Nada más llegar al instituto al día siguiente, que era el último de clase, hice llamar a Héctor y Alejandro, los rufianes que habían agredido al hijo de Natalia Escartín. Escuché sus explicaciones y también las de cuatro o cinco alumnos y dos profesores que habían presenciado la pelea y, de hecho, eran quienes la habían detenido. Tras oír todos esos testimonios, inicié el expediente de expulsión del centro de la pareja de facinerosos. No serviría de mucho, probablemente, y con toda seguridad los padres de los energúmenos iban a aparecer hechos una furia por mi despacho y defenderían a muerte la inocencia de sus hijos, que actuaron en defensa propia, que sufrieron una provocación, etcétera, etcétera. Nada nuevo: el doctor Frankenstein siempre culpa a las víctimas de haber asustado a su monstruo.
En cualquier caso, llamé a Natalia al hospital, para informarle de los pasos que había dado. Estaba de guardia y, en principio, me trató de manera rigurosamente formal. Hablamos de Ricardo, cuyas lesiones, según me dijo, eran molestas y sobre todo aparatosas, pero no graves, y de las medidas disciplinarias que íbamos a tomar contra «aquellos dos infelices», como ella llamó a Héctor y Alejandro. La doctora Escartín, que interrumpió nuestra conversación dos o tres veces para dar varias indicaciones a sus enfermeras sobre el tratamiento de algún paciente, me dejó muy claro que le traía al fresco toda esa historia: ya había hablado con el director del mismo colegio al que iba su hijo antes de que su padre decidiera enseñarle lo que es la vida, y su plaza estaba reservada para el próximo año. De hecho, le había sugerido a su esposo que no perdiera el tiempo con denuncias absurdas, aunque él pensaba seguir adelante.
—Supongo que así —concluyó Natalia—, culpando a otros, se siente libre de su propia responsabilidad. Es su estilo.
—Por cierto —dije, bajando la voz—, ¿tuviste algún problema anoche, al volver a casa?
—En absoluto. ¿Quién se iba a atrever a creármelos?
—¿Tu marido, quizá?
—Él, menos que nadie, por la cuenta que le tiene.
Vaya, se ve que cuando la neuróloga perdía los nervios, era temible. Aunque eso no me pillaba de nuevas, porque ya noté en la reunión del Deméter que el abogado Lisvano era un hombre altivo, y en algunas ocasiones prepotente, pero sólo hasta donde se lo permitía su mujer: cuando sobrepasaba ciertos límites, una mirada suya bastaba para detenerlo. Y también me había fijado en que su autoridad se basaba tanto en la firmeza como en su dosificación, de forma que, por lo común, le dejaba llevar la voz cantante y hasta asumía el papel secundario de la pareja, incluso haciendo de su conversación, la mayor parte del tiempo, un simple accesorio de la de él. Pero, de pronto, algo la desagradaba y, amigo, fin de trayecto, hasta aquí hemos llegado: Natalia se bajaba la cremallera de su disfraz de amable esposa y aparecía debajo el Cid Campeador.
—Me alegro de que todo fuera bien —dije—. Oye, y ahora me gustaría pedirte un último favor.
—Sí, claro… Pero disculpa. Discúlpame un instante. No, pero es que no es eso: lo que tenemos que ver —le dijo a alguien— es si el número de repeticiones del trinucleótido CAG supera las cuarenta, porque de lo contrario no podemos hablar de enfermedad de Huntington. ¿Me explico? ¿Qué historial tiene? ¿Alteraciones psicóticas, depresión, conductas paranoides…? ¿Y los síntomas? ¿Se aprecian movimientos distónicos, rigidez? Hay que hacer un examen macroscópico. Cuando tenga el cuadro clínico completo, me decido entre lo de siempre: tetrabenazina, haloperidol, sulpiride… ¿Está sedado? Venga, pues entonces no hay tiempo que perder… Oye, perdona —me dijo, volviendo a mí desde su mundo de quirófanos y anestesias—, ¿qué me decías?
—Estaba a punto de pedirte un favor.
—Adelante.
—Bueno, pues verás, no me gustaría abusar de ti, pero…
—¿En serio? —ironizó, con su voz más seductora—. Ayer me pareció que lo hacías encantado.
—Ni lo dudes. Y viceversa.
—Claro, prototipo. Pero ve al grano.
—Lo haré si dejas de interrumpirme. ¿Me podrías prestar el Libro de Familia de tu suegra? O al menos hacerme una fotocopia. Necesito comprobar algo.
—Creo que sí. ¿Puedo saber qué es exactamente lo que buscas?
—¿Me permites que no te lo diga hasta que pueda hacer un par de averiguaciones? Prefiero no estropear la sorpresa por precipitarme.
—Ah, pero ¿es que va a haber una sorpresa? ¿De qué tipo?
—Confía en mí, ¿de acuerdo?
—¿Quieres decir como investigador o como amante? —dijo, en un susurro, y después, ya en otro tono, porque sin duda alguien había entrado en su consulta—: Y ahora, si me excusas, te tengo que dejar. Trataré de hacer, en cuanto pueda, la gestión que me pides y nos llamamos luego, ¿te parece?
Una auténtica dama, sin duda.
Estuve trabajando con algunos papeles del instituto y después hablé un momento con Bárbara Arriaga, que quería aclarar algunos extremos de sus futuras responsabilidades como jefa de estudios, y con Julián, que me llevaba las copias del nuevo Reglamento de Régimen Interno que le había dejado el día antes en la conserjería. Nada más librarme de toda esa broza, le mandé un mensaje a Gordon McNeer para agradecerle su ayuda y la de su amiga de Oxford, y también para pedirle que me enviara por correo postal, si le era posible, un duplicado de los documentos legales sobre Wystan Nelson Bates que ella había podido consultar.
Justo cuando iba a llamar a Virginia, se me adelantó mi madre. Cualquier otra me habría pedido explicaciones, aunque sólo fuese por simple curiosidad, de por qué llevaba ya dos noches sin ir a dormir a casa. Ella, sin embargo, me preguntó qué tal el último día de clase y si por fin había acabado mi investigación sobre Carmen Laforet y Dolores Serma. También me contó sus impresiones acerca de una obra de la Premio Nobel Elfriede Jelinek, que había ido a ver con su amiga Amelia, y terminamos charlando de lo de siempre, de política y teatro. Y, como ocurre en España siempre que dos personas de ideologías distintas hablan de la guerra civil, volvimos a convertir nuestros argumentos en un tiovivo, esa máquina que, como se sabe, sirve para dar vueltas y vueltas sin moverse de lugar.
—Tú deberías comprender —concluyó— lo que significaba sentarte en un patio de butacas en los años cuarenta. Era una vía de escape, ¿entiendes? Todo lo demás era destrucción y miseria, y si tú hubieras estado allí, también habrías ido a ver Mañanita de sombra, de Serafín Álvarez Quintero, o La honradez de la cerradura, de Benavente, para sentirte en otro mundo, aparte de lo que te pudieran parecer literariamente.
—Es que, en realidad, era el mismo mundo: el paraíso de los mediocres.
—O sea, que para ti no tienen ningún valor ni los Quintero, ni Benavente, ni Jardiel Poncela, ni Manuel Machado.
—Tienen menos que los que sus camaradas mandaron a tiros a la tumba o al destierro.
—Mira tú qué Aristóteles: de modo que eran peores que los que eran mejores que ellos… Verdades de Perogrullo, que a la mano cerrada le llamaba puño. Y como consecuencia, al no ser Lorca, Alberti o el otro Machado, tú no les das importancia ninguna.
—No mucha, por lo general —respondí, armado de paciencia—. Pero lo peor no es eso: lo peor es que, siendo tan poco, eran lo mejor que había.
—Anda, anda, no me vengas ahora con birlibirloques.
—Lo puedes comprobar en cualquier manual de literatura. Deja aparte a Benavente y Jardiel Poncela y dime dónde han ido a parar los otros grandes triunfadores de la escena de la posguerra; qué fue de Pemán, Pilar Millán Astray, Eduardo Marquina, Joaquín Calvo Sotelo, Luis de Vargas, José de la Cueva, Mercedes Ballesteros, Juan Ignacio Luca de Tena y otros tantos. Entre ellos, el propio Foxá, que a ti tanto te gusta.
—Luca de Tena no era Calderón de la Barca, ni creo que lo pretendiese, pero hizo cosas interesantes, como Dos cigarrillos en la noche o El pulso era normal. Y de Foxá, que yo creo que escribía maravillosamente, debieras leer algunas de las que te recomendé el otro día o, por ejemplo, El beso de la bella durmiente, que es de por esos años: si no recuerdo mal, la vimos en el 48, en el María Guerrero. Y a Jardiel haces bien en no menospreciarlo, porque era estupendo y, además, un provocador con mucha gracia. ¿Sabes qué hizo cuando a su obra Es peligroso asomarse al exterior le llovieron palos por todas partes?
—A ver, ¿qué hizo?
—Pues mandó desclavar la silla del Teatro de la Comedia en la que se sentaba uno de los críticos que lo habían puesto verde y ponerla de espaldas al escenario. «Pero ¡don Enrique!», le dijo el carpintero, «el señor periodista se pondrá furioso». Y él contestó: «No se preocupe, ni siquiera creo que note la diferencia: se va a enterar de la obra igual que si la viese de frente».
Mi madre y sus buenos recuerdos entresacados de la escoria. Aunque, en el fondo, ¿tenía yo algún derecho a contradecirlos? Le reí la anécdota —que en realidad me daba asco, igual que todas las protagonizadas por los diversos aspirantes a enfant terrible del franquismo—, la invité a cenar esa noche en un restaurante italiano que estaba cerca de casa y que a ella le agradaba, y nos despedimos hasta la tarde.
Para entonces ya era casi la una, y a esa hora los alumnos se reunirían para el clásico discurso anual de despedida en la cancha de baloncesto. Llamé a Virginia mientras bajaba al patio, sin tiempo para hablar y un poco asustado por la charla en miniatura que quizás íbamos a mantener, a pesar de todo. Tuve suerte: saltó el contestador. Estaría atareada, como es lógico, con las comidas del Deméter. Le dejé grabado que no había podido comunicarme antes con ella, que me esperaba una tarde horrible y que ya la telefonearía más tarde, en cuanto pudiese. Salvado por la campana.
Mientras el director del instituto les dirigía a los estudiantes unas palabras tan huecas que daban ganas de echarles serrín encima, como a las cáscaras de marisco que caen en el suelo de los bares, yo le daba vueltas al rompecabezas de Dolores Serma y, sin poderme contener, le echaba miradas subrepticias a algunas de las cartas que me dio Natalia Escartín, en especial las que le habían mandado Mercedes Sanz Bachiller, Carmen de Icaza y el Ministerio de la Gobernación, que llevaba en una carpeta con el escudo del instituto, para disimular. Se trataba en su mayor parte, como comprobaría después, cuando las leyera más detenidamente, de una correspondencia de tipo formal en la que se adivinaba, bajo las tachaduras, que la escritora había hecho algún tipo de petición a las autoridades: «En respuesta a su solicitud de 13 del presente, lamentamos tener que informarle…», empieza una de las que llevan el sello del Ministerio de la Gobernación; y concluye, tras un largo párrafo eliminado: «… por lo tanto, en cumplimiento de las leyes de nuestro glorioso Movimiento Nacional, sentimos comunicarle que queda denegada la… de su demanda». Había otras cinco casi idénticas, pero con una diferencia en las dos últimas, que en lugar de estar fechadas como las demás entre junio y diciembre de 1940, lo estaban en octubre de 1942 y febrero de 1943.
Las de Sanz Bachiller mostraban un tono más cordial y eran sólo dos, ambas de abril de 1940, es decir, cuando la fundadora del Auxilio Social aún ostentaba el mando de la organización, aunque, como recordarán, sería por poco tiempo, pues la iban a destituir al mes siguiente.
«Querida amiga», empieza la primera carta, «naturalmente que las recuerdo a usted y a su hermana, así como a su familia, que tan larga y cordial relación tuvo con la mía en nuestra Valladolid. ¡Y qué nostalgia del querido Colegio Francés de nuestra ciudad, en el que las tres estudiamos, he sentido al leer sus evocadoras líneas! Mi gratitud más sincera por haber avivado esa memoria ya hoy tan lejana.
»Con respecto al asunto para el que usted solicita mi mediación, cuente con mi interés más sincero, eso se lo digo por anticipado; pero tampoco le oculto dos cosas: la primera, que es tema delicado y no sé hasta qué punto a mi modesto alcance; y la segunda, que no lo creo apto para ser tratado a distancia, por lo que la invito a visitarme en Madrid, en la dirección de nuestra sede central, a la mayor urgencia.
»Dígame, no obstante, para que yo pueda así iniciar algún tipo de averiguación, en qué… y cuáles fueron… que se le… así como el día exacto… y, si se supiera, quiénes procedieron a…».
La elegante firma de Mercedes Sanz Bachiller rubricaba esa carta mecanografiada a la que ella había añadido, de su puño y letra: «¡Ánimo y fe, querida amiga!».
Era, sin duda, un documento valioso para mi estudio, aun a pesar de los párrafos suprimidos: entre otras cosas, parecía fijar las razones y el momento de la llegada de Serma a Madrid, que hasta entonces sólo sabía que ocurrió «al poco de acabar la guerra», tal y como me dijo la doctora Escartín. Y en segundo lugar, yo podía ver muy claramente a través del muro de las tachaduras: lo que le pedía la autora de Óxido a Sanz Bachiller era que la ayudase a encontrar y liberar a su hermana Julia. Desde esa perspectiva, era sencillo rellenar los huecos del párrafo censurado, por ejemplo de este modo: «Dígame, no obstante, para que yo pueda así iniciar algún tipo de averiguación, en qué [cárcel está retenida su hermana] y cuáles fueron [los cargos] que se le [imputaron], así como el día exacto [de su detención] y, si se supiera, quiénes procedieron a [la misma]».
No deja de ser reseñable, por otro lado, que Sanz Bachiller, aun reconociendo el «modesto alcance» de sus influencias, se brindara a prestarle algún tipo de socorro a su paisana, porque su situación dentro del Régimen era agónica, tanto por los ataques de Serrano Súñer como por el desprestigio que le había acarreado entre los falangistas su boda con Javier Martínez de Bedoya, celebrada justo en diciembre de 1939 y, por lo tanto, en el mismo momento en que Julia Serma debió de ser detenida. Claro que, por otra parte, se trataría de una mujer de múltiples contactos y es de suponer que, a pesar de las circunstancias, pocos serían los que le negasen un favor que no los comprometiera demasiado.
En la segunda carta, Sanz Bachiller apremia de nuevo a Dolores para que se presente en la capital: «Es de la mayor importancia —le dice— que usted liquide lo más pronto que pueda los asuntos que la reclaman en nuestra Valladolid, y que se empiece a dejar ver por aquí: las gestiones que requiere el caso de ustedes reclaman una energía y perseverancia que sólo pueden conseguirse estando al pie del cañón, si me permite el consejo».
Finalmente, las tres cartas de Carmen de Icaza eran las más tardías, dos de agosto y una de octubre de 1944, y demuestran que Dolores Serma gestionaba aquel asunto a la vez que redactaba Óxido en el Ateneo de Madrid, junto a su amiga Carmen Laforet.
La autora de Cristina Guzmán, profesora de idiomas promete en la primera de sus cartas «interesarse» por el asunto que le plantea Dolores, aunque se declara «sorprendida por la gravedad de sus sospechas» y dice que no cree «deseable ni justo arrojar la sombra de una duda como la que usted…» sobre «nuestra institución». En la segunda, parece admitir alguna clase de culpa por un «posible quebrantamiento de nuestras normas morales y legislativas» que, en cualquier caso, «no puede ser, y más tratándose de… sino una acción aislada», y le promete su «más firme apoyo en tan lamentable… de los derechos de las personas, aunque sean… y de las leyes de Dios». Y debió de portarse bien con ella y atender sus demandas, puesto que Natalia Escartín me había contado que su suegra tuvo «una estrecha relación» con la autora de Vestida de tul, «a quien estaba muy agradecida y con quien colaboró en una Escuela de Hogar». Seguro que recuerdan esas palabras de la doctora y lo insólito que me pareció que Dolores Serma hubiera sido devota colaboradora de Mercedes Sanz Bachiller y luego amiga de la mujer que, en opinión de la viuda de Onésimo Redondo, la había traicionado, muy probablemente azuzada por Pilar Primo de Rivera.
Vaya, así que 1944. En esas fechas, Dolores aún podía estarle pidiendo ayuda a la nueva mujer fuerte del Auxilio Social para que Julia fuese liberada, cosa que no sucedería hasta dos años más tarde; pero esa «sombra de una duda» que Serma arrojaba, según el reproche que le hace Carmen de Icaza, sobre «nuestra institución», ¿qué podría tener que ver con el encarcelamiento de su hermana? ¿Y a qué «leyes de Dios» transgredidas se refiere, en su segunda carta, la baronesa de Claret? Y para terminar, una duda menor: ¿es que en esos años no vivía ya la autora de Óxido en Alemania? Cuando le pregunté a Lisvano, en el Deméter, qué hacía su madre en el Berlín destruido de 1946, me contestó que ella «estaba allí desde hacía un par de años», y justificó su presencia en aquel infierno por la militancia de su padre en la Resistencia. Claro que allí debía de significar en Alemania, no justo en la capital asediada del III Reich; y, de cualquier modo, era posible que Dolores escribiese a Carmen de Icaza desde fuera de España, cosa que no podía saberse porque en la caja que había guardado Mercedes Sanz Bachiller estaban las cartas de Serma, dentro de una funda azul, pero no los sobres, de modo que no constaba la dirección a la que le habían escrito sus corresponsales.
Por cierto, que entre aquellas cartas no había ninguna de Rainer Lisvano Mann, con lo cual la ya de por sí dudosa figura del presunto marido de la novelista se hacía más increíble a medida que uno iba sabiendo cosas de su mujer, puesto que lo único que resultaba patente de él era su ausencia: ni una mención, ni un solo comentario, ni una imagen… Nada, excepto aquella romántica historia, con final dramático, del miembro de la Resistencia asesinado por los rusos que me había contado el abogado Lisvano. Cuando le pregunté si había visitado en alguna ocasión su tumba, hizo aquel gesto suyo de enseñarte las palmas de las manos y respondió: «¿Tumba? ¿Qué tumba? Stalin no solía construirles un mausoleo a sus víctimas, ¿sabes? Y cuando llegaron los aliados con sus aviones, la única tumba que hubo para los muertos fue Berlín entero». Magnífico, todo encajaba tan bien que no te lo creías.
El aplauso desganado de los alumnos a la plática del director del instituto me sacó de mi ensimismamiento. Levanté los ojos y allí estaba el gran meapilas en jefe, con su cara de agudo, haciendo uno de los gestos más odiosos que pueden existir, que es el de quien se estrecha a sí mismo, apretándose los hombros con las manos, para simbolizar que abraza a todos los que le miran. Sentí una punzada en el estómago al ver la comedia de aquel demagogo de tres al cuarto que se abrochaba con muchas prisas la americana al bajar del estrado, sin duda porque se lo había visto hacer a las personas de campanillas en la televisión, e inmediatamente fingía recibir una llamada en su móvil para ponerse a hablar ostensiblemente, con ademanes de persona abrumada por sus deberes, y se dirigía, con maneras de ministro perseguido por los periodistas, a su escondite en el instituto. Qué bárbaro. Si en lugar de una persona fuese un menú, sería caldo de murciélagos, pechuga de buitre con puré de coco y, de postre, macedonia de cucarachas.
Antes de volver a casa, me entretuve a tomar un café en el Montevideo y allí, entre lectura y lectura de la correspondencia de la autora de Óxido, estuve dudando si llamar o no a Virginia. Preferí no hacerlo, entre otras cosas porque tenía verdaderas ganas de encerrarme a trabajar con los documentos de Dolores Serma e ir aterrizando aquel primer capítulo de mi Historia de un tiempo que nunca existió.
En la barra del bar, con un vaso de Château Cantemerle en la mano y bajo la atenta mirada de Marconi, crucé las fechas de las que disponía e hice una cronología de la historia de las hermanas Serma en los años que siguieron al final de la guerra civil: Julia debió de ser arrestada en enero de 1940, a causa de su ideología comunista, agravada por su matrimonio con un miembro de las Brigadas Internacionales, el inglés Wystan Nelson Bates. Dolores envió sus primeras peticiones de indulto al Ministerio de la Gobernación ese mismo mes o, como mucho, en abril, y siguió haciéndolo hasta febrero del año 1943. Y también solicitó de inmediato la ayuda de Mercedes Sanz Bachiller, que debía de ser la única persona de jerarquía que conociera dentro del nuevo Régimen. Además, se trasladó de Valladolid a Madrid, se afilió a la Sección Femenina y empezó a colaborar como voluntaria en el Auxilio Social. Previsiblemente, todo eso lo hizo para dar una imagen de persona afecta a los vencedores.
En 1944, Dolores entabló amistad con Carmen Laforet y empezó a escribir Óxido. Y en algún momento de ese mismo año conoció a un miembro de la Resistencia al que ella se refería como Rainer Lisvano Mann quizás para proteger su verdadera identidad, y pronto lo siguió, al parecer, hasta Alemania, donde se casaron. No se conocen con exactitud ni sus actividades de esa época ni el lugar preciso en que las desarrollaban, pero debieron de llegar a Berlín justo después de que la ciudad fuera arrasada por la aviación y la infantería aliadas. Allí, su esposo fue asesinado, supuestamente por los rusos, y nació su hijo Carlos, en 1946. Ese mismo año, Dolores regresó a España y Julia salió del penal de Ventas, pero con sus facultades mentales tan mermadas que la ingresaron en la célebre clínica psiquiátrica del doctor López Ibor, donde moriría en 1949.
Tras su vuelta, la autora de Óxido se siguió manteniendo, como hasta entonces, gracias a las rentas que le proporcionaban algunas de sus plantaciones en Valladolid, que ella, según supe por Lisvano, había dejado que administrase su tío Marcial, y la mercería de la calle Miguel Iscar —que era el único negocio que conservaba en la ciudad, tras haber vendido su hermana la bodega, la tienda de ultramarinos y parte de las granjas y huertos que habían recibido en herencia de su padre—, y se implicó a fondo en la vida literaria que empezaba a surgir entre las cenizas de la posguerra; retomó viejas amistades, como la de Miguel Delibes y, quizá, la de Carmen Laforet, y estableció nuevas relaciones con sus colegas más señalados de aquel tiempo, Camilo José Cela, Luis Martín-Santos y otros. También colaboró en varias publicaciones prestigiosas y estuvo en algún congreso importante como el del hotel Formentor, en Palma de Mallorca, pero no pudo ver editado su libro hasta 1962, y entonces sólo de forma muy modesta. Durante todo ese tiempo, su hijo estudió, sucesivamente, en un internado inglés y en otro alemán.
Si miraba los datos que acababa de recapitular, así era como había ocurrido. Pero algo no casaba, y ese algo era, precisamente, el que las piezas ajustasen con tanta precisión. Comprendo que lo que acabo de decir les resulte paradójico; pero, si lo meditan unos segundos, ya no se lo parecerá tanto. Piénsenlo: ¿cómo es posible que todo estuviera tan ensamblado y resultase tan homogéneo cuando, en realidad, estaba lleno de espacios en blanco que, de algún modo, se correspondían con las tachaduras negras que acababa de ver en las cartas de Dolores? Por ejemplo, ¿cuál habría sido el papel de Bates mientras Dolores luchaba por sacar a su mujer del penal de Ventas? Dado que aquel joven estudiante de Filosofía y Letras convertido en soldado de la República no había muerto a principios de la guerra civil en la Casa de Campo, como siempre contó la novelista, sino en Southampton, nada menos que en 1959 y a causa de una vulgar neumonía, cabía preguntarse si estuvo en contacto con Dolores, si ésta lo informó de la marcha de los acontecimientos, si quiso contribuir de alguna manera a la solución del asunto, si se mantuvo al margen… Pero el caso es que del marido de Julia Serma se sabía más o menos lo mismo que del de su hermana Dolores: casi nada.
Otra duda de gran tonelaje surgía, como acabamos de ver, de las dos cartas de Carmen de Icaza. ¿Qué fue lo que le pidió Dolores Serma y cuáles eran sus graves acusaciones hacia el Auxilio Social? Supongo que en este instante estarán ustedes haciendo lo mismo que hice yo entonces, que es superponer a esa pregunta el tema de Óxido y sacar una posible respuesta: qué delito podría representar con más contundencia el «quebrantamiento» de las «normas morales y legislativas» y hasta de «las leyes de Dios» al que se refiere la autora de La fuente enterrada que la atrocidad de los niños robados a sus padres por las autoridades franquistas, que es el tema del que, en mi opinión, Serma hablaba metafóricamente, pero con bastante claridad, en su novela. Bien, pero en ese caso, ¿su queja ante la secretaria nacional del Auxilio Social se refería a un niño concreto o a todos en conjunto? No sería descabellado deducir que, desde dentro de la organización, Dolores hubiese tenido conocimiento de esa canallada y se decidiera a pedirle cuentas a Carmen de Icaza; pero, en ese caso, no se entiende en absoluto el calificativo de «acción aislada» que ésta le da al suceso por el que la escritora plantea su reclamación. ¿Empiezan ustedes a ver la luz al final del túnel, lo mismo que yo la veía?
Leí en el autobús a Las Rozas las otras cinco cartas que formaban la correspondencia de Dolores Serma que me había dado Natalia para castigar a su marido: cuatro de Julia y una del tío médico de ambas, Marcial.
Las de la maestra nacional Julia Serma Lozano, escritas en la cárcel de Ventas, eran desgarradoras. No habían sido enviadas por correo, seguramente, sino dadas en mano a Dolores, quién sabe de qué modo, a qué precio y por quién, y el estado del papel revelaba que había sido doblado hasta convertirlo en un rectángulo diminuto, sin duda para ocultarlo mejor y lograr que llegara a su destino. Lo raro es que, a pesar de todo, también tenían algunas tachaduras.
«Me gustaría morir», escribe Julia en un momento especialmente dramático, «y a veces siento cierta envidia de las compañeras que sacan al amanecer para ser fusiladas, aunque ya sé que es un sentimiento monstruoso, y no por… Si no fuera por eso, preferiría acabar con todo, tal vez por mi propia mano».
¿Eso? Me pregunté qué se escondía detrás de ese determinante y por qué, fuese lo que fuese, lo borró Dolores, ya que tuvo que ser ella y no la censura, que de ningún modo pudo ver y autorizar esas cartas, como ya les he adelantado, puesto que en ellas se hacía una cruda descripción de la vida en las cárceles de Franco, tan brutal como las que ofrecen en sus libros Carlota O’Neill o Juana Doña.
«Ayer —escribe Julia— se llevaron a Mariana, la chica de la que te hablé en nuestro último encuentro, la que… había estado en la Prisión de Madres Lactantes, en la Carrera de San Isidro. La iban a matar en una cuneta, pero eso no fue lo peor. A ella qué más le daba ya todo, después de que le hubiesen quitado… Exactamente igual que… Entraron cinco falangistas en el calabozo, junto con algunos alguaciles. Dos o tres nos apuntaban con sus pistolas. Los demás la violaron allí mismo, uno tras otro, delante de todas. Gritaba de un modo tan terrible, hasta que perdió la conciencia. ¿Tú puedes imaginar sus gritos? Yo no los podré dejar de oír jamás, jamás».
Me llamó la atención otro párrafo, que pude descifrar del todo un poco más tarde, ya en casa y con ayuda de una lupa, porque se leía a duras penas debido al mal estado del papel en que fue escrito, que también tenía marcas evidentes de haber sido doblado hasta la saciedad, supongo que para así, reducido a una miniatura, podérselo dar de contrabando a Dolores. «Querida, queridísima mía, ¡cuánto bien me hace verte en las clases! Aunque no podamos hablar de nada nuestro, qué más da. Y cómo admiro tu inteligencia para preparar el engaño y tu audacia de entrar aquí. Pero, aparte, ¿de verdad crees que servirá de algo? ¿Cumplirán su palabra y reducirán mi condena? Ayer casi no podía contener la risa, al oír lo que nos quieren enseñar tus camaradas: ¡si todo son cazuelas, Falange y sacristía! Ya ves, y además, hay que agradecerles que me elijan para reeducarme, ¡ellas que no han leído nada que no sea al bobo de Pemán y los discursos de José Antonio!».
Supe muy bien de qué hablaba Julia Serma y, en ese instante, descubrí cómo y dónde le entregaba sus mensajes a Dolores: en 1941, la Sección Femenina abrió una de sus Escuelas de Hogar, precisamente, en la cárcel de Ventas. Se trataba de un experimento que intentaba ser para las mujeres algo parecido a lo que era para los varones el Sistema de Redención de Penas por el Trabajo, aunque en una versión rebajada. El asunto consistía en seleccionar a algunas mujeres para impartirles clases de política, religión y trabajos domésticos durante cinco horas diarias y a lo largo de un año. Transcurrido el mismo, si se consideraba que habían aprobado el curso, se les reducía automáticamente ese mismo año de su condena. La revista Y da cuenta de esa iniciativa en su número de abril de 1941.
De modo que la astuta Dolores Serma se había afiliado a la Sección Femenina para lograr, entre otras cosas, ver a su hermana en la cárcel de Ventas. Porque resulta obvio que, tal vez con la recomendación de algún partidario de Mercedes Sanz Bachiller, la novelista había logrado convertirse en una de aquellas improvisadas rehabilitadoras enviadas por la formación de Pilar Primo de Rivera, y que con esa artimaña logró estar en contacto con Julia. Y también parece evidente que en esas entrevistas, aunque no pudieran «hablar de nada nuestro», como dice Julia, con certeza porque debía de haber presentes otras personas a las que habían ocultado su parentesco, era donde se intercambiaban sus cartas. No se extrañen, la maniobra de Dolores era intrépida, sin duda, pero muy viable en aquellos tiempos inmorales en los que no había nada que no se pudiera solucionar con un soborno, una mentira, un enchufe o cualquier clase de componenda, lo que siempre sucede en las sociedades corrompidas, en las que, al no tener nada valor, ni siquiera la vida de los seres humanos, todo tiene un precio.
—¿Juana Doña? ¿Quién es Juana Doña? —me preguntó mi madre, mientras cenábamos unos pancitos de tofu con vegetales que me había enseñado a hacer Virginia.
—Una militante comunista. Ya te hablé de ella y de sus libros: uno se titula Mujer, otro Desde la noche y la niebla (Mujeres en las cárceles franquistas) y otro, con una expresión que hizo fortuna, Gente de abajo, aunque quizá no lo recuerdes. Perdió una hija en la guerra civil, fusilaron a su marido y a ella la tuvieron encerrada diecinueve años, los primeros dos meses en el campo de concentración de Los Almendros, en Alicante, con su hijo de poco más de un año.
—… En cualquier caso —me interrumpió—, ¿qué quieres que cuente una del PCE? ¿Que Franco era la caraba y la Santa Madre Iglesia el edén de los desamparados? Por favor, si esa gente eran los reyes de la consigna y la propaganda.
—Ya, pero es que las que no eran del PCE cuentan lo mismo. Tomasa Cuevas, que sí lo era, recuerda en su libro Testimonios de mujeres en las cárceles franquistas que en la enfermería de la Prisión de Madres Lactantes se encontraba todas las mañanas los cadáveres de quince o veinte niños a los que había matado la meningitis. ¿Y has olvidado lo que te impresionó la historia de Carlota O’Neill?
—Eso es cierto. Leí ese libro suyo que me diste y lo que cuenta es espantoso. Pero también lo son la matanza de Paracuellos, donde se fusiló a Muñoz Seca. Por amor de Dios, la gente del pueblo aún recuerda que los milicianos mataban a un grupo de esa pobre gente al pie de la fosa común y luego les obligaban a ellos a cubrirlos con tierra, antes de fusilar a los siguientes. Algunos aún se movían y, con los ojos abiertos, suplicaban un tiro de gracia, pero les ordenaron enterrarlos vivos. ¿Y las sacas que hicieron los rojos aquí en Madrid, en la cárcel Modelo, donde ajusticiaron, entre otros muchos, sin hacerle siquiera un proceso, al hermano menor de José Antonio, Fernando Primo de Rivera? ¿Tú no has leído Mis amigos muertos, de Juan Ignacio Luca de Tena?
—Sí, lo he leído y es una sarta de falsedades.
—Bueno, pues ahí cuenta que hasta el ministro socialista Indalecio Prieto se presentó en la Modelo para tratar de impedir aquella carnicería y lo amenazaron con pegarle a él un tiro en la nuca. Y que cuando salió, lo hizo gritándoles a los milicianos: «¡Imbéciles! ¡Hoy hemos perdido la guerra!». O sea, que o aceptas que disparates se cometieron en los dos bandos o nunca llegarás a esa verdad que dices que buscas.
—Acepta tú que los que llenaron España de asesinos fueron los sediciosos. Y que la Falange de los Primo de Rivera era un grupo paramilitar cuya única ley era la ley del crimen. La República había ganado unas elecciones y ellos se dedicaron a hacer sabotajes y a crear un clima de guerra. ¿Te vuelvo a leer las llamadas a la insurrección armada de Onésimo Redondo? ¿Te recuerdo la famosa «dialéctica de los puños y las pistolas» que invocó José Antonio en el mismo acto fundacional de la Falange, en el Teatro de la Comedia?
—Sí, sí, la República ganó, pero luego no supo pararle los pies a los radicales, y empezaron los crímenes, los abusos, los incendios de las iglesias… Y claro, los otros, que tampoco te digo yo que fueran unos santos, pues les querían pagar con la misma moneda. Pero no te equivoques, ¿eh?, que aquí no éramos todos criminales. Más bien, se trataba de ciertos elementos descontrolados.
—Eres tú la que se engaña: los descontrolados no llevan uniforme. Los falangistas sí lo llevaban y no eran invisibles ni clandestinos, sino una banda terrorista que ayudó a Franco primero a desestabilizar el país y luego a hacer el exterminio que él quería. Ya sabes, a arrancar la semilla del socialismo para curar al país, como quería el enajenado Vallejo Nájera, a quien vuestro caudillo tenía en tan alta estima.
—No te digo que no haya algo de verdad en eso. Pero acepta tú también que ahora los falangistas han sido demonizados y algunas de las salvajadas que se les atribuyen pueden ser simples exageraciones.
—Claro, claro, y José Antonio Primo de Rivera no era más que «un poeta que vio en sueños una España tan bella como irreal, y que, impaciente, quiso ponerse a forjar al instante», como dijo Salvador de Madariaga. No, mamá, no son exageraciones, créeme, porque hay miles de testimonios, documentos y estudios que lo demuestran. Y además, déjame advertirte que ése es el mismo argumento que utilizan los grupos neonazis para cuestionar el Holocausto. De hecho, lo han repetido tantas veces que han terminado por inventar un sustantivo: son los negacionistas.
—Perdona, pero yo no niego ni dejo de negar, sólo pongo en duda ciertas cosas.
—Pues en lugar de ponerlo en duda, abre los ojos, lee los cientos de libros que he leído yo y no cometas la vileza de negar lo que está probado. No es mentira lo que ocurrió en el penal de Badajoz, de donde los falangistas sacaban a los cautivos para llevarlos a la plaza de toros, y allí los mataban después de torearlos entre olés del público, clavándoles estoques y banderillas. No es falso que en la cárcel de Burgos dejasen morir de frío a cientos de republicanos; ni que, sólo en 1941, la desnutrición, el tifus, la disentería y la sarna acabaran en las cárceles con más de tres mil reclusos. ¿Por qué vas a pensar que mienten o exageran Carlota O’Neill o Juana Doña cuando escriben sobre las palizas y el hacinamiento que sufrían en sus celdas? O Tomasa Cuevas, cuando cuenta cómo la metían en una bañera llena de agua y le aplicaban descargas eléctricas. Tomasa Cuevas recogió en sus libros más de trescientas declaraciones de penadas que habían padecido terribles tormentos. ¿Vas a tener el valor de decirme que todos ellos son falsos? ¿Son falsas las palizas que les propinaban a las madres delante de sus hijos, y viceversa, durante los interrogatorios? ¿Es falso que sólo les daban de comer nabos, berzas y una sopa de habas y cáscaras de zanahoria que llamaban Caldo Nazareno?
—Pero, hijo, si lo que yo te quiero hacer ver…
—… Nada de eso es falso; ni lo son las violaciones y los apaleamientos continuos; ni que en las penitenciarías de Palma de Mallorca y Amorebieta, el pescado y los tomates que la gente llevaba gratis a las reas para que se alimentasen los robaban las monjas para venderlos en el economato; ni que en la de Albacete, donde había un váter para mil reclusas, hubo una carcelera que había estado en la División Azul y que muy a menudo, tras tener a las presas sin beber seis o siete días, las formaba a pleno sol y abría el grifo de una fuente que había en el centro del patio, para que viesen correr el agua durante horas. ¿Mantienes que todo eso es falso? El coronel Antonio Vallejo Nájera escribió que los republicanos debían sufrir «penas entre las que la muerte será la más llevadera; perderán la libertad, gemirán durante años en prisiones, purgando sus delitos, en trabajos forzados» y el Régimen les ofrecerá «clemencia y misericordia cristiana, pero jamás perdón: nada de calentar víboras en nuestro regazo, porque al revivir envenenarían España». Eso está recogido en un libro suyo que se llama Divagaciones intrascendentes. ¿También pensarás que es mentira?
—Pero, hijo —reaccionó, al fin, mi madre—, ¿y en las famosas chekas de los rojos, qué les hacían a los prisioneros? ¿Les daban caviar ruso, les leían poemas de Maiakovski y los acostaban en colchones de plumas?
Preferí no responder y simular que centraba mi atención en la comida. Mientras mi madre licuaba el orégano, el ajo, el aceite, la albahaca y el perejil con los que había que pintar el pan, yo puse a macerar las rodajas de tofu en una fuente con caldo y soja y rehogué la cebolla, los cuadraditos de zucchini y la zanahoria. Luego, metimos el tofu en el horno y esperamos diez minutos.
Durante todo ese tiempo, en el que sólo cruzamos algunas frases utilitarias para pedirnos la sal o un cuchillo, mi rencor hacia ella por lo que acababa de decir se fue enfriando a la vez que la cena se calentaba. En realidad, aquella opinión no era más que el eco de millones de opiniones iguales, repetidas durante años por los más cínicos y asimiladas por los más ingenuos. Pero y qué más daba: yo tenía que seguir luchando por devolverle a mi madre la perspectiva que le robó la dictadura, porque las sociedades tiranizadas son planas, les falta la dimensión de la libertad. De modo que, en cuanto puse las fetas de tofu sobre el pan, calenté una taza de arroz con mijo y un té bancha y lo llevé todo a la mesa, volví a la carga.
—Mira, déjame que te lea unas cartas de Julia Serma a su hermana, escritas en la cárcel de Ventas, que acabo de conseguir. Se las pudo dar porque Dolores se había infiltrado en unas comisiones de la Sección Femenina que iban a las cárceles a reeducar a las presas que consideraban redimibles. Allí, les inculcaban el espíritu del Movimiento Nacional, cinco días a la semana durante un año, y si al acabar las consideraban arrepentidas y, por lo tanto, salvadas, les reducían la pena.
—¿Y por qué tanto empeño en rehabilitarlas?
—En parte, ése era uno de los componentes de la locura fascista, muchos de cuyos líderes se consideraban nuevos cruzados, nuevos evangelizadores. Ya sabes, los herederos del Cid, los Reyes Católicos y todas esas mojigangas. Y supongo que era otro modo de humillar a los vencidos. Y hasta es probable que se tratara de un método para aligerar la población reclusa, que era insostenible. En cualquier caso, el papel de redentores les gustaba mucho, les hacía sentirse santos y curaba sus conciencias, y de ahí salen el Auxilio Social, las escuelas y los comedores de la Sección Femenina. Pero ¡si hasta inventaron una versión poética de este asunto que consistía en sugerirle a los cautivos que escribieran, antes de pedir alguna medida de gracia, unos versos en los que debía haber, por este orden, una alabanza de Franco, una oración a la Virgen, un repudio de su ideología, un arrepentimiento explícito de sus actos y, finalmente, una petición de clemencia al Generalísimo!
—¿Es eso verdad?
—Pues claro. De hecho, se publicó una antología con ese material. Yo la tengo, por si la quieres ver. Se llama Musa redimida y aunque la mayor parte de los autores, como es lógico, son desconocidos, también hay alguno que luego tuvo cierto renombre, como Germán Bleiberg, del que habla bastante Dionisio Ridruejo en sus memorias. Pero quiero leerte las cartas de Julia Serma. Y ten en cuenta que ella nunca pensó que se fueran a publicar, de manera que ¿por qué iba a mentir?
Mi madre escuchó en silencio, mientras tomaba sus pancitos de tofu y vegetales. Estaba visiblemente impresionada, y la vi estremecerse al escuchar la historia de la violación de aquella joven llamada Mariana, que ustedes ya conocen, y otra sobre una mujer a la que habían hecho presenciar, durante cinco días, atada de pies y manos, cómo torturaban a sus dos hijos adolescentes, hasta que perdió la razón. «Imagínate, Lola —le escribe a su hermana, después de haber detallado los episodios del suplicio—, que ya sólo hablaba de eso día y noche, sentada en su rincón de la celda, sin dejar de describir una y otra vez las atrocidades que les habían hecho, pero no de la manera que lo acabo de pormenorizar yo, sino de un modo absolutamente desapasionado, como si hablara de algo irrelevante y ajeno a ella. Estuvo así meses. Pero una madrugada entró en el calabozo, para hacer una saca, un grupo de falangistas borrachos entre los que, al parecer, doña Carmen, que así se llamaba la compañera, reconoció a uno de los verdugos de sus hijos. Lo atacó por la espalda y no se la podían quitar de encima, por más golpes que le daban. Le arrancó una oreja de un mordisco y le destrozó la cara a arañazos. Hay quien dice que lo dejó ciego de un ojo. La matarían en cualquier cuneta, porque no la hemos visto más. Mientras se la llevaban a rastras, se podían oír sus aullidos y carcajadas de loca entre el tumulto de los otros, por encima del estrépito horrible de los insultos, los puñetazos y las patadas. Pero no, yo me fijé y no eran sólo aullidos, qué va: lo que iba gritando era “¡Antonio, Manuel! ¡Antonio, Manuel! ¡Antonio, Manuel!”. Los nombres de sus hijos».
Mi madre y yo no pudimos comentar aquellas cartas, porque en mitad de su lectura llamó Virginia. Los dos nos sentíamos incómodos y, para romper el hielo, charlamos de algunas cosas triviales, como la ceremonia de clausura del instituto, la semana que me esperaba, llena de evaluaciones y juntas de profesores o, por su parte, lo bien que iba su moto, el número de clientes que había tenido esa noche en el Deméter o lo contenta que estaba con Nayaku y Nukada. No me recriminó mi silencio de todo el día, pero de todas formas yo le expliqué, a grandes rasgos, el asunto de la correspondencia de Dolores Serma y le pedí disculpas por no haberla llamado: sencillamente, me había distraído con el trabajo.
—No te preocupes, Puma —dijo—. Y acaba tu libro, que es lo más importante. ¿Hablamos mañana?
—Claro que sí. Y si tú puedes —añadí, sintiéndome abaratado hasta la ruindad por su dulzura—, nos vemos, ¿de acuerdo?
—Vale. Pero si, por lo que sea, no te viene bien, tampoco te preocupes. Sabré esperar.
Desde luego, noté una cierta decepción en su tono, pero ¿y qué iba a hacer? En las últimas horas me habían estado pasando por la cabeza muchas imágenes de la época de nuestra ruptura, lo que ella llamaba «el año póstumo», y la peor Virginia posible había resucitado de entre mis pesadillas. Los recuerdos daban vueltas en mí igual que ropa en una lavadora, sólo que con el resultado opuesto: cada vez se volvían más sucios. Además, nunca he creído en las segundas partes de nada y, si les soy sincero, las antiguas parejas que se van a la cama me recuerdan a los partidos de fútbol entre veteranos. O sea, que ya ven.
Salí a hablar al jardín y cuando regresé a la cocina mi madre ya se había ido a la cama, seguramente porque no tenía ningún deseo de seguir con la conversación, de modo que fui a la biblioteca para examinar la copia mecanografiada de Óxido. La comparé con el texto publicado en las Ediciones de la Imprenta Márquez, de Valladolid, y con el cuaderno manuscrito que me mandó Lisvano, y la verdad era que no había ninguna diferencia. Hojeé los calcos de color rosa, amarillo y verde, y vi la novela debilitarse en cada papel carbón como una voz que se aleja. «Debían ser alrededor de las doce de la mañana cuando aquella mujer, a la que llamaremos Gloria, bajó a la calle a buscar a su hijo.» / «Debían ser alrededor de las doce de la mañana cuando aquella mujer, a la que llamaremos Gloria, bajó a la calle a buscar a su hijo.» / «Debían ser alrededor de las doce de la mañana cuando aquella mujer, a la que llamaremos Gloria, bajó a la calle a buscar a su hijo». Qué lata.
La carta de Marcial Serma, el tío médico de Dolores, era breve, estaba escrita en un tono hosco y tenía varias supresiones: «Querida sobrina. Yo no sé qué andas escudriñando, ni por qué me haces ahora esas preguntas, y además por carta, cuando pudiste llamar o hablarme aquí en Valladolid, durante tu última visita a nuestra ciudad, cara a cara. Pero sí, naturalmente que yo fui el primero en saber que la pobre Julia… Vino a la consulta a que la reconociera, y eso fue, como tú dices haber deducido, aunque no sé con qué finalidad, muy poco antes de su arresto. ¿Que si sabría recordar ahora, seis años más tarde, a quién o quiénes pude…? Mira, eso no tiene ya importancia. Y en cuanto al paradero de esa…, francamente te diré que ni es de mi incumbencia ni me preocupa lo más mínimo. Que nuestra Julia, en lugar de acusar a otros, se limite a pensar en la traición que ella hizo a su familia, a su clase social y a su religión al unirse a aquel desdichado y abrazar las ideas depravadas del comunismo. Mi deber de católico es recordarte que del pecado sólo se puede salir a través de la penitencia y la contrición. Te envío mi cariño de siempre». La carta estaba fechada en febrero de 1945.
Todo me pareció, de repente, muy claro. No había nada más que mezclar lo que sabía después de siete meses de investigaciones con lo que sospechaba desde hacía tiempo y lo que, a pesar de las tachaduras, estaba implícito en esas cartas y, más en concreto, en la de Marcial Serma y en aquella de Julia en la que la maestra cuenta la historia de la joven Mariana, «la que… había estado en la Prisión de Madres Lactantes, en la Carrera de San Isidro» y a la cual violaron ante sus compañeras los falangistas que la iban luego a matar, aunque eso «qué más le daba, después de que le hubiesen quitado… Exactamente igual que…».
Copié esas líneas y las rehíce sin ninguna dificultad. Lo que faltaba en «la que… había estado en la Prisión de Madres Lactantes» era, sin duda, la palabra también. Lo que Dolores borró en «qué más le daba, después de que le hubiesen quitado…», era a su hijo. Y, en concordancia con ambas supresiones, lo que había escrito Julia al final de la siguiente frase fue a mí. A aquella desventurada, le recordó a la autora de Óxido su hermana mayor, le habían robado a su hijo «exactamente igual que a mí».
De manera que cuando Julia fue arrestada en Valladolid estaba embarazada. Y quien la había denunciado era su propio tío, el doctor falangista Marcial Serma, cuando al ir ella «muy poco antes de su arresto» a su consulta, «a que la reconociera», supo que esperaba un hijo de su esposo, el voluntario de las Brigadas Internacionales y miembro del Partido Comunista Wystan Nelson Bates. «Sí, naturalmente —le respondió a su sobrina Dolores en contestación a la carta en la que la escritora le había preguntado abiertamente por aquel asunto que ella, como es obvio, conocía a través de Julia— que yo fui el primero en saber que la pobre Julia estaba…». ¿Qué habría puesto ahí el delator? ¿Preñada? ¿Encinta? ¿En estado de buena esperanza? No importa mucho, en cualquier caso.
Marcial Serma no daba explicaciones de «a quién o quiénes» pudo haberle contado que en Julia crecía la mala semilla del rojo Bates, «y en cuanto al paradero de esa…, francamente te diré que ni es de mi incumbencia ni me preocupa lo más mínimo». ¿Esa qué? ¿Esa criatura, por ejemplo?
Para terminar, y en un rasgo típico de la impudicia de los vencedores, el médico venía a justificarse acusando a la propia víctima de todos sus sufrimientos: al fin y al cabo, la maestra nacional represaliada era quien debía cumplir una larga penitencia por haber traicionado «a su familia, a su clase social y a su religión».
Y así, basándose en esos argumentos fanáticos, y ya fuera porque Marcial Serma era uno de tantos apóstoles de la venganza y el exterminio que militaban en Falange Española y de las JONS o porque, como también era muy común en aquellos años indecentes, ambicionara las propiedades que su hermano Buenaventura le había dejado en herencia a sus hijas —y eso lo digo porque parece mucha casualidad que Julia sólo saliera de su cautiverio en 1946, unos meses más tarde, incluso, de la amnistía casi general que decretó el Gobierno en octubre del año anterior, y sólo cuando Dolores, según me había contado distraídamente Carlos Lisvano en nuestra cena del Deméter, dejó en manos de su tío la administración de sus fincas en Valladolid—, la mayor de las Serma fue entregada a los verdugos por su tío, igual que Carlota O’Neill lo fue por su suegro y como les ocurrió, aunque parezca increíble, a otros muchos españoles.
Muy pronto, en cuanto diera a luz en la cárcel de Ventas, iba a saber la hermana de Dolores que las demenciales teorías segregacionistas del coronel Vallejo Nájera, aquel maníaco nombrado por Franco responsable del Gabinete de Investigaciones Psicológicas del Ejército, iban a ser aplicadas a las condenadas republicanas con toda contundencia. Y hasta es posible que las Serma ya conociesen parte de esas teorías que trataban de demostrar que ser de izquierdas era una anormalidad psíquica, puesto que las conclusiones a las que el autor de Eugenesia de la hispanidad y regeneración de la raza y su núcleo de colaboradores fueron llegando durante la guerra civil se publicaron en los sucesivos números de la Revista Española de Medicina y Cirugía de Guerra, que se editaba, precisamente, en Valladolid, donde, como recordarán, él había cursado sus estudios de Medicina.
¿Qué fue, en cualquier caso, del bebé de Julia, cuyo paradero y destino afirmaba desconocer y, sobre todo, serle indiferente a su tío Marcial? ¿A qué familia afecta al Régimen se lo dieron en adopción? Esas mismas preguntas se las hizo Dolores Serma a partir de 1941, que fue cuando el niño o niña, de cuatro o cinco meses de edad, debió de serle arrebatado a Julia; y, como seguramente habría hecho cualquier otro escritor en su lugar, quiso descubrir una respuesta tanto en el terreno de la realidad como en el de la ficción, de forma que si por una parte empezó a recorrer despachos y ministerios, a pedir recomendaciones a gente como Mercedes Sanz Bachiller o Carmen de Icaza, a redactar instancias en las que exigía a la vez clemencia y justicia o a recurrir a ardides como el de afiliarse a la Sección Femenina, colaborar con el Auxilio Social o convertirse en reeducadora de presas republicanas, por otro lado quiso relatar su búsqueda angustiosa en la novela Óxido y, de ese modo, dejar un testimonio escrito de aquella aberración, una de las más perversas de un Régimen ya de por sí monstruoso.
No se vayan. Ahora mismo voy a contarles todo lo que ocurrió a partir de entonces y quién es quién en esta historia.
Y también les tengo que contar cómo al día siguiente de haber leído las cartas de las que acabo de hablarles, supe por qué Dolores Serma había guardado junto a sus tesoros más secretos, en la caja que puso bajo la custodia de Mercedes Sanz Bachiller, la copia mecanografiada de su novela, mientras que al original, el que llenaba la libreta que me había enviado Lisvano, parecía haberle dado, incongruentemente, menos valor.
Pero es que, ¿saben?, ese documento por cuadruplicado tampoco era sólo lo que parecía. Lo descubrí porque soy un investigador muy minucioso, de los que siempre han sabido que, en este oficio, el otro cincuenta por ciento del rigor debe ser la curiosidad. Lo digo por si algunos de ustedes son editores y les interesa contratarme mi Historia de un tiempo que nunca existió. Nunca se sabe quién te puede estar leyendo. A veces lo hace la gente más rara.