Capítulo catorce

Hace más ruido un árbol que cae que todo un bosque que crece. No sé quién dijo eso, pero fuera quien fuera, estaba pensando en mí. El árbol que cae era el instituto; eran las horas de plomo, los alumnos que un mes y medio más tarde, pues ya estábamos a mediados de abril, iban a acabar el bachillerato sin entender la diferencia entre Shakespeare y Agatha Christie y que, probablemente, en dos o tres años no serían capaces ni de encontrar China en un mapa de Asia. Todo eso que hacía tanto ruido y era tan poca cosa.

El bosque que crece era mi ensayo sobre Carmen Laforet y Dolores Serma que, efectivamente, después de tanta investigación y tantas lecturas, ya daba sus frutos, aunque fuesen amargos. Y ni siquiera estoy muy seguro de eso. Existen las mentiras piadosas, pero ¿la verdad puede ser amarga? No lo creo. Y si lo es, será en el mismo sentido en que lo son todas las cosas que, aunque escuezan, curan las heridas.

La cita con Carlos Lisvano había tardado un mes en concretarse, puesto que, según insistía Natalia ante mis continuas protestas, era un hombre sumamente ocupado; pero, al fin, fue fijada para la noche del penúltimo domingo de abril. Tenía que ser en domingo, porque el viernes y el sábado eran días de mucha agitación en el Deméter, que para entonces se había convertido en uno de los restaurantes de moda en Madrid, y Virginia no hubiera podido atendernos. Además, en esa cena iba a estrenarse una nueva camarera, que se llamaba Nukada y era prima de Nayaku. Virginia estaba feliz:

—¿Te das cuenta? —me dijo, al contármelo por teléfono—: Se llama Nukada en honor de una emperatriz japonesa del siglo VII que era la mejor escritora de su tiempo y una mujer fascinante. Fue esposa de dos emperadores, primero de Tenmu y después de su hermanastro Tenyi, y amante de ambos toda su vida. Nada más entrar en el Deméter, mi nueva empleada ha puesto en la puerta de la cocina uno de los pocos poemas que se han conservado de la princesa, un tanka que dice: «El cuchillo es un pájaro que añora / todo lo que él perdió / y llora con mis lágrimas / todo lo que yo extraño». ¿No es maravilloso?

Me pregunté si, realmente, Virginia había cambiado algo en todo aquel tiempo, y me respondí que, más que cambiar, ella sólo se desplazaba: un poco hacia la izquierda, un poco hacia arriba o abajo, pero siempre dentro del mismo círculo. Si quieren, un círculo con polos o extremos yin y yang, como la comida macrobiótica, pero con su núcleo invariable de filosofía Zen, haikus, arte ikebana y, en general, aquella especie de misticismo a la vez candoroso y autosuficiente que había construido a su alrededor y que, más que de templo, le servía de búnker: aquí estoy yo y ahí fuera está el mundo.

En cualquier caso, cuando hablaba con mi ex mujer, y más aún entonces que ya había conseguido saltar por encima de sus problemas y estabilizarse de nuevo, mi impresión era que yo había cambiado hasta volverme otra persona, mientras que ella permanecía invariable, tallada en el mármol suave y duro de sus convicciones. Como prueba, diré que la impresión de Virginia que parecía haberse llevado Natalia tras su encuentro de Navidad en el Deméter, coincidía a grandes rasgos, y salvando todas las distancias obvias entre dos situaciones tan distintas, con la que yo mismo tuve la primera vez que la vi, en La Vía Láctea. Qué mujer tan «delicada», tan «espiritual», habíamos dicho a coro, aunque fuese con una diferencia de más de veinte años, Natalia y yo. Pero, naturalmente, se trataba sólo de eso, de una impresión que, como suele ocurrir, sólo coincidía en parte con la realidad. La primera vez que nos dimos un beso, en el Café Ruiz, aquella tarde de la que ya les he hablado, le dije: «Eres increíble. Eres absolutamente increíble». Y tenía razón.

O tal vez sea sólo que lo que se ambiciona siempre es una versión desorbitada de lo que se consigue y, por tanto, no hay conquista o triunfo que no conlleve una decepción. «Cuando el deseo se cumple, el sueño se rompe», dice Ana María Matute, tan hábil a la hora de construir sentencias.

Mi vida en el instituto seguía siendo un suplicio, aunque mi plan empezaba a concretarse. El inspector de la Comunidad se había presentado en el centro para hablarle de mi problema al director, y éste, siempre dispuesto a esquivar sus responsabilidades, le había dicho que no tenía inconveniente en que yo dejase mi puesto de jefe de estudios, pero siempre y cuando fuera a partir del próximo curso y sólo si yo mismo encontraba un relevo. Ahí lo tienen: astuto como un prestamista, vago como un gato persa y con una cara dura que podría medirse en hectáreas. Y pensar que me había rebajado a ser su jefe de estudios a cambio de doscientos cincuenta cochinos euros al mes. Qué imperdonable, convertirte en tu propio Judas.

Fui a verlo a su despacho y cuando le dije que, en rigor, era él quien tenía la potestad y el deber de buscar a mi sustituto, me respondió:

—Técnicamente, sí.

—¿Entonces?

—Nada. Entonces, nada. ¿Qué quieres que te diga?

—¿Lo harás?

—Lo haré… —dijo, interrumpiéndose para mirarme con una expresión torva que me demostraba una hostilidad gemela de la mía hacia él— cuando encuentre un hueco en mi agenda. Aunque ahora, la verdad es que tengo mil cosas entre manos.

—Ya, pero la cuestión…

—… La cuestión es que para que tú puedas desentenderte de tus obligaciones y saltar del barco, otro tiene que estar dispuesto a coger tus remos. ¿Me explico?

Me puse a contar hasta diez en húngaro: egy, ketto, három, négy[1]… Al terminar, le dije que no se preocupara, que yo me encargaría del tema. Le pareció fantástico. También le hubiera parecido fantástico que el mundo ardiese a su alrededor, siempre que él no tuviera que barrer las cenizas. Qué tipo.

En cualquier caso, era evidente que si quería librarme de la jefatura de estudios tendría que arrancarme yo mismo el anzuelo de la lengua, de modo que me puse manos a la obra.

Empecé por insinuarle el asunto a Miguel Iraola. Estábamos en la cafetería del instituto y él engastaba en la conversación una de sus consabidas frases sobre «la importancia de inculcar en los alumnos que lo que sólo se aprende, se puede olvidar, mientras lo que se comprende no se puede descomprender», cuando le expresé mi convicción de que un hombre de sus capacidades debiera ocupar algún puesto de relieve en la dirección del instituto. Pero el viejo zorro adivinó que allí había gato encerrado, se le cruzó en la cara una sonrisa cáustica que abarató algo su trabajada magnificencia, y lo único que dijo fue:

—Sí, sí… Música celestial.

Luego, recuperó su porte, miró el reloj con uno de sus ademanes atildados y salió para su próxima clase, dando pasitos enérgicos y balanceando la cartera igual que si fuese un bastón.

Tras el profesor de Matemáticas, sondeé a los de Educación Física y Lengua, Sebastián y Matilde. Siempre me habían caído bien, él con su eterno chándal rojo y su silbato al cuello, aparentemente desinteresado por todo lo que no fuera su gimnasio, sus pistas de atletismo y sus entrenamientos, fuera del horario escolar, del equipo de baloncesto; y ella porque era seria, inteligente y aún conservaba, tras sus dos primeros años de ejercicio, el entusiasmo por la enseñanza.

A Sebastián le dejé caer que si fuera jefe de estudios podría ocuparse en persona de las obras del gimnasio, que reclamaba desde hacía tiempo, y de mejorar nuestras instalaciones deportivas. A Matilde le hice las cuentas del Gran Capitán y le insinué que, con su juventud, si empezaba a asumir responsabilidades muy pronto pasaría de jefa de estudios a directora del instituto: bastaba con aguantar dos o tres años en el cargo, hacer un cursillo en un Centro de Profesores y Recursos y a vivir: seiscientos euros más al mes y la seguridad de tener bien guardadas las espaldas con un sueldo consolidado; además, ostentaría la representación oficial del instituto; y haría continuos viajes para asistir a convenciones o seminarios y en ellos establecería contactos de primer nivel con los peces gordos del Ministerio de Educación…

A ninguno de los dos le interesó lo más mínimo mi oferta. Y tampoco a otros con los que hablé. Algunos, como el propio Sebastián, me miraban igual que si fuera un vendedor que hubiese llamado al timbre de su casa para venderle dentífrico para perros, o algo así, y después se marchaban por los pasillos meneando la cabeza. Otros me prometían pensarlo, simplemente para quitarse el problema de encima sin ser descorteses. El único que pareció ponderar en serio la propuesta fue Pablo, el profesor de Dibujo, aunque con una condición: si fuera jefe de estudios, querría tener los viernes libres desde el mediodía, como yo. Así podría dedicarse a sus cuadros, me dijo, y preparar una exposición. No le hice notar que, aunque yo le escamotease al Estado ese medio día a la semana, los otros cuatro no sólo es que agotase todas mis horas de clase y las complementarias, sino que las excedía con holgura. Claro, cómo iba a decirle eso: hubiera sido como mentar la soga en casa del futuro ahorcado.

Con la frágil esperanza de un sí del profesor de Dibujo en el horizonte, pero sabiendo que sería difícil encontrar quien me supliera, porque ya alguien, tal vez el propio Miguel Iraola, habría ido sembrando la desconfianza de profesor en profesor igual que el jején va de oveja a oveja contagiándoles el virus de la lengua azul, seguí intentando trabajar en mi libro, que se había estancado por falta de nuevos datos sobre Dolores Serma, y daba mis clases sin ganas, abatido por el calor que empezaba a hacerse notar y tan hastiado de ellas como mis alumnos. En algunas ocasiones, la única diferencia entre un ataúd y una pizarra es que en el caso de la pizarra el muerto está fuera.

—Claro —me dijo una mañana Julián, que me acababa de cortar el paso junto a la conserjería para comentarme que, últimamente, me notaba un poco bajo de forma—, ¡si es que el tiempo no pasa en balde para nadie! Y con la edad, pues eso: que la ilusión ya no es la misma. O sea, que uno se va hamburguesando.

No me molesté en corregirle, entre otras cosas porque esa vez su error me pareció un gran acierto.

La semana que me separaba del encuentro con Carlos Lisvano la dediqué a estrellarme contra mi ensayo, con el que, como suele ocurrir, pasé de la euforia a la desesperación. Me faltaban noticias frescas sobre la autora de Óxido, de modo que intenté comenzar otro capítulo, quizás uno que comparase al triunfador Luis Martín-Santos… ¿con quién? ¿Con aquella otra escritora efímera llamada Luisa Forrellad? Empecé a leer Siempre en capilla: «Jasper, Alexander y un servidor éramos socios». Pero no, mejor no mezclar las cosas.

Me pregunté una vez más cuál habría sido la relación de Serma con Martín-Santos, recordando ese fragmento de Óxido en el que cita implícitamente al autor de Tiempo de destrucción y a Juan Benet en el dudoso club Tarzán. Qué curioso, que hubiese tantos puntos de conexión entre Dolores Serma y los psiquiatras más señalados de su época: López Ibor, Vallejo Nájera, Martín-Santos… ¿Acudiría a ellos para consultar los trastornos mentales que sufrió su hermana Julia tras su encarcelamiento? Las fechas encajaban: la hermana de Dolores fue detenida a finales de 1939 o comienzos de 1940, salió de la prisión en 1946, que es el mismo año en que llegó Martín-Santos a Madrid, y murió en 1949, en la clínica de López Ibor… ¿Visitaría también al coronel Vallejo Nájera en el sanatorio de Ciempozuelos? ¿Es por ello por lo que había tenido la curiosidad de leer algún libro suyo?

Esa clase de reflexiones eran las que me impedían continuar con mi trabajo, porque todos los caminos que intentaba seguir, daba igual si empezaban en Luisa Forrellad o en Benet, en Martín-Santos o en Delibes, me llevaban a aquella mujer en construcción llamada Dolores Serma y a su mundo a oscuras, lleno de campos salvajes en los que crecían las interrogaciones, dónde, cómo, por qué, cuándo, con quiénes.

En ese estado de distracción, volví a caer en la tela de araña de la impotencia. Lo poco que escribía estaba hueco, devorado por la carcoma de la trivialidad, y cuando veía aquellas palabras sin zumo, agarrotadas bajo el foco del flexo como actores que hubiesen olvidado su papel, me entraban ganas de mandarlo todo al infierno y darme a la bebida, porque en este mundo no hay distancia más corta que la que separa las dudas concretas de las generales, y yo ya empezaba a cruzar el puente entre unas y otras: ¿para qué perder el tiempo con esta historia? ¿A quién puede importarle, en el fondo? ¿Merece la pena dejarse media vida en esto? Las respuestas que le daba a esas dudas eran cambiantes, según mi estado de ánimo. Ya saben, la indecisión es las matemáticas al revés: sumas las mismas cosas y cada vez te dan un resultado distinto.

—¿Te puedo preguntar una cosa? —le dije a Marconi una mañana en que estábamos solos en el Montevideo y yo me sentía bastante deprimido por las dificultades que encontraba en mi trabajo.

—Andá no más —me respondió, sin levantar apenas la vista de unos vasos que secaba en ese momento.

—Cuando saliste de Uruguay… Bueno, la situación debía de ser tremenda.

La cara de Marconi se llenó de arcos. La pregunta le había parecido, sin duda, una obviedad.

—Sí, tremenda, che —dijo, y siguió con lo que tenía entre manos. Luego añadió, sin levantar la vista de su tarea—: Si hasta hubo más de uno que se vio obligado a suicidarse en defensa propia.

—Perdona, te lo pregunto por saber hasta qué punto son parecidas todas las posguerras, las dictaduras, las persecuciones… Y porque parece mentira que pueda existir gente capaz de…

Me interrumpí porque en ese momento entró al bar un cliente que, a modo de saludo, pidió una jarra de cerveza «bien fría». Era un tipo musculoso, con hechuras de culturista, y grande de verdad, de esos que cuando estornudan hay que esperar veinte minutos a que vuelva a posarse todo el polvo de la habitación. Parecía soliviantado, quizás a causa del calor, y antes de ocupar su taburete, miró los cuatro rincones del Montevideo como si buscase enemigos o provocaciones en las esquinas de un cuadrilátero. Su cara era la de alguien que sólo unos segundos antes de nacer hubiera decidido no ser un bulldog.

—Y bueno —respondió Marconi—, yo aprendí de a malas que los que siempre son iguales son las víctimas. ¿Vos no lo creés?

—Claro, claro. Y además, primero los matan y después los desprestigian. Aquí lo hicieron con los republicanos y allí con los Tupamaros, ¿verdad?

El tipo de la barra nos lanzó una mirada cenagosa y pidió otra cerveza. Se desabrochó un par de botones de la camisa, que era de tipo militar, color verde aceituna, con bolsillos de parche y hombreras, y se abanicó con el menú. Sudaba tanto que estuve a punto de llamar a un fontanero para que lo reparase.

—Fijate que a finales de los sesenta —siguió Marconi— los Tupamaros eran un entrevero de Robín de los Bosques con el Che Guevara, revolucionarios que robaban a los ricos para darle a los pobres; que desvalijaron el Casino de San Rafael y la Caja Nacional de Préstamos para repartir la plata entre el pueblo. Tres o cuatro años más tarde, los milicos ya los habían matado a casi todos. A su líder, Raúl Sendic, lo cogieron preso, se escapó del penal de Punta Arenas y lo volvieron a prender después de pegarle un tiro: estuvo en la cárcel doce años, dos de ellos metido en un pozo, con el agua por la cintura y un foco encendido sobre su cabeza para no dejarlo dormir. Luego, las Triple A liquidaron en Buenos Aires a Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, dos senadores que habían ido a refugiarse en la Argentina. Y junto a ellos cayó la dirigente de izquierdas Rosario Barredo. Y un poco más tarde le tocó a Celia Fontana… Había a diario rumores de torturas, detenciones ilegales, secuestros… Empezaron a desaparecer niños, militantes de izquierdas, maestros… Mirá, cuando me dicen que en los setenta uno de cada tres uruguayos abandonó el país, yo respondo que lo raro es que se quedaran los otros dos.

—¿Qué eran las Triple A?

—Los escuadrones de la muerte, aliados en la Argentina de la Junta de Comandantes uruguaya. Los dirigía el antiguo mayordomo de Perón que luego fue el Rasputín de su viuda, María Estela Martínez, aquel cojudo de José López Rega.

—¿El demente que hacía magia negra y se acostaba con la momia de Evita?

—Ése no más. En Buenos Aires hicieron una auténtica matanza con los refugiados del Uruguay, que salían de una ratonera para meterse en otra. Pero ¿y adónde podían ir, con Pinochet en Chile, Stroessner en el Paraguay…?

—O sea que, por lo que dices, los represores se cebaron especialmente con los maestros, como en España.

—Sí, sí, y hubo casos célebres como el de la profesora Elena Quinteros, a la que secuestraron en el jardín de la Embajada de Venezuela; o la del pedagogo Julio Castro, raptado en el centro de Montevideo y a plena luz del día. Tenés que haberlos oído, porque del primero salió la ruptura de relaciones, por nueve años, entre los dos países; y el asesinato de Castro dio la vuelta al mundo. Él era también un periodista muy conocido, uno de los fundadores del diario Marcha. Y bueno, entonces hubo una protesta internacional muy grande… El caso se hizo público y a la gente le dio en la madre; hubo recogida de firmas, se formaron manifestaciones… Por nada porque, total, ya estaba muerto.

—¿Y lo de los niños?

—Igual. Se los quitaban a sus madres recién nacidos, a ellas las mataban y con ellos hacían intercambio con sus colegas: los milicos argentinos los daban a familias uruguayas y al revés. Así era más difícil seguirles la pista.

Seguimos conversando sobre la miseria humana mientras el rey del gimnasio, con los músculos altisonantes tensados por la cólera, nos dirigía miradas asesinas. Cuando Marconi le dijo qué le debía, puso el dinero sobre la barra con un golpe estridente que relacionó las monedas con casquillos de bala, volcó sobre el mostrador el plato lleno de cacahuetes que tenía delante, nos ametralló una vez más con los ojos y salió del Montevideo con andares de pavo real. El hombre no desciende del mono: es imposible que algunos provengan de tan arriba.

Pero vamos con la cena del Deméter, que desde luego no fue un camino de rosas, por culpa de Carlos Lisvano Serma. Era uno de esos tipos de mirada condescendiente, modales rebuscados y una voz campanuda que él saboreaba como si acabasen de vendérsela en una repostería. Llevaba brillantina en el pelo, zapatos italianos, pantalones de color crema, una chaqueta azul y un reloj de oro que miraba una y otra vez con un aparatoso disimulo cuya función consistía en recordarte que era un hombre muy ocupado que accedía a perder un par de sus valiosas horas contigo. Poseía tantas credenciales, estudios y títulos que uno se lo podría imaginar yendo a una autoescuela antes de atreverse a coger el carro de un supermercado, y alardeaba de todo ello sin ningún rubor porque era, sin duda, de esas personas que creen que la razón no se la dan a uno sus argumentos, sino su historial. La mitad de sus frases empezaba recordándote su condición de economista, político y abogado y terminaba haciéndote notar que tú no eras nada de eso. La otra mitad era igual, sólo que al revés.

Por lo demás, el marido de Natalia Escartín me pareció una de esas personas explícitamente ricas a las que les gusta su dinero más que ninguna otra cosa en el mundo, con pinta de poder usar los billetes de quinientos euros como posavasos pero que serían capaces de luchar con un oso húngaro por una moneda de diez céntimos caída en la acera. Le encantaba pertenecer al bando de los poderosos, pero como ése es un lugar con poco espacio y muchos aspirantes, estaba convencido de que la vida es una competición que siempre ganan los listos y su filosofía podría resumirse con una sola frase: saber perder es de hipócritas. No seré yo quien le quite la razón en ese punto.

Lisvano fue para mí, de forma instantánea, ese hombre que acabo de describirles, uno de esos tipos a los que no les importa llegar a la meta a costa de olvidar para qué corrían, puesto que sólo les importa el dónde y el cuánto de cada cosa, siempre y cuando el primero se pueda resumir con la palabra arriba y el segundo con la palabra mucho. Él no opinará igual, claro, porque es uno de esos lechuguinos que se sienten superiores al resto de la Humanidad, creen que por decir dos frases punzantes ya son Copérnico y consideran su posición social una especie de salvoconducto: cómo no estimar aquilatado, respetable y, por extensión, concluyente el juicio de alguien con mis méritos. Vale, pues eso es lo que él piensa, y lo que pensé yo, nada más verlo, es que el hijo de Dolores Serma era tan ampuloso y a la vez tan plano como una película de chinos; ya saben: pagodas, bellezas orientales, dinamita, joyas robadas, kárate, dragones de fuego y nada debajo.

Y qué altanera es esa gente. Nada más llegar al Deméter, donde Virginia y yo esperábamos al matrimonio Lisvano-Escartín, me fijé en que el abogado miraba con cierto desprecio el local y en el modo en que aprovechó que la nueva camarera, Nukada, se ofrecía a colgar su americana en el armario del recibidor, para torcer la cara y decir, con un tono de contrariedad:

—Sí, gracias, puesto que no queda más remedio. Ya me fijé la otra vez en que no había guardarropa.

«No, pero si lo hubiese, preferiría dejarte a ti colgado en él y cenar con tu chaqueta», me dieron ganas de contestarle. No lo hice, aunque sólo porque, de momento, no me interesaba que nos llevásemos mal; pero no dejé de recordar, de cara al futuro, que, como decía Ramón Gómez de la Serna, conviene ser un poco imbécil de vez en cuando porque, si no, los demás se aprovechan y lo son sólo ellos.

Nos sentamos a la mesa más apartada del Deméter, que Virginia había protegido con un biombo y adornado con flores, velas perfumadas y pétalos de rosa alrededor de los platos. Natalia alabó su buen gusto, mientras su marido asentía cortésmente pero guardando las distancias, como si quisiera dejar claro que de esas minucias se encargaba su mujer. Cuando Nayaku y Nukada le sirvieron un cuenco de sopa de maíz blanco, otro con crema de zapallo y aduki y una taza de té verde, hizo una referencia al calor y preguntó si no podría tomar, más bien, algo fresco y, a ser posible, beber un poco de vino, siempre y cuando, naturalmente, eso no supusiera ninguna molestia. Virginia le explicó que no es bueno consumir líquidos mientras se come, porque eso dificulta la digestión, sino antes o después; y con respecto a la sopa, le contó que era muy importante preparar el estómago con algún alimento templado al inicio de cualquier comida, y le anunció que luego iban a servirle un nituke de berro y sésamo, a temperatura ambiente, y a continuación ya algo frío, una ensalada con arvejas, ramitos de coliflor cocidos, una mezcla de algas hiziki, arame y nori tostada, apio y hojas frescas de albahaca. Lisvano preguntó, siempre en un tono educado pero que llevaba dentro el caballo de Troya del desdén, qué era eso de las algas y si en el Deméter se usaba como aliño el aceite de oliva.

—No, no —dijo Virginia—. Usamos vinagre de ciruelas umeboshi y aceite de girasol.

—¡Vaya, vaya, vaya! Pero ¿es que acaso ignora que el aceite de oliva es un alimento sano y nutritivo? ¡No será usted una de esas cocineras que reniega de la dieta mediterránea!

Qué jefe. Lo había dicho todo poniéndole una mano amistosa en el brazo y con una sonrisa de reptil coleándole por la cara, pero la cuestión es que, como quien no quiere la cosa, la acababa de llamar ignorante, renegada y, sobre todo, cocinera.

Mientras Virginia le explicaba que en otras ensaladas, por ejemplo en la de tofu, zanahorias y aceitunas negras, sí que se utilizaba el aceite de oliva, me detuve un momento en aquel rostro combativo y con un punto rapaz, suponiendo que algunos de sus rasgos reiterarían los de Dolores Serma. Aún se adivinaba, al fondo de él, a un joven guapo cuya hermosura había sido viciada por la ambición, la malicia, el fariseísmo y otros pesticidas de la belleza, con lo cual resultaba, según sus gestos, alternativamente repulsivo y seductor. Su piel era morena, curtida por las lámparas de rayos uva: su boca estaba un poco curvada hacia abajo y su pelo, engrasado con aquel fijador que lo volvía brillante y untuoso, parecía algo que le hubiera saltado a la cabeza desde una charca. Me dio la impresión de que, además, se lo teñía: demasiado negro, para su edad.

Le hice unas cuantas preguntas de cortesía, que como todo el mundo sabe es el arte de dejar a los demás que hablen de sí mismos, y él me habló de su tarea como letrado de las Cortes Generales, sus años de profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense, su trabajo en varias comisiones del Parlamento Europeo y su actual dedicación total a la abogacía. Un rollo que a él le parecía Los tres mosqueteros. Natalia asistió al discurso con una sonrisa complaciente pero plastificada: se lo debía de saber de memoria. Por otra parte, la figura que representaba la pareja Lisvano-Escartín coincidía con mi idea del matrimonio como una farsa, una pura convención social. Aunque, quién sabe, tal vez es que la primera vez que te divorcias tu idea del amor cambia completamente, lo mismo que la primera vez que entras en un cementerio cambia tu idea de las flores.

—Tengo entendido que tu madre te mandó a un par de internados, ¿no? —dije, entre otras cosas para ver si había algo de rencor en él por ese asunto. En mis cavilaciones, llegué a pensar si impedirme reivindicar la figura de Dolores Serma sería para él un modo de venganza. Me equivocaba.

—Así es, y siempre se lo agradecí. Me dio una educación exquisita, yo creo que muy por encima de sus posibilidades y, obviamente, pagada con mucho esfuerzo. Todo lo que soy se lo debo a sus sacrificios, y nunca lo he olvidado. Mientras estuve en Bruselas, por ejemplo, me vino muy bien dominar cuatro idiomas, y entendí por qué ella insistía tanto en mandarme a colegios ingleses y alemanes, y en que luego estudiara Filología Francesa e italiano. En fin, una gran visión de las cosas, la suya.

—Eso fue cuando estabas en el Parlamento Europeo, ¿no?

—Sí, sí —se ufanó Lisvano—, una época apasionante, aunque también agotadora, con mucho trabajo, todo él de enorme responsabilidad, y con viajes continuos, porque tampoco podía desatender mis otras obligaciones y vivía a caballo entre Bruselas y Madrid.

«Vaya, pues debías de pasar la mayor parte del tiempo cabalgando», pensé, y de inmediato lo vi caer de la montura y recibir una coz en los dientes.

—Bueno —dije, dispuesto a agarrar, desde el principio, el toro por los cuernos—, pues me parece que un modo de pagar tu deuda con Dolores sería permitir que yo fomentara el estudio de su obra. Que, por cierto, es breve pero muy interesante. Y que no merece ser olvidada.

Lisvano se encogió de hombros y puso las palmas de las manos hacia arriba.

—¿Permitir? ¡Adelante! —dijo—. Y puedes dar por seguro que agradecemos enormemente tu interés. Mi esposa me tiene al corriente de tus investigaciones.

—Ya, pero también te habrá dicho que para poder seguir con ellas, necesito tu ayuda.

—Bueno, el problema es que no se me ocurre de qué forma podría cooperar yo contigo. Tengo que confesarte que la literatura nunca fue… mi especialidad, por decirlo suavemente. Ya sabes, demasiadas horas de Derecho Romano y demás.

—¿Qué te pareció Óxido? —dije, decidido a no dejarle echar balones fuera.

—La leí hace mucho. Interesante, sin duda, y también un poco rara, a mi juicio. Aunque, por otro lado, estoy seguro de que esa impresión define más mis limitaciones que los méritos de la novela.

Ya pueden ver que Carlos Lisvano era una demostración palpable de que la humildad es sólo uno de los sicarios de la soberbia. Ahora, si se creía que iba a desdecirle, se equivocaba. De hecho, estaba absolutamente de acuerdo con él: para mí, alguien que no lee por principio es un burro. En su caso, un burro con dos carreras; lo cual es bastante usual.

—Volviendo a la ayuda que me podrías prestar —dije—, básicamente se trata de darme algunos datos biográficos sobre Dolores. La verdad es que no sé mucho de ella. Necesito conocer su historia y la de su hermana Julia.

Lisvano me miró con ojos de lobo, tomó un bocado del plato que acababa de servirle Nukada, asintió apreciativamente y se giró hacia Virginia.

—Delicioso, querida. ¿Qué es?

—Seitán con batatas.

—¿Qué es el seitán? ¿Un pescado?

—No, no —contestó ella, riendo—. Es una proteína vegetal, de categoría yang, derivada del gluten del trigo. Con ella, con los porotos aduki y otras legumbres, como las lentejas o los garbanzos, y con el tofu, suplimos el consumo de carne.

—¿Y eso es suficiente?

—Seguro. Los porotos, de hecho —siguió Virginia, en plan didáctico—, aportan a nuestro organismo más proteínas que la carne y ni la mitad de sus calorías. Y van maravillosamente bien para los riñones y el páncreas.

—¿Y qué opina de todo eso la medicina tradicional? —dijo él, girándose con aquella rigidez algo robótica, en esta ocasión hacia Natalia. Qué tipo tan envarado.

—Nada que objetar —respondió la doctora—. A fin de cuentas, nuestros fármacos salen de la naturaleza, o la imitan.

—Sin embargo, tú no confías en la macrobiótica, sino en la química.

—Bueno, pero que haya elegido esa opción no significa que crea que es la única. Simplemente, pienso que el naturismo, la acupuntura y todas esas cosas pueden llegar hasta cierto punto y nosotros podemos llegar un poco más allá.

Virginia, como es natural, podría haber explicado que sabía por propia experiencia hasta qué punto eso era cierto, pero no la dejé e interrumpí la discusión que había fabricado Lisvano, de forma malintencionada, para evitar hablar conmigo de su madre.

—Por ejemplo —insistí, tratando de tomar otra vía pero dispuesto a caer sobre Lisvano como si él fuera Egipto y yo la plaga de langostas bíblicas—, Natalia me ha dicho que naciste en Berlín. ¿Qué hacía Dolores en Alemania?

Me observó, aún sin demasiado interés, pero ya sí bajo la lupa de la curiosidad, sorprendido por mi obstinación, y antes de darme una respuesta hizo todos los gestos del manual del demagogo: dejó teatralmente sobre el plato la porción de seitán que se disponía a comer; se limpió con la servilleta con tanta lentitud que en ese rato podríamos haber leído los diez primeros capítulos de Fortunata y Jacinta; volvió a encogerse de hombros y a poner boca arriba las manos y, finalmente, suspiró como un boxeador que soltara aire antes de empezar la pelea.

—Vaya, ¡empieza el interrogatorio! ¿Y qué más le has contado, Natalia? —dijo, mirándonos con cierto aire de sospecha. «Los celos saben más que la verdad», dice García Márquez. Pero no siempre, añadiría yo.

—¡Todo! —bromeó la doctora Escartín, haciendo un círculo en el aire con el dedo índice—. Se lo he contado todo, incluyendo lo peor.

Virginia me miró como si intentara leerme, y luego miró a Natalia, mientras Nayaku se inclinaba a comentarle algo.

—¿Había ido allí a estudiar? —porfié—. ¿A trabajar? ¿Iba de paso hacia alguna otra parte? Creo que naciste en 1946, ¿no? El año 46 Berlín no era, precisamente, un destino turístico.

—Mi madre estaba allí desde hacía un par de años, según tengo entendido. Mis padres se habían casado en plena Guerra Mundial. Ya ves, un amor de película, con bombardeos, malvados oficiales nazis y héroes de la Resistencia, sólo que sin final feliz: a él lo mataron los rusos, sin que nunca supiéramos por qué, cuando mi madre estaba embarazada. Bendita Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas —enfatizó—, liberadora de los pueblos oprimidos del mundo.

—¿Tu padre pertenecía a la Resistencia? ¿Cómo se llamaba? ¿Dónde se conocieron?

—Aquí, en Madrid. Y sí, luchó en la Resistencia, primero en Francia y luego en su país. Su nombre era Rainer. Rainer Lisvano Mann.

—¿En Madrid? ¿En qué año? ¿Se enroló también él en las Brigadas Internacionales, como el marido de tu tía Julia?

—¡No, por Dios, qué disparate! Había venido a España después de la guerra, para estudiar Bellas Artes y Filosofía y Letras. Creo que era un gran amante de nuestra cultura.

—Entonces, igual que Wystan, el esposo de Julia —dije, perseverando por llevar el agua a mi molino.

—Sí, pero eso no es raro en modo alguno: España posee muchos atractivos, ¿no crees? Mi padre y mi madre se conocieron en la Universidad. Y cuando él regresó a Alemania, para luchar contra Hitler, ella lo siguió, naturalmente. Fíjate qué par de idealistas maravillosos. De hecho, acostumbro citarlos —añadió, en un tono entre desafiante y resentido— cuando alguien viene a darme lecciones de democracia o me saca sus credenciales de luchador por la libertad.

Se notaba que el hijo de Dolores Serma se había dedicado indistintamente a la política y la abogacía, porque era hábil como un prestidigitador e impúdico como una rata de agua.

—Bueno, por lo que yo sé, al marido de Julia también lo mataron en el frente de Madrid mientras luchaba por la libertad.

Su rostro se endureció y apareció en él una sonrisa que se parecía a un balazo en una lata.

—Sí, sí, la libertad… Creía que ya no quedaba nadie que no supiera que la libertad y el socialismo son como el agua y el aceite.

—Dolores debía de pensar, más o menos, del mismo modo —dije, sin dejarme arrastrar por su provocación—, puesto que militaba en la Falange.

—En la Sección Femenina, si no te importa; y, concretamente, en el Auxilio Social. De acuerdo, de acuerdo —añadió, a la vez que levantaba la mano derecha para detener, de forma preventiva, cualquier cosa que yo fuese a decir—, llevaban el mismo uniforme, pero que eso no te confunda: a mi madre, igual que a su jefa Mercedes Sanz Bachiller, no le interesaba en absoluto la política; sólo era una persona generosa, que siempre quiso ayudar a los más desfavorecidos. Como sabrás, el trabajo en los comedores para huérfanos, los talleres de costura, las clases de alfabetización y el resto de las labores que desarrollaban no eran remuneradas. O sea, que lo hacían por puro altruismo.

—No todas ellas. Las llamadas divulgadoras tenían derecho a un salario mensual de setenta y cinco pesetas, en algunos casos de cien. Y otros cargos también se pagaban.

—A ella no, y ése es un punto de interés, porque si intentas darle una explicación ideológica a un simple acto de caridad, cometerás un error. En todo caso, podrías pensar en motivos religiosos, si eso no te causa ningún tipo de problema…

—¿Tu madre era una persona religiosa?

—Desde luego que sí.

Me acordé de la escena de Óxido en la que Gloria quiere entrar en una serie de iglesias para preguntar por su hijo desaparecido, o tal vez para confortarse, y siempre las encuentra cerradas.

—Te agradezco muchísimo la ayuda que me estás prestando, Carlos —dije, dispuesto a lo que fuera con tal de conseguir la información que necesitaba. Luego, le hablé de la conversión al catolicismo practicante de Carmen Laforet y del modo en que lo cuenta en La mujer nueva. Eso nos llevó a hablar de la llegada de Dolores Serma a Madrid, sus tardes en el Ateneo, su amistad con la autora de Nada y sus años de búsqueda de un editor para su novela. La verdad es que de todo eso sabía yo más detalles que él, y por ahí no pude sacar gran cosa en limpio; pero la conversación sirvió, al menos, para interesarlo en la obra de su madre. Su perplejidad, que coincidía al cien por cien con la de Natalia, me pareció sincera. Le di otro par de vueltas al asunto, le hablé de los encuentros de Formentor, de Delibes, Carlos Barral, Cela, Martín-Santos y los demás.

—Pues te puedo asegurar que nunca lo habría imaginado. Cuando hojeé los libros que me regaló Natalia por indicación tuya, ya me sorprendió ver el nombre de mi madre en ellos; pero, en fin, la verdad es que los autores la citan de refilón, digamos que como a alguien que pasaba por ahí, y ésa sí que es una idea más parecida a la que yo siempre tuve del asunto.

—Pues ya ves que estábamos muy equivocados —dijo Natalia.

—No, sencillamente es que eso es lo que nos transmitió mi madre. ¿Cuántas veces la has oído tú hablar de literatura?

—Pocas, la verdad —concedió la doctora Escartín—. Siempre de manera ocasional y como quitándole importancia a la cosa.

—Bueno —se animó a intervenir Virginia—, pero a veces uno calla por falta de interés y otras por miedo.

La cara de Lisvano se llenó de signos de interrogación.

—¿Miedo? ¿A qué?

—A revivir experiencias desagradables —le respondió Virginia al hijo de Dolores, pero mirándome fijamente a mí—. A darle una segunda oportunidad al dolor.

Carlos Lisvano miró una vez más la hora.

—Claro, claro. Pero explícame, querida, qué es este postre tan sabroso —dijo, y con esa frase tan cortés cometió la grosería de ningunear su comentario.

—Crema frutada de cebada —respondió ella, sin quererse ofender.

Natalia terció para pedirle que me contara lo que supiese de la llegada de su madre a Madrid y su relación con Mercedes Sanz Bachiller. Lo hizo, hablando con gran reverencia de la viuda de Onésimo Redondo. Después, me dio algunos datos de la vida de Dolores en Valladolid, sobre sus parientes y los negocios familiares. Cuando pensé que ya se había explayado sobre ese tema que le agradaba, ataqué por otro punto: Julia Serma. Inmediatamente, se puso de nuevo a la defensiva.

—Mira —dijo—, ¿sabes qué pasa? Y no creas que lo que voy a decirte tiene nada que ver con mi opinión sobre la pobre Julia y su marido: al margen de eso, yo sostengo que es mejor no resucitar esas viejas historias. No nos conviene a nadie.

—Hombre, yo te puedo asegurar que, como mínimo, le conviene a mi trabajo sobre tu madre.

—Ya, pero es que ella, tal y como, según tengo entendido, ya te ha contado Natalia, siempre fue de una discreción impenetrable a la hora de hablar de determinadas cosas, y entonces no me parece bien llevarle la contraria ahora que no puede opinar. Además, me parece que has llegado a conclusiones algo precipitadas: crees que sabemos más de lo que sabemos, y no es así. No se trata de eso. No es que me niegue a decirte lo que sé, sino que no deseo saber, ni que nadie sepa, más de lo que mi madre quiso contarme. ¿Me explico?

—Ya —dije, sintiendo aquel «me explico» pasar silbando junto a mi cabeza—, pero es que hasta ahora tampoco sabías que la literatura fue su gran vocación, y no un simple pasatiempo. Ni que su novela podría llegar a ser considerada una de las grandes obras de la posguerra. Eso lo cambia todo.

Estuve atento al impacto que le causaba aquella exageración. No vi gran cosa.

—Perfecto —dijo—, y hasta ahí ya sabes que cuentas con nuestro apoyo y nuestra gratitud.

—Sí, pero el problema es el siguiente: estoy seguro de que Óxido contiene algunas claves autobiográficas y necesito conocer algo más de la vida de Dolores y de su hermana, para comprobarlo.

Lisvano chasqueó la lengua.

—Ya, pero es que yo no sé si quieres saberlo o lo quieres inventar —dijo, como si soltara un cocodrilo en la piscina—. Y perdóname la franqueza.

Sus ojos me miraron en posición de combate.

—¿Qué te hace pensar que haría algo así?

—Natalia me ha hablado de algunas de tus teorías. Por lo visto, crees que la novela de mi madre es algo así como una versión cifrada del Manifiesto comunista y que todo lo que ella hizo en el Auxilio Social no fue más que una representación.

—Estás de broma, supongo.

—Claro, claro, cómo no —dijo, dándome unas palmadas en el muslo mientras una sonrisa de difícil catalogación saqueaba la seriedad de su rostro—. Hablaba en sentido figurado. Pero tú ya me entiendes.

—Pues mira, no sé qué decirte. Pero te puedo asegurar que estás equivocado. Yo no pretendo darle ninguna interpretación forzada a Óxido. Ni puedo obligar a una novela a que diga lo que no dice; entre otros motivos porque, si lo hiciera, nadie iba a perder más que yo.

—¿Por qué?

—Porque si hay un sitio en el que a los ensayistas les guste meter la cuchara, es en los errores de sus colegas. Aunque supongo que es igual en todas las profesiones, ¿no? Si la desdicha ajena se vendiese en latas, sería lo primero que se agotaría en las tiendas.

—Ni te imaginas hasta qué punto estoy de acuerdo contigo —dijo Lisvano, sonriendo, por primera vez, de forma sincera.

—Escucha: bromas aparte, yo creo sinceramente que, con un poco más de fortuna, Dolores pudo haber sido una escritora de primer orden y que aún hoy puede hacérsele algo de justicia. Mejor tarde que nunca, ¿no? Era rara para su época y muy original, hasta el punto de que parece más emparentada con algunos autores centroeuropeos que con la tradición española. En muchos aspectos, su libro avanza técnicas que luego iban a lograr prestigio y lectores cuando las hiciesen otros. Créeme, ella puso mucho esfuerzo en escribir Óxido y le gustaría que alguien se diese cuenta, aunque sea tantos años después, del verdadero valor de su trabajo.

Lisvano me miró con cierto aire de zumba, y hasta amagó un par de palmadas irónicas. El día que viese El alcalde de Zalamea se iba a partir de risa.

—Un buen alegato, y muy emotivo, sin duda —se burló. Pero, de forma inmediata, pasando del calor al frío, se puso mortalmente serio para añadir—: Mira, permíteme que sea, una vez más, muy claro: estoy dispuesto a prestarte mi apoyo incondicional en cualquier aspecto que contribuya al estudio de la obra de mi madre. Pero no pienso permitir que nadie se dedique a tergiversar su vida. Ni toleraré que se la use como coartada o pretexto de ninguna cosa. Pero vayamos a lo práctico: Natalia me aseguró que estabas dispuesto a firmar un documento por el que te comprometerías a someter tu manuscrito a mi aprobación. ¿Mantienes esa oferta en pie? Y quiero que comprendas —añadió, en voz más alta y repitiendo aquel gesto conminatorio de las manos: quieto, no me interrumpas— que no es que desconfíe de tus intenciones, sino que estoy acostumbrado a solucionar las cosas con las cartas sobre la mesa y de un modo estrictamente profesional. A fin de cuentas, soy abogado.

«Sí, qué hombre tan profesional y tan responsable», me dije. «Tanto como aquel forense al que abandonó su mujer porque se llevaba trabajo a casa». Qué individuo. Estaba claro que la obra de su madre le importaba un cuerno. Su única preocupación era evitar cualquier cosa que le pudiera comprometer o acarrear la más mínima molestia.

—De acuerdo —respondí, con la firmeza clásica de quien no piensa cumplir lo que promete—. Pero ¿me dejas poner, a mí también, una condición?

—Eso depende —dijo mirándome, de nuevo, con ojos de caimán—. ¿Cuál es esa condición?

—Que no puedas vetar nada que yo haya probado con documentos: cartas, entrevistas o…, no sé, fotos, artículos, evidencias de cualquier clase.

El hijo de Dolores Serma se giró de nuevo, con un ademán mecánico, hacia su esposa y, con aquel modo de hablar suyo en el que hasta las palabras más simples sonaban orladas por la pedantería y el tono aparentemente cordial parecía jalonado de amenazas, dijo:

—Querida, ¿qué te parece? ¿Nos fiamos de él?

Natalia aguzó la mirada y fingió calibrarme.

—Yo diría que podemos —respondió.

—¿Y tú? —siguió Lisvano, encarando a Virginia—. ¿Avalas a tu esposo?

Mi ex mujer apenas dejó traslucir un pequeño sobresalto, y eso que acababa de destaparse su papel en aquella representación: el de tapadera.

—Naturalmente que sí —contestó, tras observarnos a los tres como si operara mentalmente con las cantidades de una suma y, después de esbozar una sonrisa de entendimiento, tomándome de la mano para hacer más verosímil su actuación.

—En ese caso —dijo el abogado, mientras llenaba las copas de todos—, brindemos por nuestro compromiso. Como decía un profesor de Arte que tuve primero en el colegio inglés y luego en el colegio alemán a los que me envió mi madre: la única sinceridad en la que puede confiarse es aquella de la que, aunque quisieras, no podrías arrepentirte. Mañana recibirás en el instituto un contrato. A modo de pequeño anticipo y en señal de confianza, te voy a dar estas fotografías de mi madre: puedes quedártelas, son copias.

Mientras yo tomaba el sobre, Virginia me agarró conyugalmente de la barbilla, con los dedos pulgar e índice, orientó mi cara hacia ella y me ofreció la boca.

—Enhorabuena, cariño —dijo.

La besé. Luego brindamos por Dolores Serma y por el éxito de mi libro, comentamos las fotos que acababan de darme, tomamos un té de arroz con naranja y el marido de la doctora Escartín estuvo hecho un patán ofreciéndose a pagar la cuenta e insistió en dar una desorbitante propina a Nayaku y Nukada. Natalia lo detuvo en seco con una frase mordaz y una mirada de reprobación, ante las cuales el gran abogado pareció empequeñecerse hasta la miniatura.

Mientras nos despedíamos, me daba vueltas a la cabeza el hermoso nombre del padre de Carlos, aquel héroe de la Resistencia a quien él nunca había conocido: Rainer Lisvano Mann. ¿No es estupendo, sobre todo tratándose del marido de una escritora? Rainer, como el poeta Rainer Maria Rilke; y Mann, como el novelista Thomas Mann. Los Sonetos a Orfeo y La montaña mágica reunidos en uno solo. Tan estupendo que hasta sonaba falso. Supe que lo era a la mañana siguiente, en el instituto, cuando vi la firma y el nombre del hijo de Serma en el contrato que me envió al instituto. ¡Naturalmente! ¿Cómo había sido tan ciego? Ahí estaba la primera pista del juego literario en el que la creadora de Óxido, por las razones que yo empezaba a sospechar y que muy pronto voy a contarles, escondió su verdadera historia. Lisvano, si se leen sus tres sílabas al revés, es Novalis. O sea, lo mismo que el célebre autor de los Himnos a la noche.

Rainer Novalis (o Lisvano) Mann. ¿Existe alguien que pueda creer que tras un nombre como ése no se oculta una mentira?