María de los Dolores Juana de la Santísima Trinidad Serma Lozano nació el 3 de octubre de 1920 en Valladolid, en la casa que sus padres, el maestro nacional Buenaventura Serma y la modista Ascensión Lozano, habían comprado pocos meses antes en el número 13 de la calle Colmenares, muy próxima, por cierto, a la Acera de Recoletos, donde un par de semanas más tarde vendría al mundo otro escritor ilustre de la ciudad, el novelista Miguel Delibes, con quien la autora de Óxido iba a mantener una estrecha relación.
El nuevo hogar de los Serma significaba también, y en sentido literal, el inicio de una nueva vida, pues había sido posible gracias a la sustanciosa herencia que don Buenaventura acababa de recibir de su padre, un terrateniente que poseía granjas, cultivos y haciendas en los alrededores de Montemayor, el pueblo donde también se encontraban las principales propiedades de otra de las familias potentadas del lugar: la de la madre de Mercedes Sanz Bachiller.
Parece que las relaciones entre el padre y el abuelo de Dolores siempre habían sido difíciles, debido al carácter independiente del primero y a la personalidad autoritaria del segundo, y que su decisión de estudiar Magisterio y rechazar el destino de latifundista que le aguardaba fue, sobre todo, un acto de rebeldía contra aquel hombre despótico que, eso sí, al final no cumplió la reiterada amenaza de desheredar a su hijo mayor y dejarle todos sus bienes a su hermano Marcial, que siempre había compaginado sus estudios de Medicina con la supervisión de los negocios familiares, aunque el padre de Dolores nunca supo si no fue ilegitimado por sentido de la justicia o porque la muerte lo sorprendió antes de que pudiera cambiar su testamento. El dinero siempre es un alivio, pero sobre todo en aquel preciso instante, porque 1920 estaba siendo un año de escasez en Valladolid, donde acababa de estallar una revuelta ciudadana que protestaba por el precio del pan y que acabó con violentos saqueos en el mercado del Val.
En cuanto tomaron posesión de su nuevo patrimonio, Buenaventura y Ascensión, con la que se había casado también contra la voluntad de su padre, que esperaba una boda más ventajosa, se olvidaron de la escuela y la sastrería para administrar sus tierras y llevar sus negocios, entre los que se encontraban una bodega, una tienda de ultramarinos que se abastecía con los productos de sus granjas y huertos y una mercería, todas ellas colindantes y situadas en el centro de la ciudad, en la calle Miguel Iscar, justo frente a los jardines del Campo Grande.
Antes de todo eso, Buenaventura y Ascensión vivían cerca del colegio donde él daba clases, en una modesta casa alquilada en los alrededores del Puente Mayor, a orillas del río Pisuerga, y allí es donde nacieron sus dos primeros hijos, Julia en 1916 y Antonio un año más tarde. Este último moriría en plena infancia, a causa de un accidente que sufrió en una de las plantaciones de sus padres, en 1923. Ascensión, según se decía, nunca pudo superar la pérdida y lo sobrevivió apenas un año y medio. Julia fue, a partir de ese instante, la encargada de educar y proteger a Dolores, y esa tutela se hizo aún más acusada cuando su padre, al que la desgracia había vuelto un hombre duro y amargado que oscilaba entre el alcoholismo y la depresión, decidió enviarlas al mismo internado de Valladolid en que estaba, desde 1920, Mercedes Sanz Bachiller: el Colegio Francés que regentaban las monjas dominicas en la calle Santiago. Allí coincidieron cuatro años las tres mujeres, entre 1927 y 1930, porque aunque la fundadora del Auxilio Social, cuya madre había muerto en 1925, dejó la institución unos meses del año 29 para acabar sus estudios en París, al volver a la ciudad sus antiguas profesoras le dieron permiso para vivir en el colegio, donde estuvo hasta que conoció a su marido, el fundador de las JONS, Onésimo Redondo.
En cuanto a las hermanas Serma, estuvieron en el Colegio Francés hasta dos años antes del inicio de la guerra civil. Parece que Julia, que con dieciocho años ya acababa sus estudios, convenció a su padre para que Dolores saliese también del internado. Acceder a esa petición fue una de las últimas cosas que hizo, porque fallecería dos meses más tarde, en agosto del 34, víctima de una dolencia hepática. Nada más regresar de su entierro, sus hijas supieron, de labios de su administrador, que don Buenaventura estaba prácticamente arruinado: su mala gestión, su desidia, la naturaleza despilfarradora que se fue acentuando en él a medida que se agudizaban sus problemas con la bebida y, finalmente, su incapacidad para adecuarse a los cambios que habían supuesto las nuevas leyes dictadas por la República en favor de los agricultores, lo habían conducido a la bancarrota.
Pese a su juventud e inexperiencia, la audaz Julia supo reaccionar rápido y vendió una parte de los terrenos que les quedaban, la tienda de ultramarinos y la bodega, logró sanear en lo posible las cuentas familiares y se colocó como secretaria en la misma escuela en que había ejercido su padre. La nueva cabeza de familia se tuvo que entregar, por tanto, al pluriempleo, porque las tardes las dedicaba a atender la mercería de la calle Miguel Iscar; pero gracias a su tesón, Dolores pudo acabar sus estudios de bachillerato en otro de los centros docentes más distinguidos de la capital castellana, el Colegio de La Salle, donde tuvo entre sus compañeros al novelista Miguel Delibes. Ambos obtuvieron su título y su diploma, con muy buenas calificaciones, en junio de 1936.
A primeros del mes siguiente Julia se casó, por lo civil, con un muchacho inglés que estudiaba Filosofía y Letras en Salamanca y que había ido a Valladolid a visitar la casa donde Miguel de Cervantes escribió El coloquio de los perros y El licenciado vidriera. Mientras observaba con veneración aquel santuario, el joven cruzó alguna palabra ocasional con Julia, que en ese instante daba un paseo con unas amigas por la Plaza de España, y tras los saludos y las presentaciones de rigor, el grupo decidió acompañarle a ver la estatua de José Zorrilla, en la entrada del Campo Grande, y la tumba del dramaturgo en el Panteón de Hombres Ilustres del cementerio municipal, por las que les había preguntado el muchacho. Así empezó todo.
Julia y Wystan, que así se llamaba su futuro marido, congeniaron inmediatamente. Él era un gran aficionado al arte y tenía mucho interés en ver las principales obras de la imaginería castellana de los siglos XVI y XVII; y ella, que como amante de la materia, de la que pronto sería profesora, conocía al milímetro los tesoros culturales de la ciudad, sin duda se los enseñó y describió con minuciosidad: es fácil imaginarlos en la iglesia de la Magdalena, con el retablo manierista de Esteban Jordán y su sepulcro del obispo Pedro Lagasca; en la iglesia de San Martín y la de las Angustias, donde está la célebre Virgen de los Cuchillos, de Juan de Juni; verlos admirar unas horas más tarde el portal mudéjar del convento de las Huelgas Reales y sus sobrecogedoras estatuas de Gregorio Fernández o el retablo que este mismo maestro del barroco hizo para la iglesia de San Miguel. Debieron de pasear por la Cuesta de la Marquesa, el Cerro de San Cristóbal y el Alto de San Isidro, sentarse en la Fuente de la Salud y dar una vuelta por la ermita de la Virgen de la Victoria. Y también es sencillo suponer que todos esos pasos que daban los iban llevando no ya de una iglesia a otra, sino Julia adentro, Wystan adentro.
Efectivamente, al final de esos dos días, mientras admiraban en el Museo Municipal el Bautismo de Cristo de Fernández, el Santo Entierro de Juni o el retablo de la iglesia de San Benito, tallado por Alonso Berruguete, Wystan le cogió una mano a Julia y le dijo que debía hacerle una pregunta trascendental: ¿qué eran para ella todas aquellas esculturas y los templos que habían visitado juntos: religión o sólo arte? Julia contestó que había recibido una educación católica pero su fe era muy débil, y Wystan le confesó que simpatizaba con el comunismo y le pidió que, si eso no era para ella un impedimento, se casase con él. Lo hicieron en un juzgado de Valladolid y se fueron a pasar una humilde luna de miel a Salamanca.
Cuando, apenas dos semanas más tarde, se produjo la sublevación y dio comienzo la guerra civil, Julia ya había vuelto a Valladolid con Dolores, pero Wystan estaba aún en Salamanca, empaquetando sus cosas para mudarse a la casa de su mujer. No pudo salir de la ciudad, que estaba llena de patrullas y controles, hasta finales de octubre y, por tanto, no es descabellado suponer que conoció y hasta pudo fácilmente presenciar el célebre enfrentamiento del 12 de octubre de 1936, día de la llamada Fiesta de la Raza, entre el rector de la Universidad, Miguel de Unamuno, y el general Millán Astray, que acababa de lanzar su famoso grito «¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!». El autor de Niebla, que en principio había simpatizado abiertamente con la causa de los fascistas, dio esta no menos célebre respuesta al fundador de la Legión: «Éste es el templo de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España». Por cierto que la proclama de Millán Astray contra Unamuno se produjo en presencia de la mujer de Franco, Carmen Polo, y después de que acabara el discurso que había dado en la tribuna, vestido rigurosamente de falangista, el dramaturgo José María Pemán.
Al final, Wystan pudo salir de la ciudad y pasar a Madrid, donde se incorporó a la lucha en defensa de la República y, a finales de noviembre, pudo alistarse en las Brigadas Internacionales. Pero esos tres meses debieron de ser duros en un lugar como Salamanca que, lo mismo que Valladolid, se adhirió a los sublevados desde el primer instante, hasta el punto de que Franco fue nombrado alcalde honorífico, se le atribuyó el título de Señor de Salamanca que había ostentado el hijo de los Reyes Católicos, el Príncipe Juan, y el 1 de octubre de 1937, declarado Día del Caudillo para conmemorar el primer aniversario de su proclamación como Jefe del Estado, se colocó un medallón con su busto en el llamado Pabellón Real de la Plaza Mayor, donde están esculpidas las imágenes de los reyes.
Las ofrendas a Franco en Salamanca fueron interminables y llegaron al extremo de que se le dedicara un vítor, que como se sabe es una loa académica que se hace a los doctores y consiste en la colocación de una placa en la fachada de la Universidad. En su caso, excepcionalmente, se puso en uno de los paramentos de la catedral «como medio de perpetuar de este modo el movimiento salvador iniciado por el Caudillo». Pero no fue el único en recibir homenajes, porque rápidamente la ciudad se llenó, como tarde o temprano iba a ocurrir en todas las ciudades del país, de calles, plazas y avenidas dedicadas a José Antonio Primo de Rivera, Calvo Sotelo, el general Mola y, cómo no, a un viejo conocido de la familia Serma: Onésimo Redondo.
Mientras Wystan luchaba en Madrid, Julia y Dolores se refugiaron en la casa familiar de la calle Colmenares, adonde, por cierto, se había trasladado también Miguel Delibes, que se instaló casi frente a ellas, en una buhardilla del número diez y con quien, sin duda, debieron encontrarse a menudo. Debían de estar muy asustadas, dado que habían vivido de cerca los pasos previos a la insurrección armada y, en consecuencia, sabían del fanatismo y la crueldad de los rebeldes.
El clima político de la ciudad había sido muy violento en los últimos años, gracias a las actividades terroristas de Onésimo Redondo y sus seguidores, que habían sembrado el pánico durante cinco años, con continuas algaradas callejeras, lanzamientos de explosivos y diversos sabotajes, para desestabilizar al Gobierno de la República. La propia Julia fue testigo directo, el 3 de mayo de 1932, de la batalla campal que libraron ese día los falangistas y los obreros de izquierdas en la Plaza Mayor de Valladolid y que se saldó con medio centenar de heridos graves y la detención y condena, entre otros, del marido de Sanz Bachiller, ideólogo y alentador de la revuelta desde las páginas de Libertad, de la que era colaborador Javier Martínez de Bedoya. En su número 28, por ejemplo, aparecido en diciembre de 1931, Redondo publicaba un panfleto titulado «Justificación de la violencia», en el que, tras culpar a «la lucha de clases» de la situación del país, afirma: «Si el Poder es incapaz o tardo para machacar la uña de los agresores, deben encargarse de ello milicias ciudadanas que con el agrado o desagrado del Gobierno cumplan la misión abandonada por éste»; y concluye: «Toda organización de las llamadas de derechas puede y debe aceptar la urgencia de preparar una posible actuación física de los militantes, que coadyuve y ampare la actividad espiritual de la propaganda; todo movimiento derechista que repudie el inmediato ejercicio de la violencia necesaria merece nuestro amable desprecio. ¿Es que estamos todavía en la hora de los sueños mesiánicos, confiando nuestra salvación a un militar o a un orador de circo? ¿O es que nos resignamos a dejar nuestras familias, dignidad y libertades a los pies de la bestia socialcomunista?».
En ese tiempo de provocaciones, atentados y proclamas involucionistas, Julia desarrolló una gran animadversión por los agitadores y empezó a simpatizar con el socialismo, algo que, sin duda, facilitaría más adelante su relación con Wystan, pero que también iba a enfrentarla a su familia, empezando por su tío Marcial, que era militante de la ACNP de Herrera Oria, y siguiendo por la mayoría de sus amistades, que habían visto con indignación, entre otras muchas cosas, la Reforma Agraria que anunciaba el Gobierno y que por entonces participaban de forma activa, junto a otros muchos terratenientes de la zona, en una campaña orquestada para manipular el mercado del trigo, subiendo los precios, desabasteciendo a la población hasta crear un ambiente irrespirable y saturándolo luego para ahogarlo, justo en el momento en que llegaban a España casi 200.000 toneladas del producto traídas de Latinoamérica para paliar la escasez.
En realidad, lo que había pretendido la República no era sólo hacer justicia a cientos de miles de labradores que vivían en un mundo regido por códigos medievales y que aún arrastraba las catastróficas consecuencias de la célebre desamortización de Mendizábal, promulgada en tiempos de la reina María Cristina, y de las leyes caciquiles de Cánovas del Castillo durante la Restauración, sino también adaptar el paso de España al de las principales naciones de Europa, que en los años veinte habían emprendido unas profundas reformas en el sector, cosa que aquí no había ocurrido. En consecuencia, el país seguía estando en muy pocas manos: en 1930, solamente los duques de Alba, Medinaceli, Fernán Núñez, Peñaranda, Vistahermosa, Anón y el Infantado; el conde de Romanones y los marqueses de Comillas y la Romana poseían setecientas mil hectáreas de cultivo y muchas más a las que no daban ningún uso, que eran tierras yermas. La ley, que iba a aprobarse en septiembre de 1932, preveía la regulación de los arrendamientos y obligaba a contratar de forma prioritaria a los agricultores de la zona que estuviesen en paro, pero también ordenaba la expropiación, aunque de forma muy restringida, de una parte de los campos baldíos de la nobleza.
En la provincia de Valladolid, donde el comercio del trigo era una de las principales fuentes de ingresos de los privilegiados, éstos se pusieron en pie de guerra contra la República. Hay dos hechos muy significativos que lo demuestran: el primero de ellos es que en cuanto se hizo público el plan de la Reforma Agraria del Gobierno, el número de afiliaciones a las JONS de Onésimo Redondo se incrementó de forma espectacular; el segundo lo constituye la presencia obsesiva del tema en Libertad: entre junio de 1931 y enero de 1932, aparecieron en sucesivas entregas del boletín falangista los textos titulados «Sobre la Reforma Agraria», «Agresión socialista a la agricultura», «La Reforma agraria», «¡¡¡Labradores!!!», «La Reforma Agraria y nuestro ideario», «Ideas de Reforma Agraria: ¿Tierra para los campesinos?» y «Ante la Reforma Agraria».
En esos artículos, después de recordar que su ideología se basa en «la afirmación de la pura nacionalidad hispana y de las posibilidades imperiales de la raza» y que su fin básico es la «eliminación de las mentiras parlamentario-democráticas y del materialismo judío-marxista», empieza por reconocer los «inhumanos desniveles sociales» que asolan el país y por declararse partidario de la entrega de tierras a los campesinos y de una Reforma Agraria que acabe de una vez con «el liberalismo histórico» y con «los privilegios feudales» y logre «arrojar de la nación el esquilmo marxista». En uno de los textos proclama, en aparente sintonía con las tesis republicanas, que «no puede admitirse que millares y aun millones de campesinos vivan una existencia servil, pasen hambre y desconozcan hasta la ambición de redimirse, mientras haya grandes extensiones de propiedad estática». Pero luego, llevándose la contraria a sí mismo, define los planes del Gobierno como «legislación persecutoria para el patrono agrícola»; afirma que desde las Casas del Pueblo la «jauría izquierdista» fomentaba una «amenazadora intromisión en la propiedad de las tierras»; califica los argumentos jurídicos preparados por Fernando de los Ríos para defender la ley como un «engendro» y concluye que las «disposiciones dictatoriales» de la República, además de fomentar «la vagancia y el absentismo», suponían «un verdadero expolio de las clases burguesas, de las clases conservadoras» y, en resumen, «la mayor agresión conocida de tantas como los gobiernos han infligido» al ámbito rural. «El socialismo será la muerte de la Agricultura», sentencia.
La Reforma Agraria tuvo una vigencia de poco más de un año, pues fue abolida en sus principales puntos por el Gobierno de la CEDA surgido en las elecciones de 1933 y que daría lugar al llamado bienio negro. La República había perdido su batalla contra sus enemigos tradicionales, la oligarquía, los partidos de la derecha y las agrupaciones anarquistas, que se dedicaron a romper ante la prensa los folletos explicativos que editaba el Instituto de Reforma Agraria, argumentando que si el Gobierno daba tierras a los campesinos, éstos perderían su fervor revolucionario.
En cualquier caso, las peroratas de Redondo en este asunto son un magnífico ejemplo de la ambigua retórica obrerista de la Falange; pero también es muy delatadora de su talante y del clima bélico que empezaba a fomentar la ultraderecha ya en 1931, su llamada a la acción violenta contra un diario de Valladolid de nombre casi homónimo, La Libertad, cuya línea editorial era opuesta a la del líder de las JONS: «¡Labradores! Un periódico vendido a la política, La Libertad, se ha permitido injuriar con bajos insultos a los diputados agrarios: guardad este dato y guardad ese nombre. Antes de que Madrid y sus políticos y periodistas hayan terminado de arruinar a la Agricultura, tendréis que ir a purificar por el fuego aquella charca de inmoralidad: ya sabéis una dirección para poner la primera tea». La verdad es que no queda muy claro si el atentado debe dirigirse contra el rotativo, contra el Parlamento o quizá contra ambos. Todo es posible cuando los actos terroristas sustituyen a los argumentos.
No es de extrañar que las hermanas Serma, que habían respirado en Valladolid esa atmósfera de crispación fomentada por los instigadores de la guerra civil, se sintiesen asustadas cuando se produjo el Alzamiento y los sublevados dieron inicio a una represión sangrienta en toda la comarca. Si Julia había tenido ideas socialistas y éstas eran del dominio público, estaba en peligro. Más aún si la ideología de Wystan, su flamante marido, era conocida por los sediciosos.
Fui a la cocina para prepararme un café y, de vuelta a la biblioteca, releí lo que había estado escribiendo y le añadí al texto un breve relato de la masacre llevada a cabo por los golpistas en Valladolid, que ustedes ya conocen, y al concluir ese apartado, como no sabía mucho más sobre la vida y milagros de las hermanas Serma durante la guerra civil, tuve que saltar directamente a 1940.
«No se sabe a ciencia cierta cuándo empezó a escribir la autora de Óxido, ni si intentó algún otro escarceo literario antes de emprender la redacción de esa novela. Tampoco sería tan extraño que no hubiese sido así: por poner un ejemplo muy próximo a ella, su amiga Carmen Laforet no había escrito nada más que un par de cuentos —los dos, por cierto, ambientados en la guerra civil— antes de comenzar el manuscrito de Nada: uno que publicó en la revista santanderina Mujer, y otro titulado “La última noche” que luego incluyó en sus Obras completas. Tal vez Serma no hizo ni siquiera eso antes de ponerse a trabajar en su única novela conocida».
En 1939, Dolores Serma y Miguel Delibes emprendieron juntos la carrera de Derecho, aunque ninguno de los dos tenía vocación de abogado, así que ambos iban a abandonar las aulas pronto, ella con la intención de estudiar Filosofía y Letras y él para incorporarse, en calidad de caricaturista, a la redacción del diario local El Norte de Castilla, en el que pronto pasaría a desempeñar también funciones de redactor. Eso sí, Delibes consiguió licenciarse en apenas dos años, y no sólo en Derecho, sino también en Comercio, a base de cursos intensivos. Por esas fechas, la autora de Óxido y Delibes, que de niños habían jugado cientos de veces juntos en el llamado Campo Grande, un parque que estaba frente a sus casas, solían reunirse en el Café Royalty de la calle Santiago, para hablar de libros y literatura.
En cuanto a Julia, parece que corrían graves rumores sobre ella por la ciudad, murmuraciones que ya la marcaban, echando mano del lenguaje acusador de los vencedores, como desafecta. De momento, sin embargo, las cosas no fueron más allá y a mediados del año 40 empezó a dar clases en el colegio donde, como recordará el lector, ya trabajaba de secretaria, tras acogerse al llamado Plan de Bachilleres Maestros, un curso de habilitación muy simple que consistía en adquirir algunas nociones de pedagogía y acreditar unos conocimientos básicos de la asignatura que iba a impartirse, que en su caso era Historia del Arte. La razón de todo ello era que se necesitaban urgentemente educadores en el país, para reemplazar a los miles que habían sido ejecutados o purgados y a los muchos que estaban en el exilio: no se olvide que los profesores, tanto los universitarios como los de Primaria y Bachillerato, estuvieron entre las víctimas predilectas de la brutal represión de los sublevados, que los consideraban propagadores de la doctrina republicana. Y recuérdese también que la educación había sido, junto a la agricultura, uno de los campos de batalla donde se había librado la lucha de izquierdas y derechas entre 1931 y 1936, sobre todo a partir del instante en que la República promulgó un decreto de libertad de conciencia, que eximía a alumnos, padres y profesores del deber incontestable de enseñar y aprender religión. La Iglesia montó en cólera, y buen ejemplo de ella es la pastoral que ese mismo año hizo pública el cardenal Segura, arzobispo de Toledo y primado de la Iglesia Católica española, en la que, en un tono bastante acorde al de las soflamas de Onésimo Redondo, llamaba a sus fieles «a perder la pasividad y a actuar firmemente contra aquellos que intentan destruir la religión, aunque haya que sucumbir gloriosamente».
A modo de respuesta, la República aprobó en mayo de 1933 la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, por la que se prohibía a éstas dedicarse a la enseñanza y se ordenaba sustituir sus escuelas por centros laicos al final de ese mismo curso; pero el plan nunca llegó a ponerse en práctica, primero por el resultado de las elecciones de ese mismo año, de las que salió un Gobierno de coalición formado por el Partido Radical y los católicos de la CEDA; y más adelante, cuando iba a retomarse el proyecto, tras el triunfo del Frente Popular en los comicios de 1936, porque lo impidió la guerra civil. Poco antes, el jesuita Enrique Herrera Oria había hecho público este mensaje electoral: «Votad a quien se compromete a defender las escuelas de vuestros hijos. Votad a quien se compromete a traer de nuevo a las escuelas el Catecismo y el crucifijo, que es el Maestro por excelencia».
Con esos prolegómenos, la persecución de los docentes durante y después de la guerra civil no podía sino ser cruel, y más de 60.000 fueron represaliados o tuvieron que pasar a la clandestinidad. La cacería comenzó nada más declararse la guerra y, a modo de ejemplo, podemos recordar que al propio Federico García Lorca lo sacaron del Gobierno Civil de Granada, el 18 de agosto de 1936, esposado al maestro nacional Dióscoro Galindo González, con quien lo iban a matar y lo enterraron en una fosa común de Víznar. Julia Serma, dadas sus circunstancias laborales y personales, tenía que sentirse muy amenazada, y su hermana Dolores, pese a su juventud, también debía de ser consciente del peligro en que se encontraban.
Desde Burgos, entonces la capital de los sediciosos, los boletines de la Comisión de Cultura y Enseñanza, que presidía el autor del Poema de la bestia y el ángel, José María Pemán, arengaban de este modo a los Comités Depuradores de Instrucción Pública: «Es necesario garantizar a los españoles, que con las armas en la mano y sin regateos de sacrificios y sangre salvan la causa de la civilización, que no se volverá a tolerar, y menos a proteger y subvencionar, a los envenenadores del alma popular. Los individuos que integran esas hordas revolucionarias cuyos desmanes tanto espanto causan, son sencillamente los hijos espirituales de catedráticos y profesores que, a través de instituciones como la llamada Libre de Enseñanza, forjaron generaciones incrédulas y anárquicas».
Poco después, pero aún en plena guerra civil, los sediciosos crearon unas Comisiones Provinciales que exigían a todos los docentes una depuración que probara sus tendencias políticas para poder seguir trabajando: se les pedía que delatasen a sus compañeros y detallaran «qué hacían antes del 18 de julio, cómo recibieron el Alzamiento, cuál era su filiación política y sindical y en qué consistían sus actividades diarias». Su declaración debía adjuntar informes del alcalde, el cura y la Guardia Civil. Julia Serma no había desarrollado ninguna acción política, no estaba afiliada a partido o sindicato alguno y, además, era heredera de un apellido muy respetado en Valladolid, de modo que no pudo tener, en principio, demasiados problemas. Éstos, sin embargo, llegarían más tarde y, muy probablemente, a causa de alguna denuncia. ¿Cuándo ocurrió eso y quién iba a delatarla?
La verdad es que esa pregunta no iba a ser fácil de responder, porque el fin de la guerra supuso el inicio de una multitudinaria persecución de los derrotados y las denuncias eran el pan nuestro de cada día. Los motivos podían ir del odio ideológico o el rencor personal hasta la avaricia, puesto que muchos denunciaban a sus vecinos de pasado republicano para quedarse con sus propiedades, que por lo general les eran confiscadas por la Comisión Nacional de Incautaciones. A veces los delatores eran los propios compañeros de trabajo de la víctima, como le sucedió al filósofo Julián Marías, acusado por dos colegas de la Universidad que, en compensación, fueron pronto ascendidos a catedráticos. En otras ocasiones el soplo lo daba un familiar, y así le ocurrió a la escritora y periodista madrileña Carlota O’Neill, que cuenta en sus memorias, Una mujer en la guerra de España, cómo tras ser fusilado su marido, que era capitán de la aviación republicana, y condenada ella a cinco años de cárcel, supo que quien había testificado en su contra fue su propio suegro, el coronel del ejército franquista Carlos Leret, que la culpaba de las ideas liberales de su hijo y que tras conseguir que fuese encerrada en un infecto calabozo de la prisión de Melilla, entregó la custodia de sus dos nietas al Tribunal Tutelar de Menores e hizo que las ingresaran en un remoto hospicio militar de Aranjuez. A otra de sus compañeras de presidio, una niña de diecisiete años llamada Maruja, la había denunciado «por roja» su propia madre, en un cuartel de la Falange.
O’Neill —cuyo libro había leído, al igual que otros de las militantes comunistas Tomasa Cuevas y Juana Doña o una biografía de su camarada Matilde Landa, para informarme de cuáles eran las condiciones de vida de las presas republicanas, puesto que eso es lo que había sido Julia Serma, en las cárceles franquistas— relata los primeros momentos del golpe de Estado y la brutal represión llevada a cabo por las escuadras falangistas en la ciudad colonial, a través de los testimonios de las personas con que se encuentra mientras busca noticias sobre su esposo, poco antes de ser ella misma encarcelada: «Matan y torturan a los hombres; sacan a las mujeres de sus casas y, después de violarlas, las asesinan en las carreteras». «¡Las losas del cementerio aparecen, por la mañana, llenas de cuerpos sangrantes! ¡Yo los vi! Fui a acompañar a una vecina anciana porque su hijo no aparecía por casa en tres días. Y allí estaba, con el cuerpo torturado y acribillado a balazos; acababa de cumplir diecisiete años». «En esa casa de enfrente vive un doctor en medicina. (…) Tiene una hija que se muere poco a poco. (…) La purgaron los falangistas, no con aceite de ricino: con gas-oil. Sus padres estaban delante y veían cómo a la muchacha se le abrían mucho los ojos, como si fueran a saltársele; varios hombres la agarraban, ella vomitaba, no podía tragar, le metían en la boca lo que había vomitado. La madre se volvió loca, y ahí la tienen, en la casa, sin saber qué hacer con ella».
Ya presa, las historias que conoce por sus compañeras de cautiverio siguen ofreciendo un panorama espantoso: «Las madres de familia, las abuelas, iban a dar con sus huesos a los calabozos de la policía; de allí, a la cárcel. Las jóvenes que atrapaban eran otra cosa: pertenecían, en su mayoría, a las juventudes sindicales obreras; sabían leer y entendían de reivindicaciones. Los falangistas iban a buscarlas por las noches; sollozos y protestas de padres las hacían más excitantes. Y se las llevaban; las violaban en el campo; caían sobre ellas, uno después de otro, como perros. Unas morían en la brega; a otras las mataban; algunas iban a la cárcel. En la policía les querían sacar las declaraciones a fuerza de correazos y golpes. Les cortaban el pelo al rape, dejándoles plumeritos como cuernos; los barberos improvisados formaban coro de risas; luego rasgaban pechos y vientres antes de enterrarlas».
En ese ambiente, no es de extrañar que Julia Serma también fuera denunciada, quién sabe por quién, a causa de sus convicciones socialistas y su matrimonio con un voluntario de las Brigadas Internacionales; ni que perdiera el juicio tras estar encerrada seis años en la prisión de Ventas. Aunque eso último suscita un par de cuestiones. La primera es por qué la trasladaron a la capital, cuando lo lógico hubiera sido recluirla en cualquiera de las cárceles que había en Valladolid. ¿Tan peligrosa la consideraban? La segunda es ésta: ¿cómo es posible que pasara ni más ni menos que seis años en la cárcel y, por lo que se ve, tan duros que llegaron a minar irreparablemente su salud? ¿Cómo es que ni su posición, aunque fuera la de terrateniente venida a menos, ni sus apellidos, ni la influencia sucesiva de Mercedes Sanz Bachiller y Carmen de Icaza pudieran rescatarla?
Sea como sea, en cuanto supo su paradero, su hermana Dolores se trasladó también a Madrid, para estar cerca de ella e intentar liberarla. Una vez allí, imploró la ayuda de su antigua vecina y condiscípula del Colegio Francés de Valladolid, la influyente directora del Auxilio Social, Mercedes Sanz Bachiller, se afilió a la Falange y unos meses más tarde retomó sus estudios de Derecho, con la convicción de que de esa forma podría ayudar mucho mejor a Julia, a quien habían aplicado la temible Ley de Responsabilidades Políticas. En la facultad, coincidió con Carmen Laforet y las dos jóvenes se hicieron muy amigas. Serma acabó su carrera como lo había hecho Delibes en Valladolid, a base de cursos dobles e intensivos.
Me detuve ahí, porque estaba agotado. Era ya tarde, no había comido nada en todo el día y mi estómago llevaba media hora haciendo un ruido más que indecoroso, algo así como una mezcla de tractor ruso y señuelo para patos. Además, los ojos me escocían, empezaba a ver doble y las letras se me hacían borrosas, hasta el punto de que mis notas iban perdiendo poco a poco sentido y parecían insectos a punto de volarse. Cuando me levanté, mis músculos crujieron igual que gomas secas. Había que parar, sin duda.
Apagué el ordenador y me bebí el café que quedaba en el termo que me había preparado después de desayunar, creyendo que eso me reconfortaría, pero no fue así: estaba amargo, con un sabor como a metal o tinta, y pareció cortarme el estómago con ese filo que les sale, de repente, a las cosas que se quedan frías. Un desastre.
Salí de la biblioteca satisfecho de cómo iba la semblanza de Dolores Serma y orgulloso por la forma en que había podido trabajar casi doce horas seguidas, sin distracciones, con eficacia y manteniéndome tan atareado que, si me permiten la broma, creo que sólo había podido respirar los minutos impares. Qué triunfo.
Al cruzar el jardín me gustó el golpe del aire helado en la piel: era algo tonificante, higiénico, una especie de combustible que te reponía, te oxigenaba. Me quedé ahí un instante, bajo aquel pequeño bosque incongruente de membrillos, olmos y almendros que había plantado mi padre hacía más de cincuenta años, sintiéndome en paz con el mundo y dándome cuenta de que eso no me pasaba desde hacía mucho, muchísimo tiempo. Qué raros somos, ¿no?
Entré al edificio principal, hice una llamada a Virginia para que me contase cómo marchaba la cena de Natalia Escartín en el Deméter y, nada más colgar, le propuse a mi madre salir a cenar, nosotros también, a algún buen restaurante. ¿Qué le parecía el plan: ella y yo, rodeados de velas encendidas, disfrutando de un buen vino y con tiempo para charlar?
Aceptó de mil amores.