A la mañana siguiente estaba tan confuso que si alguien me hubiera preguntado cuánto son uno más uno, me lo habría tenido que pensar dos veces. Virginia me había llevado al instituto en su Honda y yo había ido todo el viaje apoyado en su espalda, con los extremos libres de su melena dándome latigazos amarillos en el cuello y las manos metidas bajo su blusa. Deberían probarlo: las curvas de la carretera, multiplicadas por las de la chica, son igual al infinito. La invité a desayunar en el Montevideo y cuando se tuvo que ir me quedé viéndola alejarse calle arriba, hasta que se perdió en un horizonte soliviantado que anunciaba una tormenta que nunca estalló. Amo lo más chino de las nubes, que decía Paul Éluard.
A las diez, Julián me subió al despacho el sobre con los papeles de Dolores Serma que me había prometido Carlos Lisvano, pero apenas lo pude abrir, porque aquél era un día de exámenes finales y los alumnos me esperaban en el aula tan nerviosos como animales en un matadero. ¿Ese rumor que oigo de aquel lado del libro significa, quizá, que se preguntan si, a la hora de evaluar, soy duro o, más bien, generoso? ¿Están de broma, o qué?
Entre examen y examen, eso sí, tuve tiempo para cambiarme de ropa —siempre guardo en mi armario del instituto un par de camisas y unos pantalones de repuesto, por lo que pueda ocurrir— y para darle un vistazo a lo que me enviaba el hijo de Dolores Serma: tres o cuatro fotografías más, entre ellas una en la que la escritora le sonreía a la cámara junto a otra mujer que, por el parecido entre ambas, no podía ser otra que su hermana Julia; una carpeta y un par de cuadernos que, según vi, ella utilizaba para todo, como agenda telefónica, dietario y libreta de apuntes. En una hoja encontrabas una idea para escribir un cuento y en la siguiente la lista de la compra o la suma de gastos del mes. Uno de los relatos se llamaba La modelo, y pensaba explicar la pesadilla de una mujer llamada Marta que posa para un inquietante retratista que, según le va dando forma a su obra, no sólo hace que ella se parezca cada vez más a lo que él está representando sobre la tela, sino que, a partir de cierto momento, la obliga a vivir lo que ha dibujado: «Un día —escribe Serma—, se fijará en que el personaje del lienzo tiene una herida en la mano, y esa misma noche se corta accidentalmente con un cuchillo. Cuando en la cara del cuadro aparece una mueca de cinismo o de perversidad, ella se comporta de ese modo, sin poder evitarlo, con quienes más quiere. El día en que la Marta ficticia aparece con una expresión de vicio en el rostro, un cigarro entre los labios y la ropa rasgada hasta casi la desnudez, la Marta real se dirige a los bajos fondos de la ciudad, entra en tabernas inmundas y se vende a un par de desdichados».
Otro de los proyectos tenía el título de El ladrón de sueños, y planeaba la historia de un hombre que roba dos monedas de una fuente y, a partir de ese instante, sufre la condena de tener que intentar realizar los deseos opuestos de las dos personas que las habían arrojado al agua. Una de ellas ambiciona poder, busca codiciosamente dinero y una posición social; la otra ansía hacerse un nombre como artista, y no duda en recurrir para ello al servilismo, la indignidad moral y el soborno. Dolores Serma dice en sus notas que será muy importante que no se especifique ni el sexo de los protagonistas ni la naturaleza exacta de sus aspiraciones: «No se sabrá, en ningún caso, qué tipo de autoridad política, militar o económica anhela la primera, ni de qué éxito habla la segunda: ¿quiere triunfar en el mundo de la música, en el de las Bellas Artes, en el teatro…?». Qué notable, la obsesión de esa mujer por las imposturas, las verdades genéricas y las vidas hurtadas.
En una libreta aparte, estaba el manuscrito de Óxido, y fue fácil imaginar, tras la caligrafía un poco infantil y la tinta degradada por los años del azul al violeta, a aquella mujer que ahora ya tenía para mí cara e historia, escribiéndolo en la biblioteca del Ateneo de Madrid, junto a Carmen Laforet. También era sencillo presumir la conmoción que debieron causarle aquellas dos bellezas de poco más de veinte años, armadas de un talento y un carácter poco usuales, a los retrógrados de la ACNP y la Falange que, por entonces, luchaban por hacerse con las riendas de la institución. Volví a mirar la foto de las dos escritoras que me había dado Lisvano en el Deméter. Maravillosas. Eran maravillosas, y tan inexplicables en aquella España de la Sección Femenina y el Servicio Social como dos peces de colores en mitad de un desierto.
Finalmente, la carpeta que incluía el sobre era un archivo en el que la novelista había guardado, entre otros recortes y según deduje tras una inspección sumarial, sus artículos para El Norte de Castilla y un par de colaboraciones en Papeles de Son Armadans. Me venían bien, en cualquier caso, para demostrar su vinculación con Delibes y Cela. Ya lo revisaría todo con detenimiento, al llegar a casa.
Cuando terminó la jornada, celebramos la tradicional comida de fin de curso, una de esas entrañables reuniones de hermandad en las que a alrededor del setenta por ciento de los comensales le gustaría envenenar con matarratas el plato de la persona que tienen al lado. Por lo general, el festejo era en la sala de profesores del instituto y se le encargaba el menú a un restaurante del centro, pero en aquella ocasión lo hicimos en el Montevideo, a propuesta mía. Eso comportaba un riesgo, sin duda, porque me exponía a que alguno de mis colegas se aficionase al lugar y me estropeara todos los desayunos del año siguiente: ya estaba viendo a Miguel Iraola, vestido con uno de sus trajes de vendedor de aspiradoras, mojar magdalenas en el café con leche, el meñique levantado y el pulgar y el índice húmedos y pegajosos como lombrices recién salidas de un desagüe; o a Bárbara Arriaga masticar una tostada de pan integral con mandíbulas de hiena… O a cualquier otro dándome conversación a esas horas destempladas en las que yo sería incapaz de desearle los buenos días al propio Jesucristo si se sentase en el taburete de al lado. Pero y qué: aquélla iba a ser una de mis últimas iniciativas de jefe de estudios, de manera que no estaba mal dejar un recuerdo amable basado en una buena comida, dado que la gente, por extraño que parezca, se suele acordar de esas cosas, hasta tal punto que luego se pasan la vida hablando de unos filetes en salsa como si fueran el Taj Mahal. ¿Qué les parece? Les preguntas qué tal en Budapest o en París, y en lugar de hablarte del Danubio o la Torre Eiffel, te dicen: «Increíble: nos comimos unas gambas con setas buenísimas. Y unas ostras como puños». «¿Y qué tal por Marrakech?». «De cine. Lo que más nos gustó fueron los sesos con tomate». «¿Praga?». «¡Me hinché a riñones guisados!». «¿Roma?». «Nunca olvidaré el restaurante Alfredo». «¿Lima?». «¡Probé el pez-globo y el delfín a la plancha!». «¿Copenhague?». «Qué rico, el arenque agridulce». No voy a añadir ningún comentario, porque todos los que se me ocurren están contemplados en el Código Penal.
Por otra parte, el festín del Montevideo tenía un ganador: mi amigo Marconi, que sacaría una buena tajada con la cuenta del banquete. Ya lo ven, casi sin pretenderlo, me estaba especializando en rehabilitar negocios en decadencia. De hecho, me pasé la tarde azuzando la gula de mis queridos compañeros: venga, hombre, pídete un asado, verás qué carne; venga, mujer, prueba la nutria; ¿nos atrevemos con otra botella de vino?; ¿es que no vais a probar la bondiola de cerdo?; venga, pídete otra copa; venga, pídete un postre, los uruguayos son los reyes del dulce; y café, que traigan más café para todos… Ya supondrán que yo, asqueado por tanto manjar con pinta de ir a mugir cuando le clavasen el tenedor, apenas probé bocado, aparte de unos cappelletti de espinacas, pero ellos engulleron con tal entusiasmo todo lo que se les puso por delante, que intuyo que al volver a sus casas tendrían que dividir la digestión en eras. Al salir, Marconi me miró por encima de las gafas y, con su sobriedad habitual, sólo dijo: «Gracias no más». Qué bien me cae ese tío.
Pero la tranquilidad, aunque fuera tan precaria y de esa clase, duró poco porque, justo cuando salía del Montevideo, me llamaron, una inmediatamente detrás de la otra, Virginia y Natalia.
Mi ex mujer me preguntó qué había ocurrido, en mi opinión, la noche antes.
Le dije que no estaba seguro.
—Y eso, ¿es bueno o es malo?
—¿Qué cosa?
—El que no lo sepas. Al fin y al cabo, tú estabas allí.
—Bueno —respondí, intentando ganar tiempo—, pero ya sabes lo que dicen los franceses: si recuerdas lo que hiciste en mayo del 68, es que no estabas allí.
—Ya, pero eso vale para la revolución, no para la restauración.
—Entonces, me estás preguntando con una respuesta… ¿Fue eso: una restauración?
Virginia guardó silencio, al otro lado de la línea. Yo tampoco supe qué añadir.
—No forcemos las cosas —dijo, finalmente—, ¿de acuerdo? Pero me gustaría confesarte algo…
—Adelante.
—Esta mañana, cuando ibas abrazado a mí, de esa forma, en la moto… Pensé que, en realidad… Creo que nunca había querido tanto a nadie; ni siquiera a ti, hace veinte años… La otra vez hubo atracción, cariño… todo eso. Pero ésta… ha sido… pura armonía. ¿Entiendes de qué estoy hablando? Desde luego, yo tampoco soy ya gran cosa… Aunque la ventaja es que ahora estoy limpia, me he escapado del veneno.
En tres segundos, me pregunté cuál habría sido su vida real en aquellos años. ¿Qué hizo? ¿Por dónde se movió? ¿Con quién estuvo?
—Siempre fuiste limpia —dije—, en todos los sentidos. Al menos, mientras eras tú.
—Bendito seas.
—Por favor…
—Y ahora, voy a hacerte la misma pregunta que me hiciste tú a mí en La Vía Láctea, la primera vez. ¿Te puedo llamar?
Me reí, aunque estaba aterrorizado, y le seguí la corriente.
—¿Y cuándo piensas llamarme?
—Siempre —dijo Virginia.
Se hizo otro silencio que a Galdós le hubiera bastado para escribir tres tomos de los Episodios nacionales. El auricular parecía algo vivo que respiraba y tragaba saliva.
—Oye, hablamos luego, cuando recupere el habla —dije.
Click, ring, ring, ring. Así, sin transición, porque mientras aún me daban vueltas a la cabeza las palabras de Virginia, llamó Natalia Escartín.
—¿No sabes lo que ha pasado? —casi me gritó.
—Pues… no. ¿Qué ha ocurrido? ¿Te encuentras bien? ¿Dónde estás?
—Estoy en el hotel Suecia, tomando una copa para calmarme. Acabo de dejar a Ricardo en casa. Hemos estado toda la tarde en urgencias.
—¿Por qué?
—Le han pegado. Esos asquerosos macarras que lo molestaban le han roto la nariz.
La voz se le astilló por el peso de la rabia, y la oí llorar.
—¿Héctor y Alejandro? No lo puedo creer. Te aseguro que haré que los expulsen del instituto.
—Mira, por mí, puedes meterte el instituto por donde te quepa. Te aseguro que mi hijo no volverá a pisarlo. Pero no te preocupes, la culpa no es tuya, ni de esos dos infelices que lo más grande que van a hacer en sus vidas es partirle la cara a un niño rico. El único responsable es Carlos, maldita sea su estampa.
—Pero… ¿por qué dices eso?
—Él lo metió en la boca del lobo. Este… déspota, con sus grandes ideas sobre el orden, el esfuerzo y la disciplina. Ahora va a denunciar al instituto, a los padres de ese par de cretinos… Todo lo soluciona así, a golpe de juzgado. Yo le había advertido que esto podía pasar, se lo dije un millón de veces.
—Lo lamento de veras, Natalia. ¿Quieres… Te apetece que me pase por ahí y hablemos?
—Hazlo, por favor.
Volví a mi despacho, para recoger el sobre con los papeles de Dolores Serma. Dejé un informe sobre el nuevo Reglamento de Régimen Interno en la conserjería, para que Julián lo fotocopiase a la mañana siguiente, salí del instituto y paré un taxi. Hacía calor y por las ventanillas del coche entraba un aire que parecía el aliento del Demonio.
No había mucha gente por la calle, y los pocos que deambulaban de un lado para otro caminaban trabajosamente, como sobre arena, bajo un sol de justicia y con expresiones de sufrimiento en la cara. Era una de esas tardes empalagosas de junio que novelistas del tipo de Daphne du Maurier o Somerset Maugham habrían llamado tórrida. El conductor llevaba sintonizada una emisora de música clásica, pero en aquel instante yo habría sido incapaz de ver la diferencia entre Las cuatro estaciones y el zumbido de una lavandería.
Cerré los ojos. Volví al Madrid de los años ochenta, a la ciudad de Virginia, la juventud y las noches sin fin, cuando la música olía a tabaco y, al volver a casa, el silencio humeaba como el cañón de una pistola. / Y en los colores oscuros se oían canciones de Lou Reed y los recuerdos dejaban en la boca un sabor a la vez amargo y dulce, parecido al de la fruta verde. / Y la mayor parte de las palabras que decíamos y escuchábamos estaban como oxidadas y un poco deshechas y según pasaban las horas se iban disolviendo en el aire caudaloso de los bares hasta convertirse en un idioma distinto, una lengua que sólo hablaban y entendían los súbditos del país de las sombras, con sus ríos de alcohol, sus campos de amapolas y sus madrugadas hechas de cristales azules. / Y en los discos de The Police se veía la luna y en los de los Sex Pistols había botellas rotas. / Y era así, exactamente. Era sentirse como algo que arde, algo de bordes difusos y anaranjados. Era notar una luz roja en la punta de los dedos, sentir la sangre llena de mercurio, dormirse en una mina de diamantes y amanecer en un barco. / Y la música cambiaba, y los focos se encendían, y mientras el hielo del vaso estaba entero parecía una pregunta y al fundirse se transformaba nada más que en una respuesta. / Y nevaba dentro de ti, y tus calles se volvían tan hermosas, tan blancas, y el suelo del bar era el suelo de un avión. / Y Virginia primero se había entregado a la heroína y luego se entregó a los camellos que se la pasaban, la estabas buscando, entraste, era una habitación con una luz roja, aquel hombre…
Abrí los ojos, sobresaltado, y un escalofrío me atravesó, fue como si el Can Cerbero de los malos recuerdos me pasase lentamente las uñas por la espalda.
En la radio del coche daban las noticias extrañas del verano: un investigador inglés aseguraba tener pruebas de que El sabueso de los Baskerville no lo había escrito Conan Doyle, sino un colega suyo al que el creador de Sherlock Holmes había asesinado, poniéndole cianuro en la bebida, para poder robarle el manuscrito. Unos montañeros acababan de encontrar en el Nanga Parbat el cuerpo congelado de Günter Messner, el hermano del más grande alpinista de la Historia, Reinhold Messner, que había sido sepultado por una avalancha hacía treinta y cinco años y era el origen de su leyenda negra: siempre fue acusado de no haberlo socorrido con tal de coronar la montaña asesina de Pakistán. Un médico francés había desarrollado un método para realizar trasplantes de cara; podía colocar el rostro de un cadáver sobre una persona que, por ejemplo, hubiese sufrido quemaduras de primer grado y, cuando un periodista le preguntó qué pasaba con el muerto, sostuvo que le colocaría una reproducción de su propio semblante, hecha de cera, para que lo pudiese velar su familia.
Bajé del taxi, aturdido tanto por el presente como por el pasado y con ganas de marcharme a casa, tapiar las puertas, arrancar el cable del teléfono, tirar el móvil al cubo de la basura, cegar las ventanas con tablones y no volver a salir hasta septiembre. Con lo tranquilo que estaba yo con mi infelicidad a la medida, mis aventuras de ocasión y mis naufragios escogidos. «Y mírenme ahora», pensé mientras me dirigía al Suecia, «teniendo que dar la cara dos veces, como si fuese uno de los donantes de ese cirujano loco del que hablaba la radio, una ante Virginia y otra ante Natalia. Dar la cara es de idiotas: los listos siempre tienen un recurso mejor».
Lo cierto es que la de Virginia había sido una gran pregunta: ¿qué fue, exactamente, lo que ocurrió la noche antes, e incluso esa misma mañana, entre nosotros? Creo que es J. D. Salinger quien dice, poco más o menos, que las emociones amorosas pueden ser de dos tipos: líquidas como la alegría o sólidas como la felicidad. Visto de ese modo, lo que pasó en aquel hotel de carretera y durante el viaje en moto de Las Rozas hasta el instituto, es que mi ex mujer y yo, quizá por primera vez en mucho tiempo, fuimos felices. Qué miedo.
La doctora Escartín no estaba en la cafetería del hotel. Lo único que quedaba de ella en la mesa que debía de haber ocupado hasta unos minutos antes eran sus ruinas: tres vasos altos que imaginé llenos de vodka con naranja, el último aún con un par de piedras de hielo a medio consumir; un cenicero con cinco o seis cigarrillos furiosamente aplastados, todos ellos con marcas de lápiz de labios de color rosa, y un folleto de una empresa farmacéutica, especializada en medicamentos contra el Parkinson, que promocionaba diferentes neuroprotectores y anticolinérgicos llamados amantadina, biperideno o pergolide, más los clásicos trihexifenidilo y levodopa. No tuve ninguna duda de que Natalia había dejado allí ese tríptico publicitario como prueba de su presencia en aquel lugar. Pero ¿por qué me había hecho ir a su encuentro y después se había marchado? Creo que fue De Gaulle el que dijo, al dejar la presidencia de Francia, que era imposible gobernar un país con doscientas cuarenta y seis clases distintas de queso. Bien, pues, en esa misma onda, yo renuncié de inmediato a entender a una mujer capaz de saberse de memoria doscientas de esas palabras de siete sílabas, similares a ciempiés, que a ella le corrían por la boca día y noche con toda naturalidad y que al resto de nuestra raza nos sonaban a una mezcla de chino e hindú de las montañas Nilgiri.
Me senté a la mesa que había abandonado Natalia, por si aún regresaba, y pedí una copa. Seguro que me iba a sentar bien. Pero cuando aún no me la habían servido, sonó el teléfono. Naturalmente, era ella.
—¿Dónde estás —dijo, sin más preámbulos, pero con voz inestable, endeudada con el alcohol—, aún… de camino… o ya en el hotel?
—Estoy en el Suecia. Acabo de llegar.
—Sube a la 536. Si quieres… Tengo… un par de cosas que… podrían interesarte.
Crucé el vestíbulo, sintiendo una absurda mala conciencia, y mientras esperaba el ascensor, me enfrenté a la mirada intimidante de los recepcionistas, un par de acicalados tan serios y solemnes como arzobispos, que me dieron las buenas tardes de modo que sus palabras hiciesen una especie de tintineo al final: el sonido de la sospecha. Que les parta un rayo. Subí al cuarto piso junto a dos ejecutivas de aspecto alemán y una gorda con cara de soprano en cuyo culo se podría escribir el Quijote a brocha. Hay que ver.
Natalia me abrió la puerta y me puso en la mano un vodka que debía de haber pedido al servicio de habitaciones. Vi una mezcla de furia, inestabilidad y excitación en sus ojos, que en ese estado y bajo aquella luz parecían mucho más verdes que castaños y le daban un cierto toque salvaje. Tenía la camisa, de color azul pálido, desabotonada hasta el punto justo en que acaba la incitación y empieza el vértigo. Se había pintado otra vez los labios, del mismo rosa que vi en los cigarrillos de la cafetería, y no llevaba el pelo como de costumbre, en una coleta, sino suelto y un poco alborotado. Estaba impresionante.
Di un trago a mi copa, la dejé sobre un mueble y la estreché. Me besó, pasando rápido de la pasión a la dulzura, y después se separó de mí y me puso la mano derecha en la mejilla, mientras me miraba de aquella manera tan suya, igual que si me tasase. Fue un gesto más bien candoroso, si me apuran hasta maternal; una caricia como de otra época, seguramente del futuro, o más bien de un porvenir que nunca llegaría, ajena a las personas y la situación en la que se daba. Y, pese a todo, fue un gesto tan real que logró conmoverme. Me estaba convirtiendo en un zanahoria, como dicen en Perú.
La doctora Escartín dio unos pasos atrás, sin dejar de mirarme a los ojos, y yo vi en los suyos que algo se endurecía, pero qué. Aún sin decir una palabra, terminó de desabrocharse la camisa. Yo hice lo mismo, porque el erotismo esta hecho de ecos y simetrías. Mientras nos desnudábamos, la iba descubriendo igual que si la recordase. Era un auténtico bombón, si es que todavía se puede describir así a una mujer sin que te demande o un colectivo feminista o una marca de chocolate. Cuando nos tumbamos en la cama, eso sí, reconozco que éramos tres: ella, el cincuenta por ciento de mí que iba degustando lentamente aquel manjar vivo y el otro cincuenta por ciento que, por mucho que lo intentase evitar, no dejaba de oír dentro de él Virginia, Virginia, Virginia, una y cien veces, como si un herrero martilleara ese nombre sobre un yunque. Por qué seremos tan complicados.
—¿Te gustaría quedarte toda la noche? —me preguntó media hora más tarde, tumbada sobre mí—. Quiero decir si pudiéramos.
—Sí.
Sonrió de mentira, pero con un ronroneo de placer.
—Lo sabía. Y ahora —añadió, poniendo su voz más aterciopelada—, compórtate como un caballero y hazme perder otra vez la cabeza. O mejor aún, házmela perder tantas veces como puedas.
Desde luego, Natalia Escartín sabía cambiar de papel. Y de qué modo. Me la imaginé ganando un Oscar por una película en la que interpretara simultáneamente a Virginia Woolf, a su padre y a una tetera china.
No salimos de la cama hasta bien entrada la noche, y entre un asalto y otro hablamos de cualquier cosa que no fuera ni su marido ni mi ex mujer, lo cual dejaba claro que eso iba aparte: simplemente, habíamos apagado los móviles y, al hacerlo, nos habíamos puesto a salvo de nuestras vidas. Bueno, no se extrañen, la infidelidad consiste justo en eso, ¿no?, en defenderte durante unas horas de todo lo que, según los casos, necesitas, quieres, te interesa o te importa y que, de pronto, deja de ser lo que te protege para convertirse en lo que te amenaza. Una sencilla inversión de términos.
En el caso de Natalia Escartín, no me cabía la más mínima duda de que, por muy indignada que estuviera con su marido, no pensaba romper ni con él ni con su mundo, lo cual resulta comprensible. Tampoco me pregunté hasta qué punto yo era una rara aventura extramatrimonial o el último de una lista; ni si el asalto a su hijo Ricardo en el instituto había sido la causa o más bien la disculpa para que ella estuviese en aquel cuarto conmigo. La verdad es que me importaba un rábano. De hecho, me producía mucha más inquietud mi propio sentimiento de deslealtad hacia Virginia. ¿Por qué? ¿A qué venía eso? Aunque, por otra parte, mejor no meterse en camisa de once varas, como suele decir mi madre. Por mi parte, siempre he creído que lo único que el ser humano demuestra con su pretensión de comprender a sus semejantes por medio de la filosofía, la psicología y la mala literatura es lo necio, megalómano e hipócrita que puede llegar a ser. ¿No les parece? Pero cómo vas a entender a los demás cuando tú mismo, en tantas ocasiones, no tienes respuestas para tus propios actos y te dejas gobernar por instintos y deseos de toda índole, sabiéndote condenado, si eres inteligente, a tener siempre más preguntas que respuestas, o al revés si eres idiota o un cura. En fin, mejor dejarlo.
—Te prometí que tenía dos cosas para ti, ¿recuerdas? —dijo Natalia—. Aún no te he dado la segunda.
—Bueno, ¿y a qué esperas?
Se levantó y fue a buscar su promesa al armario. Qué mareo delicioso, ver andar a una mujer desnuda; qué perversión de la ley de la gravedad; qué concordia basada en mil pequeños desequilibrios.
—Para ser sincera, se lo he robado a Carlos —dijo, entregándome una caja de latón—. Es la parte que él no te quería dar.
—¿Son más documentos de Dolores?
—Son las cosas que le guardaba Mercedes Sanz Bachiller. Esta caja, tal cual, es lo que ella nos entregó cuando fuimos a verla. Si te preguntas por qué te la doy ahora, te confesaré que, al margen de que esté molesta con mi marido, lo cierto es que me parece justo que puedas consultar ese material y que Dolores tenga una segunda oportunidad. Pero se está haciendo muy tarde —dijo, después de mirar el reloj, recuperando su voz más fría—. Ven al baño, y hablamos mientras me ducho.
Repito: qué raro es todo, ¿verdad? ¿O no se lo parece la manera en que las historias suceden y pasan de mano en mano con el tiempo? ¿Y el modo en que, a veces, todos nosotros nos comportamos como si fuéramos personajes de una ficción? Quédense unos instantes mirando aquella escena: un profesor de bachillerato que, en sus horas libres, prepara un libro sobre la literatura inmediata al final de la guerra civil, está sentado en el váter de un cuarto de hotel, mirando con ojos llenos de hélices cómo se enjabona, lenta y él diría que malintencionadamente, la madre de uno de los alumnos de su instituto, que le acaba de entregar, para vengarse de su marido, una caja con documentos que pertenecen a su suegra, una narradora de talento pero olvidada que escribió un libro llamado Óxido junto a Carmen Laforet mientras ésta, a su vez, escribía su obra maestra Nada, y que, por razones aún impenetrables, custodió durante décadas la viuda de Onésimo Redondo, la fundadora del Auxilio Social. El maestro no sabe qué contendrá exactamente aquella especie de cofre del tesoro que lleva meses buscando para intentar esclarecer algunos de los muchos enigmas que rodean a la novelista misteriosa, cuya imagen pública contradice casi por completo su vida privada, y la curiosidad ha puesto su corazón a cien latidos por segundo. De forma que abre la tapa, echa un vistazo y, tras unos instantes de mutismo absoluto, la mujer le pregunta: «¿Y bien? ¿Qué opinas? ¿Qué hay dentro?». Pero en lugar de contestar, el hombre vuelve a cubrir la caja, la pone en el suelo y mientras se mete en la bañera con la chica, responde:
—Bueno, lo único que sé es que dentro no estás tú; de modo que, sea lo que sea, puede esperar.
Y ella replica:
—Joder, qué lujo. Eres un verdadero prototipo: el hombre del futuro.
Así somos, puro teatro. Y, de hecho, ésa suele ser nuestra cara más divertida, ¿no les parece? Porque, en el terreno de las relaciones, cuando se acaban las mentiras, empieza la verdad; y en la mayor parte de los casos, la verdad ¡suele ser tan tediosa y, sobre todo, tan decepcionante! «Venga, cariño, y ahora que nos conocemos mejor, ya podemos tirar los libros de caballería y convertirnos en un par de Sancho Panzas. Así que ponte la bata, fríeme unas croquetas y dame un masaje en los pies. Te quiero, gordi».
Regresé a Las Rozas en taxi. Al entrar en casa, el estómago me recordó que no había cenado, de manera que me senté en la cocina para tomar alguna cosa y mirar con más calma lo que me había dado Natalia. En la autopista, a oscuras dentro del coche, no había identificado más que un carnet de la Falange Española y de las JONS a nombre de María de los Dolores Serma Lozano, una medalla, un paquete de cartas atadas con una cinta y una voluminosa copia mecanografiada de Óxido hecha en aquellos antiguos folios, hoy prácticamente en desuso excepto para los blocs de facturas, que llevaban tres hojas de papel carbón pegadas, una de color amarillo, otra rosa y otra verde, para hacer de una sola vez cuatro copias de cada texto.
La medalla no era una imagen religiosa, como había supuesto, sino una modesta condecoración de cobre con el emblema del Auxilio Social, que debían de haberle concedido en alguno de aquellos Consejos Nacionales a los que eran tan aficionados los mandos de la Sección Femenina, en pago a sus servicios, y que relacioné de inmediato con la fotografía en la que la escritora aparecía con Pilar Primo de Rivera durante una entrega de premios. También había una de aquellas insignias cubiertas de esmalte que acreditaban que su portadora había realizado el Servicio Social.
La copia mecanografiada de la novela no aportaba nada nuevo: empecé a leerla y, en principio, no parecía haber cambios con respecto a la obra publicada. Naturalmente, tendría que cotejarlas, para encontrar cualquier variante o, por ejemplo, los posibles cortes de la censura.
Lo que entonces me pareció más interesante, las cartas, eran de Mercedes Sanz Bachiller, de Carmen de Icaza, de su hermana Julia, su tío Marcial y, ocho o nueve, estaban escritas en el papel timbrado del Ministerio de la Gobernación; pero casi todas ellas resultaban prácticamente ilegibles a primera vista, porque tenían tachadas con tinta negra numerosas líneas, cuando no párrafos completos. ¿Habría hecho eso la propia Dolores Serma? ¿Quién, si no? ¿La viuda de Onésimo Redondo? ¿Con qué fin? Otro acertijo por resolver.
En cualquier caso, ya me pondría a pensar en eso al día siguiente. Estaba desfallecido y con más ganas de dormirme con Natalia Escartín en la cabeza que con Dolores Serma. Cuando encendí el teléfono, para leer los mensajes, había uno de Virginia: «Hola, ¿me recuerdas?». Lo había enviado media hora antes, hacia la una. «Perdona, es que al final me he liado…», respondí. Un poco de humor corrosivo nunca viene mal.
Me dormí tarde y hecho un mar de porqués relacionados con Natalia Escartín, con Virginia y con Dolores Serma. Entre otros, éstos: número uno: ¿cómo es que no había entre sus fotos ninguna de carácter más familiar, una en la que estuviese con su marido alemán o con su bebé? Y número dos: ¿por qué guardaría la autora de Óxido tan celosamente, fuera de casa y bajo la custodia de Sanz Bachiller, la copia a máquina y por cuadruplicado de su novela, mientras que el cuaderno que contenía el manuscrito lo conservó siempre en su poder y, por lo tanto, lo debió de considerar, de manera ilógica, un documento de menor interés? Tal vez no tuviera ninguna importancia, y de hecho, nada más pensarlo, lo descarté como una pregunta sin demasiado relieve. Pero muy pronto sabría que era otra cosa: una buena intuición.
Empezaba a dormirme cuando la alarma del móvil anunció la llegada de otro mensaje. Sería, obviamente, de Virginia, a quien, como saben, debía una llamada, y estuve a punto de apagar el teléfono sin mirarlo. No pensaba responder, en parte por pura cobardía pero también porque, en realidad, no tenía mucho que decirle. Todavía no.
Pero resultó que el SMS no era de Virginia, sino de Gordon McNeer, a quien su colega de Oxford ya le había pasado el dato que le pedí a través del correo electrónico: según constaba en el certificado de defunción al que había tenido acceso la investigadora, Wystan Nelson Bates, el marido de Julia Serma, murió en Southampton, el 14 de septiembre de 1959. La causa del fallecimiento había sido una neumonía.
De manera que, efectivamente, ni lo habían matado las tropas franquistas en la Casa de Campo, durante la guerra civil, ni su cadáver fue repatriado a Inglaterra, ni nada parecido: toda esa historia que Dolores Serma le contó a su familia era un puro invento. Pero ¿por qué les había engañado? ¿Qué se ocultaba tras esa ficción? Pronto lo iba a descubrir. Y no se inquieten, ustedes también lo van a saber muy pronto.