Capítulo doce

Pasaron las Navidades y llegó enero, con su niebla al amanecer, sus días fríos y sus productos rebajados. La gente fue a los grandes almacenes en tromba, y corrió entre los expositores y las mesas en busca de un saldo, una ganga. «Gaste su dinero y lo ahorrará», vienen a decir los anuncios que los llevan allí, año tras año, y siguiendo esa recomendación los consumidores revuelven, atisban, discuten, pagan; sus ojos saltan de una etiqueta a otra igual que un loro cambiando de columpio y hay quien se llevaría a casa a Jack el Destripador, si se lo dejasen a buen precio. Lo que hay que ver.

El final de las vacaciones y la vuelta al instituto no trajeron, en principio, grandes noticias, sólo su traqueteo maquinal, su vida a granel y sus horas sin perfume, tan asépticas e iguales entre sí como un par de guantes de látex. Regresé a las citas de nueve a doce, las clases inocuas y las comidas en el Montevideo, aunque, a decir verdad, todas esas cosas se habían convertido en un simple paréntesis: mientras estaba abierto, procuraba no implicarme en lo que hacía, cumplir honradamente con mis obligaciones y, a partir de ahí, atenerme a la recomendación del moralista Jules Renard: hay que saber nadar lo justo para abstenerse de salvar a otros; en cuanto el paréntesis se cerraba, me sumergía en mi Historia de un tiempo que nunca existió, cuyo primer capítulo pronto iba a poder acabar gracias a una ayuda de Natalia Escartín, que llegó de la forma más extraña y, en mi opinión, por motivos que poco o nada tenían que ver con la literatura. Se lo contaré en un momento.

Las aguas se agitaron una mañana de finales del mes, justo al acabar una reunión del claustro de profesores en la que Miguel Iraola nos había vuelto a alertar, con gran lujo de detalles y su clásica gesticulación de marqués de vodevil, sobre el ínfimo nivel de sus alumnos, había entonado su característico canto a las Matemáticas y, finalmente, tras sacar un pañuelo del bolsillo de su americana con el mismo ademán con que un don Juan Tenorio cualquiera habría sacado su espada, se enjugó la frente y remató su monólogo de Segismundo de las aulas diciendo: «… porque cada vez que veo en clase a gamberros como Ríus y Martínez, sé que el problema no es que tengamos un mal curso de bachillerato, sino que vivimos en una sociedad degradada». La verdad es que ese hombre debía de tener una vida muy vacía.

La reunión terminó y acababa de entrar a mi despacho cuando recibí la llamada de un inspector de la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid para informarme de que Bárbara Arriaga había interpuesto una demanda contra mí, acusándome de «trato discriminatorio y abuso de autoridad». Me lo esperaba, como ya saben, porque en gran medida yo mismo había provocado el conflicto, y me alegré de que al fin empezase la batalla, porque si sabía manejar la situación, le sacaría provecho al problema.

Supongo que les extrañará lo que acabo de escribir, pero tiene una explicación: se me había ocurrido que, con un poco de suerte y otro tanto de habilidad, podría dimitir de mi puesto de jefe de estudios usando como disculpa el altercado con la profesora de Física y Química. Me libraría de esa responsabilidad estúpida y agotadora, de las reuniones, las visitas y los asuntos de intendencia, y tendría más tiempo para mí y menos trabajo. Si espantaba a los vampiros mi sangre volvería a ser sólo mía. No saben lo que deseaba que eso ocurriese, ahora que tenía una misión, si me permiten que lo llame de ese modo.

Tengo que explicarles que dimitir del cargo de jefe de estudios en un Instituto de Enseñanza Secundaria no es tarea sencilla. Tengan en cuenta que uno llega a ese puesto después de haberse presentado voluntariamente y como parte de un equipo de dirección, por lo que no resulta fácil saltar del barco en medio de la travesía, y aún lo es menos encontrar a otro que se ocupe de la responsabilidad que tú abandonas. Porque, obviamente, todos los profesores saben de qué va esto y a casi nadie le interesa encerrarse en una jaula en la que yo, como ya les conté en su momento, me metí solo y por razones tan mezquinas que la verdad es que merezco cada uno de los quebraderos de cabeza que tuve. No saben lo que me hubiera gustado en aquellos días poderme desdoblar para que uno de mis dos yoes señalara al otro con el dedo y le dijera: te está bien empleado, por idiota. Pero, en fin, qué le vamos a hacer.

El caso es que si sabía jugar mis cartas e interpretaba convincentemente mi papel, Bárbara Arriaga, bendita víbora, iba a hacerme un gran favor con su denuncia. ¿Y cuál era ese papel? ¿El de un defensor de la disciplina y la obediencia, con alma de capataz y modales de sargento de la Legión? Ni hablar. ¿El de un jefe ofendido por la insolencia de una subordinada? Tampoco. Lo más oportuno, me dije, sería representar a un hombre sin recursos, alguien desbordado por el caudal de sus obligaciones y a punto del colapso total; un Juan Lanas, que diría mi madre; un pusilánime sin respuestas y sin templanza, incapaz de soportar el peso de sus responsabilidades y, por todo ello, peligroso para el sistema educativo en general y, más en concreto, para el propio inspector que me telefoneó esa mañana y que después de hablar media hora con el depresivo agudo que yo fingí ser, debió de empezar a oír voces que lo acusaban desde el futuro: «Pero ¡señor mío, en qué estaba pensando usted!», «¿Por qué no se ocupó del problema a tiempo?», «¿Para qué cree que se le paga?». Quizás el único sitio en que existían esas voces era en mi cabeza, pero hubiese jurado que aquel chupatintas, un tipo de voz pastosa que hacía que sus palabras pareciesen mojadas y que, entre frase y frase, emitía justo el ruido, una especie de cloqueo, que harían las gallinas acuáticas si existieran, sí que se quedaba preocupado. Pronto saldría de dudas.

Aparte de ese suceso, mi vida no sufrió aquel mes grandes alteraciones.

No puede decirse lo mismo de la de Virginia, que gracias a aquel giro de las ruedas del azar que se produjo la tarde en que se me ocurrió sugerirle a Natalia, más en broma que en serio, que ella y sus amigos celebraran la cena de Navidad en el Deméter, empezó a mejorar. Resulta que a casi todos los comensales de aquella noche, a quienes no resulta difícil imaginar como personas ocupadas y tensas, del mismo estilo de la propia doctora Escartín, les gustó su comida y, por añadidura, se fueron encantados del ambiente que se respiraba en el restaurante, de la paz que les proporcionaba la mezcla de colores y aromas en que, como ya les he comentado, consiste la técnica decorativa del ikebana, y seducidos por las explicaciones que les dio Virginia acerca de las ventajas de la macrobiótica. Sin duda, volvieron a sus casas seguros de haber descubierto un lugar original y bueno para su salud, porque muchos de ellos no sólo regresaron inmediatamente con sus amigos y familiares, sino que un grupo, formado por los cuatro o cinco que trabajaban por la zona, empezó a dejarse caer por allí a diario; y muy pronto esos mismos y otros colegas a los que habían avisado de su hallazgo convirtieron el Deméter en una sede fija donde celebrar sus almuerzos de negocios. Entre unas cosas y otras, en un par de meses mi ex mujer pudo cicatrizar algunas deudas y, aunque no salió enteramente de su crisis económica, sí que empezó a ver entre tanta oscuridad algún destello de la fortuna. Como mínimo, las cosas volvían a tener cara y cruz, no como hasta entonces, que tiraba un puñado de monedas al aire y le salía un cementerio. Pronto, hasta pudo contratar a una cocinera japonesa, llamada Nayaku, para que la ayudase a llevar el negocio.

Una mañana, al salir del instituto, me llevé la sorpresa de que Virginia me estaba esperando en los escalones de la entrada. Era lunes, aunque eso daba igual porque el Deméter, por aquel entonces, aún abría la semana completa, y lo cierto es que me temí que llegara con malas noticias y hasta, lo reconozco, cometí la ruindad de preguntarme si habría ido a pedirme otra vez dinero. Pero resultó que era justo lo contrario: estaba allí para devolverme el préstamo que le hice la primera noche que cenamos en el Café Star. Avergonzado, casi le supliqué que me hiciera el favor de no dármelo todavía, que se lo quedara hasta que el horizonte se despejase del todo. Fue inútil.

—No te creas —dijo—, si en realidad lo hago tanto por ti como por mí. Porque, ¿sabes?, saldar mis deudas me hace sentir bien, es…, ¿cómo te lo explicaría?…, es igual que si cosiera poco a poco una tela rota. ¿Me comprendes?

—Sí. Creo que sí. Pero, de todos modos, te aseguro que en estos momentos…

—… no lo necesitas. Vale, pero da igual —me interrumpió—, porque es tuyo y porque es mi manera de decirte…, bueno…, que en esta época en que he estado tan sola…

Se detuvo ahí, y durante unos segundos la vi luchar desesperadamente contra las lágrimas, morderse los labios y, tras un gran esfuerzo, tragarse quién sabe qué, si un pensamiento o un demonio líquido, cómo saber lo que son esos grumos que se le hacen a la emoción y de dónde adónde van, tal vez de la boca al hígado, tal vez desde los ojos al estómago o de la cabeza hasta el corazón. De cualquier forma, fuese lo que fuese, se le vio en la cara que su sabor era amargo, muy amargo, eso seguro.

Le pregunté si quería tomar un café en el Montevideo, pero no le era posible: debía regresar al Deméter, para prepararlo todo con Nayaku. Por cierto, que la llegada de la cocinera japonesa había atraído nuevos clientes al local, compatriotas suyos aficionados a la cocina Zen. Virginia me contó que su nueva empleada había trabajado en los restaurantes de algunos hoteles de lujo de su país, de Vietnam y Corea del Norte, y que algunos de los ejecutivos que ahora iban a comer a su restaurante la conocían de esos lugares. Casi como en ese cuento maravilloso de Isak Dinesen, El festín de Babette.

La vi alejarse, y sentí el desconcierto que era habitual cuando estaba con ella. Es tan raro cuando reencuentras a alguien con quien lo compartiste todo pero a quien ya no te une nada; es, cuando menos, una extraña manera de ser dos desconocidos, ¿no creen?

En el Montevideo, tomé arroz saborizado y un par de copas de Château Cantemerle, y hablé con Marconi del negocio y de sus impresiones acerca de los últimos sucesos políticos en Uruguay, donde el nuevo presidente de izquierdas acababa de anunciar que se juzgaría a los causantes de la represión y se investigaría a fondo el paradero de las personas desaparecidas en la época de la dictadura, y en especial el de los niños robados a sus familias por los sediciosos con los mismos fines con que otros muy similares a ellos lo habían sido, cuatro décadas antes, en la lóbrega España de Franco. Ya ven, los apellidos de los déspotas cambian, pero su enfermedad moral es siempre la misma. Y también lo son, me parece, los semilleros de los que surge la planta venenosa de las dictaduras: no existirían los tiranos si no existiesen quienes los desean, están dispuestos a transigir con ellos o los justifican intelectualmente. Piensen en Ridruejo, pero también en Ramiro de Maeztu, según el cual a las masas sólo se las podía educar blandiendo «la palmeta del dómine y el látigo de domador». O en el supuesto liberal Gregorio Marañón, que en su libro Amor, conveniencia y eugenesia sostenía ideas muy similares a las de Vallejo Nájera, como que el fin último del matrimonio es la mejora de la raza, ya que «no hay pecado comparable al de crear seres física y espiritualmente inferiores», y que en lo que debe pensar toda pareja es «en el supremo interés de la especie», de modo que «en los reconocimientos de quintas, los jóvenes desechados para la vida del cuartel por enfermos, por defectuosos o por débiles, debían ser también eliminados de la paternidad».

—No sé a ti qué te parecerá todo esto —le dije a mi madre aquella noche, mientras cenábamos arroz con damascos y unos bollos de mijo con manzana que me había enseñado a preparar Virginia—, pero a mí me resulta mucho más sencillo relacionar estas teorías de Gregorio Marañón con las del coronel Vallejo Nájera que con las ideas liberales.

—Bueno —contestó, feliz con el debate que se avecinaba—, pero la idea de la eugenesia no se la inventó Marañón. Alguna gente de izquierdas también la tenía. Si no recuerdo mal, de eso es de lo que trata, más o menos, Camino de perfección, de Baroja.

—Ah, pero ¿es que tú sigues considerando a Pío Baroja un hombre de izquierdas? ¿A alguien que opinaba que las únicas personas decentes de este mundo son los ricos?

—No me vengas con martingalas. ¿Dónde dice eso?

—En un artículo titulado «El disimulo y la hipocresía». Te lo dejo leer cuando quieras.

—Hombre, pues eso sí que es un poco hablar por boca de ganso, la verdad.

—Mamá… Es algo más que eso, ¿no crees?

—No te digo que no, pero en fin… La obra de Baroja es muy extensa y, claro, siempre vas a encontrar algún desliz, entre tanta tinta.

—Mira, entre un desliz y eso hay la misma diferencia que entre encontrarse un pelo en la sopa o encontrarse el bigote de Nietzsche.

—Bueno, bueno…

—¿Y lo que dice de las mujeres liberales, a las que llama «unos ballenatos tristes, unas pobres gordas neurasténicas que parecían salidas del mostrador de una mondonguería»? ¿Qué te parece? ¿No vuelves a ver en esas líneas una buena inspiración para el coronel Vallejo Nájera y su concepto del marxismo como enfermedad mental?

—¿Y no estarás tú cayendo, te lo repito una y mil veces, en el mismo error de considerar monstruos a todos tus contrarios?

—No, por desgracia es justo al revés. Lo más terrible es que muchos de ellos no fueran monstruos, sino personas refinadas cuyo refinamiento no pudo borrar su mentalidad retrógrada. ¿Cómo va a ser un monstruo o un mentecato Marañón, un endocrino respetado internacionalmente, doctor honoris causa por algunas de las principales universidades del mundo y miembro de las Academias de Ciencias, Medicina, Historia, de la Lengua y Bellas Artes? ¿Cómo va a ser un monstruo Carmen de Icaza? Es algo más raro y más complejo, como si el odio de clase neutralizara la razón.

—O sea, que, según tú, son habas contadas: ser de derechas es volverse loco.

—Ser fascista, no de derechas, es no creer en la justicia, la razón, la democracia y la libertad. De derechas, conservadores o como quieras llamarlos, eran Azorín o Jorge Guillén, y aunque fuesen cobardes o cínicos, no llegaron a ser indecentes. No te confundas, porque entre ellos habría payasos como D’Ors que se hacían armar caballeros de la Cruzada y estupideces de ese tipo, pero también personas como Ridruejo, Marañón o Pío Baroja que no tienen siquiera el atenuante de la estupidez.

—Te olvidas de lo que sueles olvidarte siempre, y es que aquí lo que hubo que hacer fue elegir entre Franco y el comunismo. Ya sabes de lo que hablo: los treinta millones de personas que asesinó Stalin, los cincuenta que asesinó Mao Tse-tung, el Muro de Berlín, el Archipiélago Gulag…

—No es verdad. Os han engañado. No es verdad que la única opción fuera Franco o Stalin. El resto de los países de Europa no tuvieron que elegir entre dos asesinos. ¿Hubo Franco o Stalin en Inglaterra o en Francia o en Suecia? ¿Lo hubo incluso, al acabar la guerra, en Alemania o Italia?

—¿Y en Polonia, en Checoslovaquia, en Yugoslavia o en Hungría? ¿No hubo ahí Stalin? ¿Y en la otra mitad de Alemania? Hijo, cuidado con lo que dices, que por la boca muere el pez.

—De modo que podemos justificar los crímenes de Franco porque si no los hubiera cometido él, lo habría hecho Stalin. ¿No? Aunque entonces, siguiendo esa lógica, habrá quienes justifiquen los crímenes de Stalin porque, si no, los habría cometido Hitler. Y así hasta el infinito. Un gran argumento, sin duda.

—No digas disparates, ni me quieras hacer comulgar con ruedas de molino. Y sé más piadoso con los demás.

—¿Porque eso me hará más justo? Bonito sermón.

—No, no te hará más justo, sino más preciso. Porque si lo reduces todo a una cuestión de ángeles y demonios, no comprenderás nada. Las cosas no son tan sencillas.

—Pues, si quieres que te diga la verdad, después de leer cientos de libros y de trabajar en el tema todos estos años, yo he llegado justo a la conclusión contraria, y me parece que las cosas son sencillísimas: aquí hubo fascistas y demócratas. Nada más.

—Hombre, pues los falangistas, con José Antonio Primo de Rivera a la cabeza, también se presentaban a las elecciones…

—Desde luego. Se presentaron a las del 36 y no sacaron ni un solo escaño. De hecho, les votaron cuarenta mil personas en toda España. Pero y qué les importaba, si ya lo había avisado el propio José Antonio: «La Falange no acatará el resultado electoral. Si el resultado de los escrutinios es contrario, peligrosamente contrario a los destinos de España, la Falange relegará con sus esfuerzos las actas del escrutinio al último lugar del menosprecio». Ya lo ves: gente que creía en las urnas y gente que creía en las pistolas.

—Ya, pero los había de las dos clases en ambos bandos, y eso es lo que tú no quieres aceptar.

—¿Aceptas tú que la República la habían elegido los ciudadanos y a Franco lo eligieron los tanques?

La discusión siguió por esos callejones sin salida durante un buen rato, hasta que mi madre, siempre hábil, intentó sacarnos del lodazal llevándome a su terreno. A mí me emocionaba verla recurrir a sus mañas de siempre.

—No cometas el error de pensar que aquí y en la posguerra éramos todos iguales —dijo—, ni que nos creímos a pie juntillas todo lo que nos contaban. Ni los hombres ni las mujeres. Claro que algunas se metieron en la Sección Femenina a coser delantales y en los comedores del Auxilio Social a servirles sopa a los huérfanos; y otras se quedaban en casa oyendo en la radio Antoñita la fantástica, de Borita Casas, o La hora de la mujer, de Julita Calleja. Yo prefería ir al teatro, leer y cultivarme un poco. Y como yo muchas personas.

—Sí, viendo obras de Pemán o Calvo Sotelo, el inmortal creador de Una muchachita de Valladolid y Plaza de Oriente.

—Y de Casona, Buero Vallejo, Mihura, Jardiel Poncela…

—Bueno, no me niegues que Pemán estrenaba sin parar y que vivió a cuerpo de rey gracias al teatro. Ya ves tú, con bodrios como La viudita naviera.

—Pero no me salgas otra vez con Pemán, que ya te he dicho que siempre me importó un bledo. Vi esas obras que dices —y, por cierto, no se me olvida el jolgorio que se montaba en el Reina Victoria con La viudita naviera, cuando salía al escenario una murga gaditana— y también vi otras que tú ni sabes que existen: La coqueta y don Simón, Yo no he venido a traer la paz, Hay siete pecados… Siempre me parecieron sensibleras, facilonas y mal escritas. Sin embargo, recuerdo haber visto en el Español muy buenas adaptaciones suyas de Antígona, de Edipo y de Hamlet.

—Vaya, ¿en serio? ¿Y cómo eran su Antígona y su príncipe Hamlet? ¿Ella de la Sección Femenina y él del Opus?

—Lo que de verdad me gustaría —continuó, pasando por alto mi comentario— es que leyeras, por ejemplo, alguna cosa de Agustín de Foxá; no sé, El beso de la bella durmiente, Baile en capitanía y, sobre todo, Gente que pasa, y pudieras aceptar que son muy buenas, aunque el que las escribió no sea de los tuyos. ¿Y Mihura? ¿No son acaso buenas obras Maribel y la extraña familia o La bella Dorotea, aquella que trataba de una mujer que no se quiere quitar el traje nupcial? O Mi adorado Juan, que vi con tu padre en la Comedia, protagonizada por Alberto Closas, y a los dos nos gustó a rabiar.

—Yo puedo leer una obra de Foxá y darme cuenta de que es un buen escritor. Lo mismo me ocurre con Edgar Neville y, por descontado, con Baroja, que es uno de mis novelistas favoritos. Pero eso no tiene nada que ver con que fueran una pandilla de miserables. Otra cosa es que después casi todos maquillaran sus biografías y sus bibliografías. Aunque, por descontado, les dio igual: en cuanto les levantas las alfombras a sus embustes, vuelve a aparecer toda la basura.

—No me agrada que seas tan radical, hijo. Ni me gustaría que escribieses un libro lleno de rencor.

—No es rencor, es afán de verdad. Es asco hacia los criminales y sentido de la justicia —rematé, sin duda envalentonado por el vino que había tomado durante la cena y el vodka que bebía en aquel instante.

—Pero ese asco te puede cegar. Recuerda aquella frase de Robert Kennedy: «Lo malo de los extremistas no es lo que dicen de su causa, sino lo que dicen de sus oponentes».

—La verdad, mamá: cuando se escribe, de lo único que se trata es de decir la verdad.

—Pero hay cosas que no deben removerse.

—¿Por qué?

—Para no desenterrar viejos odios.

—Fíjate —proseguí, siendo yo, en esa ocasión, quien ignoraba sus palabras— en cómo defendían Dionisio Ridruejo o Torrente Ballester a Hitler en el año 44; o en el mismo Eugenio d’Ors, a quien calificaron como «el Sócrates de la España nueva», pese a ser un filósofo de tercera fila, y en el modo en que admiraba abiertamente a Mussolini.

—Hombre, también a Valle-Inclán le hacía gracia el Duce.

—Lo de Valle-Inclán fue una locura transitoria. Pero D’Ors prologó un libro suyo; habla de él, en su Nuevo glosario, como de un gran estadista que «piensa en la estructuración de Italia y de Europa»; lo llama «artesano de la nueva Roma» y lo considera, literalmente, el creador de «una especie de Santa Alianza». Como premio, lo nombraron director general de Bellas Artes y se inventaron una cátedra de Ciencia de la Cultura, especial para él, en la Universidad de Madrid. ¿Qué me dices? Qué bien se repartieron el pastel que habían robado, ¿no?

—Pues podría preguntarte, por ejemplo, de qué te va a servir sacar esas cosas a la luz, tantos años después.

—La verdad, mamá. Ya te lo he dicho: se trata de restablecer la verdad, y eso sólo se consigue haciendo antes el inventario de las mentiras.

Le comenté algunas de las notas que había tomado sobre el libro de Pemán Mis encuentros con Franco, que se publicó casualmente, lo mismo que el Descargo de conciencia de Laín Entralgo, nada más morir el dictador, y en el que llega a afirmar que Franco no quería la guerra: «Yo —le hace decir al tirano su poeta de cámara— me he resistido hasta última hora. Los que menos sentimos la guerra como un entusiasmo lírico somos los militares porque somos los que sabemos lo que es». Pero, claro, el carnicero no tuvo otro remedio que sacar su hacha, ya que el alzamiento militar, según pondera el autor de El divino impaciente, fue «una inevitable solución frente al estado de anarquía del país». Qué coincidencia, porque las palabras de Pemán vienen a decir lo mismo que seguía pensando Dionisio Ridruejo en 1975, pues lo dejó escrito en su autobiografía, Casi unas memorias: «Cuando a veces se escribe sobre la decisión militar —nada unánime, por otra parte— del 18 de julio, se suele desestimar el tremendo acoso que las fuerzas armadas sufrían por parte de un sector de la población que había perdido, por de pronto, tanto el valor civil como la imaginación y la paciencia para capear el temporal con recursos más racionales».

Pero, aun en mitad de la guerra, José María Pemán, el mismo hombre que acababa de dedicar al propio Franco su repulsivo Poema de la bestia y el ángel y que al caer Madrid gritó desde los micrófonos de Unión Radio que lo que había entrado en la ciudad era «por encima de todo el Caudillo Franco, el caudillo del corazón grande, la justicia y la misericordia», se dibuja al reescribir su historia, cincuenta años después, como un auténtico paladín de la justicia que, en el colmo del valor, más de una vez está a punto, según afirma, de citar ante el militar sedicioso ciertos textos de Manuel Azaña e Indalecio Prieto. «Yo había incluso pensado en la posibilidad de leerle, que lo llevaba en la cartera, ese texto de Azaña donde habla de su “dolor de España” que le impedía siempre sentirse victorioso del todo sobre enemigos españoles. Era demasiado intelectual para una charla inoficial con un guerrero. Porque es evidente que el texto de ese “dolor de España” le venía al solitario y meditabundo ateneísta “vía Unamuno”. Y Franco tendría obturada, como buen militar, esa trompa de Eustaquio que comunica a los guerreros con los filósofos». Un poco más adelante, repite la jugada con el famoso alegato pacificador de Indalecio Prieto: «Yo llevaba en el bolsillo preparado un recorte de periódico —escribe Pemán—. Se lo hubiera leído diciéndole, como es verdad, que era de un discurso de los primeros días de la guerra. El orador decía: “Con mi autoridad, poca o mucha, quiero decirles esto: por muy fidedignas que sean las terribles y trágicas versiones de lo que haya ocurrido y está ocurriendo en tierras dominadas por nuestros enemigos, aunque día a día nos lleguen agrupados, en montón, los nombres de camaradas, de amigos queridos, en quienes la adscripción a un ideal bastó como condena para sufrir una muerte alevosa, no imitéis esa conducta; os lo ruego, os lo suplico. Ante la crueldad ajena, la piedad vuestra; ante todos los excesos del enemigo, vuestra benevolencia generosa. Quienes constituimos esta generación que declina no nos podemos ir de la vida con la angustia de dejar una España endurecida de corazón, insensible a la solidaridad humana”. A mí me hubiera gustado que fueran palabras de usted, le hubiera dicho a Franco. Él me hubiera, supongo, preguntado de quién eran las palabras. Entonces le hubiera aclarado que se trataba de Indalecio Prieto en un discurso pronunciado ante las masas en Madrid en los primeros días de la guerra. Pero no me atreví: parecía cosa demasiado preparada». ¿Será por todas esas cosas que iba a hacer pero no hizo, por lo que, al llegar la democracia, Pemán fue condecorado por el Rey? Claro que toda esa gente tenía de guía a Ridruejo, que en sus memorias también afirma, situándose en los días en que él y sus compinches preparaban el golpe de Estado: «A mí Azaña —contra corriente— me era simpático».

—Bueno, no niegues que son gente que tuvo una evolución política.

—A la fuerza ahorcan. Se apartaron del franquismo cuando Franco le quitó el poder a la Falange, a la que Ridruejo aún definía, en los setenta, como «un ilusorio partido ni de derecha ni de izquierda, sino todo lo contrario».

La conversación con mi madre continuó por esos cauces, y cuando nos retiramos a nuestras habitaciones ambos lo hicimos con una mezcla de amargura y resentimiento, atrapados una vez más en la telaraña viscosa de aquel tiempo irreconciliable, hecho de oscuridad y mentiras. ¿Cómo podía explicárselo?

La verdad es que bucear en las aguas negras del franquismo, abrir sus cajas de Pandora y desactivar las verdades minadas con que sus protagonistas habían sembrado el territorio conquistado, me ponía enfermo e irritable, a ratos me llenaba de una furia que era capaz de controlar a duras penas y otras veces me desarbolaba moralmente y me hacía sentirme deprimido, como lleno de rasguños o salpicaduras; pero también multiplicaba mi admiración hacia personas como Carmen Laforet, Dolores Serma y tantas otras que habían logrado sobreponerse, por obra y gracia de su dignidad y su talento, a la censura, el terror y la miseria intelectual y moral de aquel tiempo. Muy pronto iba a descubrir, con la ayuda de Natalia y de Carlos Lisvano, hasta qué punto debieron Dolores Serma y algunos de sus contemporáneos luchar, humillarse y fingir que eran lo que no eran para salir adelante y lograr que todo aquel espanto no se silenciara ni quedase impune, que la verdad no fuera manipulada.

Todo ocurrió en esa extraña cena en el Deméter, en la que los comensales fuimos Natalia Escartín, su marido, Virginia y yo. Déjenme que se lo cuente por partes.