelto a España tras la guerra civil, sino que había vivido en Madrid, entre 1949 y 1958, trabajando como profesor de Arte. Le pregunté a McNeer cómo habría logrado cruzar la frontera un antiguo soldado de las Brigadas Internacionales, y si se consignaba en algún lugar que lo hubiera hecho bajo una identidad falsa. «No, hombre», me respondió. «¿Por qué? Los extranjeros, a partir de la década de los cincuenta, no tenían problemas para ir al país a gastarse sus dólares o sus libras. Fíjate en Hemingway, y verás». Naturalmente, tenía toda la razón del mundo. También el autor de Fiesta había militado contra Franco, había escrito apasionadas crónicas de apoyo a la República y, finalmente, había acabado compartiendo el palco de una plaza de toros con Carmen Polo, como ya les recordé en su momento, aparte de ser íntimo amigo de unos cuantos toreros bastante cercanos al Régimen. Le pregunté a McNeer si Bates habría sufrido una conversión ideológica de esas dimensiones, como la sufrieron, por otra parte, la mayoría de los escritores ingleses que vinieron como voluntarios a nuestra guerra civil, de Auden a Orwell o Stephen Spender, y que si cuando llegaron eran revolucionarios, cuando se fueron ya sólo eran anticomunistas. «Nada de eso», me dijo McNeer. «No tienes más que saber que el epitafio de su tumba es un verso de Antonio Machado». No me crean si no quieren, pero les juro que cuando me dijo cuál era ese verso, se me saltaron las lágrimas.
En la cena del Deméter, donde, por cierto, nadie dijo una sola palabra sobre Ricardo y la agresión que había sufrido, sobre denuncias o cambios de colegio, le fui contando a Carlos Lisvano lo que había descubierto desde nuestra primera conversación, en pequeñas dosis y, cuando notaba que la tensión se acumulaba en su rostro igual que si todos sus músculos se llenaran de alambres, esmerándome en alternar los episodios más duros de la vida de Dolores Serma con los más relajados, de manera que tras explicarle, por ejemplo, las condiciones en las que sobrevivió su hermana Julia en la cárcel de Ventas —aunque aún sin mencionar la Prisión de Madres Lactantes ni al bebé robado—, daba un salto en el tiempo hasta principios de los cincuenta, cuando la autora de Óxido empezó a formar parte, aunque fuera en una posición subsidiaria, del ambiente literario madrileño, y le entretenía hablándole de algún almuerzo en Casa Pepe, famoso por su gallina en pepitoria, con los matrimonios formados por Rafael Sánchez Ferlosio y Carmen Martín Gaite e Ignacio y Josefina Aldecoa; o le hablaba, dirigiéndome más a Natalia que a él —aunque en ese caso sólo por pura astucia y para disimular nuestra relación, pues a ella ya se lo había contado—, de las veces que estuvo con Luis Martín-Santos y Juan Benet en un bar de la calle Zorrilla que ellos habían bautizado como la Universidad Libre de Gambrinus, y de cómo los tres fueron a oír una conferencia de Ortega y Gasset en el cine Barceló. De esa forma, y una vez que había perdido algunos minutos en explicarle la importancia de Benet y del autor de Tiempo de silencio, lograba serenar los ánimos. Y cuando lo estaban volvía a la zona oscura:
—Por cierto que el joven Martín-Santos, al que había conocido nada más llegar a Madrid, fue quien la ayudó para que admitiesen a Julia en la clínica psiquiátrica de López Ibor —dije, y luego me extendí en contarle cómo aunque la ciudad de Óxido no tiene nombre, en ella sí aparecen lugares reconocibles y algunos sitios auténticos, como los bares Villa Rosa, J’Hay, Pidoux y Fuyma, el restaurante Casa Ciriaco o el club Tarzán, al que va a trabajar la protagonista de la novela y que, en la realidad, como ustedes ya saben, frecuentaban algunos escritores, entre ellos Benet y Martín-Santos, que son el ingeniero y el psiquiatra «que hablaban de Baroja y de William Faulkner a gritos» a los que Gloria sirve unas bebidas en un momento de la narración.
—Sí, claro, Martín-Santos. Yo lo he leído con gran interés, aunque me temo que sólo sus obras científicas —decía entonces la doctora Escartín, lanzándome una mirada de complicidad—, pero ¿él trabajaba en la clínica de López Ibor?
—No, él había sacado una plaza de interno en el Hospital General de San Carlos, pero la que sí trabajaba como enfermera en la López Ibor era su novia y futura mujer, Rocío. En fin, a lo que iba: el padre de Martín-Santos había sido compañero del coronel Vallejo Nájera en el cuerpo de Sanidad Militar, según cuenta Benet en su libro Otoño en Madrid hacia 1950, y ya te he hablado de las teorías del coronel Vallejo Nájera, ¿no es verdad, Carlos? Lo de segregar a los niños de las personas de izquierdas «para combatir la propensión degenerativa de los muchachos criados en ambientes republicanos».
—Sí, ya me lo has dicho. Y yo te he dicho que me cuesta creer que sea verdad.
—Pues lo es. La frase que acabo de decir no me la he inventado, la escribió él.
—Qué va, hombre, qué va. Y no te digo que no se cometieran algunos atropellos, porque ésas son cosas…, ¿cómo te diría?…, inherentes a una situación como la que se daba entonces —enfatizó, con su habitual labia ensortijada—. Pero todo eso de los niños no puede sino ser una exageración. Aunque tú no estás de acuerdo, naturalmente.
—No hay tal exageración, y lo único que tienes que hacer para comprobarlo es mirar las cifras oficiales que dio el propio Patronato de San Pablo, que en 1944 alardeaba de haber acogido bajo la tutela del Estado a treinta y un mil niños. Algunos iban al Auxilio Social, otros a instituciones religiosas…
—Pues entonces, qué Estado y qué Iglesia más generosos —ironizó Lisvano—. En todo caso, a mí me parece muy razonable que a las criaturas no las dejaran estar en la cárcel, que no es el lugar más idóneo para un chiquillo. ¿No estás de acuerdo?
—Absolutamente. Pero la solución más lógica, más justa y más humana habría sido soltar a sus madres, no quitárselos.
—Mira, lo de la justicia, depende. Habría que ver la razón por la que muchas estaban allí. Y de qué tenían manchadas las manos.
—Pues podía ser, por ejemplo, de aceite de oliva, porque es célebre el caso de una mujer a la que condenaron a diez años por freírle un par de huevos a unos soldados republicanos. O el de otra, llamada Carme Riera, a la que entrevistaron los autores de Los niños perdidos del franquismo, a quien le cayó la Pepa —que era como llamaban las reclusas a la pena de muerte—, bajo la acusación de «ser la amante de su marido», que era de la CNT.
—O sea, que a lo mejor había paseado a algún cura, que es lo que acostumbraban a hacer los anarquistas.
—Si fue así, bien que se vengaron sus colegas, no sólo con él, que fue fusilado, sino con el conjunto de los vencidos. Esa mujer de la que acabo de hablarte, Carme Riera, recuerda que el día de su ingreso en la cárcel de Les Corts de Barcelona, obligaron a todas las prisioneras a ir a misa, y el capellán empezó así el sermón: «Putas, más que putas, que habéis jodido con vuestros propios hijos. No os hagáis ilusiones, porque nosotros haremos limpieza. No penséis en el indulto. No habrá amnistía para vosotras». Y hay cientos de testimonios sobre la crueldad con que trataban a las penadas los sacerdotes y las monjas, a las que, en 1931, cuando la nombraron directora general de Prisiones, Victoria Kent había sustituido por funcionarias especializadas, pero que Franco volvió a reintegrar en sus puestos. Las famosas Hijas de la Caridad eran el terror de las reclusas en Les Corts o en las cárceles de Valencia y Málaga, lo mismo que las Hijas del Buen Pastor gobernaban la de Ventas con mano de hierro. Las supervivientes de la cárcel vizcaína de Saturrarán recuerdan a una religiosa a la que apodaban «Sor Veneno» que, a la hora de leer la relación de los niños que habían muerto esa noche en la enfermería, hacía una pausa insufrible entre el nombre y el apellido, para martirizar a todas las madres que tuvieran un hijo que se llamara, pongamos por caso, Manuel, Juan o Luis.
—Pero eso no son más que leyendas, querido amigo, cuando no puras patrañas —dijo Lisvano—. Y un investigador debería saber que la Historia no se compone de fábulas, sino de hechos probados.
En otras circunstancias, creo que le hubiese soltado alguna inconveniencia. Pero me contuve, porque bastante iba a tener ya con lo que estaba a punto de decirle.
—¿Patrañas? ¿Estás diciendo que todas las mujeres a las que torturaron y violaron en los interrogatorios; las que pasaron años en presidios donde las trataban como a bestias; las que vieron morir a sus hijos en las prisiones a causa de los malos tratos o la malnutrición y las que, peor aún, no volvieron a verlos porque se los robaron…? ¿Estás diciendo que todas ellas mienten? Si es así, puedo asegurarte que te equivocas. Mira, la vejación a la que fueron sometidos los represaliados fue tan impune que, y quizás esto tú ya lo sepas por tu condición de abogado, el primer Reglamento de Prisiones de la dictadura fue elaborado ni más ni menos que en 1956. Hasta entonces, todo fue ilícito.
—Pero vamos a ver, eso que dices, por ejemplo, de los niños robados: ¿dónde están? ¿Quiénes son? Porque una cosa es que un psiquiatra loco escribiera un par de insensateces y otra que esas insensateces se llevaran a la práctica.
—Es que así fue. En 1940, el Ministerio de la Gobernación sacó una ley que sistematizaba esos robos: «Las instituciones de beneficencia a quienes se encomiende la guarda y dirección de los huérfanos ostentarán, a todos los efectos jurídicos pertinentes, el carácter de tutor legal de los mismos». Eso no es un rumor, es un decreto que se puede leer en el Boletín Oficial del Estado.
—Pero ahí se habla de huérfanos, ¿te das cuenta?, y no de quitarle a las madres sus hijos.
—Para empezar, si eran huérfanos era porque ellos mismos habían fusilado a sus padres. O porque los pensaban ejecutar para poder quedárselos. Y en muchos casos, también se los quitaron a los vivos.
—¿Y eso quién lo dice? Perdona si la pregunta es excesivamente directa, pero ¿no será que has leído demasiados libros escritos por comunistas? ¿No será que lo que tú crees Historia es sólo propaganda?
—Los autores de Los niños perdidos del franquismo entrevistaron a numerosas supervivientes de la cárcel de Saturrarán —respondí, intentando mantener el control—, entre las que hay personas de todas las ideologías, y todas cuentan exactamente lo mismo: una mañana, las reunieron en el patio y les dijeron que debían entregar a sus hijos, para vacunarlos. A las que se resistieron, les pegaron una paliza. Muchas no volvieron a verlos. Otras los encontraron, al cabo del tiempo, en poder de familias a las que habían sido entregados en adopción. A una de las mujeres que entrevistó Tomasa Cuevas le quitaron cinco hijos: tardó veinte años en recuperarlos a todos.
—Pues mira, te repito lo de antes. Esa señora encontró a sus hijos, pero ¿y los demás? Tú hablas de miles de desaparecidos. ¿Dónde están? ¿Qué fue de ellos? Es más, si ese tema obsesionaba tanto a mi madre que, según tú, es de lo que trata su novela, ¿por qué nunca dijo una sola palabra? Te lo aseguro: jamás; ni un comentario.
—Bueno, es que ése es, precisamente, el asunto del que quería hablarte.
Le conté todo lo que ustedes ya saben acerca de la copia mecanografiada de Óxido y del secreto que escondían sus páginas de color verde, aunque le mentí sobre el sitio del que había sacado esa información, para proteger a Natalia. Porque ella, que la noche en que me dio la caja estuvo fanfarroneando y jurando que iba a decirle que me había entregado los papeles de Dolores por el puro gusto de llevarle la contraria y para que le sirviera de escarmiento, luego se echó atrás y me rogó que no la descubriese.
Lo que le dije a Carlos Lisvano, entonces, fue que había conseguido la copia a máquina de Óxido en los archivos de la Imprenta Márquez de Valladolid, donde el libro había sido publicado. Se lo creyó como si le hubiera dicho que la capital de Italia es Roma. Pero la verdad es que, tras oír la sombría historia de su familia materna, no le importaba de dónde hubiera salido aquello, sino qué era.
—Te voy a advertir algo —me cortó, agitando el tenedor frente a mí como si fuera un florete de esgrima—. No sé de dónde has sacado todo eso y hasta qué punto es algo que puedas demostrar, pero no pienso permitir que lo hagas público.
—Bueno, como acabo de decirte, lo escribió tu propia madre en una de las cuatro copias de su novela.
—¿Está firmado por ella? ¿Hay tal vez correcciones autógrafas, o algún añadido de su puño y letra?
—No.
—Entonces —concluyó, intentando dominarse, aunque su voz se había vuelto dos veces más aguda—, todo eso lo pudo escribir cualquiera, ¿no te parece? Incluso lo podrías haber hecho tú. Y no te ofendas —dijo, deteniendo lo que yo pudiera ir a decir con la palma de la mano—: Es sólo un ejemplo.
—Carlos —dije, tomando una bocanada de paciencia—, pero es que todo lo que está escrito en esos folios coincide, punto por punto, con los datos de que dispongo.
—¿Y qué datos son ésos?
Me entretuve en una enrevesada explicación que tenía por motivo ocultar que su mujer me había dado las cartas de Dolores. Pero Lisvano no es estúpido, por supuesto, y sus preguntas me iban arrinconando en una mentira cada vez más grande que me dejaba un espacio cada vez más pequeño en el que moverme.
—A ver —dijo, recuperando el aplomo, al menos en parte—, pero yo es que creo que tú eres un poco ingenuo. ¿Cómo puedes creer, te lo haya dicho quien te lo haya dicho, esa atrocidad sobre el doctor Marcial Serma? ¿Quién iba a hacer algo así?
Crucé una mirada de complicidad, que era también una petición de consentimiento, con Natalia. Virginia se dio cuenta y vi un destello de astucia en sus ojos. La doctora Escartín asintió, casi imperceptiblemente.
—Es que hay una carta suya en la que, a pesar de que tu madre le hizo algunas tachaduras, él lo confirma todo de forma implícita.
—¿Una carta? ¿Y de dónde la has sacado?
—Estaba entre las hojas del cuaderno que me diste, el que tiene el manuscrito de Óxido —mentí.
El abogado me miró con suspicacia.
—Puede ser —dijo—. Pero, en cualquier caso, sigo sin entender. ¿La carta tiene tachaduras? ¿Y por qué iba mi madre a censurar su propia correspondencia?
—No quería que lo que había ocurrido se supiese.
—En ese caso, ¿por qué no la destruyó?
—Tampoco quería olvidarlo. O, no sé, lo necesitaba como prueba ante sí misma.
—¿Y por eso escribió también, según tú, unas memorias, ocultas en esas cuartillas verdes de las que hablas? O sea —se burló—, que quería contar lo que no quería que se supiese. Magnífico. Pura lógica.
Me embarqué en una teoría sobre la necesidad de los escritores de plasmar en un papel sus obsesiones y, en momentos tan dramáticos como los que se vivían en la España de la posguerra, de ponerlas a salvo de los vaivenes de la Historia. Le hablé, a modo de ejemplo e igual que a ustedes, del Diario de Luis Felipe Vivanco. Y también de la autobiografía de Carlota O’Neill, de todo el tiempo que la ocultó envuelta en hule y enterrada en las macetas de su terraza.
—Eso está muy bien —me detuvo Lisvano—. Pero dices que la copia por cuadruplicado de la novela de mi madre estaba en los archivos de la editorial donde se publicó. ¿No es así?
—Efectivamente —contesté, a la defensiva—. Por lo general, todas las editoriales guardan ese tipo de material.
—Ya, ya… Te lo comento porque, aunque no estoy seguro, creo que, de todos modos, mi madre guardaba otra copia de características similares.
—Ah, ¿sí? Vaya, pero tú lo que me diste no fue eso, sino el cuaderno manuscrito… En cualquier caso, me parece estupendo que haya otra copia, porque si es igual que la que yo he consultado —dije, tratando de sacar provecho de aquella circunstancia— podrás ver que todo lo que te digo es cierto.
—Sí, cómo no. La verdad es que si no te la di fue porque…, en fin…, supuse que el manuscrito tendría más valor. Además, no sé ni dónde está lo otro.
—Pues no me importaría consultarlo, si es que alguna vez lo encuentras —dije, temiendo que me iba a pedir que le dejara el que yo decía haber encontrado en la imprenta de Valladolid. Pero no, por fortuna el abogado iba por otro camino.
—Sí, sí. El caso es que, si no recuerdo mal —y al decir eso los ojos de Lisvano vagaron por las alturas del Deméter, y allí se quedaron mientras completaba las etapas de su razonamiento hablando con las palabras inseguras y como sin centro de quien divaga—, esa copia a máquina que creo haber extraviado era uno de los objetos que le guardó Mercedes Sanz Bachiller a mi madre. Y entonces, suponiendo que estés en lo cierto y sea igual que la que tú has leído, pues… es raro, ¿no crees?
—¿El qué?
—Que no conservara ninguna de las dos.
Me preparé para abordarlo.
—Es que —dije, e hice una pausa, para tomar impulso— en ese texto hay, además de lo que acabo de contarte, otras revelaciones que ella quería ocultar a toda costa.
—Ah, ¿sí? ¿Cuáles?
—Me va a resultar difícil contártelo —dije, mientras Virginia, intuyendo algo, nos servía, tanto a él como a mí, una generosa cantidad del Château Cantemerle que yo había llevado para contribuir a la cena—. Y me temo que a ti te va a resultar aún más difícil oírme.
—¿Qué intentas decir?
—Pues que, básicamente, a quien quería ocultarle Dolores la verdad era a ti.
Se hizo un silencio que parecía lleno de malos augurios, cargado de electricidad. Un silencio que había perdido su inocencia. El gesto de Lisvano se volvió grave y poco natural, lo mismo que si lo improvisara de repente.
—Oye —dijo, queriendo aún aparentar un cierto desinterés, aunque a su voz le faltaba ya el zumo de la convicción—, yo creo que si tienes algo que contarme, es mejor que lo hagas sin más dilaciones. No te preocupes, yo he aprendido en la política a aguantar con entereza los sobresaltos. Y además, y esto reconozco debértelo a ti, ya no creo que nada que me vayas a decir sobre mi madre pueda sorprenderme.
—Es que Dolores Serma no es tu madre.
Imagínense cómo cayó aquello sobre nuestra cena. Primero hubo unos segundos de palabras tirantes a las que no les cabía un estupor de esa talla: pero qué dices, cómo que no es su madre, y todo eso. Después, cuando el caos se apaciguó, le pedí a Lisvano que me escuchara atentamente, sin interrumpirme. Le conté, en primer lugar, lo que ustedes ya saben de Julia Serma, su paso por la Prisión de Madres Lactantes, el robo de su hijo y los esfuerzos titánicos por liberar a su hermana y encontrar a su sobrino que había hecho Dolores Serma. Y al acabar con eso, le conté lo que ahora voy a contarles a ustedes y que es lo único que aún les queda por saber de esta historia.
La rehabilitación política de Mercedes Sanz Bachiller fue muy importante para Dolores Serma, porque gracias a ella la viuda de Onésimo Redondo volvió a las altas esferas del franquismo y, en un Régimen como aquél, lleno de arribistas, donde como hemos visto al hablar de la transformación de la Universidad española tras la guerra civil no importaban los méritos de las personas sino sus relaciones, nada resultaba tan sencillo como lograr favores cuando se pedían desde lo alto de la pirámide: hoy por ti, y mañana por mí. Es posible que hasta algún ministro, como el de Justicia, que se llamaba Eduardo Aunós y había formado parte del Gobierno del general Primo de Rivera, o el propio Girón de Velasco, diese las órdenes oportunas, aunque eso no está probado, porque Serma sólo habla en sus memorias furtivas de que «hubo instrucciones que llegaron de muy, muy arriba y yo las recibí como un regalo del cielo. Algunas de las personas que me favorecían eran despreciables. Pero qué importaba».
De ese modo, Dolores Serma logró averiguar el paradero del hijo de su hermana. Llevaba buscándolo ni más ni menos que cinco años, y es muy fácil imaginar su estado de ánimo cuando, por fin, se presentó una mañana en la casa de la familia a la que había sido entregado. Digo que es sencillo porque la recreación literaria de ese momento que hace en Óxido es elocuente. ¿Lo recuerdan? La mujer de la novela, Gloria, baja a su calle, que está cubierta de nieve, y sigue unas huellas que empezaron frente a su casa y que cada vez se vuelven más grandes y profundas, hasta morir en la valla de una lujosa mansión de las afueras, en la zona en que las fúnebres zanjas abiertas en el resto de la ciudad dejan de verse y empiezan los jardines, las pérgolas, los cenadores y las piscinas: el mundo de los vencedores. Gloria, que lleva casi seis años, como la misma Dolores, esperando ese instante, nota que está a punto de derrumbarse, «es como si los músculos se vaciaran y fuese a caer en el temblor, el vértigo»; pero se recupera, sube los peldaños de una escalera simbólicamente blanca, pulsa el timbre de la puerta y se queda ahí, oyendo la voz de un niño que parece jugar con alguien, en el interior de la vivienda. Y ahí acaba Óxido, en el instante en que Gloria, «al sentir los pasos que se acercaban», se lleva «una mano nerviosa al pelo y la otra al estómago» y se clava las uñas en la piel «como si intentara arrancarse la flor negra de la angustia, una flor de raíces ávidas, que crece lentamente en la sombra y exhala el espeso perfume de la desesperación».
Pero la historia de la Dolores Serma de carne y hueso no acabó ahí, naturalmente. «Para mi sorpresa», escribe en una de las últimas hojas verdes de la copia a máquina de su libro, «una vez que estuve dentro de la casa, vino la parte más sencilla, comparada con el resto. Desde luego, la mujer con la que hablé, y que me recibió amablemente al ver mi impecable uniforme de la Sección Femenina, intentó negarlo todo en cuanto supo para qué estaba allí y, al principio, incluso amenazaba con ir a la policía. Pero después no. Después, tras contarme las particularidades del desdichado hijo de Julia, me hizo una pregunta tremenda: “Y dígame, si les devolvemos a éste, ¿usted cree que nos darán otro?”. Como si estuviéramos hablando de animales».
En ese punto, Lisvano intentó interrumpirme con una tímida protesta y signos de incredulidad, pero le aseguré que eso no era en absoluto tan raro en aquel pudridero: en Los niños perdidos del franquismo, al igual que en las obras de Tomasa Cuevas, se recogen numerosos testimonios de los protagonistas de aquel drama, que en algunos casos no eran bebés, sino niñas y niños de suficiente edad como para recordar que cuando a los padres adoptivos no les gustaba lo que les daban, bien porque fueran niños con enfermedades o bien porque tuviesen un carácter difícil, simplemente iban al Auxilio Social y los cambiaban por otros. Hay quien recuerda haber sido entregado sucesivamente ni más ni menos que a cinco familias.
El defecto que aquella gente le encontraba al hijo de Julia Serma fue que, al parecer, era demasiado huraño, y «algo conflictivo en la escuela». Por más que lo intentasen, y le daba su palabra de que tanto ella como su marido lo habían hecho «como buenos cristianos» que eran, no conseguían de él un detalle de cariño. No había forma de integrarlo y, por esa razón, no habían tenido otra salida que meterlo en un colegio interno, «y bastante caro». Ahora bien, si Dolores, que ya se veía que era una persona decente, atestiguaba su parentesco con el muchacho y estaba dispuesta a hacerse cargo de él… «Era inaudito», escribe Dolores, «porque hablaban de él como si fuera una persona sin futuro, ¡y aún no había cumplido los cinco años!».
Naturalmente, Dolores se encargó de organizar las cosas para que el niño le fuese devuelto a su familia y en su primer encuentro con él, por alguna magia de la sangre, el chico pareció, de algún modo, reconocerla. O al menos eso es lo que sugiere ella misma en sus notas, para añadir: «¿Huraño? Aquel niño no tenía nada de huraño ni maligno: era triste, sólo eso. Y aquel colegio… Era un lugar inmundo, muy poco más allá de los comedores de la beneficencia. Sencillamente, aquellas personas no se habían atrevido a devolverlo al Auxilio Social y, en lugar de eso, se habían librado de él de un modo que ellos debían de considerar decoroso. De hecho, y eso me di cuenta inmediatamente de que me beneficiaba, no le habían dicho que fueran sus padres, sino sólo unos tíos de su madre».
En ese primer encuentro, ella también le engañó, al presentarse ante él como su madre. «¿Y qué iba a hacer?», escribe Dolores. «El estado físico y mental de Julia, que aún estaba en Ventas, era espantoso. Las condiciones en las que sobrevivía eran infernales y, según las noticias que me daban, tal vez no durase mucho. ¿Cómo iba a sacar a aquel niño de una pesadilla para llevarlo a otra aún peor? ¿Qué futuro iba a tener el pobre, estigmatizado como hijo de rojos y ex presidiarios?». Partiendo de esa mentira piadosa, le dijo que ella era su madre, que hasta entonces había estado en el extranjero, porque tuvo que hacer un largo viaje para curarse una dolencia en un sanatorio de los Estados Unidos y que por eso, para que no sufriera, le había dejado al cuidado de sus tíos. Pero a partir de entonces todo iba a cambiar, ella había sanado y ya nunca, nunca iba a separarse de él. Desde ese instante, su principal tarea fue confundirlo, mezclar fechas y acontecimientos en su mente, ir perfeccionando la pantomima del padre heroico y la misión en Alemania y, entre una cosa y otra, borrar de su memoria las reminiscencias de aquellos cuatro primeros años de su vida y aquellos parientes con los que «pasó una temporada, cuando era muy pequeño».
Cuando conté esa parte de la historia en el Deméter, el marido de la doctora Escartín se puso lívido, y fue como si la palidez pesara, por el modo en que toda su figura pareció vencerse: algo debía de recordar, aunque fuera de ese modo borroso y más cercano al mundo de las sensaciones que al del conocimiento en que cualquiera nos acordamos, casi siempre inducidos por otros, de algún detalle de nuestra primera infancia. Bebió su Château Cantemerle y Virginia le sirvió otra copa.
Ya saben, por tanto, que toda la parte de su nacimiento en Berlín y el resto de esa historia es un simple ardid que utilizó Dolores Serma para tejer la tela de araña que protegería al niño de un pasado que, en aquella España vengativa, ya hemos visto que podía ser una cruz muy difícil de llevar. Su verdadera madre, por otro lado, tuvo que ser ingresada en la clínica psiquiátrica de López Ibor al salir de la cárcel de Ventas: tenía ataques de paranoia y había perdido completamente la noción de sí misma. Dolores, tras dudarlo mucho, jamás llevó a su hijo a que la viera, pero nunca supo si había hecho bien o mal.
Por supuesto, Rainer Lisvano Mann jamás había existido, y la identidad oficial del hijo de Julia, Carlos Lisvano Serma, se debe a la buena mano de los falsificadores que, por doscientas o trescientas pesetas de la época, le hicieron a Dolores el Libro de Familia que me había llevado al hotel Suecia, tal y como prometió, Natalia Escartín. Todo el asunto del hipotético Lisvano en la Resistencia contra el III Reich y su asesinato a manos de las tropas rusas en Berlín era un invento muy bien trabado por la mente de la buena narradora que siempre fue Dolores Serma. Su presunto matrimonio, por supuesto, también era un decorado hecho de nostalgias inventadas y papeles ilegítimos.
Atónito, el marido de la doctora Escartín escribió su apellido en una servilleta del Deméter, y luego lo leyó varias veces al derecho y al revés, Lisvano, Novalis, Lisvano, Novalis…, como si de ese modo realizara un exorcismo, o algo así.
—Pero, entonces… —dijo, después de beber un trago de su copa y de enjugarse la frente con un pañuelo—, y vamos a suponer que haya algo de verdad en todo eso que cuentas… Entonces, si Rainer Lisvano no existió…
—… Tu padre era, por supuesto, el estudiante de Filosofía y Letras en Salamanca y futuro voluntario de las Brigadas Internacionales Wystan Nelson Bates.
El pobre Lisvano se tomó otro trago de vino y volvió a pasarse el pañuelo por la cara.
—Y él… Claro, yo sigo igual con un padre que con el otro… A este que dices tampoco lo conocí… Pero ¿por qué? ¿Es que él nunca intentó…?
—No, no, disculpa que te interrumpa, pero es que ahí también estás equivocado. A él sí que lo conociste. De hecho, lo viste todos los días de tu infancia.
—Qué quieres decir.
—Lo cuenta también tu… Lo cuenta Dolores en las páginas verdes de la copia a máquina de Óxido. Tu padre, que siempre estuvo en contacto con Dolores, volvió a España al poco de saber que ella te había encontrado, no inmediatamente, porque no era tan sencillo entonces conseguir un visado de entrada en el país, pero sí en el momento en que por fin se lo concedieron, que fue en 1949. Según me han confirmado un profesor norteamericano y una profesora inglesa a los que pedí que investigasen algunos aspectos de su vida, se quedó en España hasta 1958. Aunque no trabajaba como profesor de Filosofía, sino de Historia del Arte.
—¿Y bien?
—¿Recuerdas nuestra primera cita aquí en el Deméter? Estábamos igual que hoy, nosotros cuatro y en esta misma mesa.
—Así es.
—Hubo un momento en que llegamos a un acuerdo para que tú me dejaras algunos papeles de Dolores y entonces hiciste un brindis para celebrarlo: «Como decía un profesor de Arte que tuve primero en el colegio inglés y luego en el colegio alemán a los que me envió mi madre: la única sinceridad en la que puede confiarse…
—… es aquella de la que, aunque quisieras, no podrías arrepentirte».
—Él era tu padre.
—¡Mr. Rooney! ¿Mr. Rooney era mi padre?
—Claro, usaba su segundo apellido. El señor Wystan Nelson Bates Rooney. Lo he comprobado y ése, efectivamente, era su nombre. Dolores te metió en el colegio inglés y luego en el colegio alemán en los que él había conseguido trabajo a través de algunos amigos.
—Mr. Rooney —repitió Lisvano.
—Bueno —terció Natalia, que no había dejado un instante de acariciar la mano de su esposo—, no suena nada mal, ¿verdad, cariño? Carlos Bates Serma.
—Sí, se repiten las vocales en los dos apellidos —añadió, por decir algo, Virginia.
—Mr. Rooney —dijo Lisvano—. ¿Qué fue de él?
—Había pensado llevarte consigo a Southampton, donde tenía su casa. Pero murió cuando había ido allí a preparar tu llegada, a consecuencia de una neumonía. Lo que habían pensado Dolores y él era decirte que ibas a Inglaterra a continuar tus estudios y, una vez allí, contarte poco a poco la verdad. Dolores encargó que grabaran en su tumba un verso de Antonio Machado: «Una de las dos Españas».
Nos quedamos todos callados, porque de la historia de Dolores Serma ya no había nada que añadir y cualquier otra cosa hubiera resultado frívola. Estuvimos así un buen rato, aprovechando que Nayaku nos servía un té verde.
—Vaya… —dijo el marido de Natalia, que a pesar de todo intentaba parecer… ¿mundano?—… Pues, me dejas de piedra… No digo que haya creído una sola palabra de esto, ¿comprendes? Tendré que comprobarlo todo…, pero estoy seguro de que no puede ser más que algo imaginario… Tal vez era el argumento de la segunda novela de… Dolores… Eso es. Naturalmente, nos haremos la prueba del ADN, que es infalible. ¿Te imaginas por un momento…? —le dijo a Natalia, dándole unas palmadas en el antebrazo y a continuación frotándose incongruentemente las manos como si las defendiera del frío—. Pero, en fin, al menos por hoy ya no creo que nadie pueda darme ninguna mala noticia.
—Hombre —dije—, lo único es que no sé si has notado que además de no haber nacido en Berlín, sino en Madrid, no lo hiciste en diciembre de 1946, sino en octubre de 1940. Acabas de cumplir, de un golpe, algo más de cinco años.
Carlos Lisvano, o Bates, miró a Natalia Escartín y a su copa y, como estaba vacía, agarró la botella de Château Cantemerle y se bebió a morro todo lo que quedaba. No le culpo. Y menos mal que no parecía haberse dado cuenta de que, encima, me estaba acostando con su mujer. La verdad es que hay noches en las que uno no debería salir de casa.