—Buenos días —dijo Bárbara Arriaga, a quemarropa y con tanta rudeza que hubiera sido difícil distinguir entre su saludo y un obús.
Había entrado en mi despacho de estampida, a las nueve y dos minutos, cuando aún no me había dado tiempo a sentarme y el aroma del café que me acababa de tomar en el Montevideo todavía me perfumaba la boca.
—Buenos días —respondí con prevención, esperando a ver qué salía de entre aquella buscarruidos.
—Yo lo haré —dijo—. Si te atreves a dejarme el puesto, yo seré jefa de estudios.
—Vaya… Esto sí que es una sorpresa.
—¿Tú crees? ¿Y por qué? Así matamos dos pájaros de un tiro.
«Sí, y uno de ellos es un cuervo: tú», pensé, mientras su mirada de camorrista me acechaba.
—Mujer, comprenderás… Es que me llama la atención que primero me denuncies y ahora… Aunque, pensándolo bien… ¿Por qué no? Si te parece, hacemos borrón y cuenta nueva.
Ese discurso zigzagueante lo intercalé en los huecos que dejaba la lucha que mantenían mis instintos y mis intereses. Los primeros me empujaban a mandarla al infierno y a humillarla todo lo que pudiera. «Voy a hacer que te tragues tu orgullo, y puedes estar segura de que será la cosa con peor sabor que hayas probado jamás», me oí decirle. Los segundos me daban buenos consejos: «Pero ¿no es esto lo que estabas buscando? Pues entonces, ¡aprovecha la oportunidad!». Le hice caso a mis intereses. Al fin y al cabo, lo importante es escapar, qué importa quién te abra la puerta del calabozo.
—Por mí no hay ningún problema —dije—. Es más, aunque en algún momento hayamos tenido nuestras… llamémosles discrepancias, nunca dudé de tus méritos ni de tu profesionalidad. Sé que vas a ser una gran jefa de estudios.
—Así es —respondió con su sequedad característica—. Y, en cualquier caso, mejor para todos, ¿no te parece?
—Sin duda —dije, mientras me preguntaba hasta qué punto la profesora de Física y Química daba aquel paso nada más que para librarse de mi aversión hacia ella o, en el fondo, ambicionaba mi cargo desde el principio y nuestro enfrentamiento no era más que una disculpa. ¿Por qué no? Ella era ambiciosa y la ambición nos hace tan ingenuos que confundimos ser libres con que nos cambien a una jaula más grande. Que me lo digan a mí. De cualquier modo, ése no era mi problema.
Acordamos comer juntos en el Montevideo para planear el traspaso de poderes, que era muy sencillo, y la vi salir por la puerta con una dignidad de reina ultrajada, envuelta en aquella perpetua bata blanca que le añadía a su personaje un punto de irrealidad. Mira por dónde, resulta que al final mi único aliado en el instituto iba a ser, justamente, mi peor enemiga. La solución había crecido a la sombra del problema como la balsamina crece junto a la cicuta y es el antídoto más eficaz contra su veneno.
Sin perder un segundo, llamé al director para proponerle a Bárbara Arriaga como mi sucesora, y le pareció estupendo. Me hubiera gustado decirle que si la cara dura se pudiese dividir en parcelas, en la suya habría espacio para edificar dos urbanizaciones y un hipermercado. En lugar de hacer eso, telefoneé al inspector de la Consejería de Educación para comunicarle que Arriaga y yo habíamos llegado a un arreglo y saber si, en esas condiciones, era posible parar mi expediente. Me tranquilizó de inmediato: no debía preocuparme porque ni siquiera lo había abierto.
—Mejor así, ¿no le parece? —dijo, resoplando al otro extremo de la línea como un hipopótamo en un estanque.
—Sí, mucho mejor —respondí—. Más paz y menos trabajo para todo el mundo.
Consulté mi agenda, para ver qué clase de día me esperaba, y vi que la primera cita de la mañana, que era con la madre de un alumno que había suspendido dos evaluaciones de Dibujo, estaba concertada para las diez menos cuarto; de modo que, tras la interrupción de Bárbara Arriaga, tenía media hora libre a la cual agarrarme como a un clavo ardiendo. A por ella.
Encendí el ordenador y mientras silbaba aquella vieja canción de James Brown que dice «no cuentes mentiras sobre mí / y yo no diré la verdad sobre ti», firmé con la mano izquierda, y con una caligrafía inventada, el documento que me había enviado Carlos Lisvano: total, no lo pensaba cumplir.
—Buenos días, jefe, ¿un cafetito?
Vaya, ahí estaba el bueno del conserje, tan obsequioso y tan inoportuno como de costumbre. Ahora me contaría sus últimas aventuras de afectado por el Síndrome Alimentario Nocturno.
—Muchas gracias, Julián, pero ya sabe que no tiene por qué tomarse molestias.
—¡Qué molestias ni qué ocho cuartos! Si ya sabe que lo hago de mil amores.
—Bueno, pues es muy amable. Y, por lo demás, ¿qué tal anoche? ¿Algún contratiempo?
—No, que yo sepa. Por lo visto, me levanté y me comí un plato de conejo con tomate que había dejado mi señora en la mesa de la cocina. Y hasta tiré los huesos a la basura.
—Lo celebro, Julián. Ése es un gran avance.
—Gracias, jefe. Ojalá fuera tan comprensiva la parienta, que resulta que va ahora, la muy raspa, y me sale con que a ver si me suben el sueldo aquí en el instituto, o me da una pensión la Seguridad Social, o lo que sea, porque eso de tener que contar con otra ración para cuando estoy sonámbulo nos descabalga el presupuesto. Y yo le digo, vale, y qué hacemos, ¿me atas con cinta aislante al colchón y así no me levanto?
—En fin, pues nada: paciencia. Y ahora, me va a tener que disculpar —concluí, señalando la pantalla del ordenador.
—Venga, pues hasta luego entonces. Y a mandar —dijo, saliendo del despacho—, que ya sabe que aquí estamos para lo que sea.
El teléfono comenzó a sonar. Era la representante de la APA, que tenía algo importantísimo que decirme sobre no sé qué actividades extraescolares que habían sido suspendidas porque el profesor de Matemáticas, Miguel Iraola, había puesto un examen en la misma fecha en que iban a llevarse a cabo, lo cual era inadmisible, nocivo para nuestra credibilidad, un claro ejemplo de falta de coordinación y etcétera, etcétera, etcétera. Cuando acabé esa conversación, se presentó en el despacho el profesor de Dibujo, Pablo, para traerme los exámenes del chico cuya madre iba a venir a verme a continuación, y para comunicarme que lo había pensado bien y no sería, de ningún modo, el nuevo jefe de estudios. No me molesté en contarle que el puesto ya estaba adjudicado. Finalmente, me llamaron, por este orden, uno de los miembros del Consejo Escolar, Virginia y mi madre. A continuación, golpeó en mi puerta la primera cita de la mañana.
—Muy buenos días, señora Martínez. Tome asiento —le dije, mientras cerraba el ordenador, que dejó escapar un rugido de fiera moribunda, al apagarse. Otro día inútil.
Cuando terminó la jornada, comí en el Montevideo con la profesora de Física y Química. Fue una reunión estrictamente profesional, en la que nos tratamos con una buena educación rodeada de alambres de espino y limitándonos a estudiar los aspectos burocráticos del asunto. Marconi se alegró al verme llegar al restaurante acompañado, y le ofreció su mejor menú a Bárbara Arriaga: bondiola de cerdo, pulpón, vacío con papas, filetes de nutria o, si tenía apetito, un verdadero asado uruguayo. Pero ella, tras escucharle sin aparente interés, le pidió lo mismo que yo: un sándwich olímpico. Marconi anotó la comanda y se fue hacia la cocina sacudiendo la cabeza. Cuando regresó con un aperitivo y mi botella de Château Cantemerle, le ofrecí una copa a la futura jefa de estudios, pero tampoco la quiso: pidió un vaso de agua. Qué austeridad. Yo me tomé dos vasos seguidos: la razón por la que bebo es para hacer más interesantes a los demás, como decía Oscar Wilde.
Cerramos el traspaso de poderes y, nada más terminar, vino a buscarla su marido, un hombre obeso y bastante alto en cuya expresión se conjugaban la mansedumbre y el estoicismo, con una hermosa voz de cantante italiano que hacía juego con la de su esposa y del que, para terminar, sólo diré que sumando sus orejas, su nariz y su bigote, lograbas una mezcla perfecta de koala, ornitorrinco y morsa. En los diez minutos que estuvo en el local, se tomó un Château Cantemerle, un sambayón y un café solo. Me cayó bien, pese a las circunstancias.
Al salir del Montevideo, cogí un taxi hasta la casa de Carlos Lisvano, que estaba en una de las zonas más caras de la ciudad, eché el contrato al buzón, me entretuve unos instantes en mirar el jardín, el césped impoluto y el fogonazo azul de la piscina, y me pregunté cómo podría ser mi vida en un sitio de esa clase y junto a una mujer como Natalia Escartín. Ya ves tú.
Mientras volvía a Las Rozas en autobús, me llamó una de mis hermanas, que es funcionaria en el Ministerio de Justicia y que, con ayuda de varias amigas que trabajan en el Ministerio de Defensa, en el Registro Central y en el Ayuntamiento de Madrid, había conseguido una información que le pedí unas semanas antes: entre las tres, habían buscado el nombre de Wystan Nelson Bates, el marido de Julia Serma alistado en las Brigadas Internacionales que, tal y como me dijo Natalia y me había confirmado su esposo, fue abatido en el frente de Madrid, en una de las escaramuzas entre rebeldes y leales que se producían de continuo en los bosques de la Casa de Campo, y cuyo cadáver, según había sabido Lisvano por su madre, fue inmediatamente repatriado a Inglaterra. Bien, pues mi hermana podía asegurarme que esa historia no era cierta, puesto que su nombre no constaba en ningún archivo, índice, registro civil o militar, no era mencionado en las listas de bajas oficiales de la República, ni había parte de defunción, ni documento alguno que ordenara o diese fe del traslado de sus restos mortales a Gran Bretaña.
El señor Bates, por lo tanto, no había muerto en España, y supongo que ustedes se preguntarán si realmente estuvo aquí o ésa también era una invención de la autora de Óxido. Yo ya sabía la respuesta, porque aquél era un punto que acababa de confirmarme mi anfitrión en Atlanta, el hispanista Gordon McNeer: su colega de Oxford, aquella profesora con la que trabajaba en un ensayo sobre los intelectuales ingleses en la guerra civil española y su relación con los autores españoles de la Generación del 27, disponía del listado completo de los ciudadanos de Gran Bretaña que habían venido a defender a la República, y entre ellos constaba, efectivamente, junto a los de celebridades como George Orwell, W. H. Auden o Stephen Spender y el del resto de voluntarios de aquel país, el nombre de Wystan Nelson Bates. Las fechas de su estancia en nuestro país también se especificaban: había entrado en octubre de 1935 y vuelto a Gran Bretaña en febrero de 1940. Lo primero no me sorprendió, porque su llegada coincidía con el comienzo del curso universitario, y no olviden que él había ido a estudiar Filosofía y Letras a Salamanca y que conocería por casualidad a Julia durante las vacaciones, en junio de 1936, cuando fue a Valladolid a visitar la ciudad. Pero el momento de su salida de España era más llamativo: en enero de 1940 hacía ya tiempo que había acabado la guerra civil y España no era, desde luego, un buen lugar para alguien que había combatido en las Brigadas Internacionales. La conclusión obvia era que no debió de poder salir y estuvo escondido, como tantos otros, hasta que logró que alguien lo sacara del país. Muy probablemente, todo eso explicaba por qué había mentido sobre él Julia Serma: tal vez desde el principio lo hizo pasar por muerto para poder encubrirlo.
Al llegar a casa, le escribí a Gordon McNeer pidiéndole otro favor: ¿podría su amiga de Oxford solicitar un certificado de defunción del marido de Julia Serma? Así sabríamos si aún vivía, cosa que, desde luego, era posible, o el lugar y la fecha de su fallecimiento.
¿Quién era Dolores Serma? ¿Por qué su historia estaba hecha de tantas mentiras e identidades inventadas? No sé qué pensarán ustedes, pero yo, a esas alturas, ya daba por confirmadas la sospechas que tuve en cuanto leí Óxido: la vida oficial de su autora, su militancia en la Sección Femenina, su trabajo en el Auxilio Social, su adscripción ideológica a la Falange y, casi con toda seguridad, su matrimonio con aquel incierto conglomerado de Rilke, Novalis y Thomas Mann a quien llamó Rainer Lisvano Mann, eran pura ficción, mientras que lo que había contado en su novela era la verdad. Sólo restaba descubrir los pormenores de esa verdad.
Esbocé un párrafo que recogía más o menos esas ideas, con la intención de volver sobre él cuando tuviese más datos, y seguí adelante con mi estudio, sintiéndome como si acabara de romper las cuerdas que me maniataban: «La impostura fue un fenómeno muy común entre los escritores de la posguerra, obligados, para sobrevivir en medio de la dictadura, a interpretar de cara a la galería un papel que les permitiese eludir la cárcel, las tijeras de los censores, la persecución, las denuncias, el ostracismo… La propia Carmen Laforet negó de forma reiterada que sus obras tuviesen la más mínima intención social o ideológica, y sin embargo una gran parte de sus relatos y novelas la desmienten con rotundidad. Casi todos los autores que hemos mencionado hasta ahora en este libro, y otros muchos, se vieron obligados al disimulo y las verdades entre líneas».
En realidad, a partir de cierto momento da la impresión de que, salvo los carroñeros que habían aprovechado el cataclismo para hacerse un nombre, prácticamente todos los demás fingían en la España de Franco, unos porque siempre se habían opuesto al fascismo y otros porque el fascismo que ayudaron a instaurar no les había dado lo que esperaban, o porque al ver el auténtico rostro de los criminales se sintieron asqueados. Como el propio Ridruejo, que se hizo demócrata sin dejar de ser falangista, y así lo evidencian sus memorias, donde José Antonio Primo de Rivera sigue siendo, en plenos años setenta, un ser humano «afable y como con un velo de melancolía y timidez en la mirada», de modales «delicados» y dueño de un magnífico «rigor verbal» que le hacía «hablar en buena prosa» y, por añadidura, un político que no sólo no fue el inspirador de la violencia sanguinaria de sus seguidores, sino alguien que debió ser considerado un auténtico pacifista: «En los medios conservadores —escribe Ridruejo— se había inventado el mote de Juan Simón, aplicado a José Antonio, porque enterraba a los muertos ceremoniosamente, sin vengarlos. Fue aquél un punto muy debatido en el que a José Antonio se le forzó con los hechos consumados, pues él, racionalmente, comprendía que abrir la carrera de los asesinatos políticos era crear un clima irrespirable y seguramente autodestructor». Es decir, que el fundador de la Falange también fue obligado a cometer sus actos, lo mismo que el propio Ridruejo y tantos otros, y si el primero llegaría a declarar: «Bien sabe Dios que mi vocación está entre mis libros, y que el apartarme de ellos para lanzarme momentáneamente al vértigo punzante de la política me cuesta verdadero dolor», el segundo asegura que fueron sus «condiciones naturales de orador directo e incapaz de recitar un texto previamente escrito (condiciones de las cuales fui yo mismo el primero en sorprenderme) las que determinaron mi acceso a responsabilidades que no había previsto ni deseaba». Así que ya lo ven: todos inocentes. Eso sí, no deja de ser curioso que él mismo confiese en otra página de su autobiografía, no se sabe si en un acto de desmemoria, sinceridad o esquizofrenia, que en una ocasión en que estaba en un piso de Madrid bajo cuyos balcones transcurría una multitud que celebraba el triunfo del Frente Popular, Primo de Rivera dijo: «Con un par de buenos tiradores, una manifestación como ésa se disuelve en diez minutos». O quizá es que en eso sí que coincidía Ridruejo con Juan Ignacio Luca de Tena, quien en su libro Mis amigos muertos afirma que el fundador de la Falange era «uno de los hombres más ponderados que yo he conocido: ponderado hasta en la violencia. Alguna vez he dicho que sus mayores violencias fueron siempre más inteligentes que pasionales».
Fui a la cocina a prepararme un buen café hirviendo. Mi madre, que leía una de sus obras de teatro en el salón, me preguntó a qué hora quería que cenásemos. Quedamos en quince o veinte minutos.
«Julia Serma, la hermana de la autora de Óxido, debió de sufrir experiencias verdaderamente terribles en la prisión de Ventas —escribí de regreso a la biblioteca—, si atendemos a las descripciones que de ella y de las otras cárceles femeninas de la posguerra dan autoras como Juana Doña, que cuenta en su libro autobiográfico Desde la noche y la niebla los continuos maltratos, palizas y violaciones que sufrían las reclusas en la penitenciaría madrileña: muchas eran sacadas a diario de los calabozos, llevadas a los cuartelillos de Falange y violadas. Aunque no eran los discípulos de José Antonio Primo de Rivera los únicos monstruos. Doña cuenta, por ejemplo, el caso de una joven a la que acosaba un juez militar, que le ofreció salvarla a cambio de recibir sus favores sexuales: como se negó, fue condenada a muerte y fusilada. O el de otra mujer a la que violaron siete policías, quedó embarazada y, al día siguiente de parir, la jefa de las carceleras se llevó al niño y a la madre la ejecutaron. Y fuera de Madrid, lógicamente, la historia era la misma. En el presidio de Albacete, por ejemplo, hubo “dos funcionarios del departamento de hombres” que “fueron una pesadilla para las mujeres a todo lo largo del verano del 39. En menos de tres meses violaron a treinta presas. Abrían la sala, miraban al montón, elegían a una o dos y se las llevaban no muy lejos de allí. Debajo de la escalera había un cuartucho… Se oían los gritos en toda la prisión”».
Pero no sólo era dentro de las cárceles donde ocurrían esos sucesos. Muchas mujeres, familiares de republicanos, eran castigadas en público, les hacían beber aceite de ricino «para que con el laxante arrojaran el comunismo del cuerpo», y las paseaban por las calles con el cráneo rapado y un cartel en la espalda que decía: por roja. Eran obligadas a saludar brazo en alto, al estilo fascista, y, cantando el Cara al sol, a barrer las aceras y a fregar de rodillas el suelo de las iglesias. «El episodio de Óxido —escribí— en el que Gloria, tras escribirse en la piel algunas palabras de protesta, es detenida y llevada a un cuartel donde a ella también le rapan el pelo al cero, le hacen beber aceite de ricino, la duchan con una manguera y la desinfectan con azufre, seguramente antes de violarla, sin duda demuestra que Dolores Serma conocía, por motivos obvios, lo que ocurría en las cárceles del Régimen y los sádicos escarmientos que tanto les gustaba dar a sus camaradas falangistas. Para ella, la feroz represión de los sediciosos no había sido invisible, como al parecer lo fue para tantos. El lugar que describía Óxido, con sus zanjas, sus víctimas señaladas y conocidas por todos y sus niños desaparecidos, no era un mundo de ciencia-ficción, sino la pura realidad. Era un mundo que sólo producía dolor y experiencias tenebrosas. “Si temo / mis imaginaciones / no es porque vengan de mi fantasía, / sino de la memoria. / Si me asusta / la muerte, / no es porque la presienta: / es porque la recuerdo”, escribe Ángel González».
Releí todo lo que había escrito. No estaba mal y, en cualquier caso, al fin había podido arrancarle otra vez el motor a mi libro, lo cual no era poca cosa. Menos mal, porque llevaba unos días en los que me daba vueltas a la cabeza una frase de Chateaubriand que yo había aplicado muchas veces a otros, pero nunca a mí: «La ambición para la que no se tiene talento es un crimen». Y les aseguro que cuando la miras como si fuese un espejo, esa sentencia duele.
Mi madre había preparado uno de mis platos favoritos, esqueixada de bacalao, y mientras cenábamos le conté los últimos avances de mi trabajo. Se estremeció de tal manera al oír el relato de las atrocidades que les habían hecho a las cautivas republicanas, que ni siquiera se molestó en intentar equipararlo, como hacía otras veces, con los desmanes cometidos en la otra zona.
—No creas que me sorprende —dijo—. Los dictadores nunca pueden ser buenos, eso ya lo sé. Y siempre dicen tantas mentiras…
—Ya, pero es que si hay algo que pueda llegar a ser tan malo como las mentiras, son las personas dispuestas a creerlas.
—No olvides el miedo. El miedo te puede hacer creer cualquier cosa.
Nos sentamos en el salón a tomar un té verde y vimos las fotografías que me había dado Carlos Lisvano Serma y que, en algunos casos, eran toda una metáfora de la vida de su madre, porque se trataba de imágenes casi exactas a otras que cualquier aficionado a la literatura de posguerra reconocería, sacadas, por ejemplo, en el hotel Formentor, durante el Primer Coloquio Internacional sobre Novela, sólo que con una pequeña diferencia: allí estaban los retratos mil veces reproducidos en revistas, periódicos, estudios y libros de memorias, pero en esta versión, además de Cela y Barral, Jaime Gil de Biedma, Blas de Otero o Gabriel Celaya, también se distinguía, al fondo, a esa mujer sin suerte llamada Dolores Serma. Había otras imágenes, tal vez malévolamente seleccionadas por el esposo de la doctora Escartín, en las que Serma lucía, con un visible orgullo que daba la impresión de contradecir su propia teoría de que su madre no había militado activamente en el partido de José Antonio, su uniforme de Falange, la camisa azul y el yugo y las flechas bordados en rojo; o con el delantal blanco del Auxilio Social. En una de las primeras, recibía un diploma de manos de Pilar Primo de Rivera, y en una de las segundas formaba parte de un grupo del que se destacaba, totalmente vestida de oscuro, la sólida figura de Mercedes Sanz Bachiller.
El primer impacto que me causó la cara de Dolores Serma fue tremendo: era completamente distinta de lo que había imaginado. Le había atribuido los rasgos más comunes de una mujer atractiva de la época: un rostro ovalado, de ojos penetrantes y oscuros, pómulos categóricos, nariz recta y labios finos, pintados con carmín; el pelo moreno, una media melena peinada con raya a un lado y rematada con algunos rizos artificiales, y una expresión de conjunto más bien ambigua, en parte voluntariosa y en parte débil, como si en ella lucharan infatigablemente la esperanza y el fatalismo.
No había dado ni una. La Dolores Serma real era una joven rubia, de ojos grandes y muy claros y piel pálida, nariz indefinida y labios sensuales; el pelo lo llevaba corto y levemente ondulado y, en general, su aspecto era el de una extranjera. Me recordó a una de aquellas actrices andróginas del cine mudo, con su mirada a la vez fría y romántica, su halo de inocencia y su aire etéreo.
Seguí mirando las fotos. Algunas eran documentos de gran importancia para mí, por lo que probaban. En una de ellas se la veía paseando por una calle, tal vez de Valladolid, al lado de Miguel Delibes y otras dos personas. Su apariencia era la de una adolescente. En otra, posaba a la puerta del Ateneo de Madrid cogida del brazo de Carmen Laforet. Magnífico, todo un testimonio gráfico.
Supongo que los personajes que la acompañaban en la tercera y cuarta foto no le dirían nada al abogado Lisvano, y me debió de dar esas dos copias porque en ellas su madre aparecía muy sonriente y aún más guapa que en las otras; pero yo los identifiqué en un segundo: eran Carmen de Icaza y un jovencísimo Luis Martín-Santos. Verla con la sucesora de Mercedes Sanz Bachiller no me extrañó en absoluto, pero sí me llamó la atención lo del autor de Tiempo de silencio porque, como recordarán, cuando le pregunté a Natalia si su suegra lo habría conocido me dijo que no le parecía probable, puesto que nunca les había hablado de él como de Laforet o Delibes. Eso no significaría nada concluyente por el lado de la literatura, dado el desinterés del matrimonio Lisvano-Escartín hacia ese tema, pero ¿no era extraño que no le mencionase jamás a la doctora Escartín su relación, fuera ésta poca o mucha, con un médico tan ilustre como Martín-Santos, del que además ella conocía y admiraba un par de sus obras sobre psiquiatría? Otra misteriosa reserva de la autora de Óxido. En cualquier caso, volví a tener presente que Julia Serma salió de la cárcel el mismo año en que llegó Martín-Santos a Madrid y que murió tres más tarde en la clínica de López Ibor. ¿Tendría algo que ver en todo eso el célebre novelista? Pronto iba a saber que sí.
A eso de las doce, cuando iba a ponerme a trabajar un poco más, llamó Virginia.
—Hola, marido feliz —dijo, prolongando la mascarada de la última cena en el Deméter.
—¿Cómo estás, Virginia?
—Bien, ¿y tú? ¿Cómo vas con tu libro? ¿Te dejas invitar a una copa y me lo cuentas?
—¿Ahora?
—Claro. Ahora y hoy. Los lunes son mis sábados, ya lo sabes: es el único día que echo el cierre. Y, además, tengo una sorpresa. En concreto, una sorpresa a motor.
—¿Te has comprado un coche?
—Una moto. Una Honda de 500 centímetros cúbicos.
—No sabía que tuvieses carnet.
—Hay muchas cosas que no sabes. ¿Te voy a buscar y tomamos algo por ahí? Conozco un par de sitios en la carretera. Me hace ilusión que seas el primero en verla.
—Vaya, desde luego, Virginia, eres un auténtico mar de sorpresas. Pero la verdad es que…
—¡Por favor! Así te despejas un poco.
—No sé.
—¡Anda, di que sí! ¿Te recojo en veinte minutos?
—Está bien —dije. Cómo iba a negarme, después del favor que me acababa de hacer.
Apunté un par de ideas que se me habían ocurrido mientras miraba aquellas fotos y que, obviamente, pensaba comentar en mi texto, y apagué el ordenador. La verdad es que estaba cansado, me dolían como de costumbre los dedos y la espalda, los ojos me ardían y en las piernas, más que músculos, me daba la impresión de tener bisagras oxidadas. No me iba a venir mal relajarme un poco.
Me di una ducha. Tomé una taza de café para despejarme. Le conté a mi madre que iba a dar una vuelta con unos amigos, aunque no estaba muy seguro de la necesidad de esa mentira, y caminé hasta la entrada de nuestra calle para esperar allí a Virginia. Qué guapa me pareció al quitarse el casco y surgir de él como Atenea de la cabeza de Zeus, con los ojos verdes enardecidos por la velocidad, la cara un poco sonrojada y el pelo rubio que agitó como si avivase una hoguera.
Lo último que me dijo, unas horas más tarde, con la voz difuminada por el sueño, fue: «¿Te la imaginas ahora? ¿Te imaginas a tu Dolores en su habitación de la residencia? Allí… sin saber qué está pasando…». Y después, se quedó dormida. Encendí la luz para poder mirarla a solas, sin ella de testigo: no diré que en su cuerpo desnudo seguía siendo 1980, pero aún era preciosa. En cuanto a mí, me sentía como Napoleón en la isla de Elba, aunque no supe si estaba llegando al exilio o regresaba de él.
Al otro lado de las ventanas, los coches pasaban junto al hotel en el que estábamos y luego se perdían en la oscuridad. Qué raro es todo.