En febrero de 1940, Dolores Serma empezó sus estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Valladolid y, obviamente, lo que encontró en las aulas debió causarle una gran impresión. La España de los vencedores depuraba con tal inquina lo que el cardenal Gomá había calificado como «la depravación del pensamiento por las locas libertades de cátedra, tribuna y prensa», que de los seiscientos catedráticos que había en el país antes del golpe de Estado, sólo sobrevivieron a los crímenes y las purgas académicas algo más de trescientos. Los sublevados, por desgracia, no se iban a limitar a apartar de sus puestos a los docentes, como había hecho la República al declararse la guerra —entre otros con Gregorio Marañón—, sino que a algunos los iban a asesinar, como al rector de la Universidad de Oviedo, Leopoldo Alas Argüelles, hijo de Clarín, al que algún falangista de la ciudad alardeaba de haber matado «para cobrarle las blasfemias que escribió su padre en La Regenta»; o al rector de la Universidad de Granada, Salvador Vila, que había sido discípulo predilecto de Unamuno; o al antiguo rector de la de Valencia, Juan Peset Aleixandre. Y también, como ya sabe el lector, a cientos de profesores de todo el país.
La Universidad de Valladolid había sido, desde que los conjurados iniciaron sus hostilidades contra la República, uno de los núcleos de la agitación orquestada por los insurgentes: no por casualidad en ella estudiaba, por ejemplo, el futuro jefe de la Falange en Valladolid, ministro de Trabajo y rehabilitador de Mercedes Sanz Bachiller, el violento integrista José Antonio Girón de Velasco, quien también había sido condiscípulo de Ridruejo en el Colegio San José de Valladolid y por entonces era su subordinado, pues el autor de Casi unas memorias ostentaba, en 1937, el cargo de jefe provincial de la Falange en la ciudad castellana. Claro que Ridruejo, como solía, no vio o supo nada de lo que ocurría o acababa de pasar en esa zona bajo su mando, pues en su autobiografía no dice una palabra de la sanguinaria represión que ya conoce el lector, regatea el asunto reconociendo que «la Falange vallisoletana era bronca, dura y violenta» y, sorprendentemente, justifica el exterminio que llevaron a cabo sus camaradas por la leve resistencia que les opusieron los defensores de la legalidad: «Es hecho conocido que la oleada represiva de Valladolid —abierta en razón de la breve resistencia inicial del capitán general titular y de algunas fuerzas populares— fue extremosa. Ahora (1937) la furia ya estaba saciada». Como se sabe, esa afirmación está muy lejos de la verdad.
Pero volvamos al desvalijado campus universitario al que regresaba Dolores Serma tras la guerra civil y que se había convertido, como tantos otros, en un lugar marcado por sucesos lúgubres que, incluso, resultaban visibles: en los primeros días del alzamiento, las facultades habían sido tiroteadas, parcialmente destruidas por un incendio y ocupadas por los rebeldes, que establecieron en uno de sus edificios el Ministerio de Seguridad. La protesta que hizo a consecuencia de esa incautación el catedrático Calixto Valverde le costó el despido.
Por desgracia, el caso de Valverde sólo iba a ser un pequeño ejemplo de la atroz depuración del claustro hecha por las nuevas autoridades, y el panorama que tuvo que encontrar Dolores Serma en su facultad fue terrible. Siguiendo el inventario que hace el historiador Jaume Claret Miranda en su tesis doctoral La repressió franquista a la universitat espanyola, ésta era la situación de la Universidad de Valladolid en 1940: el rector Villa Luna y el vicerrector, Rafael Argüelles, que era catedrático de Patología y Clínica Quirúrgica, fueron destituidos por «desafectos»; el antiguo rector, Andrés Torre Ruiz, fue inhabilitado bajo las acusaciones de «masón, laico declarado e izquierdista»; el catedrático de Física General y Ciencias, Arturo Pérez Martín, de sesenta y cuatro años, fue fusilado por su militancia en Izquierda Republicana, junto a otro colega apellidado Mendoza; el profesor auxiliar Federico Landrove López y el profesor ayudante Julio Getino Osacar, fueron fusilados —Dionisio Ridruejo afirma en sus Casi unas memorias haber intentado, sin éxito y por mediación de Girón de Velasco, «salvar de la muerte a los señores Landrove, padre e hijo, socialistas de renombre pero, a causa de su gran bondad, estimados por Onésimo Redondo»—; el profesor Adolfo Miaja Eguren fue condenado a doce años; los catedráticos de Ética y de Medicina, Tomás Carreras y Gregorio Vidal, fueron dados de baja; el profesor Isaac Costero fue destituido. Y en la misma facultad en la que acababa de matricularse Dolores Serma, los catedráticos de Filosofía y Letras y de Lengua y Literatura, Amando Melón y Emilio Alarcos García, fueron destituidos junto a su compañero Julián María Rubio Esteban, que moriría en 1939. Para terminar esta macabra enumeración, recordemos que también hubo numerosos estudiantes entre las 9.000 personas que fueron ajusticiadas en la provincia de Valladolid durante las primeras semanas del pronunciamiento, y que muchos de ellos fueron a parar a las fosas comunes de los tristemente célebres Montes Torozos. Por lo demás, hay un detalle que tal vez explique la meticulosa represión llevada a cabo en la Universidad castellana, y es que de los cinco miembros que formaron la llamada Comisión para la Depuración del Personal Universitario, dos eran, precisamente, catedráticos de Valladolid: Lorenzo Torremocha Téllez e Isaías Sánchez. El primero de ellos logró hacerse una leyenda negra a causa de su carácter inquisidor y su falta de piedad.
Dolores Serma se encontró ese paisaje dantesco al emprender sus estudios, y muy pronto iba a sufrir la crueldad de los vencedores en primera persona, cuando una tarde de 1940, a principios del segundo trimestre de aquel curso, su hermana Julia no volvió como cada día, alrededor de las ocho y media de la noche, a la casa familiar de la calle Colmenares.
Al principio, Dolores no le dio ninguna importancia: pensó que se habría encontrado con algún conocido; o que estaba en la tienda de la calle Miguel Iscar, con el cierre echado, para dedicarle una o dos horas a cuadrar gastos e ingresos en los libros de cuentas; o que, sencillamente, había ido a tomar un café con cualquier amiga. Pero según se fue haciendo de noche, empezó a intranquilizarse. Telefoneó a la mercería y nadie descolgó el auricular. Llamó a casa de sus familiares y a la consulta de su tío Marcial, pero allí tampoco sabían nada de ella. Se puso en contacto con una profesora del colegio en que trabajaba Julia por las mañanas, pero ésta tampoco supo darle razones de su paradero: no, no le había comentado absolutamente nada; se habían despedido al acabar las clases, hasta el día siguiente, y nada más; sí, desde luego que iba sola, como de costumbre.
Pasaron un par de horas, en las que esperó que Julia apareciera o llamase, pero no fue así y, de pronto, volvieron a angustiarla los malos presagios que habían tenido durante la guerra, cuando no dejaban de llegar a sus oídos noticias sobre delaciones, arrestos y crímenes contra cualquier sospechoso de ser republicano o, sencillamente, de no ser afecto al fascismo: «¡A la cárcel con los neutrales!», había exclamado, no hacía mucho, el director del periódico catalán La Vanguardia, un tal Luis de Galinsoga, al que colocó al frente del diario Serrano Súñer, en sustitución del escritor Josep Pla, y que pronto publicaría una biografía de Franco titulada Centinela de Occidente.
Cuando ya estaba claro que algo le ocurría a su hermana, Dolores volvió a marcar el número de su tío Marcial, y éste le dijo que no saliera a la calle y le prometió que iba a llamar a sus colegas de todos los hospitales de Valladolid, para ver si su sobrina había ingresado en alguno de ellos por una urgencia o a causa de un accidente, y que si no la encontraba de ese modo, iría a una comisaría a denunciar la desaparición de Julia y a exigir que se la buscara. Dolores pasó la noche en vela, esperando la llamada de su tío, pero ésta no se produjo hasta el día siguiente, y cuando llegó fue para dar malas noticias: Julia había sido arrestada.
Lo dejé ahí, por el momento. Estaba cansado y, como siempre que pasaba tantas horas delante del ordenador, me dolía la espalda, me escocían los ojos y empezaba a sentir los dedos tan agarrotados como si me estuviese convirtiendo en mi propio fósil: si no paraba, la próxima vez que me dolieran las manos no tendría que ir al traumatólogo sino al arqueólogo, de forma que me tomé un café y, antes de acostarme, salí a dar un paseo por el barrio.
Anduve por aceras desiertas y calles hastiadas de ser las mías que, como de costumbre, me parecieron una mezcla mareante de pasado y presente, de realidad y ficción. Aquellos que, como yo, sigan viviendo en el mismo lugar donde lo han hecho siempre, o al menos regresen a él con frecuencia, ya saben de qué les hablo: esos sitios en los que uno pasó su infancia, creció y fue eligiendo, al azar o por convicción, las piezas de la persona en la que al final se ha convertido, nunca son inocentes, están hechos de plazas, esquinas y casas que te hablan al oído y parecen tener su propia memoria. Y, claro, en aquellas circunstancias, obsesionado con el tema sobre el que escribía mi libro, esa memoria no sólo se refería a mí, sino a todo lo que sucedió en Las Rozas, que tenía y tiene, como el resto de España, sus hechos y leyendas de la guerra civil y que, por su proximidad a Madrid, había sido escenario de durísimos combates entre las tropas constitucionales y las sublevadas. Los campos que rodeaban antiguamente la población, y que ahora se han convertido, en la mayoría de los casos, en carreteras, urbanizaciones y parques empresariales, estaban llenos de nidos de ametralladoras y de zanjas a medio cubrir que antes habían sido trincheras, y los niños encontrábamos en ellos, con cierta facilidad, granadas, cartuchos y, en alguna ocasión, hasta obuses que no habían explotado y parecían esperar pacientemente, en su purgatorio acorazado, la llegada de nuevas personas a las que matar. Y, lo mismo que los montes, las paredes del cementerio municipal o los muros de la iglesia, las mentes de nuestras familias también estaban llenas de metralla, ruinas y balas sin estallar que, por supuesto, en la versión de los acontecimientos que a nosotros se nos contaba, habían sido todas ellas disparadas por los rojos, esos débiles mentales e inadaptados sociales de los que hablaba en sus libros el coronel Antonio Vallejo Nájera.
Casi toda la información acerca de aquellos momentos dramáticos de la vida de las hermanas Serma me la había dado a regañadientes el hijo de Dolores, en el Deméter. La extraña cita la había puesto en marcha la doctora Escartín una tarde de finales de marzo en que estábamos, otra vez, en la cafetería del hotel Suecia, donde había conseguido llevarla después de varios intentos. La verdad es que, a esas alturas, ni yo mismo estaba muy seguro de qué me interesaba más, si ella o la ayuda que podía prestarme en mi trabajo sobre Dolores Serma. Pero daba igual, porque hasta entonces no había conseguido avanzar mucho en ninguna de las dos cosas, y ni Natalia se dejaba ver ni su marido había cambiado de opinión sobre los papeles de su madre. Además, nuestras conversaciones a través del teléfono hacían aguas, torpedeadas por la continua interrupción de las enfermeras, que le preguntaban por arsenales terapéuticos y monoterapias, con lo que de pronto empezaban a atravesarse en el auricular bromocriptinas, trihexifenidilos y depleccionadores presinápticos. Y así, naturalmente, era imposible concretar nada. Por otra parte, más de una vez tuve la sospecha de que Natalia forzaba esos paréntesis cuando se sentía acorralada; aunque como toda nuestra relación —si es que puede llamarse así— se basaba en el juego del esto no es lo que parece, entre otros motivos porque yo no podía ni quería arriesgarme a un escándalo en el instituto, mis intentos de seducción eran inofensivos y, si me apuran, en ocasiones llegaban a parecerme hasta un poco desatinados, sobre todo porque aún no sabía si Natalia era alguien con quien se pudiese tener una aventura o una de esas personas inabordables cuya vida gira en torno a la palabra bienestar, que miden su felicidad en metros cuadrados y ceros a la derecha y que son capaces de renunciar a cualquier cosa para seguir teniéndolo todo: la abundancia te vuelve conformista por la misma razón que la escasez te vuelve valiente.
Sin embargo, a base de insistencia conseguí que accediese a verme y, sobre todo, a hablar una vez más con su marido. Mis argumentos ya los conocen: ¿es que no se daba cuenta Carlos Lisvano de que ya no se trataba sólo de mi libro, sino de poner en claro toda la vida de su madre? ¿Iba a condenarla, en nombre de no se sabe qué absurdas reglas morales o ideológicas, a un olvido que su talento no merecía? Naturalmente, le había ido contando a Natalia, aunque fuese por teléfono y rodeados de trinucleótidos y ortostatismos, los nuevos datos y conjeturas que iban surgiendo según avanzaba en mi estudio, y creo que, una vez más, la conmovió el relato que salía de aquellas averiguaciones y se sintió intrigada por la nueva figura de su suegra que se vislumbraba al fondo de la Dolores Serma que siempre había conocido.
En la nueva reunión del hotel Suecia hablamos de su hijo, que ya iba mejor en Inglés y acababa de recuperar la Literatura, y al que, al menos por el momento, habían dejado en paz los dos compañeros que lo molestaban, aquel par de matasietes de bolsillo llamados Héctor y Alejandro.
Luego se dedicó a comentar durante media hora, supongo que para ponerle muros a mis intentos de entrar en intimidades, lo mucho que le habían gustado el Deméter y Virginia, qué mujer tan «delicada» y tan «espiritual», según sus propias palabras. Y, a continuación, volvió otra vez al tema de los estudios de Ricardo, su pereza a la hora de hacer los deberes y demás. A mí, todo eso me recordó a las cartas entre Carmen Laforet y Ramón J. Sender, en las que cada vez que él le sugería que se encontrasen a solas en algún lugar, ella le enviaba una foto suya rodeada de sus cinco hijos. Una buena táctica disuasoria.
Por fin, logré que la conversación se centrase en Dolores Serma y en la necesidad de que me dejaran consultar sus papeles, sobre todo los que les había devuelto Mercedes Sanz Bachiller, que eran los que más me intrigaban porque de ellos resultaba sencillo sacar una conclusión preventiva: si Dolores se los había dado a su jefa y protectora para que se los guardara casi seis décadas, sería porque contenían algo importante, tal vez peligroso o comprometedor. ¿El qué? ¿Algo que quería destruir antes de que fuese tarde? Esa pregunta era como una piedra en el zapato, no me dejaba ni moverme ni pensar en otra cosa, de modo que le insistí a Natalia todo lo que pude, la atosigué con nuevos datos y sospechas e incluso, para allanar la desconfianza de su marido, me ofrecí a firmar un contrato por el que me comprometiera a no incluir o citar en mi texto, sin su autorización escrita, ninguno de los documentos de su madre. Naturalmente, no tenía la más mínima intención de cumplirlo.
—¿Qué me contestas? —dije—. De esa forma, no puede correr ningún riesgo. Es como apostar con los dados parados. ¿Lo intentarás?
—Vale —respondió—, lo haré. Pero no te aseguro nada. Ya sabes que Carlos no es partidario de remover ciertas cosas.
—Pues hay que sacarle de ese error, Natalia. El sigloXX fue el más inhumano de la Historia: es el siglo de Auschwitz, del Archipiélago Gulag, de Hiroshima y Nagasaki… Y nuestra guerra civil es el principio de ese horror. Por eso no podemos olvidarnos de…
—… Sí, pero te va a contestar que ya no es nuestra guerra, sino una parte del pasado que se superó con la democracia y a través de la reconciliación nacional. Te dirá que para lo único que vale reabrir viejas heridas es para desenterrar viejas hachas de guerra.
—¿Eso es lo que te responde a ti cuando habláis del asunto?
—No, mi marido y yo no solemos tener esa clase de conversaciones. O, para ser más exactos, no las teníamos antes de que salieses tú a escena.
—Vaya, así que yo soy ni más ni menos que la manzana de la discordia.
—No, hombre, tampoco es para tanto —dijo, algo turbada—. Pero, en fin, piensa que lo que le ofreces a Carlos son muchas novedades sobre una persona de la que creía saberlo todo y que, además, no puede defenderse. No olvides cuál es su estado de salud.
—¿Defenderse? Pero ¡si lo único que yo pretendo es reivindicar el valor de su obra y descubrir la verdad de su vida!
—Que es, en todo caso, una verdad que ella eligió mantener oculta.
—De acuerdo. Pero si la humanidad hubiera seguido el criterio de mantener oculto todo lo que una vez fue escondido, no sabríamos nada. La pirámide de Keops no sería más que un montón de piedras en forma de cucurucho y el Discóbolo, un griego con pinta de ir a tirar un plato de moussaka por la ventana. Quizás es que la salsa tzatziki estaba agria, o algo así.
—Claro, claro —dijo Natalia, riendo—, o los kebabs duros.
—¿Sabes qué ocurre? Yo creo que lo que se pactó en España con la Transición fue echar tierra encima de demasiadas cosas. ¿Y sabes por qué? Pues porque mucha gente había sufrido tanto que llegó a renegar de su propia memoria. Que no se repita nunca más aquello, decían; por Dios, que no se repita aquello. Y de ahí no los sacabas.
—Déjame que te explique, en mi calidad de neuróloga, que uno no pierde o conserva la memoria ni a propósito ni de manera selectiva. Lo que sí puede elegirse es el perdón.
—Ya, pero es que ese supuesto perdón no provenía de nuestro carácter generoso y nuestro sentido de la responsabilidad, sino del puro miedo y, a veces, de la vergüenza. Qué tremendo, ¿no te parece?
—Sí, cómo no —dijo Natalia, visiblemente incómoda—. Bueno, pues te digo lo mismo de siempre: intentaré que Carlos vuelva a valorar tu propuesta. ¿De acuerdo? Por ahora, eso es todo lo que te puedo ofrecer.
Se lo agradecí, pedí otro par de vodkas para reponer los que ya nos habíamos bebido y el resto del tiempo que me quedaba junto a ella lo dediqué a buscarle a nuestra conversación sus rincones más privados, pero sin mucho éxito, porque la doctora Escartín es una de esas personas cuyas fronteras cambian constantemente de sitio, de modo que nunca sabes muy bien a qué lado de ellas estás ni qué idioma necesitas para hacerte entender, y hasta qué punto puedes o no tomarte confianzas. Y cuando tienes que pararte todo el rato a pensar si no estarás yendo demasiado lejos, no avanzas mucho.
En esas condiciones, pronto regresé a Óxido y a Dolores Serma, frustrado por no encontrar caminos hacia aquella mujer que me seguía gustando igual que la primera mañana, cuando la vi entrar en mi despacho del instituto con su traje de chaqueta azul oscuro, su camisa rosa y el pelo recogido en una cola de caballo, pero que también me seguía pareciendo inalcanzable y, en ciertos aspectos, hasta incompatible conmigo. A lo mejor es que con los deseos ocurre lo mismo que con la memoria, que no se escogen sino que se es designado por ellos; que no dependen de la voluntad, sino del instinto. Así de frágiles somos.
Esa tarde del hotel Suecia, Natalia vestía de un modo mucho más informal, con unos bluyín de campana y un jersey blanco, pero el efecto era el mismo, porque la doctora Escartín es de esas mujeres sobre las que una ristra de corchos atados con un cable de la luz parece un collar de perlas de Ceilán. «Quien dinero tiene, come barato y sabio parece», que diría mi madre; aunque yo nunca estuve muy seguro de si ese refrán pondera el ascetismo o la usura. Quién sabe.
Natalia me contaba que su marido le había dado un vistazo a los tres libros en los que se citaba a su madre, el ensayo de Delibes sobre la novela de posguerra y las memorias de Carlos Barral y José Manuel Caballero Bonald, y que ver a Dolores citada en ellos parecía haber avivado su curiosidad, cuando, de repente y sin que entre una cosa y otra pareciese haber relación alguna, se detuvo en mitad de una frase, chasqueó los dedos y me dijo:
—¡Oye! ¿Y si organizáramos una cena para los cuatro en el Deméter? Seguro que a eso sí que se apuntaba Carlos.
La idea me tomó por sorpresa y la entendí mal.
—¿Los cuatro? ¿Quieres decir nosotros tres y Dolores? Bueno, yo no me había atrevido a pedirte que me dejases verla, pero si tú crees que…
—¿Dolores? No, hombre, no, cómo se te ocurre semejante cosa —me interrumpió—. Mi suegra no está en condiciones de ver a nadie ni de hablar sobre nada. Me refería a Carlos y yo contigo y con Virginia.
—Ah, pues… ¿Virginia? ¿Y por qué?
—Bueno, ¿no me has contado que vuestra relación es muy cordial?
—Sí, pero como lo es la que mantengo con el bedel del instituto, y no creo que quieras que lo invite.
—Vaya, vaya, vaya —añadió la doctora Escartín, con un brillo de malicia en los ojos—, pero ¿es que también has estado casado con el bedel de tu instituto?
—No, pero con Virginia tampoco lo estoy.
—Mira —dijo Natalia, cambiando otra vez el tono—, la cuestión es ésta: ¿tú quieres hablar con Carlos, sí o no?
—Ya sabes que sí.
—Pues, entonces, lo que te estoy diciendo es que va a ser más fácil que acepte verte si vas con tu mujer que si vas solo.
—Perdona que insista: mi ex mujer.
—Sí, bueno, pero a él, eso qué más le da.
—No sé si te entiendo.
—A ver cómo te lo explico. El caso es que si la cena es en el Deméter y con Virginia, habrá dos mujeres a la mesa, una para cada uno. ¿Me entiendes?
Desde luego que la entendía. Lo que me estaba sugiriendo era que el hijo de Dolores Serma tenía que estar seguro de que lo que me interesaba de él era su madre, no su esposa. O al contrario: tal vez que era ella quien de ningún modo pensaba arriesgarse a posibles suspicacias o malentendidos. En fin, pero como lo cierto es que sus recelos tampoco iban muy desencaminados, no pude protestar con mucha energía.
—De modo que estás casada con un hombre celoso —dije, para asegurarme.
—¿Hay alguno que no lo sea? —remachó Natalia, dando un sarcástico sorbo a su vodka con naranja—. Si es así, me gustaría saber en qué circo lo exhiben.
Acepté su plan a regañadientes y llamé a Virginia, para preguntarle. Tampoco tenía otra opción, en cualquier caso, y cuando no hay alternativas, no hay dudas. Mi ex mujer estuvo hecha toda una dama y, aunque estoy seguro de que debió de extrañarle lo que le proponía, no hizo preguntas.
—Será un placer cenar contigo, Puma —dijo, recurriendo a un apelativo cariñoso y de hechuras vagamente eróticas con el que solía llamarme en los ochenta y que encendió y apagó dentro de mí un millón de imágenes del pasado: la primera tarde en que nos dimos un beso, en el Café Ruiz; las mil veces en que salimos a la calle Jardines abrazados y llenos de sueños químicos, después de oír a algún grupo en El Sol; la noche del 23-F, escuchando la radio en nuestra primera casa, un piso de alquiler de la calle Atocha, el intento de golpe de Estado, y Virginia que sale una y otra vez del baño cuando la llamé, escucha, escucha, han asaltado el Congreso, Virginia desnuda con un cigarrillo de marihuana entre los dedos, con la luz de la habitación corriendo por su piel como los ríos de un mapa; o el día de la exposición de Andy Warhol; o la mareante espiral de lugares y personas que formaban los anillos de aquel ser fantástico, mezcla de dragón y serpiente, que pasó reptando por mi cabeza, el Rock Ola / el músico Antonio Vega / La Vía Láctea / el bar La Bobia / el fotógrafo Alberto García Alix / la galería Moriarty / el Pentagrama / el pintor Ceseepe / el pintor Pérez Villalta / la revista La Luna de Madrid / un concierto de The Police / un concierto de Alaska y los Pegamoides / un concierto de Radio Futura / el concierto de Bob Dylan en Vallecas / el concierto de los Rolling Stones en el Vicente Calderón / la heroína / los primeros muertos / los últimos muertos… / y qué rápido se evaporó todo sin dejar casi huella en el instante en que nos separamos de ello porque no es que cada uno se fuese por su lado es que se fue a otro planeta cambió de dimensión o de estado pasó de sólido a gaseoso de sublime a sublimado se redujo a ceniza fue darse la vuelta y lo que quedó a la espalda no volvió a existir y nos volvimos otros como si fuésemos una de esas figuras pintadas encima de otra figura a la que borran y que ya sólo vuelve a ser visible trescientos años después y únicamente si a alguien se le ocurre mirar el lienzo con rayos equis…
—¡Hola! ¿Aún estás aquí?
Me sobresalté al oír la voz de Natalia. Sacudí la cabeza, cerré y abrí los ojos como si pusiera en marcha un limpiaparabrisas y, al instante, volví a oír el rumor de las conversaciones, el ruido de vasos y tazas y el resto de las cosas que formaban, en aquel bar del hotel Suecia, la artillería de la realidad.
—Perdona, es que de pronto… Estaba pensando… en unos exámenes que tengo que corregir esta noche.
Me miró en oblicuo, como quien sabe que le mientes.
—¿Un trabajo duro?
—Extenuante. Imagínate lo que supone pasar tres horas leyendo que la sinopsis es una infección del páncreas, el ultraísmo un músculo del hombro y la célebre novela «La familia», una obra que escribió un tipo llamado Pascual Duarte. ¿Y me preguntas si eso resulta duro? Es como sufrir un ataque epiléptico.
—Exageras, créeme —dijo la doctora, divertida—. Te aseguro que no tiene ni punto de comparación.
—Claro que sí. Es lo mismo.
Bebió otro sorbo de su vodka.
—Ah, ¿sí? ¿Y tú cómo lo sabes? ¿Acaso has tenido algún ataque epiléptico?
—No, pero una vez tuve una discusión de tráfico con un italiano.
Volvió a reír y me puso una mano confidencial en la mejilla. Al contacto de su piel, me pasó por la columna vertebral el expreso Madrid-Vigo. Natalia se dio cuenta y recuperó la compostura.
—¿Qué dice Virginia? Se apunta a la cena, ¿verdad?
—Sí, sí. Le he explicado minuciosamente la situación, tal y como tú querías, y no hay problema: le encantará hacer de pareja de tu marido.
—Oye, pero ¡qué jeta tienes! —exclamó, dándome un golpecito en el hombro con la palma de la mano. Me gustaron esa salida y ese nuevo gesto que parecían elevar un grado la confianza entre nosotros y que, tal vez, delatasen su verdadera disposición hacia mí. ¿Por qué no? A fin de cuentas, el decoro no es más que el vallado de la hipocresía. Si lo saltas, estás dentro.
Continuamos con las bromas y, entonces ya sí, con una conversación algo más personal, saltando del trabajo a la familia, la falta de tiempo libre, los compromisos de una u otra clase, el peso absurdo de las cosas sin importancia, el moho de la rutina, los proyectos demorados… Al despedirnos esa tarde, Natalia me besó o se dejó besar, no lo sé muy bien, justo antes de subir a un taxi. Sus labios sabían dulces y su lengua a vodka. Cuando intenté estrecharla y empecé a bajar la mano por su espalda, me acarició la nuca con unos dedos autoritarios y me susurró al oído, marcando las sílabas como si troceara la frase con un cuchillo:
—Ni lo sueñes.
Después se separó de mí y entró en el coche con una sonrisa del tamaño de Brasil cruzándole la cara. Sí, eso es: una sonrisa con música de Astrud Gilberto, Pão de Açúcar y banderas verdes.
Mientras la veía alejarse, los lobos rusos bajaron desde su vodka a mi corazón y se quedaron allí, bebiendo hasta dejarme seco.